El caso del alférez secretario del consejo de guerra que condenó a Miguel Hernández
Ángel Viñas
Poco antes de irme de vacaciones este caso llegó a las páginas de EL PAÍS y de aquí se difundió viralmente por las redes sociales. Es sencillo: el hijo del alférez en cuestión, que no identificaré, solicitó a la Universidad de Alicante que el nombre de su padre se retirara de los metadatos que permiten llegar a él en internet. En su opinión, por mor de la protección del derecho al honor. Numerosos historiadores se han pronunciado, alarmados, por las posibles repercusiones que la aceptación de tal petición por parte del gerente de la Universidad, pueda tener sobre la libertad de cátedra y de investigación e incluso sobre la de expresión. Todas ellas bienes superiores amparados constitucionalmente.
Según he leído el hijo del citado alférez ha alegado que su padre no fue un personaje público. Su petición ha pasado a ser del dominio público. Ahora parece que en dicha Universidad (que hace años me concedió el honor de nombrarme doctor honoris causa) han aflorado disensiones y que muchos profesores (ciertamente los historiadores) no están de acuerdo con la decisión del gerente. Sin entrar en los pormenores del caso, que conozco solo por lo leído, en este post trataré de argumentar en favor de mis colegas ateniéndome a un razonamiento puramente epistemológico.
En primer lugar, la característica de haber sido, o no sido, “personaje público” en el pasado se me antoja estrictamente irrelevante. Basta con haber vivido y aparecer en documentos accesibles al investigador para tener la potencialidad de convertirse en objeto de investigación. Negar esta proposición es negar la historia, en la acepción en que hoy se la entiende en general. La historia es una reconstrucción del pasado y, en particular, de la acción humana en la inmensidad de este, que es por definición absolutamente incognoscible y aprehendible en su totalidad. El investigador lo que hace es proceder por cortes basándose en evidencias que le permitan iluminar alguna parcela, parcelilla o microparcela de ese pasado.
En este aspecto me limitaré a recordar un ejemplo que, en mis tiempos, me influyó poderosamente. En 1976 un historiador italiano llamado Carlo Ginzburg publicó un libro que lo hizo famoso en todo el mundo. Lo tituló de una manera llamativa: Il formaggio e i vermi, es decir, El queso y los gusanos. Pocos años después, en 1981, se tradujo al castellano. Ya le había precedido una edición en inglés. Desde entonces las reediciones han sido constantes y ha aparecido en muchos otros idiomas. Su protagonista fue un molinero italiano llamado Domenico Scandella y nacido en 1532. Ha afluído desde entonces mucha agua al Mediterráneo. Que más de cuatrocientos años después lo resucitara Ginzburg debe constituir, en mi modesta opinión, una llamada de alerta para la Universidad de Alicante. No puede haber personaje menos público y más desconocido hasta entonces que Scandella en una obra de alcance universal.
¿Por qué? Simplemente porque el autor, al estudiar los dos procesos a que la Santa Inquisición (algunos todavía la bendicen o la echan de menos en una forma más o menos adaptada a los usos y costumbres de nuestro tiempo) gracias a los documentos en que se reflejaron pudo identificar los rasgos fundamentales de la cosmogonía que sustentaba el molinero. Hoy nos parece absurda, grotesca, pero también habrá gente a la que la visión cosmológica de la Santa Madre Iglesia Católica asentada en el Concilio de Trento pocos años más tarde le parezca hoy no menos curiosa. Ginzburg puso en relación la cosmogonía de Scanella con la aceptada comúnmente en la alta cultura del siglo XVI, muy dominada obviamente por la de origen greco-latino (mitología) y las creencias de la jerarquía eclesiástica, católica o protestante. El libro se ha convertido en una obra de referencia metodológica para el estudio de la cultura popular particularmente en oposición a la de las clases dominantes, de la microhistoria, del peso de las tradiciones, etc y Scandella, que fue ajusticiado, es hoy una figura popular a pesar de su anonimato de más de cuatrocientos años. (Por lo demás, no hay que recordar aquí el caso de Galileo y los problemas que tuvo con la Santa Inquisición un puñado de años entrado el nuevo siglo).
