Organización y hambre en 1940

25 abril, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Las hambrunas españolas de los primeros años cuarenta se han explicado de muy diversas formas. Algunas tienen que ver con las condiciones de producción de alimentos. Otras con la carencia de inputs para la agricultura. Un tercer grupo enfatiza las difíciles circunstancias creadas por la segunda guerra mundial, que agravaron las consecuencias de la previa guerra civil. Todas tienen un granito de verdad, pero todas también dejan de lado los problemas de la distribución, de la comercialización y de la administración del racionamiento. Estas variables son de orden interno. Son las que pueden ponerse en el debe de la gestión gubernamental inspirada por el inmarcesible Caudillo que fue el victorioso general Francisco Franco. No es de extrañar que la literatura que las pone de relieve en primer lugar no haya contentado demasiado a los historiadores que han alabado, y siguen alabando, la presciencia sobrenatural de SEJE.

Quien esto escribe no es ni economista agrario ni mucho menos experto en agricultura. Es, simplemente, un ratoncillo de archivo, en busca de evidencia primaria relevante de época y que trata, bien o mal, de interpretarla como puede. En este sentido el informe global que en noviembre de 1940 envió a Londres el ministro consejero de la embajada británica, el diplomático de origen australiano Arthur Yencken, me parece un ejemplo que no conviene en modo alguno pasar por alto. Yencken llevaba en Madrid cierto tiempo. El embajador Hoare lo apreciaba sobremanera. Estaba en el núcleo duro de la operación SOBORNOS y, en varias ocasiones, sirvió como encargado de negocios en ausencia de su jefe inmediato. No era un don nadie, aunque su nombre se haya esfumado en la oscuridad del pasado (murió en un accidente de aviación en 1944, que algunos achacan erróneamente a un acto de sabotaje alemán).

Para el ministro consejero, al trasladar a Londres las impresiones de sus colegas en la Ciudad Condal, y desde la atalaya de la embajada, en donde se recibían los informes consulares sobre la situación en las diversas partes de España, todas las señales hacían prever que el invierno de 1940/41 sería muy duro y que la situación alimenticia se aproximaría a la hambruna. Las condiciones habían empeorado visiblemente en los últimos meses y en muchas provincias eran muy, muy negras. Las carencias se habían convertido para las grandes masas en un problema diario casi insoluble. Sin saberlo, el diagnóstico británico coincidía con el que por aquellas fechas también envió a Berlín el embajador nazi. Los dos enemigos mortales suministraban a sus respectivas capitales informaciones parecidas.

Yencken ofreció una explicación en cuanto a los motivos. En primer lugar, el agotamiento económico y financiero producido por la guerra y la incapacidad subsiguiente de financiar las importaciones necesarias para complementar stocks. Esto es correcto. Se le olvidaron la vocación de autarquía fascista de la dictadura y la desaforada intervención en los mecanismos de producción, distribución y consumo. Añadió la decrepitud de los transportes y, eso sí, la incompetencia de la Administración. Sobre todo ello planeaba la corrupción de la maquinaria burocrática encargada de la gestión: los “Abastos”, quizá el sector más odiado por todo el mundo. Las consignas para la prensa eran, por el contrario, llamar la atención sobre la entrega a los rusos de las unidades de la Flota por los malvados republicanos y sobre el expolio del oro, amén de los preparativos para volar las poblaciones. Unos criminales, vaya. Es un tema que ha estudiado Francisco Sevillano.

El ministro consejero se permitió contar un chiste a sus superiores. Cuando Serrano Suñer fue a Berlín, Hitler le explicó la fórmula para reducir Inglaterra por hambre. ¿Cómo?, preguntó el español. El Führer replicó: “Muy sencillo. Exportaremos a Inglaterra toda su organización de Abastos y se rendirá en una semana”.

