Contra la distorsión en historia

26 septiembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

En este verano he leído, aparte de varias novelas, algunos libros de historia. Uno de ellos ha sido objeto de un comentario muy atractivo en EL PAÍS (29 de julio de 2017) por parte de un crítico, a quien no conozco, pero de cuyos juicios me fío: Manuel Rodríguez Rivero. Es un comentario que me ha agradado sobremanera porque el autor de dicho libro es un colega, compañero y amigo. Nos conocemos desde hace casi cuarenta años, cuando empezó a hacerse un nombre entre los jóvenes historiadores y politólogos españoles. Hemos coincidido en muchas aventuras. Desde, en particular, aquella inolvidable serie de TVE España en guerra para conmemorar el cincuenta aniversario del estallido de la guerra civil hasta una revisión colectiva de la curiosa biografía de Franco efectuada por el ahora nuevamente laureado profesor Stanley G. Payne con la inapreciable colaboración de alguien que estuvo ligado al CEDADE.  Todos elegimos a nuestros amigos y colaboradores.

Desde hace muchos años Alberto Reig, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, ha dedicado especial atención al fenómeno de la regresividad en el relato sobre la República, la guerra civil y el franquismo. Entiendo por regresividad la vuelta hacia atrás, desdeñando los progresos realizados en la recuperación documentada y contrastable de todo ese pasado agónico y controvertido.

Cualquier obra de historia es, por supuesto, una construcción. En general se basa en la combinación de factores hermenéuticos y heurísticos perfectamente determinados. Cuentan, en particular, la personalidad del investigador, su trayectoria, su formación técnica, su experiencia y, no en último término, su ideología; la naturaleza de los temas sobre los que proyecte su atención; el mayor o menor cuidado en la identificación, selección y tratamiento de las fuentes; la comparación de su relato con el de sus pares y, no en último término, su curiosidad por enriquecer en la mayor medida posible el acervo de conocimientos contrastables. No todo lo que se escribe sobre el pasado es historia ni tampoco coincide con la aplicación de protocolos o cánones reconocidos en la profesión. El vínculo con las fuentes es, en ellos, fundamental.

Alberto Reig ha publicado hace unos meses, en la prestigiosa editorial Siglo XXI de España, un nuevo libro contra las distorsiones en los relatos de varios autores (algunos son incluso historiadores profesionales) que más que historia escriben “historietografía”, un neologismo por él acuñado y que servidor a veces se lo ha tomado prestado. Con él denota la pervivencia de los miasmas que se esparcieron en los relatos acuñados en la mitología aceptada por el franquismo y mantenida hasta la fecha con artilugios conceptuales y de estilo para salvar de ella lo que en la actualidad puede parecer mínimamente salvable. Esto significa la negación del progreso en materia de conocimiento histórico, ya sea por capas, estratos o etapas sucesivas, y la subsistencia de una supuesta “verdad” supra-temporal, tal y como la definió la necesidad de Franco y sus adláteres de explicar los orígenes de la guerra civil, los determinantes esenciales de su evolución y su imbricación con una dictadura de casi cuarenta años.

Tal regresividad es algo que no constata solo Alberto Reig. Santos Juliá, por ejemplo, ha escrito abundantes páginas al respecto, reconociendo que los acuerdos centrales a los que parecíamos haber llegado los historiadores hace quince o veinte años han saltado por los aires. Si algún lector acude a los DVDs de “España en guerra” y escucha los comentarios que acompañan las imágenes podrá tener una idea de cuáles eran. No en vano el equipo de redacción insistió en que la imagen debía ajustarse al texto y tal texto fue consensuado entre los catorce o quince historiadores que participamos. Nunca se ha publicado -una lástima- y quizá no estaría de más que alguien lo pusiera al día porque es un hecho que la investigación histórica no ha dejado de progresar en los últimos treinta años.

Se han enhebrado numerosas explicaciones de por qué ha sucedido lo que ha sucedido y se ha explicado desde múltiples ángulos: sociología, ciencia política, sicología social, sicoanálisis y, por supuesto, la historia misma. En el bien entendido de que España no es un país extraño en el que ocurran esas cosas extrañas. Ejemplos hasta cierto punto similares han figurado de forma prominente en los últimos tiempos en Italia o Estados Unidos, que también atravesaron por guerras civiles desgarradoras y que tienen la ventaja de no ser casos demasiado exóticos. El hilo común son los cambios políticos y parapolíticos acaecidos en las respectivas sociedades: los triunfos de Berlusconi o de Trump han reabierto grietas que parecían cerradas. El del PP en las elecciones de 1996 favoreció la regresividad autóctona e incluso foránea, entre algún que otro historiador extranjero. Pero lo que en España desató una contraofensiva fue el incesante goteo de informaciones, que han calado en un amplio sector de la sociedad, sobre los horrores, hasta entonces silenciados, de la represión franquista en la guerra y en la postguerra. El fenómeno de las tumbas olvidadas, los relatos sobre ejecuciones sumarias y la farsa de los consejos de guerra (incluido el TOP de años posteriores) han lastrado para siempre las versiones unilaterales franquistas sobre los “desmadres” de la represión republicana, reducida a la mitad o a un tercio del volumen propagado por los cuentistas de la dictadura.

