Del “Caso Balmes” hacia la torpedeada investigación sobre el pasado

27 febrero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

En los posts anteriores he intentado dar unas pinceladas sobre los documentos que hace unos años se presentaron como pruebas irrefutables de que el general había sufrido un accidente, continuando así el dogma de la más rancia tradición franquista. He procurado no copiar del libro que hemos publicado recientemente y enfocar los posts desde un ángulo complementario. En este quisiera llegar a una perspectiva algo más amplia. Siempre he pensado que un acontecimiento ya envuelto en una tergiversadora leyenda en el mismo momento en que se produjo y que sobrevivió más o menos incólume a la guerra, la dictadura y la transición, a pesar de su inherente inverosimilitud, debía tener alguna característica un tanto especial. Bien o mal la hemos encontrado en que desvelar que se lo que había detrás fue un asesinato mondo y lirondo ponía una gota de sangre sobre el honor militar y personal de Franco. En el año 2017, cuando cerramos el texto, era algo que muchos comentaristas, aficionados y gacetilleros o tertulianos profesionales seguían sin estar dispuestos a aceptar. De aquí que terminásemos nuestro con citas a personajes tan dispares como los Rolling Stones y György Lukács. Ambas perfectamente justificables.

 

Como creo haber escrito, si los amables lectores buscan la ayuda del siempre eficiente Mr. Google y teclean algo así como “Viñas+Balmes” o una expresión parecida se encontrarán, sobre todo en los blogs, con un montón de hits. Abundan los que ponen a este servidor como chupa de dómine. Para contrarrestar en la medida de mis posibles una repetición, en la redacción de EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO han colaborado un patólogo más que experimentado, el Dr. Miguel Ull, y mi primo hermano Cecilio Yusta, excomandante de Iberia y destinado en Canarias al comienzo de su dilatada carrera.

En las primeras contrastaciones de si ello ha supuesto un antes y un después, aparte de los inevitables insultos y exabruptos (marca al parecer inevitable de un sector de la sociedad española) no he encontrado ninguno (quizá por error, omisión o despiste) en que se hiciera el menor esfuerzo por rebatir con referencias documentales nuestras tesis.

A mí me gustaría conocer los nombres de algunas de esas personas que habrán pasado años rastreando archivos, en España y en el extranjero, en busca de evidencia primaria relevante de época; o hecho miles de autopsias o volado millas y más millas para contrarrestar, tan tajantes, algunas hipótesis sobre la realidad de aspectos oscurecidos, discutidos, deformados o violados del pasado. Por definición, incognoscible en su compleja y desaparecida totalidad.

En esta perspectiva, el “caso Balmes” lo hemos considerado una piedra de toque para apreciar la supervivencia de los mitos franquistas en la blogoesfera, cuyo estudio es una de las actividades más fascinantes de una buena amiga, la profesora Matilde Eiroa, de la Carlos III. El caso es fácilmente aislable. Puede abordarse como un “accidente” investigable en sus propios términos. Algo que los lectores de novelas policíacas, desde las clásicas a las más actuales, saben cómo se plantea (los resultados son otra cosa). O bien como un crimen.  En ambos supuestos las pruebas empíricas son determinantes.

En EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO hemos optado por combinar ambos tipos de análisis. La tarea no ha resultado excesivamente difícil. Sí su plasmación literaria. Sobre el suceso mismo existen documentos genuinos. Se dieron a conocer en 2015. Se analizaron torpemente. Esto es una crítica, pero también una constatación. Ya he señalado mi hipótesis de que el gran hagiógrafo de Franco, Ricardo de la Cierva, tal vez retrocedió espantado si llegó a verlos. Nosotros lo hemos hecho, sin aprioris.

Una autopsia que autoafirma que lo es debe abordarse con los mismos criterios con los que habitualmente se practica. ¿O no?  El testimonio del único testigo (salvo el asesino) del suceso debe relativizarse como lo haría cualquier experto en homicidios. ¿O no? Las declaraciones, absolutamente increíbles, de “colaboradores” de Balmes, hechas en el secreto militar y siguiendo órdenes de la Superioridad (con prueba documental al canto) deben relativizarse. ¿O no? No en vano, en el momento de hacerlas, ya existía una versión “oficial” de lo ocurrido, difundida en miles de ejemplares por aquel mentiroso compulsivo que fue el primer hagiógrafo de Franco, Joaquín Arrarás.

El resultado de esos tres juegos de documentos no deja demasiado margen para la duda. Quien no lo considere así, no tiene más que aportar sus argumentos. A lo mejor dispone de conocimientos alternativos en materia de anatomía. O los fundamenta en exégesis más avanzadas. O sabe y puede demostrar, a ciencia cierta, que el Balmes de la guerra de África adoptó una costumbre mora (que antropológicamente debería determinar en su origen) que consistía en desencasquillar pistolas apoyando el cañón contra el propio vientre.

Nosotros no nos lo creemos y siguiendo el testimonio, nada fiable, del “juez” militar instructor del sumario (y, sin la menor duda, implicado en el asesinato) hemos atribuido por el momento tal leyenda a un comandante (llegó a coronel de la Escala de Complemento) del que consta en su hoja de servicios que empezó a conspirar contra el Gobierno republicano poco después de las elecciones de febrero de 1936. Es decir, un personaje nada sospechoso de no querer levantarse en armas para “salvar a la PATRIA” tan pronto como fuera “necesario”.

