Inseguridad colectiva. La república y la sociedad de naciones. (I)

28 febrero, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

Desde que tuvo lugar en Madrid el primero, y hasta ahora único, congreso internacional sobre la guerra civil bajo la dirección de Santos Juliá, la literatura sobre la misma ha subido exponencialmente. Rara es la semana que en España no aparece un título, cuando no dos o tres, sobre alguna temática con ella relacionada. ¿Se sabe ya todo? Solo un iluso, o algún despistado, lo afirmaría.

¿Por qué escribo esto? Simplemente porque el avance en historia contemporánea (por no decir en otros períodos) es función del descubrimiento de nuevas fuentes primarias, de su adecuada contextualización, de la incorporación de nuevas perspectivas (bien de la propia historia o de otros ramos del saber relacionados), pero no en último tiempo de la sagacidad los propios historiadores.

En los últimos años está llegando en España a la edad de producción intelectual una nueva generación. En general quienes a ella pertenecen no han vivido, o no conscientemente, bajo el franquismo; han estudiado fuera, con becas o con erasmos y se han empapado de otras corrientes historiográficas. No es sorprendente que aporten una visión alejada de las simplificaciones del mantenimiento (en todo lo posible) del canon franquista. Escriben historia, en definitiva, mucho más elaborada y abiertamente de los que nos hicimos mayorcitos en la dictadura.

De entre todos los factores y vectores que impactaron sobre la guerra de España el  internacional es uno de los más importantes y, desde luego, uno de los más estudiados en la literatura. Los primeros ensayos que lo abordaron datan de comienzo de los años cincuenta del pasado siglo. Ha pasado ya la friolera de casi tres decenios.

El vector internacional es tan significativo no solo porque tiene tras de sí una larga trayectoria historiográfica. Lo es también porque está en la base de los improperios, maldiciones y ajustes de cuentas que asolaron al exilio republicano desde 1939. Muchos dirán que incluso está en una parte de las desavenencias entre las fuerzas políticas más o menos leales a la República durante la guerra civil misma.

La historiografía, en general, ha respondido a tales batallitas memoriales o coetáneas de los acontecimientos con el estudio de la política de las potencias intervinientes y no intervinientes hacia la guerra civil. Así, se han abordado los casos de Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, México, países nórdicos, Unión Soviética, etc. amén de complejos temáticos entre los que siempre han destacado por su atractivo -y las controversias suscitadas- las Brigadas Internacionales y la Komintern.

El marco colectivo también se ha abordado, centrado por lo general en torno al Comité de No Intervención, londinense. Todavía recuerdo el impacto que produjo el libro de Fernando Schwartz al respecto. Posteriormente, no se han estudiado mucho, o al menos no como se debieran, las conexiones entre el CNI y el aparato político, administrativo y burocrático que le dio sustento. Era básicamente británico y cuando se han abordado ha sido como reflejo de la política del Reino Unido. Es, en mi opinión, insuficiente y la interrelación entre el CNI, su secretariado y los matices en que se manifestó la actitud del genio malo contra la República merecería ser revisitada.

En la anterior síntesis quedaba un hueco por cubrir adecuadamente. El de la Sociedad de las Naciones (SdN). Se contaba con estudios sumarios (tres hurras, por ejemplo, a Jean-François Berdah por haberlo intentado) o con trabajos un tanto espúrios, demasiado próximos a la contienda y sin la base documental adecuada (nada de felicitaciones, por ejemplo, a la canónica historia de la SdN de Frank Walters, funcionario de su secretaría, y que apareció a principio de los años cincuenta), amén de algunos artículos sobre aspectos parciales.

Siempre me sorprendió que la SdN, tan denostada por las dictaduras (incluída obviamente la de Franco) pero también por los adalides del apaciguamiento de los dictadores (británicos y franceses esencialmente con los norteamericanos -que no eran miembros- en alejada retaguardia), no hubiese tenido una monografía que examinara su papel en la guerra de España.