Goebbels, probablemente, no conocería tal chiste. Sin embargo, cuando uno de sus sicarios, el jefe para España del partido nazi, Hans Thomsen, le rindió visita a principios de noviembre de 1940, el ministro de Ilustración Popular (sic) y Propaganda recogió sus impresiones

Situación simplemente increíble. Franco y Suñer a la rastra de la Iglesia. Muy impopulares. No se abordan las cuestiones sociales. Un barullo tremendo. Falange sin mucha influencia (sic). La economía hace aguas por los cuatro costados. Mucha Grandezza pero nada detrás. Alemania considerada como un país de ensueño…

Naturalmente Thomsen arrimaba el ascua a su sardina e informaría en el sentido que mejor impacto para él tuviese en Berlín pero también el embajador nazi se referiría a la dramática situación económica y social de la España «pre-imperial».

El tema de la CAT requeriría un tratamiento más pormenorizado. Baste con indicar aquí que el plantel directivo en aquella época estaba copado por militares. Los uniformados se habían infiltrado en casi todos los escalones inferiores, de acuerdo con su graduación. Entrar en la CAT comportaba un seguro de vida y la posibilidad de hacerse con un “paquete” más o menos considerable. De aquí que hasta para llegar al “sublime” puesto de ordenanza los gobernadores civiles debían presentar a los elegidos al comisario general, con expresa relación de los méritos que poseyeran.

Por lo demás, no se ocultaba a nadie los beneficios de que el personal de la CAT disfrutaba. Como señaló en su tesina María Ángeles Arranz Bullido no necesitaba salvaconductos para viajar, recibía becas para estudios, gozaba de ventajas en los suministros de artículos intervenidos y racionados, se le concedían gratificaciones especiales “por méritos excepcionales”. Y, lo más goloso, podía hacer todos los «chanchullos» que quisieran. En cierta medida -y salvando las distancias- los alimentos eran entonces algo similar a lo que el terreno rural recalificable en urbano representó en los años del «aznarato» y después, aunque en mucho más cutre.

Además de las carencias señaladas Yencken insistió en que una de las dificultades radicaba en las disposiciones que prohibían trasladar los excedentes de una provincia a  otras sin permiso de Abastos. Este tipo de segmentaciones, que se lanzaron a todo trapo en abril de 1939, las explotó la burocracia hasta límites insospechados. Las órdenes administrativas se veían entrabadas por multitud de trampas, una de las cuales era la venta de tales permisos a precios exorbitantes a los “enchufados”.

El resultado era que los campesinos no tenían incentivos para vender sus productos mientras que los consumidores, que veían imposible abastecerse por medios legales, recurrían al mercado negro y al estraperlo. Era posible adquirir huevos, carne, leche, pollos y otros productos en los pueblecitos próximos a Madrid. Ahora bien, a precios más bajos que la mitad de los que se pedían en la capital, en el supuesto de que los productos existieran en ella. Esto no siempre era el caso. Luego se vendían en la urbe. Tales actuaciones habían llegado a adquirir proporciones muy alarmantes. Las multas se habían incrementado notablemente pero sin grandes resultados.

El mercado negro era, inevitablemente, el imán que atraía a las clases medias y pudientes capaces de pagar sobreprecios. Tenían la posibilidad de hacerlo. Desde la más temprana fecha los sublevados de 1936 habían puesto en marcha una gran contrarreforma agraria. Como ha recordado Maluquer en la posguerra se desarrolló una segunda gran transformación en la que los propietarios pasaron a explotar la tierra directamente. Dados los elevados precios en el mercado negro, y la reducción drástica de los costes laborales, la tasa de ganancia se disparó. Entre los vencedores había gente que acumuló mucho dinero. Un cínico diría que para llegar a tal situación se había hecho, en parte, la guerra.

Por el contrario, las clases más humildes tenían que sobrevivir con sus cartillas cuyos cupones solo permitían adquirir cantidades en el límite más reducido posible, próximo al que se daría en circunstancias de hambruna. En ciertos sitios los cupones para la carne solo existían en el papel.  Un trabajo de campo realizado en Huelva demostró por ejemplo las discrepancias entre lo que diariamente se percibia per capita en un mes -las cantidades que van en primer lugar- y las raciones oficiales : pan (2,75-12), patatas (5,75-7,5), vegetales secos (0,25-6,25), arroz (nada-3), azúcar (0,5-1), aceite (0,75-1,5), café (nada-0,3), bacalao (nada-2,25), carne (1,25-3,75). Raciones expresadas en onzas. (Una onza=28,35 gramos). Son datos que recogieron los británicos.