El objeto de la ira para Alberto Reig es, pues, el mal llamado “revisionismo” patrio. Digo mal llamado porque la investigación histórica genuina es siempre revisionista. No puede ser de otra manera. Los progresos en historia dependen del descubrimiento de nuevas fuentes y de la aplicación de construcciones conceptuales y metodológicas que se encuentran en proceso de cambio. Entre ambas variables existe una interacción constante. Hace años surgió la preocupación por el factor género en los estudios históricos. Su aplicación abrió toda una serie de fuentes nuevas o permitió “revisitar” las ya conocidas. Hoy las construcciones culturales están de moda. Han permitido generar nuevos conocimientos y nuevas interpretaciones. La historia se mueve y del pasado puede decirse que hoy ya no es lo que era ayer. Es la demostración del auténtico revisionismo en la investigación.

Lo que en el discurso vulgar  suele pasar por “revisionismo” es el intento de volver, en la medida posible, a los orígenes: la República fue un desastre; la guerra civil fue inevitable; se ganó gracias al genio de Franco; el régimen subsiguiente fue una dictadura rápidamente atemperada; el franquismo favoreció la evolución económica y social de España; creó una amplia clase media y, en definitiva, sentó las bases de una última “regeneración” (a veces se dice que sin proponérselo conscientemente) que acomodó una transición más o menos inevitable, ya que “no podía haber franquismo sin Franco”. En una aplicación del método más tautológico posible se afirma que sin Franco no es concebible la España de nuestros días. Algo como decir que sin Hitler no se comprende la Alemania de hoy.  ¿Conclusión? Habría que elevar a ambos todas las estatuas posibles, aunque en el segundo caso con extremo cuidado y solo metafóricamente porque en Alemania sería un delito previsto en el código penal. Por su parte, en España han ido desapareciendo las razones que hubo en su momento (aunque, algunos pensarán, siempre quedan los corazones y la necesidad de oponer una “contramemoria” o un contra-relato que sirva de baluarte para los convencidos, aquéllos a quien se refería Ricardo de la Cierva como los que no deseaban que les robaran “nuestra historia”). Todo para ganar puntos en la pugna político-ideológica de nuestros días.

Alberto Reig, estudioso preciso e inmisericorde del historiador de cámara de Franco, ha leído la extensa obra de numerosos “revisionistas” y camelistas. Aplica un método de análisis y contextualización implacable para poner al descubierto sus miserias, sus contradicciones y su desprecio por los hallazgos según los protocolos metodológicos generalmente aceptados. No deja títeres con cabeza y sigue a rajatabla la máxima de “al pan, pan y al vino, vino”. ¿Por qué andarse con elucubraciones y palabras de buen tono para quienes falsean ese pasado que en su totalidad es incognoscible, pero del que conocemos un retazo cada vez más amplio, incluido su lado más sombrío?

Los afectados (siempre con menos títulos) se quejarán, tal vez, del sarcasmo y de la ironía del profesor Reig. Pero, ¿por qué deberían extrañarse? Han elaborado con denuedo su aportación a la regresividad en las condiciones creada por unas autoridades que no han sido capaces de proseguir la desclasificación de fuentes todavía cerradas a la investigación. Con excusas grotescas o, ahora, simplemente sin excusas. ¿Conocen los lectores alguna manifestación de, valga el caso, la señora ministra de Defensa explicando razonablemente porqué no continúa con la política de apertura de archivos que se detuvo con su nunca olvidado predecesor? ¿Y qué decir de los archivos del Ministerio de la Gobernación?

Si los lectores quieren pasar un buen rato, reírse (o llorar, según se mire) de la regresividad de autores que suelen mostrarse muy activos en las redes sociales y en ciertos medios de comunicación, perfectamente identificados con sus escasas grandezas y abundantes miserias tendrán pocas posibilidades más entretenidas de hacerlo que si repasan las suculentas páginas que Alberto Reig nos ha entregado. En ellas verán reproducidas muchas de sus afirmaciones en una amplia gama que va de la idiotez pura y dura a una incomprensible autosuficiente metodológica. Sin el menor recato declaro ser un admirador de la inmensa paciencia de que el catedrático de Tarragona ha hecho gala para no estallar y sí para escribir una obra sardónica y divertida. No se la pierdan.

Alberto Reig Tapia: La crítica de la crítica. Inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes, Madrid, Siglo XXI de España, 2017.