Al fin y al cabo, la escena ginebrina fue la única en la cual la República pudo presentar públicamente su causa ante el mundo. Una de las mayores ignominias de la no intervención es que en ella se diera cancha a quienes no dejaban intervenir pero nunca a los que se vieron intervenidos. En Ginebra los ministros de Estado republicanos y el presidente del Consejo, Juan Negrín, hicieron una defensa encendida de las razones que amparaban al Gobierno legítimo, reconocido diplomática y políticamente por todos los Estados miembros de la SdN que formaban parte de ella en 1936. En Ginebra se inundó el Palacio de las Naciones con pruebas que mostraban hasta la saciedad cómo las potencias del Eje, incluso antes de reconocer unilateralmente a Franco sin que este hubiera sido capaz de tomar Madrid, no solo se reían sino cómo se carcajeaban homéricamente de la no intervención. En Ginebra quedó de forma meridiana absolutamente en claro que su sistema de seguridad colectiva (que ya había malamente atravesado la prueba de fuego de los imperialismos japonés y fascista) carecía no solo de músculo sino, y sobre todo, de voluntad. En Ginebra pudo intuirse (y lo dijeron en voz alta y clara mexicanos, neozelandeses y soviéticos) que la guerra de España sería el preludio de acontecimientos más graves si no se contenía a los agresores nazi-fascistas.

Todo para nada. Su secretaría y, en particular, su secretario general, el francés Joseph Avenol, se preocuparon más de conseguir que Italia regresara a la SdN que del futuro de la República española. Que en 1940 Avenol ofreciera sus valiosos servicios a Vichy es indicativo de sus simpatías. Fue, sin duda, uno de los sepultureros de la República. Sin embargo, ha pasado como de rositas por la historia.  Jamás se dio cuenta, o no quiso darse, que a tigres enfurecidos como las potencias del Eje, ansiosos de botín, no se les calmaba  echándoles más carne en dosis homeopáticas, fuese abisinia, española, austríaca o checoslovaca. Tuvo una actuación digna de la época baja y rastrera en la que fue secretario general. No hubiera nunca podido oponerse al peso de Londres y París, pero tampoco lo intentó.

Todo esto y muchísimo más aparece en uno de los pocos libros que, en los últimos diez años, más ha contribuido a esclarecer el haz de fuerzas, políticas y conductas personales, dentro de sus determinantes estructurales, que acompañó -y derrotó- todos los esfuerzos republicanos.

Su autor, David Jorge, es uno de esos jóvenes historiadores a los que me refería anteriormente. Con este libro se sitúa en primera fila de la investigación. Me hizo el honor de solicitarme que prologara su obra. Tengo la seguridad de que con historiadores de su talla la antorcha que alumbra la búsqueda de la verdad documentable está en buenas manos.

(Continuará)

Humor de combate

21 febrero, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

De un amigo mío, catedrático emérito de la Universidad de Aix-en-Provence, Eutimio Martín, el Departamento de Publicaciones de la Diputación de Badajoz acaba de sacar a la luz un edición facsimilar de dos manifestaciones, para mí desconocidas, del exilio español en Francia en contra de la dictadura franquista.

 
La primera apareció en el contexto de las que fueron controvertidas gestiones del gobierno Giral y de la expulsión del PSOE, bajo la férula prietista, del Dr. Juan Negrín junto con varias decenas de sus seguidores. No se les readmitió a la militancia sino a título póstumo a principios del presente siglo. Se trató de un modesto periódico, casi hoja volandera, titulada DON QUIJOTE. PUBLICACIÓN DE HUMOR Y DE COMBATE. El número uno data de junio de 1946 y solo llegó a siete, el último fechado en marzo de 1947. Cada ejemplar tenía cuatro páginas.

La segunda manifestación fue, esta vez sí,  una mera hoja volandera, titulada AQUELARRE. Data de 1954 y consta de dos romances antifranquistas. Un sarcástico remedo, titulado “Espantosa grandeza”, del conocido soneto de Cervantes “Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla”, con la famosísima frase “voto a Dios que me espanta esta grandeza”. Y otro, “Romance del Peñón”,  que se refiere a la eterna obsesión francofalangista por Gibraltar y su recuperación por la fuerza. No hay que olvidar que el inmarcesible Caudillo fue el único dirigente español desde el siglo XVIII que se propuso tomar el Peñón manu militari. Con los gloriosos resultados de todos conocidos.