Con todo, como no existe historia definitiva (Ricardo de la Cierva escribió muchas, pero se las llevó el viento), hemos hecho un “call for documents” dirigido hacia aquellas personas que puedan tener papeles que arrojen más luz sobre los acontecimientos del 16 de julio de 1936 y días precedentes. Al menos, las familias de los más directamente involucrados podrían disponer de algunas notas. ¡Hágase la luz sobre ellas!

Sin embargo, no nos hemos centrado sólo en aquellos días. Hemos considerado que el asesinato fue la culminación del proceso de maduración de la sublevación de Franco. No somos los primeros en haberlo dicho. Es notorio que el Dragon Rapide se alquiló (hay quien habla de una compra) en Londres a principios de julio, pero siempre se ha intentado disociar ese alquiler del conocimiento de Franco de que se dirigía hacia Las Palmas, donde estuvo aparcado cuatro días. Tal hipótesis es totalmente inverosímil.

Hemos indicado algunos de los canales por medio de los cuales Franco estuvo en contacto con la dirección de la conspiración que preparaba Mola. Fueron múltiples. Arrarás debió de creer que sus narrativas serían válidas para la eternidad. En su descargo, ¿cómo podrían anticipar él y su Caudillo que muchos años más tarde los archivos, españoles y extranjeros, y obras de memorias más o menos sesgadas podrían llevar a los historiadores a pasar sus embustes por un fino cendal?

En este recorrido, indisoluble de la solución que dio Franco a su problema logístico para largarse a Marruecos, hemos vertido también abundantes dudas sobre dos episodios esculpidos con letras de oro en la leyenda del posterior Caudillo. Su supuesta carta al presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, y su presunto telegrama a Mola (el más famoso y más tonto quizá de su dilatada existencia), renunciando a sublevarse: “Geografía poco extensa”. Camelos chinos que se han tragado multitud de historiadores, profranquistas y antifranquistas.

¿Cambia nuestra reconstrucción el proceso conspiratorio de Franco de cara a la sublevación del 18 de julio? No radicalmente, pero sí postula la existencia de una línea sin prácticamente solución de continuidad entre sus deseos de dar un “golpe blando” en el filo mismo de las elecciones de febrero hasta el asesinato de su compañero de generalato el 16 de julio de 1936.

Quedan vetas por aclarar. En primer lugar, las lagunas en las actuaciones de Mola. El testimonio de B. Félix Maiz, en por lo menos tres versiones no es demasiado fiable. Pero como los papeles del general desaparecieron (y no por la intervención del Espíritu Santo) hay que trabajar con lo que queda, que no es demasiado. En segundo lugar, en los papeles de los primos Franco (ambos Franciscos, pero de los cuales solo el ayudante se decidió a poner por escrito unos recuerdos “adaptados” y llenos de agujeros, cuando no de crasas omisiones).

¿Merece la pena insistir en tales “ausencias” en los archivos estatales? La respuesta es afirmativa.

En la Rusia de nuestros días la mayor parte de los papeles de Stalin estaban ya en el dominio público cuando visité Moscú hace muchos años. También están abiertos los papeles de Mussolini. O los de Hitler. Solo los de Franco (que, a tenor de lo que parece sugerir un insigne profesor norteamericano en la biografía, no demasiado buena, que le ha dedicado, no son precisamente los que conserva la fundación de su mismo nombre) siguen cerrados a la investigación. Amén de miles y miles de documentos en los archivos militares que guardan, con su espada flamígera levantada, nuestros ministros de Defensa. En realidad, España puede vanagloriarse de no haber ajustado cuentas con los demonios de su pasado a los cuarenta de cuarenta años de hundimiento del sistema político e institucional del franquismo. Un récord, digno sin duda de figurar en el Guinness con mayúsculas de platino.

 

Próximo post: “Franco, viudas y pensiones”

El “honor” de los compañeros de Balmes

20 febrero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

Un militar conocido mío, cuyo nombre no viene a cuento, llamó hace meses mi atención sobre un librito de ética que, al parecer, estaba muy difundido entre los medios castrenses del primer tercio del siglo XX. Su autor fue (según he visto en internet) el laureado teniente coronel José Crespo Soto. Confieso no haber sabido nada de él, pero me impresionó lo suficiente como para incrustar en EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO una de sus citas: «El militar debe tener honra y honor, no consiente este se favorezca a uno a costa de otro, ni consiente la mentira ni el faltar a la palabra empeñada […] Presta juramento el oficial dando su palabra de honor, y como indigno de pertenecer al Ejército se considera al que no dice la verdad». Imagino que muchos lectores -y también los gacetilleros, militares e historiadores, aunque sean pro-franquistas, no se atreverán a menospreciar abiertamente tal aserto. 

 

Sin embargo, tal vez el Ejército de la VICTORIA hubiera quedado muy capitidisminuído de haber excluido a todos quienes atentaron contra la verdad. En la sentencia del consejo de guerra sumarísimo que se montó contra el general Manuel Romerales en agosto de 1936 -y que nosotros contraponemos en el comienzo del libro a las brillantes y acertadas advertencias para historiadores contenidas en un borrador sobre la guerra civil en el Servicio Histórico Militar que no llegó a publicarse- se hizo una afirmación rotunda. El Ejército se había visto obligado a acometer su empresa salvadora contra la anarquía reinante, fruto de la intensa propaganda marxista y comunista (sic) que conducía a la “Nación fatalmente a la ruina”.

Esta nunca fue entonces, ni es hoy, la verdad histórica. Digamos que se trata de un camelo fundamental y que representa un “estado de espíritu” que por desgracia todavía no desaparecido entre quienes acuden al pasado para excusar lo ocurrido. En efecto, basta con ojear la literatura que divulgan quienes siguen exaltando el imperecedero nombre de Franco.