Un patriota republicano olvidado

19 septiembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Muchos patriotas yacen en las cunetas. Ni siquiera se conocen sus nombres. Otros han ido saliendo a la luz. Un alto porcentaje combatió la sublevación militar con las armas en la mano. En los últimos años se han identificado otros: políticos, sindicalistas, educadores, intelectuales. En este primer post de la rentrée, después de dos series temáticas, quisiera romper una lanza por otra categoría. La de los sufridos funcionarios. No es que se la haya ignorado. Funcionarios fueron los maestros y maestras fusilados o represaliados (servidor tuvo la suerte de beneficiarse de las enseñanzas de uno de estos últimos). También lo fueron los jueces o fiscales. Sin embargo, pocos investigadores se han ocupado de una categoría minúscula pero influyente. Los diplomáticos. La atención se ha concentrado en los embajadores en grandes puestos (París, Londres, Moscú, Washington, México, etc.)

Ha correspondido a un profesor e historiador marroquí, el Dr. Mourad Zarrouk, rescatar a uno de estos patriotas que ha permanecido injustamente olvidado. Su nombre no dirá nada, o casi nada, incluso a los iniciados. Se llamaba Clemente Cerdeira. Formó parte del pequeño grupo de funcionarios diplomáticos que no se pasó a los sublevados. Esto ya sería notable. El profesor Zarrouk ha escrito, sin embargo, una biografía muy completa y ha puesto a Cerdeira en el centro de una trama que demuestra (como hará Íñiguez Campos en un libro en el que está trabajando) el desbarajuste, desconcierto, improvisación y fallos garrafales que caracterizaron la respuesta gubernamental a la rebelión militar. Como para pensar que los ministros, subsecretarios y directores generales habrían estado dormitando a la bartola, esperando pacientemente (cuando no alentando) el estallido de esa revolución socialista, anarquista o comunista que pinta la historiografía pro-franquista y que tanto reverdece hoy el profesor Payne.

Cerdeira no fue un diplomático cualquiera. Procedía de la carrera de intérpretes, desde la cual podía darse el salto -aunque no frecuencia- a la consular y diplomática. Siempre lo adornaron cualidades especiales. Nacido en 1889 en Port Bou pero, trasladado a edad temprana a Tánger por su padre que era guardia civil, fue desde niño a una escuela coránica (aparte de a la cristiana, que era obligada). Creció hablando el árabe dialectal tan bien como el castellano; estudió en profundidad el derecho musulmán, de una cuyas instituciones más importantes era el mejor especialista español, y escribía el árabe estándar como si fuese un nativo.

Inquieto y deseoso de prosperar, cursó estudios superiores en instituciones del Protectorado francés, en el Líbano y en Egipto. Desde muy joven prestó relevantes servicios a las autoridades civiles y militares de la zona española. Participó en negociaciones extremadamente confidenciales, en particular con El Raisuni, y aportó a la tarea su conocimiento íntimo de la mentalidad marroquí y de sus múltiples facetas.  Ello le despertó lógicos deseos de prosperar como funcionario en un páramo como el Protectorado español en el que diplomáticos, militares, funcionarios civiles e intérpretes no siempre estaban bien avenidos. Discrepaban en el sentido de la colonización, en la forma de tratar a los indígenas y en cómo hacer frente a las asechanzas francesas.

La Administración española siempre fue a remolque. Careció de una política consistente e inteligente hacia los marroquíes, maniatada por una inmensa falta de medios culturales, humanos, intelectuales y económicos. Civil hasta la médula, Cerdeira casi siempre tropezó con militares de alto rango y con diplomáticos que creían conocer Marruecos mejor que él, pero que iban a lo suyo (entre lo que figuraba hacerse ricos, como ya ilustró en sus “memorias” Arturo Barea). Eso sí, a patriotismo decían que no les ganaba nadie.

Los franceses pronto identificaron a Cerdeira como un contendiente temible. Sus andanzas fueron notadas escrupulosamente por los servicios de información. Metido hasta el cuello en las discusiones sobre cómo pacificar el territorio, Cerdeira se vio acorralado in situ. A los militares se les llamaba “africanistas” pero de África sabían en general bastante poco. Tampoco gozó, en ocasiones, de grandes apoyos en Madrid. Era aquí, y en particular en la Dirección General de Marruecos y Colonias, dependiente de la Presidencia del Gobierno, donde se diseñaba, con frecuencia a salto de mata, la política hacia el Protectorado.  Un diplomático cuyas memorias el profesor Bernabé López García y servidor hemos editado en relación con dos diferentes etapas de su carrera, Francisco Serrat, (que no tenía buena impresión de Cerdeira), lo expuso sobradamente.