Eutimio Martín ha buceado en los fondos de la Biblioteca Nacional de Francia donde ha encontrado DON QUIJOTE y en los del Pabellón de la República en Barcelona para la hoja volandera. Ambos se han reproducido pulquérrimamente en una edición al cuidado de Antonieta Benítez Martín, directora de publicaciones de la Diputación de Badajoz.

No tengo idea de cómo se distribuirá esta obra, aunque me permitiré hacer una sugerencia al final de este post. Sería una pena que autores más conocedores que servidor del exilio español en Francia no la comentaran. La publicación aparece en la rutilante época de los “hechos alternativos”, tan caros a un sector de esos políticos y aficionados ante los que se descubren encantandos algunos de nuestros medios sociales. También viene a dar un pequeño aldabonazo a nuestras conciencias cuando muchos quieren olvidar la epopeya republicana ya que nuestro eficientísimo (es un decir) sistema de enseñanza mantiene un pudoroso velo no solo sobre la guerra civil y la dictadura subsiguiente, sino en particular sobre el exilio. En tales circunstancias el recuperar las muestras del ácido humor que surgió, un tanto sorprendentemente, en las filas del mismo no es una tarea intrascendente.

La mezcolanza de humor negro y combate político tiene una larga tradición. Cuando estudiaba en Alemania recuerdo que uno de los libros que más me impresionó se titulaba “Los chistes susurrados en el Tercer Reich” (Der Flüsterwitz im Dritten Reich). En nuestro país el siempre añorado militar y profesor Gabriel Cardona escribió una obra sobre los chistes contra Francoque a veces fueron desternillantes. También ha habido largas y sesudas disquisiciones sobre La Codorniz y otras publicaciones humorísticas.

He de confesar que no conocía muestras de ese humor negro en el exilio español. Nunca me pareció que fuese un entorno en el que pudiera florecer la vena satírica. Con ello revelo mi ignorancia y me ha hecho mucha ilusión poder limitarla ahora gracias a la edición que ha efectuado el profesor Eutimio Martin.

Su trabajo va precedido de una larga introducción histórica sobre dicho exilio en la que aborda su evolución (con el trato dado a casi el medio millón de personas que emigraron a Francia y de las que no tardaron en regresar tres cuartas partes), su aportación a la resistencia francesa contra el invasor y ocupante nazi, sus frustraciones ante la política chovinista de De Gaulle empeñado en  crear y mantener el mito de la “Francia resistente” de la que excluyó a los no franceses, la revisión a que le ha sido sometida con la recuperación de la “Nueve”, es decir, la compañía de la Segunda División Blindada del general Leclerc cuyos vehículos fueron los primeros en entrar en París en agosto de 1944. Sin olvidar el reconocimiento oficial de la República Francesa del sufrimiento y del heroismo derrochados por los exiliados españoles. Más vale tarde que nunca, porque también ellos pagaron el precio de la sangre y de las lágrimas y no solo los nazis, como reza la inmortal canción de los partisanos.

Lo más interesante de la larga introducción es, naturalmente, la contextualización de DON QUIJOTE. Se trata de un hueso duro de roer porque en los siete números no se identifica ni al editor ni a ninguno de los colaboradores. Todos utilizan nombre extraídos de la obra de Cervantes. Imagino que por exigencia de la legislación francesa se indicó una dirección y un responsable de los números (gerente o administrador) pero, aparte de que fuese un apellido español, que no dice nada, una tal “Mme. Saez”, la oscuridad más absoluta rodea el origen de la publicación.

Como siempre, es en la contextualización en donde mejor se percibe la maestría del historiador. Eutimio Martín no es un principiante. Ha escrito largo y tendido sobre vetas oscurecidas de García Lorca o de Miguel Hernández, sobre la represión franquista, sobre el exilio. Ha entrevistado a lo largo de su extensa carrera universitaria, siempre en Francia, a relevantes personajes de la resistencia española a los nazis e incluso a uno de los ejecutores de las decisiones del PCE de acometer el mitificado intento de invasión transpirenaica en 1944 por el Valle de Arán.