De tal espíritu participaron intensamente aquellos compañeros del general Balmes que se pasaron por el forro de sus guerreras algunos de los preceptos de las Reales Ordenanzas de Carlos III (teóricamente guía de los uniformados hasta su renovación bajo el presente régimen democrático). No es exagerado afirmar que un conjunto de ilustres jefes y oficiales faltó gravemente a la verdad al testimoniar que su superior jerárquico había muerto en acto de servicio el 16 de julio de 1936.

Probablemente todos ellos, o al menos la mayoría, supo lo que había ocurrido en aquella fecha. Varios habían participado activamente en la conspiración que acabó con la vida de su general. En 1940 sin excepción, aunque en grado diferente, apoyaron la versión oficial popularizada por un periodista indigno y primer hagiógrafo de Franco: Joaquín Arrarás. La Superioridad quiso contar con el testimonio de todos ellos para dar la impresión de que la no concesión de la pensión extraordinaria solicitada por la viuda del general -denegada años antes- debía revisarse a la luz de nuevas informaciones. Nada mejor, pues, que apañar un montaje interno del que se derivara necesariamente que el “accidente” ocurrió justo cuando Balmes se disponía a sublevarse junto con su inmediato jefe, el general Francisco Franco, y a sus órdenes. A este tenor, habría sido el primer caído del “Glorioso Alzamiento Nacional”. Así, por lo demás, se le ha presentado hasta fecha reciente, en una muestra más de ese continuo ejercicio de proyección para “explicar” el pasado y del que no logran desprenderse autores pro y neofranquistas.

Un comandante y exalcalde -aunque efímero- de Las Palmas, obviamente nombrado a dedo, Domingo Padrón Guarello, dio la pauta. A pesar de que antes de julio estaba en la reserva, se autopresentó como amigo casi íntimo de Balmes, Orgaz y Franco y declaró que el primero se dedicaba a probar pistolas de cara al “Movimiento” con el fin de repartirlas a personas de confianza. Imagine el lector lo que esto implica: las “hordas marxistas” eran tan poderosas y estaban tan bien armadas de cara a la inminente revolución bolchevique que los soldaditos no serían capaces de oponerse a ellas. No queda claro porqué Balmes no se atrevería a utilizar fusiles ametralladores ni medios pesados (de los que la guarnición disponía), y sí únicamente pistolas. Con todo, no podemos dudar de que, empuñadas por valientes patriotas, quizá sirvieran de contrapeso a los contagiados por el espíritu revolucionario. En cualquier caso, todo hace pensar que tan ilustre comandante se quedó tan pancho.

Su testimonio fue apoyado por el comandante José Fiol, el de la supuesta costumbre mora de Balmes de desencasquillar pistolas. Fue algo más restrictivo. Las pistolas eran de las destinadas a la sección de tropa del Gobierno militar. ¿Implica esto que Balmes no se vería capaz de ordenar con éxito la utilización de las armas ligeras y menos ligeras de la guarnición a sus órdenes, pero que sí quería que al menos un pequeño grupo en torno suyo tuviera armas cortas que él había probado personalmente? ¿Tal vez para oponer una resistencia a lo Viriato cuando las hordas hubiesen desfondado todas las defensas? ¿O quizá, más bien, para hacer frente a un atentado? Misterio profundo.

El también comandante José Pinto de la Rosa declaró que en los primeros meses de 1936 Balmes ya había participado activamente en la preparación del “GMN”. Es decir, que la trayectoria conspiratoria del muerto general venía de larga data. Es más, pocos días antes del “accidente” habían estado juntos en una azotea desde la cual se divisaba uno de los cuarteles y sus aledaños. Balmes quería estudiar “la manera de defender el edificio de un ataque de las turbas” y lo había visitado más de una vez. Imagine el lector a un curtido militar en la guerra de África revisando minuciosamente sobre el terreno las posibilidades de defensa contra multitudes de civiles ansiosos de sangre y de botín. Francamente, ni a un autor de tebeos se le hubiera podido ocurrir.

Para mí las declaraciones más divertidas fueron las de ya un coronel -que no tardó en llegar a general- llamado José María del Campo Tabernilla. Hasta aquel momento era muy conocido en su casa a la hora de comer. Incidió premiosamente en una de las “misiones importantísimas” de las que se habría encargado Balmes. Reclutar pistolas “que tenía a su disposición para armar a elementos afines en el momento oportuno”. Al parecer no hubiese bastado con darles pistolas y mosquetones de los que se guardaban en las armerías de la guarnición (que, ¿se sorprenderá el lector? es lo que hicieron los militares tan pronto se sublevaron y distribuyeron entre sus partidarios de derechas).  Y ello, claro, porque el general era muy concienzudo: “las probaba personalmente y para no infundir sospechas a los que le vigilaban constantemente (…) hacía creer que [tirar al blanco] era un deporte que siempre había practicado…” O sea, no solo Franco estaba en el visor de los agentes de la subversión promovida por el aparato gubernamental (como siguen argumentado algunos autores, extranjeros y no extranjeros, muy conocedores al parecer de los intríngulis de la época en Canarias) sino también Balmes.