Una consulta a Mr Google, siempre amable, permite a cualquier curioso que no haya leído el libro de Ginzburg que el gran problema de Scanella fue haber dicho a quien quisiera oirle que el mundo no había sido creado por Dios sino que parió de un caos primigenio. Se sirvió de una metáfora, la del queso y los gusanos. “Todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y aquel volumen poco a poco formó una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y estos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles y entre aquel número de ángeles también estaba Dios creado también él de aquella masa y al mismo tiempo, y fue hecho señor con cuatro capitanes Luzbel, Miguel, Gabriel y Rafael. Aquel Luzbel quiso hacerse señor comparándose al rey, que era la majestad de Dios, y por su soberbia Dios mandó que fuera echado del cielo con todos sus órdenes y compañía; y así Dios hizo después a Adán y Eva, y al pueblo, en gran multitud, para llenar los sitios de los ángeles echados. Y como dicha multitud no cumplía los mandamientos de Dios, mandó a su hijo …” Si Galileo, abjurando de sus “herejías” copernicanas pudo salvarse, es obvio que Sacanella no tuvo salvación posible. Lo cual no obsta para que la “teoría del caos” fuera resucitada en el siglo XX. (Los lectores interesados en saber más pueden acudir a la entrada Menocchio, apodo del molinero, en Wikipedia).
El caso anterior es una forma de decir que la caracterización como sujeto histórico depende, cuando menos, de dos factores: del descubrimiento de nuevas evidencias y, en segundo lugar, del uso que de ellas haga el historiador. Lo que para uno puede ser una figura marginal llega a ser, para otro, un protagonista de primera fila.
Servidor no llegaría a afirmar que el secretario del consejo de guerra que condenó a muerte a Miguel Hernández pueda ser, en el futuro, un personaje recubierto de significación histórica. Eso dependería de su papel en otros procesos, de las actividades que se desprendan de su hoja de servicios, de las menciones que de él puedan encontrarse en la amplia documentación relacionada con los consejos de guerra o de la represión y, no en último término, de los objetivos que persiga el investigador.
Lo que sí cabe afirmar es que recortar a priori la libertad de investigación sobre un pasado tenebroso, aunque no lo fue para todos por igual, es una actitud incompatible con los valores en los que se sustenta una sociedad democrática avanzada.
A tenor de lo difundido por los medios de comunicación, el investigador en cuestión, el profesor Juan Antonio Rios Carratalá, es un catedrático universitario, con una amplia obra a sus espaldas (dos de cuyos libros me he llevado para leerlos en vacaciones) y que en modo alguno ha pretendido insultar o vejar al señor alférez en cuestión.
Consideremos la alternativa: la represión franquista arrojó víctimas y para realizarse necesitó protagonistas que la llevaron a cabo. En la Causa General, disponible en internet, no se han borrado -que yo sepa- los nombres de los victimarios republicanos. ¿Por qué, y en virtud de qué disposición legal, habrían de borrarse los de los victimarios franquistas? ¿No sería aplicar dos pesos y dos medidas?
No conozco la documentación de los consejos de guerra a que fue sometido Miguel Hernández (una gloria de las letras españolas y que ha dado su nombre a una universidad en la Comunidad Valenciana). Tampoco puedo saber si en ella se identifican acciones debidas a la actuación del señor secretario. Supongo que todos los miembros estarán protegidos convenientemente. Pero lo irritante es que se pretenda borrar de internet el nombre de uno de sus componentes.
¿Qué razones aduce el celoso descendiente del señor secretario? Porque imagino que, en los años de la guerra y de la posguerra, formar parte de un consejo que pronunciara penas capitales no podía figurar como desdoro y sí como un honor. Si imponían penas capitales la autoridad superior debía aceptarlas e incluso elevarlas a Su Excelencia el Jefe del Estado para que, en su sublime capacidad de jefe del Gobierno y fuente de ley por derecho seudonacionalsocialista, diese el “enterado”. O se pronunciara por una conmutación.
Con todo el respeto, y salvo mejor opinión, a mí me parece que la iniciativa hoy en discusión en la Universidad de Alicante puede abrir un avispero. En el caso más benévolo, quizá por precipitación. Pero si de él debiera derivarse un precedente es muy lógico que la grey de historiadores se pronuncie radicalmente en contra y que, llegado el momento, alguien considere la necesidad de que los tribunales decidan. Porque, de lo contrario, se obstaculizaría considerablemente la identificación futura de victimarios y esto, por un elemental sentido de justicia conmutativa, no debiera aceptarse. No estamos, que yo sepa, en tiempos de Inquisición.
Finalmente, ¿alguien podría decirme si, en un caso literalmente más sangriento, han aparecido susceptibilidades análogas? Siempre pienso, como paradigma, en el del capitán de la Guardia Civil Manuel Díaz Criado, el victimario preferido de aquel héroe de la guerra que fue el general Gonzalo Queipo de Llano, marqués de Queipo de Llano. Para los lectores que no conozcan el caso podrán familiarizarse en su entrada en Wikipedia con sus “ejemplares” hazañas. No se indica que nadie haya pedido que su nombre desaparezca de los metadatos.