Martín considera que los colaboradores de DON QUIJOTE bien pudieran haber sido anarquistas descontentos con la expulsión política de Negrín del Gobierno en el exilio y que a la vez fuesen fervientes defensores de la unidad de todas las fuerzas republicanas fuera de España para levantar y mantener un frente común contra la dictadura de Franco. De ser así, fueron una excepción dentro de la tendencia política que representaban. Un dato que no conviene olvidar.

La edición de DON QUIJOTE está dedicada a la memoria de Eduardo Pons Prades, uno de los primeros autores en reivindicar la memoria y los hechos del exilio, y en particular de la resistencia anarquista a la ocupación nazi. En los años terminales del franquismo y durante la transición, Pons -a quien conocí personalmente- dio una batalla incansable, persistente, más allá de todo descorazonamiento por lo que más tarde se llamaría “recuperación de la memoria histórica”. Sus libros, basados en fuentes orales y escritas, y hasta entonces prácticamente desconocidas, son obras de referencia. Dice mucho a favor de la República francesa que Pons terminase condecorado con la Medalla Militar (una distinción nada pequeña) por su papel en la resistencia. Sería obvio señalar que,  mientras tanto, en España jamás se le hizo oficialmente, que yo sepa, objeto del menor homenaje. No en vano se califica a España de “madre amarga”.

Confío en que la Diputación de Badajoz envíe a la red de bibliotecas públicas de Extremadura, y también de fuera de esa comunidad autonóma, ejemplares de DON QUIJOTE. PUBLICACIÓN DE HUMOR Y DE COMBATE. Algo que le asegurará un más amplio reconocimiento. Quisiera reflejar aquí, en este modesto blog, mis felicitaciones a la institución y a su directora de publicaciones. El combate continúa en el tiempo, quizá floreciente, de los “hechos alternativos” y no conviene perder el humor. Desde luego no en 2017. Tampoco se perdió setenta años antes.

¿Franco solo fusiló a 23.000 personas? (y IV)

14 febrero, 2017 at 10:17 am

Ángel Viñas

Cualquier estudioso del tema sabe que los fusilamientos de la posguerra, como los de la guerra misma, fueron solo una de las manifestaciones de la represión. Esta adoptó múltiples formas, de tal suerte que algunos autores han acuñado los términos de multi-represión o de represión multi-modal. Naturalmente los fusilamientos, por consejos de guerra espurios o no, fueron la manifestación más drástica pero no la única. A ella también habría que añadir los muertos por desnutrición (a veces con la hambruna auschwitziana a que fueron sometidos numerosos presos), los fallecimientos por falta de medicación adecuada o por enfermedades que nadie atendió o que no pudieron atenderse. Todos ellos deben computarse en cualquier balance del horror.

En este post, sin embargo, argumentaré basándome en un estudio demográfico relativamente reciente
pero que no ha despertado la atención que merece. Es uno que ha puesto de manifiesto que lo que cabría denominar  “bache demográfico” de la guerra civil es muchísimo más elevado de lo que habitualmente se había estimado. Muchos lectores de cierta edad recordarán el título del último volumen de la trilogía de José María Gironella sobre la guerra civil y que se hizo instantáneamente famoso: “Un millón de muertos”. Como eslogan, puede pasar. Como estimación,  francamente no. Pero es una cifra que no carece de cierto fundamento. Veamos cuál.

Hace algunos años dos demógrafos de la Universidad de Zaragoza, José Antonio Ortega y Javier Silvestre, abordaron el estudio de las consecuencias demográficas de la guerra. Si tenemos en cuenta que esta se produjo a consecuencia de una sublevación militar por parte de un sector del Ejército en connivencia con los medios de extrema derecha (monárquicos calvosotelistas, carlistas y luego falangistas) que más conspiró, desde 1932, contra la República, podríamos pensar que a tales elementos les corresponde un tanto muy elevado de responsabilidad por sus consecuencias, también demográficas. Y como los líderes militares fueron los generales Mola y, singularmente, Franco tan pronto fue exaltado al pedestal de la gloria del cual nunca se apeó podríamos poner en el debe de su recuerdo una gran parte de ese “bache demográfico”. [No voy a entrar aquí a abordar el tema de la violencia política anterior a la sublevación. Sobre esta en los últimos años han aparecido, como ya he señalado en repetidas ocasiones, notables estudios sociológicos, antropológicos, culturales y cuantitativos. A ella los pistoleros para los que el inolvidable, y en ocasiones todavía alabado, don Antonio Goiecoechea pidió dinero a los fascistas italianos, porque los financiadores indígenas decían que ya no querían poner más fondos, contribuyeron de lo lindo].