¿Qué deducen de ello los lectores? Supongo que si bien el “accidentado” general era un tirador experimentado, el insigne coronel del Campo reforzó el único pretexto que entonces ya “colaba” sin problemas. Espero que no se destornillen de risa al constatar que la única “misión importantísima” que se le ocurrió a tan distinguido jefe fue la de ensayar pistolas. Claro que hay que preguntarse: ¿quién vigilaba a Balmes? Mis inferencias: ¿furiosos soldados izquierdistas sovietizados?, ¿oficiales que iban a hacer causa común con la revolución roja?, ¿agentes del gobierno disfrazados de lagarteranos? Más misterios. El tema de “espías en la Comandancia”, sobre el cual se explayó tan eminente coronel, daría para mucho más jolgorio, pero no es necesario abundar en ello. Puede dar dolores de estómago.

Lo más curioso es que la Superioridad, que tanto hincapié puso en que militares de tercer, cuarto y hasta quinto nivel hicieran el indio (con perdón: utilizo una locución habitual) no siguiera la única sugerencia sensata del comandante Padrón Guarello. No hubiera sido demasiado difícil. ¿Por qué no se acudió al testimonio del general Orgaz que tanto había ayudado a Franco en Canarias a prepararse para el inmortal momento en que no quedó más remedio que salvar a la PATRIA? ¿Quién hubiera osado poner en duda sus decires? Tampoco había que citarlo personalmente y hacerle perder su precioso tiempo. Quizá con una notita (perdón, un oficio) se hubiera resuelto el tema en unos cuantos días.  Sin embargo, este proceder tan obvio no fue lo que quería Franco.

Afortunadamente, el expediente de tramitación de la concesión de pensión extraordinaria por muerte en acto de servicio se convierte en un bumerán que pone al descubierto la forma en que SEJE abordaba, sin mancharse para nada sus blancas manos, ciertos asuntos que le concernían. Es un proceder que aplicó no solo en la esfera militar sino también en sus negocios. Desde la utilización en secreto de su omnímoda capacidad para ordenar lo que le viniera en gana (el Führerprinzip en acción) hasta para llenarse los bolsillos; pasando el montaje de un entramado jurídico ad hoc para arrendar la finca Valdefuentes a su propia esposa hasta desviar recursos hacia sí mismo y sus conmilitones a quienes convenía tener contentos y tranquilos; hasta saltarse a la torera la legislación existente cuando no le agradaba (casos todos que he tenido el placer de documentar en LA OTRA CARA DEL CAUDILLO).

Pero no teman los lectores. Después de muerto SEJE, un sacerdote muy entregado a su figura se hizo eco de voces que se levantaron defendiendo la “santidad” del desaparecido. Su conclusión personal fue que “Franco había unido su voluntad a la voluntad divina, hasta el punto de no querer más que lo que Dios quería o permitía. Esto solo saben hacerlo las almas santas…”

¿No es para pasmarse? Algunos podrían pensar que si Franco hizo lo que el Señor deseaba…. se verían obligados a perder la fe.

Los lectores pueden comprobar esto, y mucho más, en un librito que no ha despertado entre los historiadores la atención que sin duda merece. Fue escrito por el padre Manuel Garrido Bonaño, OSB, bajo el título Francisco Franco, cristiano ejemplar. A mí me lo recomendó vivamente el profesor Julio Aróstegui y el ejemplar que tengo, de 2003, es ya de la quinta edición. Salvo que las tiradas fueran micrométricas hay que calificarlo de todo un éxito, aunque en lo que se me alcanza pocos sean los autores que lo citan. Lo publicó la Fundación Nacional Francisco Franco.

Ahora compruebo, gracias al siempre voluntarioso Mr Google, que tan eminente autor falleció en la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos en septiembre de 2013. Entre las obras que se mencionan en su necrológica no figura la anterior (¿por qué será?) pero sí se lee que el Diccionario Biográfico Español le ha dedicado una entrada. Así, pues, el recuerdo de su paso por este triste valle de lágrimas ha quedado inmortalizado, pero los descreídos podrían pensar que todo, o casi todo, empezó con el asesinato de Balmes…

Quien esto escribe está acostumbrado a hacer y a hacerse preguntas. Una de las más importantes que se ha planteado en relación con la leyenda sostenida durante ochenta años por una nutrida pléyade de historiadores, gacetilleros, comentaristas y tertulianos es la siguiente: si Balmes sublevaba a la guarnición de Las Palmas de Gran Canaria y Franco a la de Santa Cruz de Tenerife ¿quién hubiera tenido la capacidad, los medios o los reaños de oponerse a ambas con eficacia? Porque la realidad mostró a partir del 18 de julio que en Canarias los leales a la República no tenían medios para oponerse.

Esta constatación, bien documentada, debería haber llevado a tales autores a examinar detenidamente cómo los “perros de la guerra” desatados por Franco procedieron para salvar las islas de las amenazadoras garras de unas autoridades nombradas tras la victoria al Frente Popular y que en su férvida imaginación estaban manipuladas por la hidra de siete cabezas moscovita. Pero no. Los relatos sobre las “inmensas” dificultades con que toparon en la “pacificación” del archipiélago apenas si dan para unas páginas. Eso sí, siempre repletas de heroísmo.