Lo que la gente comía eran garbanzos y lentejas, dieta poco reconfortante. Sin grasas ni aceite. Aparte de algunas algaradas en Cataluña en el resto del país la población malvivía hambrienta, de pésimo humor y sin fuerzas apenas para rebelarse. La tarea de contener la miseria de los pobres, sin que se traspasaran los límites de peligro, correspondía a las organizaciones de caridad. Todas las controlaba Falange que, además de extremadamente incompetente, estaba minada por la corrupción y funcionaba con inmensos sesgos ideológicos. ¡Viva la revolución nacionalsindicalista!

Algunas informaciones sobre el hambre en Barcelona

18 abril, 2017 at 12:26 pm

Ángel Viñas

En este post daré comienzo a la recopilación y al análisis de algunas muestras representativas, en mi opinión, de la forma en que se manifestó la carencia de alimentos, por muchos (no tantos) que fueran los esfuerzos de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes. Un amable lector me ha reprochado que escribo la historia a mi manera y se extraña de que pueda pensar que a Franco y a Serrano les importara un pimiento el hambre de los españoles. Es, pues, conveniente echar un vistazo a los meses finales de 1940, que fueron aquellos en los que se enmarcaron la mitificada conferencia de Hendaya y sus antecedentes.

Un informe del consulado del Consulado británico en Barcelona es el primer documento que me sirve de base. Confirmó lo que ya había señalado en otros precedentes que no me he molestado en fotocopiar.

La situación alimenticia en la Ciudad Condal y en la parte meridional de Cataluña era desesperada y si continuaba se alcanzarían condiciones próximas a la hambruna. Añadiré, para contextualizar, que simultáneamente la Jefatura Provincial del partido único y de titulación kilométrica señalaría que si la hostilidad al régimen no se exteriorizaba era por el peso de las armas y la vasta represión desarrollada. Esto nos da una muestra de que no todos los vencedores eran sordos y ciegos.

Los funcionarios consulares británicos reconocieron que la situación nunca había sido buena desde la terminación de la Guerra, pero hasta hacía un par de meses quienes tenían suficiente dinero podían encontrar la mayoría de alimentos en el mercado negro o entre los estraperlistas. Esto indica que, en los primeros meses de la postguerra, el mercado negro funcionaba para los que podían acceder. ¿Quiénes eran? Los británicos no necesitaban identificarlos, pero podemos lanzar la hipótesis de que los vencidos de solemnidad no se encontrarían entre ellos.

En la segunda mitad de 1940 tales conductos ilegales estaban, sin embargo, en vías de agotamiento debido a la escasez generalizada y a las multas. Era prácticamente imposible obtener alimentos ni siquiera (como ocurría con los empleados del consulado) utilizando casi la totalidad del sueldo diario. Esto ya denota el empeoramiento de la situación.

Los británicos acudieron a un síntoma alarmante. Hasta entonces y tradicionalmente el Ejército se había salvado de las restricciones pero había llegado el punto en que también se habían dado cortes drásticos. Esto es totalmente cierto. El biógrafo de Varela reproduce en su hagiografía del que entonces era ministro del Ejército una nota fechada el 28 de agosto de 1940 y que se le envió desde una instancia subalterna.

A su tenor la ración normal de pan para los soldados había sido de 620 gramos. En la guerra civil había descendido a 400. Desde el 1º de mayo era de 200. Esto no daba ni para agarrar con esmero y un pesado mosquetón con el que hacer pinitos. Reconociendo que se trataba de un nivel muy reducido la nota precisó que para fuerzas en maniobra y en trabajos de fortificación se había subido de nuevo a 400. Evidentemente todo un lujo. No eran, a lo que parece, días de gloria para los soldaditos.

