Del “Caso Balmes” hacia la torpedeada investigación sobre el pasado
Ángel Viñas
En los posts anteriores he intentado dar unas pinceladas sobre los documentos que hace unos años se presentaron como pruebas irrefutables de que el general había sufrido un accidente, continuando así el dogma de la más rancia tradición franquista. He procurado no copiar del libro que hemos publicado recientemente y enfocar los posts desde un ángulo complementario. En este quisiera llegar a una perspectiva algo más amplia. Siempre he pensado que un acontecimiento ya envuelto en una tergiversadora leyenda en el mismo momento en que se produjo y que sobrevivió más o menos incólume a la guerra, la dictadura y la transición, a pesar de su inherente inverosimilitud, debía tener alguna característica un tanto especial. Bien o mal la hemos encontrado en que desvelar que se lo que había detrás fue un asesinato mondo y lirondo ponía una gota de sangre sobre el honor militar y personal de Franco. En el año 2017, cuando cerramos el texto, era algo que muchos comentaristas, aficionados y gacetilleros o tertulianos profesionales seguían sin estar dispuestos a aceptar. De aquí que terminásemos nuestro con citas a personajes tan dispares como los Rolling Stones y György Lukács. Ambas perfectamente justificables.
Como creo haber escrito, si los amables lectores buscan la ayuda del siempre eficiente Mr. Google y teclean algo así como “Viñas+Balmes” o una expresión parecida se encontrarán, sobre todo en los blogs, con un montón de hits. Abundan los que ponen a este servidor como chupa de dómine. Para contrarrestar en la medida de mis posibles una repetición, en la redacción de EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO han colaborado un patólogo más que experimentado, el Dr. Miguel Ull, y mi primo hermano Cecilio Yusta, excomandante de Iberia y destinado en Canarias al comienzo de su dilatada carrera.
En las primeras contrastaciones de si ello ha supuesto un antes y un después, aparte de los inevitables insultos y exabruptos (marca al parecer inevitable de un sector de la sociedad española) no he encontrado ninguno (quizá por error, omisión o despiste) en que se hiciera el menor esfuerzo por rebatir con referencias documentales nuestras tesis.
A mí me gustaría conocer los nombres de algunas de esas personas que habrán pasado años rastreando archivos, en España y en el extranjero, en busca de evidencia primaria relevante de época; o hecho miles de autopsias o volado millas y más millas para contrarrestar, tan tajantes, algunas hipótesis sobre la realidad de aspectos oscurecidos, discutidos, deformados o violados del pasado. Por definición, incognoscible en su compleja y desaparecida totalidad.
En esta perspectiva, el “caso Balmes” lo hemos considerado una piedra de toque para apreciar la supervivencia de los mitos franquistas en la blogoesfera, cuyo estudio es una de las actividades más fascinantes de una buena amiga, la profesora Matilde Eiroa, de la Carlos III. El caso es fácilmente aislable. Puede abordarse como un “accidente” investigable en sus propios términos. Algo que los lectores de novelas policíacas, desde las clásicas a las más actuales, saben cómo se plantea (los resultados son otra cosa). O bien como un crimen. En ambos supuestos las pruebas empíricas son determinantes.
En EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO hemos optado por combinar ambos tipos de análisis. La tarea no ha resultado excesivamente difícil. Sí su plasmación literaria. Sobre el suceso mismo existen documentos genuinos. Se dieron a conocer en 2015. Se analizaron torpemente. Esto es una crítica, pero también una constatación. Ya he señalado mi hipótesis de que el gran hagiógrafo de Franco, Ricardo de la Cierva, tal vez retrocedió espantado si llegó a verlos. Nosotros lo hemos hecho, sin aprioris.
Una autopsia que autoafirma que lo es debe abordarse con los mismos criterios con los que habitualmente se practica. ¿O no? El testimonio del único testigo (salvo el asesino) del suceso debe relativizarse como lo haría cualquier experto en homicidios. ¿O no? Las declaraciones, absolutamente increíbles, de “colaboradores” de Balmes, hechas en el secreto militar y siguiendo órdenes de la Superioridad (con prueba documental al canto) deben relativizarse. ¿O no? No en vano, en el momento de hacerlas, ya existía una versión “oficial” de lo ocurrido, difundida en miles de ejemplares por aquel mentiroso compulsivo que fue el primer hagiógrafo de Franco, Joaquín Arrarás.