 

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Testis unus, testis nullus

13 febrero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

El latinajo que da título a este post puede traducirse por “un testigo solo no tiene ningún valor”.  O, dicho de otra manera, un único testigo no es suficiente para corroborar un hecho. Es un principio clásico de frecuente uso entre historiadores. Hay situaciones, en efecto, para las cuales solo existe una fuente. ¿Es por ello necesariamente creíble? En otros casos, hay varias. Con tal de que sean dos se plantea un problema: ¿A cuál dar mayor credibilidad si muestran contradicciones entre sí? Raro es el historiador que no se haya visto confrontado con uno de estos dos dilemas. También forma parte de la experiencia diaria de periodistas y comunicadores de pro. ¿Puede creer uno todo lo que se le dice?, ¿todo lo que lee? Suscitar la pregunta es ya responderla. Las respuestas pueden ser múltiples, pero en general se anudan en torno a dos categorías. En primer lugar, es preciso examinar la consistencia interna de la fuente cuando ello es posible. En segundo término, es absolutamente preciso contextualizarla, encajándola con la evidencia que alumbre el entorno en el que se produjera o se diese a conocer. Y si nada de ello permite llegar a una conclusión definitiva, no hay más remedio que exponer las diferentes posibilidades que las pruebas arrojan. Yo siempre parto de una máxima atribuida a Bertrand Russell: “Cuando los expertos están de acuerdo entre sí, no cabe sostener que una opinión contraria pueda ser cierta; cuando tales expertos no están de acuerdo, un no experto no puede considerar cierta una determinada opinión propuesta por ellos; cuando todos los expertos mantienen que no existen suficientes razones para dar una opinión positiva, un hombre corriente haría bien en no adoptar  juicio al respecto”.

 

Sorprende, en cualquier caso, que periodistas, gacetilleros, pelotas del “Caudillo” y algún que otro historiador se hayan tragado enterita la versión que de lo ocurrido a Balmes el 16 de julio de 1936 expuso al día siguiente ante el juez militar instructor del sumario, el comandante José M. Pinto de la Rosa (citado por aquel autor tan distinguido como fue el profesor Ricardo de la Cierva), el chófer del general, que lo había conducido -según dijo- al campo de tiro. Más aún nos sorprende que algunos de los comentaristas en la prensa digital nos hayan criticado por haber hecho caso omiso al soldadito que llevó a Balmes adonde le aguardaba su destino.

A periodistas, gacetilleros, pelotas y aprendices de historiadores (hombres piadosos, no me cabe la menor duda) no estará de más recordar lo que dice el Deuteronomio (19, 15), que supongo habrán visto en alguna ocasión. (En la derecha pro-franquista todavía perdura algún relente del nacional-catolicismo y ya se sabe que en aquellas poco añoradas escuelas en la asignatura de “Religión”, que era “maría” pero no por ello optativa, solía hacerse referencia a los textos sagrados). Acudiré, pues, a la traducción on line de la Biblia de Jerusalén para recordárselo por si las moscas: «Un solo testigo no es suficiente para convencer a un hombre de cualquier culpa o delito; sea cual fuere el delito que haya cometido, sólo por declaración de dos o tres testigos será firme la causa«. Menciono ante todo esta traducción para que no se me acuse de prejuzgado. Personalmente, cuando consulto la Biblia siempre lo hago en primer lugar a la gran versión en inglés, de una belleza poética incomparable, del rey Jacobo I. La idea en ambos casos es, por supuesto, la misma si bien más reiterativa en el segundo: “one witness shall not rise up against a man for any iniquity, or for any sin, in any sin that he sinneth: at the mouth of two witnesses, or at the mouth of three witnesses, shall the matter be established”. En castellano castizo, más valen tres testigos que dos y dos siempre más que uno.

Este principio bíblico, muy razonable, tuvo entrada en el derecho romano. Como muchos de los defensores de la versión tradicional habrán estudiado Derecho (servidor se inclinó hacia otros saberes), seguro que saben que dicho principio fue tenido en cuenta por el Código de Justiniano. Este, para los no juristas, fue la recapitulación relativamente tardía de siglos de experiencia en la aplicación de lo que será fuente del derecho continental europeo, es decir, el romano. Es más, los que hayan sentido algo de curiosidad por la historia de su disciplina (que en mi época había que estudiar obligatoriamente en la Facultad) también quizá hayan leído que el dichoso principio lo aplicaron sistemáticamente los tribunales de justicia en la Edad Media. A lo mejor me equivoco, pero también sigue teniendo validez en el derecho anglosajón en donde se define como “a law principle expressing that a single witness is not enough to corroborate a story”.

Utilizado en nuestro caso me parece que se necesita ser un poco maxicrédulo para prestar, en un tema en lo que se dilucida es un asesinato, demasiada atención a las declaraciones de un simple chófer cuyo nombre se había perdido en las brumas del pasado. O, al menos, eso creí hace varios años al ocuparme de él en LA CONSPIRACIÓN DEL GENERAL FRANCO. Incluso pensé que podría haberle ocurrido un accidente. Cosas que a veces ocurren con testigos incómodos, como bien saben los lectores de novelas policíacas. En realidad aquel preciado testigo no experimentó el menor contratiempo. Me pasé de suspicaz. Al contrario, tuvo su recompensa.

Jamás, que se sepa, se vio expuesto a los riesgos y peligros de la guerra, a los piojos de las trincheras y al hedor de las letrinas colectivas. Pero tal vez los gacetilleros y comentaristas de pro tengan mejores informaciones. Servidor está siempre abierto a examinar todo tipo de pruebas documentales.

El chófer Escudero Díez, que tal fue su nombre, vivió, según se desprende de su impoluto expediente militar, una guerra extraordinariamente cómoda. A los pocos meses se le trasladó a la Península, se le movió de un lado para otro, nunca se le dejó que permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio y fue ascendiendo desde la modestia ínfima de un voluntario ingresado -al parecer- en el Ejército a nivel de turuta vulgar y corriente. Así pasó por los escalones de cabo primero, sargento, brigada y teniente. Desde fecha temprana siempre en la escala de tierra de lo que terminó siendo el Ejército del Aire. Incluso pretendió llegar a capitán pero no lo consiguió. No está explicado porqué. A lo mejor no fue tan listo. O alguien se enfadó con él.