Abundando en la situación de carencia en aquellos momentos de finales de 1940, los militares se habían visto desplomado hasta llegar al nivel de racionamiento de la población civil y esta a lo que pudiera apañar, que no era precisamente mucho. Un ejemplo. Las esposas de los dos vicecónsules británicos habían comprobado, junto con las de varios miembros de la colonia, la mayor parte de las quejas. Eran correctas y constantes.

La calidad del pan -recordemos que era un alimento de primera necesidad- lo hacía prácticamente incomestible. Con gran regularidad los barceloneses tenían que prescindir de él. Eran los “patrióticos” días sin él. No crean los amables lectores que esto ocurría a finales de 1940. Tres años más tarde solo 14 provincias disfrutaron de un abastecimiento normal, según los baremos establecidos. El 42 por ciento del cereal panificable era de importación (datos tomados de Arranz Bullido).

Siguiendo con Barcelona la situación no era demasiado entusiasmante en lo que se refiere a otros productos que no me atrevería a caracterizar de exóticos.

Los británicos dieron ejemplos muy concretos. En seis meses las familias habían recibido cinco raciones de azúcar de cien gramos. Es decir, medio kilo por mitad de año y, por supuesto, sin refinar. En realidad el azúcar era un un producto prácticamente inexistente incluso en el mercado negro.

En cuanto a la mantequilla y otras grasas comestibles habían desaparecido totalmente. Cuando las había de estraperlo, sus precios eran prohibitivos. Es decir, los vencidos y la clase obrera las pasaban canutas.  En cuanto a huevos las raciones durante el último medio año habían sido de tres al mes por persona.  En los quince días precedentes no había sido posible obtener ninguno, ni siquiera por canales ilegales. ¿Imagina esto el lector de nuestros días?

Los británicos conocían bien el terreno. La esposa de uno de los dos vicecónsules  había sido incapaz de hacerse con una sola pieza de carne después de haberse “registrado” seis meses antes con el carnicero que “le correspondía”. ¿Qué significaba esto? Simplemente que los consumidores debían inscribirse en un “padrón de clientes” que contenía la relación nominal de titulares de las cartillas de racionamiento para el suministro de artículos intervenidos, que eran casi todos.

En el país de los sueños en que Franco y sus ministros se mecían esto era una solución aparentemente racional. Pero en el mundo real, ¿qué pasaba? Pues que, evidentemente, el carnicero destinaba la mayor parte de lo que recibía de la Junta de Abastos a hoteles y restaurantes. En cuanto a los súbditos, que no ciudadanos, que se apañaran.

Con respecto a las humildísimas, pero esenciales, patatas, la situación no era mejor. La ración era muy escasa (un kilo per capita al mes) y en el mercado negro los precios eran muy elevados. Quedaban las leguminosas, entre ellas las tan denostadas “píldoras del Doctor Negrín”. En este caso la ración era de menos cinco kilos en seis meses. ¡Cómo para engordar!

Los ejemplos anteriores pueden dar una idea, siquiera aproximada, de que la situación alimenticia en Barcelona era bastante dramática. Tal carácter no se ocultaba a los encargados de mantener el orden público. Así, por ejemplo, según los informantes del consulado británico el propio jefe de policía de la Ciudad Condal temía la posibilidad de que se produjeran algaradas en cualquier momento. En ello coincidía con los jerifaltes de Falange. ¿Volvían las manifestaciones por las subsistencias de tiempos históricos? Es inverosímil que tales percepciones afloraran a las páginas de, por ejemplo, la rebautizada Vanguardia Española, durante veinte años bajo la férrea dirección del paniaguado de Franco, Luis de Galinsoga, coautor de una de las más reveladoras hagiografías de su patrón bajo el título de Centinela de Occidente.

Naturalmente las cantidades determinadas en las cartillas de racionamiento (primero personales, luego familiares) variaron con el tiempo desde 1939 hasta 1952. En Internet puede encontrarse un pps, «Museo del estraperlo», que menciona, por ejemplo, cantidades tales como 250 ml de aceite, 100 grs de azúcar terciada, 100 grs de garbanzos, 200 grs de jabón por semana, entre otros. Esto era para cuando ya se había salido de la situación de hambruna.