Pues bien, examinando con nuevas fórmulas el movimiento natural de la población de antes y de después de la guerra Ortega y Silvestre sometieron a un análisis crítico la evolución de la fecundidad, la nupcialidad, la mortalidad no infantil, los movimientos migratorios exteriores e interiores y llegaron a conclusiones, digamos, estremecedoras que la FNFF no se ha preocupado en difundir.

Por ejemplo, se produjo una sobremortalidad de 540.000 personas, es decir, muertes que no habrían ocurrido de no haber mediado la guerra, con en paralelo una caída de la natalidad de 576.000 nacimientos, es decir, niños/as que no llegaron a ser. ¿Resultado? Un bache demográfico de casi 1,2 millones de personas. El título de Gironella (supongo que antes que él se utilizaría con cierta frecuencia) fue muy exagerado en lo que a muertes se refiere, pero no tanto si se incluye el desplome de la natalidad, alg que evidentemente no fue en el sentido de los movimientos pro-vida endógenos y exógenos.

Los mencionados autores observan que en España no se produjo un baby boom tras la guerra civil. Esto no ocurrió en la mayor parte de los países combatientes después de la segunda guerra mundial. En España hubo solamente en 1940 un pequeño repunte de los nacimientos. ¿Por qué la inexistencia del baby boom? Pues principalmente porque la sobremortalidad se había cebado en los hombres. Así se explica que mientras la nupcialidad masculina fue muy intensa, la femenina lo fuera en mucha menor medida. Es decir, hubo un celibato femenino de enormes proporciones. Obligado. Inescapable. Generador de frustraciones profundas y duraderas que marcaron la sociedad española durante decenios. Eso sí, como el nacionalcatolicismo no se recató en afirmar, todo ello a la mayor gloria de Dios.

Desde el punto de vista de la comparación internacional (esa a que es tan aficionado se mostró  el señor vicepresidente de la FNFF en su entrevista en EL MUNDO) la sobremortalidad masculina también fue muy destacada en la posguerra. Lo fue en particular entre los jóvenes adultos hasta por lo menos el año 1950. Se trata de una evolución que no tiene paralelo en otros países afectados por la segunda guerra mundial y a los que dicho señor se refirió a efectos comparativos como fueron Italia y Francia.

Pueden aducirse varias causas que expliquen el fenómeno. Una, por ejemplo, fue el registro tardío de defunciones. Otra, las secuelas físicas de la guerra. Una tercera, el inmenso volumen de población en situación carcelaria. O los que murieron por enfermedad, etc.

De la misma manera cabe distinguir, en el curso de la guerra, entre los muertos en el frente, los fallecimientos ocurridos entre la población civil, los incrementos de la mortalidad “habitual” debidos a la canalización de recursos médicos y sanitarios hacia la confrontación bélica, la dificultad -con frecuencia, imposibilidad- de obtener medicinas, la saturación a que se vieron sometidos los hospitales, la aparición de epidemias (la hubo, por ejemplo, de tifus en Madrid en los años de la segunda guerra mundial). En cualquier caso, Ortega y Silvestre nos dicen que el patrón de sobremortalidad masculina fue mucho más intenso en la guerra civil española que en la segunda guerra mundial en Francia o en Italia. Solo lo ocurrido en el año 1941 en Francia fue de una magnitud comparable.