Su expediente es rico en pormenores y a partir de su ascenso a teniente en 1953 resulta cansinamente detallado. Sin embargo, encierra algunos interrogantes. No pegó jamás en su vida un tiro, pero se le acreditó su valor, algo que exigía haber participado en combates y haber tenido la capacidad de demostrarlo. Hizo un servicio militar algo más que anodino, pero en 1940 se le reconocieron tres condecoraciones, incluso las dos relacionadas con actos de armas. Se trató de la Medalla de la Campaña, la Cruz Roja al Mérito Militar y la Cruz de Guerra. No está nada mal.

Su trayectoria en el Ejército se basó en lo que dijo a sus superiores en noviembre de 1936. Estos, caballeros cristianos, lo aceptaron como palabra de Evangelio, no en vano el coronel en cuestión que respaldó las declaraciones de Escudero con su firma se había destacado como notorio repressor tras la sublevación. El chófer afirmó que en julio la hoja de filiación no había llegado todavía a Canarias porque permaneció en Madrid y quedó en poder de los “rojos” (sic). El lector ya supondrá que no ha sido posible encontrarla en ningún archivo, pero quizá los historiadores pro-franquistas tengan en el futuro más suerte que nosotros que especulamos si no podría haber sido  incluso un pistolero a sueldo de cualquier organización de la extrema derecha o de la extrema izquierda (esto último algo menos probable). O, puestos a pensar mal, que alguien la destruyera después del “accidente” sobre el cual tuvo que declarar a Pinto de la Rosa.

Quizá por esa inescrutabilidad inherente a muchos de los designios del Alto Mando en forma de enrevesadas formulaciones burocráticas, su expediente personal fue corregido como consecuencia de órdenes de personajes de tanta enjundia como el general Subsecretario del Ejército del Aire o el general en jefe de la Región Aérea en donde Escudero prestaba servicios. No nos parece algo muy habitual para el caso de un mero brigada pero, como es sabido, tales designios son inescrutables.

El antiguo chófer murió, por desgracia, tempranamente, a los cincuenta años a consecuencia de una cirrosis hepática. Dada la etiología habitual de esta dolencia, tal vez podría especularse si no le disgustaría echarse (¿de vez en cuando?) un trago de más al coleto. Con él desapareció, el 27 de septiembre de 1965, uno de los testigos del caso Balmes.

Hay que decir uno porque hubo otro u otros, que naturalmente se abstuvieron de manifestarse. Dado que las lesiones orgánicas que sufrió el general solo pudieron proceder de un disparo hecho a quemarropa por debajo de la axila izquierda, el testimonio de tales personas no hubiera apoyado el argumento de que Balmes hubiese tenido la todavía más extraña costumbre de desencasquillar sus pistolas apoyándolas en aquel lugar del cuerpo. Ni siquiera los militares más dóciles a las ocurrencias de Franco y de sus inmediatos adlátares hubieran podido creérselo.

Es decir, en el campo de tiro en el que Balmes fue baleado no estuvo tan solo el chófer (que por consiguiente no fue el único testigo) sino, al menos, el baleador y quizá algún otro personaje. Hoy podemos tirar a la papelera los discursos y las versiones de Ricardo de la Cierva y de todos sus ilustres antecesores, empezando por Arrarás (el primer biógrafo del invicto Caudillo). Sus fantasias han hecho estragos entre los historiadores desde Ricardo de la Cierva, pasando por Luis Suárez Fernández (ambos autoridades en la materia) y hasta los que han rozado el tema en la actualidad. Incluso algún militar.

Es más, hemos argumentado en EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO que uno de los conspiradores que necesariamente tuvo que estar metido hasta el cuello en el suceso fue el juez ante el cual el chófer hizo su deposición el día del entierro. Nos referimos a Pinto de la Rosa, a cuyas memorias (disponibles fácilmente en Internet) cabe retrotraer la extraña costumbre de desencasquillar pistolas “por la tripilla” que un comandante llamado José Fiol atribuyó a Balmes. Costumbres tomadas de su experiencia en las guerras contra los moros.

Pinto de la Rosa ha pasado como de rositas (nunca major dicho) por el episodio que narró a su manera intercalando granos de verosimilitud con montañas de paja. Tal combinación le permitió autopresentarse  como un jefe inspirado por el ejemplo de Franco cuando este decidió sublevarse el 18 de julio de madrugada y cual fiel cumplidor de las órdenes que le dio el sucesor de Balmes al frente de la guarnición de Las Palmas (un teniente coronel hiperdesconocido que, por cierto, también estaba mezclado en los preparativos de la rebelión). Innecesario es señalar que, con tales antecedentes y los servicios prestados al “GMN” (glorioso movimiento nacional), de la Rosa llegó a general. No sé si la fortuna sonríe a los valientes, pero a varios oficiales y jefes mezclado en la trama para liquidar a Balmes sí les sonrió la esclarecida bondad de Franco.