Cerdeira no careció de ayudas. Fueron numerosas las personas que, conociendo su valía, trataron de echarle una mano tras beneficiarse de sus servicios. Zarrouk detalla parsimoniosamente los obstáculos burocráticos con que tropezó en sus aspiraciones funcionariales y las zancadillas que se le pusieron. Nada de ello le arredró. Era consciente de la importancia de sus conocimientos y, cuando hubo que empezar a pensar en cómo hacer frente a los primeros brotes del nacionalismo marroquí, su papel se acrecentó. A su labor de intérprete añadió sus servicios como agente de información. El suyo era el patriotismo que no se voceaba. Se ejercía.

Oficialmente Cerdeira accedió a la carrera diplomática como primer secretario de embajada en marzo de 1933 pero esta nueva condición no le acompañó en uno de sus desafíos más acentuados: cómo contribuir a defender los intereses españoles en el nido de espías y de intrigas que era entonces la ciudad internacional de Tánger. Los franceses, por supuesto, estaban al acecho. Fue un agente “quemado” antes de llegar.

Cuando estalló la sublevación de julio de 1936 Cerdeira, que tenía su familia en Ceuta, no dudó en permanecer fiel al Gobierno. Inmediatamente se dio cuenta de que la retaguardia de los sublevados podría, tal vez, convertirse en un punto débil. También se movió en las aguas movedizas tangerinas con el fin de obstaculizar las maniobras de Franco para situarse en una posición cómoda en la plaza. Cerdeira fue la mano derecha del cónsul Prieto del Río a quien, por cierto, daba mil vueltas.

Su labor puso a Cerdeira en el punto de mira de Franco y, por ende, en el de la plana mayor de la sublevación. El desbarajuste republicano no permitió elaborar una línea de conducta coherente para aprovechar el incipiente nacionalismo marroquí, que pasó a alinearse con los rebeldes. Los agentes de Cerdeira en el Protectorado fueron pasados por las armas y el extraordinario arabista y novel diplomático se convirtió también en un objetivo al que había que liquidar.

El Ministerio de Estado, en pleno caos, no acertó nunca a identificar cómo aprovechar de la mejor manera posible los conocimientos de Cerdeira. Servidor ya fue hace muchos años extremadamente crítico de la gestión administrativa del Departamento. Su titular, Julio Álvarez del Vayo, se ganó bien la vida como periodista. Fue un buen embajador en México. De ministro estuvo muy por debajo de la naturaleza de los desafíos de la cartera. El hecho es que, después de varias fintas de traslado de Cerdeira a Turquía (muy poco en el centro de los acontecimientos que afectaban a España), la Superioridad (con mayúscula) optó por enviarlo de cónsul a Liverpool. Quizá porque estuvo unas semanas en el consulado de Casablanca, donde pronto se enfrentó con el vice-cónsul, un médico sumamente ideologizado que no tenía la menor idea de por dónde iban los tiros.

En enero de 1937 Cerdeira abandonó definitivamente el norte de África, a su familia en manos de los sublevados y sin un céntimo y puso rumbo al Reino Unido. Desde el punto de vista de gestión de los recursos humanos, diríamos hoy, era como echar perlas a los cerdos. Profesional hasta el tuétano, Cerdeira cumplió sus tareas a la satisfacción de todos. Incluso desenmascaró a un sujeto que servía a Franco bajo la cobertura de cónsul republicano en Newcastle.

En la derrota se portó con absoluta dignidad. Ansiaba volver a Marruecos para, al menos, estar cerca de su familia. Nadie le echó una mano. Ni sus colegas arabistas ni los diplomáticos franquistas. Era un apestado. Murió de un ataque al corazón en Niza en mayo de 1941. Tenía 52 años. Se conservan los papeles que se llevó consigo. A su familia no le pegaron cuatro tiros.

Este libro del profesor Mourad Zarrouk tiene para mí dos incentivos. El primero es personal: completa y amplía el conocimiento de los miembros de la carrera diplomática republicana a la que hace años dediqué un libro. El segundo es profesional: el autor, en passant, ha identificado dos claves que arrojan nueva luz sobre la conspiración en Canarias del general Franco. Se afirma que ya se conoce de ella todo lo que hay que conocer. Un brindis al sol.

Me permito invitar a todos aquellos que crean en tal enfoque a que lean esta biografía de Cerdeira y traten de determinar cuáles son dichas claves. Una es relativamente sencilla. La segunda es algo más complicada. Si lo hacen me rendiré ante su sabiduría y lo reconoceré públicamente. No tengo que señalar que aparecerán dentro de unos meses con todos los detalles en un libro que ya hemos terminado de escribir tres colegas y un servidor. Con nuestro agradecimiento al profesor Zarrouk y al profesor López García, uno de nuestros más eminentes arabistas, que lo ha prologado.