El resultado de esos tres juegos de documentos no deja demasiado margen para la duda. Quien no lo considere así, no tiene más que aportar sus argumentos. A lo mejor dispone de conocimientos alternativos en materia de anatomía. O los fundamenta en exégesis más avanzadas. O sabe y puede demostrar, a ciencia cierta, que el Balmes de la guerra de África adoptó una costumbre mora (que antropológicamente debería determinar en su origen) que consistía en desencasquillar pistolas apoyando el cañón contra el propio vientre.
Nosotros no nos lo creemos y siguiendo el testimonio, nada fiable, del “juez” militar instructor del sumario (y, sin la menor duda, implicado en el asesinato) hemos atribuido por el momento tal leyenda a un comandante (llegó a coronel de la Escala de Complemento) del que consta en su hoja de servicios que empezó a conspirar contra el Gobierno republicano poco después de las elecciones de febrero de 1936. Es decir, un personaje nada sospechoso de no querer levantarse en armas para “salvar a la PATRIA” tan pronto como fuera “necesario”.
Con todo, como no existe historia definitiva (Ricardo de la Cierva escribió muchas, pero se las llevó el viento), hemos hecho un “call for documents” dirigido hacia aquellas personas que puedan tener papeles que arrojen más luz sobre los acontecimientos del 16 de julio de 1936 y días precedentes. Al menos, las familias de los más directamente involucrados podrían disponer de algunas notas. ¡Hágase la luz sobre ellas!
Sin embargo, no nos hemos centrado sólo en aquellos días. Hemos considerado que el asesinato fue la culminación del proceso de maduración de la sublevación de Franco. No somos los primeros en haberlo dicho. Es notorio que el Dragon Rapide se alquiló (hay quien habla de una compra) en Londres a principios de julio, pero siempre se ha intentado disociar ese alquiler del conocimiento de Franco de que se dirigía hacia Las Palmas, donde estuvo aparcado cuatro días. Tal hipótesis es totalmente inverosímil.
Hemos indicado algunos de los canales por medio de los cuales Franco estuvo en contacto con la dirección de la conspiración que preparaba Mola. Fueron múltiples. Arrarás debió de creer que sus narrativas serían válidas para la eternidad. En su descargo, ¿cómo podrían anticipar él y su Caudillo que muchos años más tarde los archivos, españoles y extranjeros, y obras de memorias más o menos sesgadas podrían llevar a los historiadores a pasar sus embustes por un fino cendal?
En este recorrido, indisoluble de la solución que dio Franco a su problema logístico para largarse a Marruecos, hemos vertido también abundantes dudas sobre dos episodios esculpidos con letras de oro en la leyenda del posterior Caudillo. Su supuesta carta al presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, Santiago Casares Quiroga, y su presunto telegrama a Mola (el más famoso y más tonto quizá de su dilatada existencia), renunciando a sublevarse: “Geografía poco extensa”. Camelos chinos que se han tragado multitud de historiadores, profranquistas y antifranquistas.
¿Cambia nuestra reconstrucción el proceso conspiratorio de Franco de cara a la sublevación del 18 de julio? No radicalmente, pero sí postula la existencia de una línea sin prácticamente solución de continuidad entre sus deseos de dar un “golpe blando” en el filo mismo de las elecciones de febrero hasta el asesinato de su compañero de generalato el 16 de julio de 1936.
Quedan vetas por aclarar. En primer lugar, las lagunas en las actuaciones de Mola. El testimonio de B. Félix Maiz, en por lo menos tres versiones no es demasiado fiable. Pero como los papeles del general desaparecieron (y no por la intervención del Espíritu Santo) hay que trabajar con lo que queda, que no es demasiado. En segundo lugar, en los papeles de los primos Franco (ambos Franciscos, pero de los cuales solo el ayudante se decidió a poner por escrito unos recuerdos “adaptados” y llenos de agujeros, cuando no de crasas omisiones).
¿Merece la pena insistir en tales “ausencias” en los archivos estatales? La respuesta es afirmativa.
En la Rusia de nuestros días la mayor parte de los papeles de Stalin estaban ya en el dominio público cuando visité Moscú hace muchos años. También están abiertos los papeles de Mussolini. O los de Hitler. Solo los de Franco (que, a tenor de lo que parece sugerir un insigne profesor norteamericano en la biografía, no demasiado buena, que le ha dedicado, no son precisamente los que conserva la fundación de su mismo nombre) siguen cerrados a la investigación. Amén de miles y miles de documentos en los archivos militares que guardan, con su espada flamígera levantada, nuestros ministros de Defensa. En realidad, España puede vanagloriarse de no haber ajustado cuentas con los demonios de su pasado a los cuarenta de cuarenta años de hundimiento del sistema político e institucional del franquismo. Un récord, digno sin duda de figurar en el Guinness con mayúsculas de platino.
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