 

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Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas y sobre el papel la fantasía militar

6 febrero, 2018 at 8:30 am

Ángel Viñas

Ya he señalado en el post anterior que el gran “fasciculógrafo”, hagiógrafo y hermeneuta de Franco que fue el profesor y exministro Ricardo de la Cierva anunció en la biografía -obviamente fascicular- de 1982 que en el Servicio Histórico Militar había examinado un “exhaustivo” expediente sobre la muerte de Balmes. No dio el menor detalle y ninguna de las referencias que proporcionó se encuentran en él.  Pero sí hubo un expediente no sobre la muerte del general en sentido estricto sino sobre la concesión de una pensión a su viuda por haber fallecido su esposo “en acto de servicio”. En este expediente figuraron algunos papeles bastante desorganizados, pero sobre todo uno que muestra la fantasía que desplegaron los militares para ocultar el asesinato. En paralelo es instructivo meditar sobre los comentarios de algunas personas que se manifestaron de inmediato en las ediciones digitales de los medios de comunicación tan pronto como EL PAIS, amablemente, publicó un anticipo de EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO.  No lo habían leído, pero como es habitual en el equivalente actual de los grafitis de los urinarios de antaño (caracterización que debo a Fernando Hernández Sánchez) pontificaron, despotricaron e insultaron. Una manera de mantener incólumes las esencias franco-patrioteras.

 

Cuando la imprenta iba ya a tirar el texto de nuestro libro un amigo nos facilitó una foto. No era de muy buena calidad, pero nos pareció tan importante que la introdujimos en lugar de otra prevista. Procede de un archivo privado en Canarias. El propietario prefirió que no se le identificara. Muestra a Franco en un pequeño edificio en el cementerio esperando a que los forenses practicasen la autopsia. Tiene el gesto serio, adusto. Como correspondería, dirán algunos, por la pérdida de un compañero con quien contaba para llevar a cabo la sublevación unas cuantas horas más tarde. (Cabe pensar, sin embargo, que también podría haberlo adoptado por lo aliviado que estaría tras haberse quitado un peso de encima y por la necesidad de guardar las apariencias).

Este “guardar las apariencias” me trae a la memoria una cancioncilla que berreábamos los críos en el colegio en los años cuarenta cuando nos sacaban de excursión: “Ahora que vamos al campo, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, tralará” (bis). Es la única estrofa que recuerdo. Franco y algunos de los militares que con él estaban sabían lo que había pasado, pero había que encubrirlo. ¿Cómo? De una forma muy simple. Dado que la autopsia era preceptiva y el no practicarla hubiese despertado sospechas, era preciso llamar a los forenses (dos mejor que uno), pero poniendo a su lado otros dos médicos militares para que les “echaran una mano”.

Los cuatro galenos se fueron al campo”santo” y a los uniformados se les ocurrió una brillante idea. (A lo mejor ya entonces se entonaba la cancioncilla de mi niñez). No había que redactar una autopsia, ni mucho menos un certificado de defunción. Eran tareas engorrosas, que debían atenerse a ciertas normas de forma y procedimiento. ¿Qué se ganaría con tanto despilfarro de tiempo? A los forenses se les dijo que con una declaración oral suya bastaba. Así que se fueron a ver a los señores juez y secretario del juzgado del distrito que correspondía al sitio en donde había tenido lugar el “accidente”. No sabemos si, tomando unas tazas de café o alguna copa, los médicos dictaron (si es que lo hicieron) sus conclusiones al secretario. Hay que suponer que los eminentes representantes de la jurisdicción ordinaria les creyeron religiosamente y los cuatro intervinientes (los militares se habrían excusado, sin duda por motivos urgentes) firmaron el papelín.  Lamentablemente, este no tiene el menor valor probatorio ni mucho menos legal. Tampoco se han visto las firmas ni el original que, por si las moscas, no figura en el expediente. En definitiva, LO QUE ALGUNOS EMBARULLANDO LOS TEMAS HAN DENOMINADO AUTOPSIA, NO ES TAL.

Afortunadamente uno de los coautores de ELPRIMER ASESINATO DE FRANCO es un patólogo reputado, con cincuenta años de experiencia haciendo autopsias. Si algún comentarista en las redes duda de los resultados de su análisis, lo mejor es que saque pecho patriotero y escriba su veredicto, siquiera en forma digital pero con su nombre y apellidos y el número de colegiado si es médico. Lo leeremos muy atentamente. En el bien entendido que la sedicente “autopsia” no es el único documento que nos induce a acusar a Franco de haber incitado un asesinato. Y la pregunta que uno ha de plantearse y que gacetilleros y brillantes autores o comentaristas pro-franquistas no parece que se hayan planteado, aunque el papelín se conoce desde 2015, es porqué un juez y su secretario firmaron que dos forenses habían dictado lo que es una auténtica paparrucha anatómica.

Para nuestra buena fortuna, en marzo de 1940 la Superioridad militar decretó que había que confirmar que Balmes falleció en “acto de servicio”. Como todo es subsanable en esta vida menos esquivar sistemáticamente los impuestos y la muerte, tal confirmación exigió un nuevo expediente informativo que, obvio es decirlo, jamás se hizo público. Franco podía haber decidido conferir la pensión directamente, al fin y al cabo era fuente de Derecho. Su palabra era ley en el superdegradado ordenamiento jurídico impuesto por los vencedores. Sin embargo, quizá se le hubiera podido tratar de favoritismo o, más bien, de querer acallar los rumores que ya habían corrido sobre el “accidente”. En tal expediente figura una copia del papelín sobre la “autopsia”. Repitieron secretario y el juez. Hay que suponer (aunque nosotros no lo creemos) que la copia la hicieron correctamente. En esta ocasión no llamaron a los forenses. Se les escapó, eso sí, un pequeño error. Tal vez las prisas. Fecharon la copia el 21 de abril de 1936.

Uno la lee y, si no es al menos enfermero/a, no se entera mucho de lo que significa. El titulado INFORME DE AUTOPSIA está lleno de detalles anatómicos pero lo que el lego capta con toda claridad es que en la transcripción se afirma claramente que el orificio de entrada del proyectil estuvo situado en la región epigástrica. Si tiene curiosidad va a Wikipedia y verá que dicha región contiene el estómago. Y, claro, el lego se dirá: no necesito más. Cuestión resuelta.