Mourad Zarrouk: Clemente Cerdeira. Intérprete, diplomático y espía al servicio de la Segunda República, Madrid, REUS editorial, 2017, 224 páginas.

Las duraderas privaciones españolas

12 septiembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Fuentes informativas sobre las condiciones reales de vida en la España de la postguerra y, adicionalmente, de los desvaríos imperiales franco-falangistas las constituyen el control postal ejercido por las autoridades británicas y los informes analíticos derivados que preparaba el Ministerio de Guerra Económica. En el crucial año 1941, cuando el pivote de la guerra europea se enriqueció con la invasión nazi de la Unión Soviética que, a la postre, contribuyó decisivamente a la destrucción del Tercer Reich, ambas fuentes arrojan fogonazos de gran interés. En este último post de la presente serie pasaré revista a algunos datos que conviene no olvidar, siquiera por eso de la atribución a Franco de la inmarcesible cualidad de espíritu elevado preocupado por el bienestar de los españoles.  

El 28 de febrero un informe de los servicios competentes británicos recogió, por ejemplo, que en España la obsesión por la comida había eclipsado cualquier otro tipo de preocupación política. En una carta se afirmaba que la situación no solo era trágica sino que causaba una vergüenza profunda porque era evidente que los ricos nadaban en la abundancia mientras que los pobres se morían de hambre.

Un escritor portugués, de la misma clase social a la que criticaba, plasmó sus impresiones de la siguiente manera:

“Madrid es un lugar de miseria y desesperación. Los pobres padecen de inanición y los ricos ni siquiera quieren enterarse de ello. No han aprendido nada de la última guerra civil. Lo único que les preocupa son ellos mismos y sus comodidades”.

Una percepción que, cuando menos, hay que comparar con el omnipresente lema falangista del “por la Patria, el pan y la justicia” o las sempiternas invocaciones a la “revolución nacionalsindicalista” pero a los que habría que contraponer la dura realidad: ¡para algo se había hecho la guerra!

Un sacerdote que se desplazó a Portugal escribió:

“A pesar de todas las carencias y el hambre quien tiene dinero puede conseguir cualquier cosa que haya disponible (…) En cuanto a los pobres trabajadores ya puedes imaginarte cómo les va y esto es lo que resulta verdaderamente terrible y la injusta distribución que sigue funcionando…”

Naturalmente estas condiciones creaban resentimiento y odio. Para controlar toda posibilidad de revueltas se intensificaban las delaciones, la actividad policial, las torturas y una represión generalizada. Pero el malestar salía en cuanto era posible. Véase la siguiente referencia:

“Pasé unos días en casa de un franquista en Madrid y me dijo que temía que más pronto que tarde se produjese una revolución, esta vez no de carácter político, y de todo el país contra el Gobierno.

La gente tenía una pinta horrible, con rostros que traslucían el hambre, los desharrapados se esforzaban en tirar de un baul en la estación y la policía les pegaba con las porras que llevan.”

Entre los comentarios que este control postal suscitó a los británicos destaca que la Administración, falangistizada, era un fracaso total. Carecía totalmente de ideas y estaba en la más absoluta y completa desorganización. El país se encontraba en una situación peor que la que la gente recordaba de cualquier régimen precedente.

El ministerio de Guerra Económica recibió igualmente informes analíticos sobre las causas de la tristísima situación alimentaria. Uno de los más interesantes la retrotrajo a la interconexión de cuatro factores: falta de alimentos; carencias de otros suministros; dificultades de transporte y distribución y fracaso de los controles de precios.

La falta de trigo no solo se debía a las malas cosechas (a su vez fruto de los caprichos climáticos y la ausencia de instrumentos, maquinaria y abonos) sino a la incapacidad de las autoridades por conseguir captar todo lo que se producía. Los incentivos monetarios no funcionaban porque los campesinos no sabían qué hacer con ellos. En muchas regiones se había recurrido de nuevo al trueque. Los jornaleros se negaban a trabajar por dinero y querían pagos en especies. Las pésimas comunicaciones acentuaban las carencias. Los ferrocarriles no tenían material rodante y combustible suficientes. A la industria del acero le faltaban la chatarra, el níquel y las ferroaleaciones. Quienes en la zona centro quisieran adquirir aceite por trigo no podían hacerlo. Los mineros asturianos que deberían estar trabajando con la máxima eficiencia desfallecían por docenas en el tajo. El control de precios era, en tales condiciones, un chiste. Los precios se habían disparado a nivel tal que el hombre de la calle solo podía soñar con comprar ciertos productos.