El ministro consejero de la embajada británica en Madrid, Arthur Yencken, remitió el informe del consulado a Londres el 5 de noviembre de 1940 (como había hecho con otros anteriores y los de los demás consulados) acompañado de una visión general. Es muy interesante y la dejo para el próximo post.

Para saber algo más sobre el hambre de los españoles

11 abril, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Cuando redactaba sucesivas versiones de mi último libro, SOBORNOS, me llevé de vez en cuando algún berrinche ante el silencio en que varios historiadores (en general pro-franquistas y norteamericanos) habían eludido entrar al toro en un punto crítico. La contraposición objetiva que existía entre, de una parte, los deseos imperiales del dúo Franco/Serrano Súñer por hacerse con un buen pedazo del África del Norte y, de otra parte, la debilidad de la economía. Cité al embajador portugués en Madrid, Pedro Teótonio Pereira, a tenor del cual al glorificado ministro de Asuntos Exteriores los temas económicos le importaban un rábano. Pensé que si Hitler hubiese enviado a Franco la “cartita”, por la que el dúo tanto suspiraba, lo más probable es que no hubiesen esperado a la apertura del frente del Este para enviar la División Azul. El “glorioso Ejército” de la VICTORIA hubiera hecho sus pinitos en tierras marroquíes o argelinas. A algunos, ganas ciertamente no les faltaban.

Me causó bastante sorpresa también que en los numerosos y sesudos análisis del trasfondo de la archifamosa reunión de Hendaya no suela aparecer en lugar predominante ninguna referencia sólida a la problemática económica. Recientemente, en una biografía (hagiografía más bien) del bilaureado teniente general Enrique Varela, a la sazón ministro del Ejército, puede leerse lo que sigue:

“Ante la escasez, como es sabido, el gobierno español optó por el control del comercio de algunos (sic) alimentos que necesariamente debían ser distribuidos por la CAT”.

Cualquier lector convendrá en que no es analizar demasiado. Y como las bobadas nunca van solas el ilustre biógrafo se limita a mencionar un par de disposiciones legales. Eso sí, recuerda que «el invierno 1940-1941 iba a ser el peor de toda la posguerra». Menos mal.

Se sabe desde tiempo inmemorial, por ejemplo, que el embajador británico tuvo dudas acerca de que Franco fuese totalmente consciente de la debilidad económica española. (Soy también de quienes no se fían de las tajantes aseveraciones de su primo hermano y ayudante de siempre de que Franco tenía, como gran preocupación, “la alimentación del pueblo español”).

En una carta, que no creo haber visto publicada (pero a lo mejor me equivoco), Sir Samuel Hoare escribió a Churchill el 7 de marzo de 1941:

«España, en la actualidad, está en peores condiciones que nunca antes en su historia. El gobierno es miserable, no hay comida, medio millón de personas están en la cárcel y un ejército enemigo se halla en la frontera. Esta situación obliga a la gente a pasar el tiempo en mórbidas reflexiones sobre sus infortunios y les impide tomar decisiones y actuar».

Sin embargo, en la Administración, por desordenada que estuviese (y lo estaba), se conocían las dificultades de aprovisionamiento en víveres y materias primas. Una de las lectoras de este blog, María de los Ángeles Arranz Bullido, exploró en su tesina de licenciatura en Historia los archivos de la CAT y encontró pruebas documentales sobre el nivel de información acerca de las perentorias necesidades de alimentos.

También la embajada del Tercer Reich en Madrid, que dominaba los medios de comunicación y contaba con simpatizantes bien pagados en casi todos los escalones del aparato administrativo, y en particular en el Ministerio de Industria y Comercio, se preocupó de recoger informaciones sobre las privaciones a que se veía expuesto aquel mítico “pueblo” español al que Serrano Suñer decía tanto respetar.