Sí, pero no. Se detectan, en realidad, muchos, muchos peros. Por ejemplo, si el proyectil hubiese penetrado por el estómago se habrían producido ciertos destrozos en el cuerpo del general. Ahora bien, las lesiones que los forenses describieron son anatómicamente incompatibles con la trayectoria que exponen. Para que se produjeran, la bala tendría que haber entrado por otro sitio. Este lugar fue identificado correctamente en la primera noticia que del “accidente” dio un vespertino, el Diario de Las Palmas, en la misma tarde del 16 de julio, a las pocas horas de ocurrido. Como no tenemos constancia de que ningún intrépido periodista hubiese presenciado la recepción del malherido en la Casa de Socorro, probablemente alguien se lo comunicó desde ella.  La bala, explicó el periódico, había entrado por el hipocondrio izquierdo. El lector se rasca la cabellera, busca en Wikipedia y lee que el hipocondrio es la región abdominal superior, a cada lado de la epigástrica, y que en el izquierdo se encuentra el bazo.  Y resulta, vaya por dios, que el bazo fue uno de los órganos más dañados, según la declaración verbal que firmaron los forenses y que la lesión se produjo de arriba a abajo.

Algo no cuadra. El orificio no podia estar a la altura del estómago. ¿Qué hacer? Pues lo que cualquier historiador normalito haría en este tipo de casos. Buscar información fehaciente. De aquí que en el librito (650 páginas) dos de los capítulos relacionados con el análisis de la supuesta autopsia lleven la autoría del Dr. Miguel Ull Laíta. Su prosa, puesta en la medida de lo posible de forma tal que sea comprensible para los no médicos, va de la página 175 a la 239. En estos dos capítulos se pasan en revista las condiciones legales exigidas en la práctica de las autopsias en 1936, las condiciones en que se llevó a cabo la conducción del general desde el campo de tiro a la Casa de Socorro y al Hospital Militar, las declaraciones de algunos intervinientes -a veces contradictorias-  y el análisis técnico-anatómico del supuesto INFORME. Y ¿qué encontrará el lector?

Simplemente que el orificio de entrada presuntamente indicado por los forenses no se corresponde con las lesiones que ellos especificaron y que faltan otras, que tuvieron que producirse necesariamente y que tampoco reseñaron. Es decir, las producidas por un disparo cuando el general se apoyó, según se trataba de “demostrar”, la pistola contra su cuerpo. Se corresponden, por el contrario, con las que generó un balazo disparado casi a quemarropa en el hipocondrio izquierdo, la parte del cuerpo situada en la región que más o menos está por debajo de la axila izquierda.

Los forenses, obviamente, tuvieron que advertir este pequeño detallito, que probablemente no se le pasara al médico más recientemente salido de la Facultad, pero declararon (si es que lo hicieron) un origen congruente con la leyenda inventada por los militares, sueltos como sardinas por el monte. Como los forenses tenían vida, familias y hacienda en Canarias, en donde al día siguiente iba a producirse una sublevación militar de la que ya corrían rumores (a no ser que Las Palmas viviera en otro mundo), hicieron lo normal: dejar que la fantasia de los galenos uniformados  se plasmara sobre el papel, como las liebres corretean por los mares. Alternativa:  ¿habría que pensar que el juez y el secretario se inventaran una barbaridad anatómica?

Evidentemente es difícil que todos los lectores del periódico tuviesen mucha idea de la ubicación del hipocondrio pero  habría entre ellos médicos civiles y, desde luego, los galenos militares sí la tenían. Ergo, hubo que improvisar sobre la marcha y maldecir para adentro al periodista de El Diario de Las Palmas que dio la noticia. Si en algún momento se pensó -no lo sabemos- en obviar el trámite de la autopsia, la mascarada exigió practicarla, pero en condiciones estrictamente controladas. Para mayor seguridad, “alguien” se apresuró a telegrafiar al venerable diario anti-republicano, el ABC madrileño los resultados de la supuesta autopsia. Esto significa que entre los conspiradores de la capital, por muy nerviosos que estuvieran ante la inminencia de la sublevación, no faltarían quienes se diesen cuenta de que el “asunto Balmes” se había “arreglado”.

Si el profesor Ricardo de la Cierva, químico y jesuita de profesión, llegó a ver el papelín médico es verosímil que consultara con algún amigo. Y, naturalmente, hizo lo que debía hacer: no mencionar ningún dato correcto e incluso pasar por alto el lugar en el que se encontraba, que no es el SHM sino la Dirección General de Personal del Ministerio de Defensa. Esto es, el centro administrativo en el que se remansa la documentación sobre algo muy importante para los funcionarios militares: las pensiones.

Ahora bien, tampoco crea el lector que fue solo la viuda del general Balmes la única en tener problemas o dilaciones a la hora de cobrar una pensión extraordinaria derivada de un óbito en acto de servicio. En nuestro libro encontrará referencias a otros casos y, en particular, al de los apuros monetarios de la señora viuda del capitán general (a título póstumo) Don José Sanjurjo y Sacanell, marqués del Rif. La persona que debía asumir el mando supremo del “Glorioso Movimiento Nacional”. Cositas de Franco. ¿Conoce el lector algún historiador o gacetillero de derechas que se haya detenido en este pequeño detalle? ¿Y qué dirán ahora los comentaristas digitales? Quizá que, malvados como somos, se nos ha ocurrido inventar cosas para mancillar, ennegrecer o incluso destruir el honor de Franco.

 

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