No extrañará que empezaran a producirse epidemias de tifus, incluso en Madrid, en donde las autoridades sanitarias carecían de medios para combatirlas. No había desinfectantes ni jabón. La tasa de mortalidad era muy elevada. Como ha señalado Moreno Gómez, la dictadura se empeñó siempre en minimizar el problema. En Córdoba, por ejemplo, no se reconoció su existencia hasta el 25 de mayo de 1941. Las zonas más afectadas, fuera de las mencionadas, se ubicaron en Sevilla, Málaga, casi toda Andalucía y la España al sur de la capital. La embajada norteamericana obtuvo medicamentos para su personal. El embajador británico pidió el envío inmediato por avión con el fin de poder tratar al menos 200 casos graves. Desde el War Office se instó la posibilidad de estudiar si la Cruz Roja británica estaría en condiciones de enviar ayuda. En Murcia se habían producido numerosos fallecimientos. Un funcionario del Foreign Office se sintió impelido a anotar sus impresiones:

“No puedo por menos de pensar que, bien mirado todo, el pueblo español podría estar mejor bajo una administración alemana eficaz que como se encuentra en la actualidad.”

¡El colmo! pero no podría haber habido un juicio más certero ya que la dictadura quería precisamente crear en España un remedo de la política terrorista del Tercer Reich. Esto es algo que han observado autores tan distintos como Harmut Heine, Eutimio Martín y el propio Moreno Gómez.

No deseo cansar al lector con repeticiones innecesarias. Por el momento merece la pena reseñar que el 7 de junio de 1941, por orden del gabinete de Guerra británico, se envió un telegrama supersecreto a Washington, en el que pongo en itálicas un punto de vista suficientemente expresivo.  Decía así:

El ministro español de Asuntos Exteriores [Serrano Suñer] está esforzándose todo lo que puede en poner obstáculos a la política británica y norteamericana de ayudar económicamente a España y crear así una situación en la que pueda inducirse una mayor y más activa colaboración con el Eje. A pesar de la fuerte oposición interna a la política de [Serrano] Suñer, podemos vernos confrontados con una situación crítica en las próximas semanas. Es por tanto muy importante que se llegue a un acuerdo para que se nos dé mayor publicidad…»

Se comprende esta percepción, fuese correcta o no. En aquellos momentos Serrano Suñer luchaba por su supervivencia política y bien podría entenderse que lo menos que quería era que la ayuda anglosajona interferiese con sus intenciones de entrar en guerra al lado del Eje. Que los “rojos” –y otros que no lo eran- pasasen hambre (mejor dicho, que corrieran el riesgo de morir de inanición) no entraría en sus preocupaciones primordiales. No se trata de atacarlo gratuitamente porque ¿reflejó siquiera mínimamente en sus memorias aquella situación espeluznante? Para eso hubiese necesitado tener alguna fibra moral.

En aplicación de la estrategia seguida los británicos continuaron mostrándose más generosos que los alemanes. En abril de 1941, por ejemplo, se firmó un nuevo acuerdo de préstamo suplementario, a pesar de las reticencias del titular del Palacio de Santa Cruz, que sí bloqueó otras iniciativas norteamericanas con un comportamiento que, profesionalmente hablando, solo cabe caracterizar de penoso cuando no de traidor.

¿Y qué decir de los nazis? Un telegrama de von Stohrer del 6 de febrero de 1941 arroja luz sobre cómo los alemanes juzgaban la situación.

En las semanas precedentes se había agravado considerablemente. En muchas partes no había pan en absoluto. Se temían revueltas. Aumentaban los delitos contra la propiedad. Incluso el Ejército no recibía lo suficiente ni en comida ni en vestimenta. Reinaba mal ambiente. La amargura de la población estaba tanto más motivada cuanto que todavía había detenidos entre uno y dos millones de rojos (sic). Mal alimentados. Sus familias pasaban hambre. Los casos de corrupción y la falta de sentido social de los acomodados incrementaban la desazón.

Permítanme los amables lectores que me detenga un momento en esta última afirmación. La hacía un alemán acomodado, miembro del partido nazi y al servicio de la dictadura nacionalsocialista. Una dictadura que había declarado el fin de la lucha de clases y su sustitución por la Volksgemeinschaft (comunidad racial) al servicio de un afán imperialista marcado por la biología. Sin embargo, le chocaba que en la “España imperial” que cantaban los falangistas y que llenaba los discursos de Franco y de sus adláteres no existiera el menor sentido social.

Es una formulación que permite intuir que si eso ocurría con la élite dirigente, los vencidos ya podían morirse de hambre tranquilamente con tal de que no molestaran. El Caudillo no hubiese variado un ápice sus planteamientos imperiales de haber tenido la menor oportunidad de materializarlos. Como no fue así, el hambre fue refuncionalizado en pretexto inexcusable para diferir la entrada en la guerra y luego para levantar un monumento a la genialidad del Caudillo gracias al cual habríamos llegado a la España de hoy.