Los ratones de archivo, caracterización que exhibo con cierto orgullo, podrán explorar fuentes adicionales que no utilicé en mi libro SOBORNOS. La editorial me sugirió recortar unas 150 páginas. Espero que con ello haya mejorado su lectura.

Entre lo que dejé de lado figuraba un capítulo muy ilustrativo del hambre (perdón, de la situación de hambruna) que acosaba a un número nada desdeñable de españoles (y, desde luego, de entre los vencidos).

Desde el verano de 1939 los británicos habían empezado a recoger datos con el fin de analizar la situación alimenticia de manera sistemática y rigurosa. No se trata de una actividad demasiado estudiada, aunque he de recordar aquí el trabajo pionero que en este ámbito se debe a la insaciable curiosidad del profesor Miguel Ángel del Arco Blanco.

La información se recopiló a través de dos fuentes. Una, tradicional, como eran los informes consulares. También lo hacían los alemanes. El análisis comparado, en uno y otro caso, arrojaría sin duda similitudes y diferencias. Es un trabajo microhistórico que hubiese abordado en mis tiempos jóvenes, pero no lo hice y ahora no puedo sino apuntarlo por si se anima otro. De todas maneras, tampoco los nazis se chupaban los dedos. Tenían datos, habían penetrado profundamente en la vida española y remitían informes a Berlín en cantidades masivas. De aquí que el comportamiento de sanguijuela que caracterizó la política económica y comercial del Tercer Reich hacia España presenta rasgos que son los que la caracterizan realmente.

En tal sentido, los sentimientos pro-nazis de amplios sectores de Falange e incluso de altos mandos del Ejército quizá solo puedan explicarse con ayuda de mecanismos sicológicos o sicoanalíticos. El ejemplo más notable del que tengo noticia fue el general Juan Yagüe (que ilustré en LA OTRA CARA DEL CAUDILLO) pero tampoco le fueron a la zaga algunos otros.

Los británicos acudieron a una segunda fuente, mucho más imaginativa. Se la proporcionó el control de la correspondencia enviada al Reino Unido por ciudadanos británicos y puesta en Correos en el extranjero. Pocos echarían cartas en España donde la censura hacía estragos y hubiese sido incluso peligroso para los remitentes. A ella se añadirían las informaciones que recogían agentes de diverso pelaje, viajeros y “turistas”. Incluso se explotó las que estaban dispuestos a dar hombres de negocios o comerciantes españoles pero que residían en las islas británicas.

Todo esto daría, quizá, para una tesina de grado. Lamentablemente, en los posts sucesivos habré de limitarme a esbozar los rasgos esenciales de tal información. Los suficientes para inducir a algunos historiadores extranjeros, que se extasían ante las “delicias” del franquismo, a que combatan su arrebatada admiración por SEJE con el recurso no a la prensa (cautiva, desarmada y bien vigilada) sino a otras fuentes primarias menos evidentes.

El hambre, cuestión de “escasa” importancia

4 abril, 2017 at 11:07 am

Ángel Viñas

En este post entro ya en la problemática esencial de esta serie con una tesis que no gustará lo más mínimo a los turiferarios del glorioso e inmarcesible Caudillo y/o de su régimen. La tesis es que no les preocupó demasiado que los españoles (sobre todo los vencidos) pasaran hambre. La política no declaratoria (“ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”) sino la que realmente se siguió implicó sacrificar las importaciones de alimentos a otras más altas miras como fue crear un sistema económico autárquico lo menos dependiente posible del exterior y a partir del cual pudiera lanzarse la campaña por el Imperio. En consecuencia, una gran parte de la sobremortalidad por enfermedades, desnutrición y hambruna que se produjo durante los años de la segunda guerra mundial ha de ponerse en el debe de Franco y de su régimen. Es algo por lo que suelen pasar de puntillas aquellos autores, como el profesor Payne, que presentan a Franco, nada menos, que como el “último regeneracionista”.

Hay diversas formas de argumentar la mencionada tesis. Lo haré en términos algo abstractos, generales, y en términos concretos. Esto último en próximos posts.