FIN

REFERENCIAS

En general me he basado en documentación conservada en los legajos FO371/24513, 24509, 26890 y 26946, en los Archivos Nacionales británicos de Kew (Surrey), pero esto no quiere decir que no haya disponibles otras fuentes. Quizá la más importante sea el artículo de Miguel Ángel del Arco Blanco,“´Morir de hambre´”. Autarquía, escasez y enfermedad en la España del primer franquismo”, en Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, vol. 5, 2006.

Datos relevantes se encuentran en:

Manuel González Portilla y José María Garmendia Urdangarín: «Corrupción y mercado negro: nuevas formas de acumulación capitalista», en Sánchez Recio, Glicerio y Julio Tascón Fernández, (eds.), Los empresarios de Franco. Política y economía en España, 1936-1957, Barcelona, Crítica, 2003.

Jordi Maluquer de Motes, Jordi: La economía española en perspectiva histórica, Barcelona, Pasado&Presente, 2014.

Francisco Moreno Gómez: La victoria sangrienta, 1939-1945. Un estudio de la gran represión franquista, para el Memorial Democrático de España, Madrid, Alpuerto, 2014

Así como en numerosos trabajos de Carlos Barciela y Ricardo Robledo que, ¡vaya por Dios!, no parece que sean conocidos del profesor Payne.

El trabajo de Ángeles Arranz Bullido no está publicado.

A todos ellos, mi agradecimiento.

De vueltas con el hambre en la postguerra

5 septiembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

El 9 de mayo pasado publiqué un post más en una una serie que pretendía alumbrar la situación concreta de hambre que reinó en España después de la guerra civil y el comienzo de la europea. Utilicé documentación española y británica como instrumentos fiables para enmarcarla. Cuando ya me acercaba al final de la serie surgió la necesidad de realizar unas cuantas aclaraciones y puntualizaciones sobre las responsabilidades compartidas entre franquistas y nazis en la dinámica de guerra y de colaboración que condujo a la destrucción de Gernika. Un tema en el que siguen subsistiendo tesis opuestas a las mías. Dicha interrupción me tuvo ocupado hasta finales de julio, algo más de lo que preveía. Después llegó la temporada de vacaciones en la que siempre he interrumpido este blog. ¿Cuántos se preocuparán por temas del pasado en medio de los atractivos y alicientes del verano? Nadie podía pensar en el shock de los atentados yihadistas en Cataluña. Ahora, al plantearme la reanudación del blog, me cuesta un poco de trabajo dejar sin terminar la serie sobre el hambre. De aquí que en este post y en el próximo la concluya. En las vacaciones, que por cierto continúo en Grecia, he tenido tiempo de pensar en temas adicionales que espero poder ir desgranando progresivamente. En cualquier caso trataré de mantenerme en el pasado sin caer en la tentación de referirme a tiempos actuales. Este es, esencialmente, un blog de historia.

Volviendo a la posguerra lo primero que hay que señalar que no solo los británicos o los norteamericanossino también los nazis sabían perfectamente que bajo Franco reinaba el hambre. Era una realidad inocultable. Así, por ejemplo, el embajador alemán Eberhard von Stohrer, que llevaba años representando al Tercer Reich en España, envió el 15 de noviembre de 1940  a Berlín un desgarrador despacho sobre la situación alimenticia. No la describió como próxima a la hambruna sino prácticamente como tal. Había empeorado desde la famosa visita de Serrano para escuchar los cantos de sirena de los jerifaltes nazis.

El déficit de trigo, para la alimentación y la siembra, superaba el millón de toneladas, según el embajador. En estas condiciones era evidente que el descontento popular no podía sino aumentar. Tal descontento se manifestaba no solo en una creciente crítica al régimen sino también en el deseo, cada vez más ferviente, de evitar la entrada en guerra. Se echaba la culpa a Alemania por las carencias alimenticias dado el chorro de exportaciones que se enviaba a tal país. No necesitó señalar que era la más dura y pura realidad porque en Berlín el tema no despertaba la menor preocupación. Los nazis siempre tan simpáticos…

Habría que añadir, para ser exactos, que los británicos seguían sin fiarse un pelo de Franco. Temían que si, por ejemplo, levantaban la mano en la concesión de navicerts para que el cereal argentino pudiera llegar en grandes cantidades a España correrían dos riesgos: dar un respiro al dictador y permitirle acumular stocks. No era posible ser demasiado generosos. Lo que estaba en juego era la supervivencia del Reino Unido y la necesidad de evitar por todos los medios que España basculara del lado del Eje. El control de los ritmos de tolerancia para los suministros de ultramar se había convertido en un arma de guerra. Tampoco, claro, había que mantener a los españoles en la hambruna. Mientras tanto, era tolerable que los falangistas gritaran a porfía su desprecio por la hipócrita Albión. El coste real era mínimo.