El primer enfoque se basa en el estudio y desciframiento del método de la cuenta de la vieja que el régimen seguía para racionar el empleo de las disponibilidades de divisas escasas. También podría considerarse como la cuenta del tendero: divisas que entran contra divisas que salen. Las primeras por exportaciones, las segundas por importaciones. Examinar las asignaciones de estas últimas da una pista, siempre oscurecida. Con frecuencia ni mencionada.

Advierto de antemano que es un método incompleto. Merced a un supercomplicadísimo mecanismo de acuerdos comerciales y de pagos con otros países era posible importar productos alimenticios en compensación, es decir “pagándolos” con exportaciones. Esto no implicaba movimiento alguno de divisas. Era una especie de trueque. Lo que ocurre es que los alimentos obtenidos por medio de él nunca fueron demasiados. Las fuentes estaban en el comercio ultramarino, es decir, el realizado con las Américas.

En el abanico de acuerdos que revitalizaron las viejas técnicas del trueque sin duda el más importante para explicar una de las principales razones del hambre es el que hubo  con la Alemania nazi, bien estudiado en la literatura. Al Tercer Reich se exportó de todo y en volumen creciente. Desde alimentos hasta materias primas, productos intermedios y manufacturados. El apetito nacionalsocialista fue insaciable. Tales exportaciones no generaban divisas. El superávit a favor de España que se produjo en los intercambios se aplicó a reducir las deudas de guerra. Al final, quedó un resto que se resolvió mucho después de la guerra mundial. ¿Qué significa tal superávit? Nada más ni nada menos que la raquítica y hambrienta España hizo, por así decir, un préstamo a los combatientes arios que luchaban y masacraban por igual, con parecido entusiasmo, a judíos y malvados bolcheviques. Se ha hablado mucho, quizá demasiado, de la División Azul. Menos de la contribución comercial que debería llevar a entonar tres hurras nazis al simpar “centinela de Occidente”, siempre tan listo y precavido.

Al sistema de la “cuenta del tendero” en el manejo de las divisas hay que añadir otro factor. Dado que los alimentos estaban incluidos en lo que entonces se llamaba “comercio de Estado”, es decir, que quienes importaban eran exclusivamente las organizaciones oficiales, la asignación de la moneda extranjera para pagar tales importaciones nos da una idea de las auténticas preferencias del “nuevo Estado” surgido de la VICTORIA.

Sabemos cómo las escasas divisas se distribuyeron para los años 1941 a 1945. A los productos alimenticios fueron a parar el 17,2; 14,4; 11,3; 12,8 y 17,1 por ciento. Un porcentaje relativamente estable.  A las materias primas fueron el 37,4; 43,2; 41; 34,5 y 56,8 por ciento. Claro que entre ellas figuraban productos destinados a la agricultura, en particular abonos. En la compra de bienes manufacturados los porcentajes fueron de 30,2; 23,4; 21,4; 22,1 y 17,8 respectivamente. Obsérvese que, en general, a la alimentación se asignaron los porcentajes más reducidos.

Conocemos también los importes de los productos alimenticios adquiridos. En el bienio 1941/43 lo que más se compró en el exterior fue trigo (con gran diferencia), seguido de alubias, bacalao y azúcar. Al café (que no era producto de primera necesidad) no se le asignó un miserable dólar (no pensamos que todavía durase el regalito de 600.000 kilos que los brasileños habían hecho a Franco en 1939 y cuyo importe en pesetas, al precio de tasa eso sí, el Caudillo ordenó que se abonara en sus cuentas particulares). En 1943/44, la primera partida fue el azúcar, seguida por el bacalo y las alubias (y ya volvió a aparecer el café). En 1945, de nuevo fue el trigo, con la máxima asignación de todo el período. ¿Conocen los amables lectores algún estudio de algún historiador pro-franquista que haya penetrado en la dinámica de estas compras al exterior?