Franco se sentía incómodo. O hacía como sí. Tuvo ocasión de exponer su berrinche, más o menos fingido, al embajador portugués a finales de enero de 1941.  En una de sus entrevistas se lanzó a un feroz ataque contra los británicos. Los acusó de tratar de doblegar a España (susurremos, por lo bajines, al “Imperio en formación”) gracias al hambre que fomentaban (sic). No le faltó el toque de paranoia. Habían ocupado España con millares de espías (sic) que excitaban a los «rojos» a la revolución.

El portugués, muy sorprendido, replicó que le extrañaría mucho pero Franco insistió tanto que su interlocutor, consciente del dicho de que “cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar”, llegó a pensar si los británicos no harían algo parecido en Portugal. El embajador inglés le explicó que tales inculpaciones servían de mero pretexto a Franco para explicar la negrura de la situación alimenticia  y achacarla no a la propia incompetencia sino a la mala fé británica. No le faltaba razón. La naciente dictadura no se prodigaba demasiado en hacer de vez en cuando algún ejercicio de introspección (y cuando lo hacía se guardaba en el más cerrado de los secretos). Prefería vehicular las ideas de la propaganda pro-nazi que, naturalmente, esquivaba cualquier mención de la desviación española de comercio hacia el Tercer Reich. Por si fuera poco, en los primeros meses de 1941 la maquinaria de guerra nazi parecía imbatible.

La política de cuentagotas británica en el suministro de alimentos es inseparable de la valoración de los numerosos informes de que en Londres se disponía sobre el hambre reinante en aquella España que, como los falangistas no se cansaban de gritar, tenía voluntad de Imperio (aunque Payne diga ahora que era un tema del tiempo y que esencialmente era espiritual). ¡Ja, ja!

Los informes que se manejaban en Londres abarcaban todas las dimensiones. Eran de tipo local, regional y general.  Al escarbar entre los primeros lo realmente notable es que destacaran que solo en Vigo la situación había mejorado un pelín. Se había distribuído aceite y pan (tras la llegada de una carga de maiz argentino) pero apenas si había carbón. Además, las diferencias siderales entre España y Portugal habían inducido a las autoridades a permitir que la población gallega se desplazase al país vecino a hacer compras. Este contrabando esparcía sus bendiciones por toda la región. No extrañará que el consulado británico señalara que probablemente la situación en Galicia era mejor que en otras partes debido a sus circunstancias particulares.

Fuera de Galicia,  las condiciones seguían siendo horribles. Un ejemplo. En la zona de Cartagena no había aceite ni café. Los suministros eran muy irregulares. Las cantidades, mínimas: 150 gramos de pan cada semana o diez días; en los casos del arroz, garbanzos, azúcar, judías y lentejas se repartían entre 100 y 200 gramos en intervalos infrecuentes. Los precios de otros productos eran muy elevados. Lo único que había en cantidad suficiente eran las frutas. El jabón se conocía solo de memoria. La última distribución, de 250 gramos por cabeza, databa de principios de diciembre. Apenas si se disponía de carbón vegetal.

Este tipo de informaciones permitía apreciar la situación realmente existente. No bastaba con acudir a los datos oficiales. Así, valga el caso, en lo que se refería al azúcar oficialmente se distinguía entre población civil, economatos mineros, hospitales, barcos y otras colectividades. Teóricamente,  las asignaciones (en 1943) eran de 250, 300, 450 y 250 gramos ¡al mes! Son datos que en su momento recogió en su trabajo sobre la CAT María Angeles Arranz Bullido. La realidad era muy diferente. En cuanto al jabón, que naturalmente servía para no ir de pordioseros por la vida, se preveían 200 gramos mensuales, pero los informes del consulado muestran que en la práctica ni se veían.

En Cataluña la situación agrícola no mejoraba. Faltaban ganado, tractores y utensilios de labranza. La ayuda prometida por el Ejército no se había materializado. Se había pasado a practicar un cultivo extensivo, pero la carencia de fertilizantes imposibilitaba el aumento de las cosechas. En Sevilla la desnutrición afectaba negativamente a la producción, en particular la minera. Muchos de los fallecimientos en los hospitales se debían a la falta de comida. Se habían observado casos de muerte en la calle por inanición. Algo que ya se conocía en otras partes desde tiempo atrás.

Ante los barcos británicos se apiñaba la gente mendigando alimentos. La policía tenía que intervenir y dispersar las multitudes a porrazo limpio. Cariños de los vencedores. La Junta de Abastos era un ejemplo de ineptitud total. ¿Conclusión? Nada de ello contribuía a minorar el odio que la clase obrera experimentaba hacia la dictadura. Pero, en el interín, los panegiristas del régimen justificaban, con gran éxito de lectores y premios oficiales, las eternas e inmarcesibles “reivindicaciones de España”.

(Continuará)