Mientras tanto, los saldos excedentarios (exportaciones menos importaciones) de alimentos al Tercer Reich habían tenido una progresión constante desde 7,2 millones de pesetas-oro a 92,4 en el bienio 1940/41. Se acentuó en el siguiente: de 83,9 a un máximo absoluto de 118,8 millones. Menos mal que a mitad de 1944 los aliados desembarcaron en Francia porque de lo contrario las sanguijuelas nazis hubiesen sangrado hasta la extenuación al hambriento cortijo en que Su Excelencia el Jefe del Estado había convertido “su” amada España.

¿De dónde se compraron alimentos para paliar el hambre de una gran parte de los españoles? Esencialmente de Argentina. La relación de acuerdos para adquirir trigo y otros cereales es interminable. La necesidad de importar tal tipo de productos a toda costa y con la mayor celeridad posible estaba más que justificada. Según la documentación que hace años consulté, la cosecha oscilaba entre 2,2 y 2,8 millones de toneladas y de ella no se entregaban para consumo al Servicio Nacional del Trigo más que de 0,8 a 1 millones. El resto quedaba para la siembra (entre 0,4 y 0,5 millones) y, sobre todo, para el mercado negro que constituye el capítulo más negro de la por sí negra política seguida por la dictadura en materia de saciar el hambre de una parte de los españoles a lo largo de la dura posguerra.

Los papeles internos del régimen muestran que, aceptando el volumen de recepción máxima del SNT, el millón de toneladas equivalente a unas 83.000 mensuales, era preciso adquirir en promedio unas 52.000 toneladas de trigo argentino para alcanzar el mínimo imprescindible.

En qué medida estas importaciones desempeñaron un papel absolutamente crucial para paliar las consecuencias del déficit productivo español se advierte al considerar que el promedio de arribos desde que comenzaron las adquisiciones en 1939 fue de unas 44.000 toneladas, con un máximo en marzo de 1943 cuando llegaron a importarse 58.000 toneladas.

Quizá a muchos lectores no les gustarán tantas cifras. Son abstractas. No revelan la miseria ni el hambre subyacentes. Tienen la ventaja de que representan hechos, no representaciones, no propaganda anti-régimen, no elucubraciones izquierdistas. Son datos que conviene explicar e interpretar. Si algún historiador franquista lo ha hecho convincentemente lo ignoro y agradecería cualquier información al respecto. Nunca es demasiado tarde para aprender.

Añadiré, con todo,  una nota  muy representativa. El 18 de marzo de 1942 el comisario general de Abastecimientos y Transportes comunicó a Carrero Blanco (ya la eminencia en la sombra del ínclito Caudillo) que existía un déficit inmediato de trigo de unas 100.000 toneladas (tras tener en cuenta las importaciones previsibles). ¿Qué hacer? Tan distinguido funcionario se pronunció por reducir en un 20 por ciento el consumo del preciado cereal. Las raciones diarias para los sufridos españoles serían de 50, 100 y 150 gramos de pan para las cartillas de racionamiento de 1ª, 2ª y 3ª clase. No hay que olvidar que desde 1940/41 reinaban situaciones de auténtica hambruna, como veremos en un post ulterior.  Pruebe el lector a ingerir tan solo 50 gramos de pan al día como alimento principal y verá si adelgaza o no en unas cuantas semanas (los 150 gramos se reservaban a los obreros que ejercían duros trabajos físicos y hemos de suponer que también adelgazarían lo suyo).

Argentina fue uno de los pocos países que lanzaron, con el permiso de los aliados, un salvavidas a la dictadura. De ella se importaron en grandes cantidades semillas oleaginosas, carne y algodón. Ni que decir tiene que la dictadura solo correspondió en parte. Sus exportaciones a la república rioplatense fueron ridículamente bajas, por lo menos hasta 1943.

Sobre la base de una población hambrienta, de una economía desvencijada y de una dependencia absoluta de los permisos que concedían los aliados para poder recibir suministros de ultramar los nuevos dueños de la situación quisieron edificar el Imperio que teorizaron, entre otros, figuras tan eminentes como José María de Areilza y Fernando María Castiella, premios nacionales con sus gloriosas Reivindicaciones de España.  Que se sepa, no pasaron hambre.