Veamos ahora un poco lo que afirman tales autores sobre la disminución de nacimientos en la dura posguerra. Aunque ya se detectó en 1936 (añadamos que es lógico) fue particularmente grave en 1939 (inolvidable año de la VICTORIA), con 200.000 nacimientos menos de lo que podría esperarse. ¿Es que los españoles no estuvieron encantados con el fin de la guerra, sobre todo los vencedores? Parece que no lo suficiente como para desquitarse de los padecimientos sufridos, aunque también hay que decir que el ritmo de desmovilizaciones en el Ejército no fue demasiado intenso (cortesía de la guerra exterior). El rebote de 1940 fue, en todo caso, inferior a lo esperado. La natalidad fue muy reducida en 1941 y 1942.
Púdicamente Ortega y Silvestre lo explican así: “Un hecho que sugiere que las difíciles condiciones de la posguerra y los efectos de las uniones rotas por la guerra no se vieron suficientemente compensados por el mayor número de matrimonios de 1939”.  Y añaden: “De este modo el número de nacimientos se redujo en casi 400.000 durante los años de la guerra, a los que habría que añadir otros 180.000 “perdidos” entre 1940 y 1942”.
Es decir, hay que considerar:

  • Muertos por fusilamientos, a lo bestia y tras “consejos de guerra”
  • Muertos por hambre
  • Muertos por enfermedades que no pudieron atenderse adecuadamente
  • Muertos en las prisiones
  • Muertos en los campos de concentración
  • Muertos en los campos de trabajos forzados.

En una palabra, a los desaparecidos y fusilados en la guerra debemos añadir la sobremortalidad y la subnatalidad de la posguerra.

Una sugerencia y una pregunta:

Sugerencia: ¿Por qué no destina fondos la FNFF para financiar investigaciones que traten de mejorar las estimaciones del “bache demográfico” de la guerra y de la posguerra? Naturalmente, mediante concurso competitivo. Es de esperar que acudiría algún interesado y serían muchos quienes se lo agradecerían. Vale más ocuparse de desentrañar la verdad de lo que pasó, en la medida de nuestras pobres y limitadas fuerzas, pues bien sabido es que la VERDAD solo la conoce el Señor, que no dar fondos a Ayuntamientos para que se opongan a leyes en vigor como es la 52/2007.

Pregunta: ¿En qué medida son comparables las 2629 víctimas de la violencia política en los años republicanos (de entre las cuales un alto porcentaje correspondió a las izquierdas) con la sobremortalidad que representan 540.000 personas derivada directamente de la guerra?

Todo lo que antecede, claro, sin entrar en ningún tipo de pseudoargumentos históricos, políticos, nacionalcatólicos, etc. Llegará un momento (salvo holocausto nuclear por medio) en que la guerra civil se contemple con el distanciamiento que hoy se mira la guerra de la independencia. ¿No convendría legar a las generaciones posteriores ideas o conocimientos de quienes todavía tienen algún recuerdo de los años del miedo, la desnutrición y el hambre? Porque, por desgracia, todavía no se ha inventado ningún instrumento que permita medir y comparar los pesos del dolor, de las lágrimas y de la sangre vertida.

En el interín, si el señor vicepresidente de la FNFF deseara responder con otros cálculos más o menos contrastables al estudio demográfico al que me he referido lo encontrará en el libro coeditado por los profesores Pablo Martín Aceña y Elena Martínez Ruiz, La economía de la guerra civil, Madrid, Marcial Pons Historia, 2006, pp. 53-105, en el que por cierto se mencionan los trabajos de ilustres precedentes desde el Dr. Villar Salinas al de quien fue buen amigo mío el general Ramón Salas Larrazábal.

 

 

 

 

 

 

¿Franco solo fusiló a 23.000 personas? (III)

7 febrero, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

El señor vicepresidente de la FNFF, en las declaraciones al periódico EL MUNDO que comento mínimamente en estos modestos posts, demuestra haber sido un cuidadoso entrevistado. No fue más allá de dónde quiso llegar. Quizá un buen abogado podría defender que la afirmación de que “desde el 1 de octubre del 36 hasta el 75, [el que gana] no fusila a nadie que no sea en un consejo de guerra” debiera entenderse en sus propios términos y que, por consiguiente, de ella habría que excluir lo ocurrido antes de dicha fecha, que es cuando Franco fue “exaltado” a la Jefatura del Estado.

Sin embargo, históricamente hablando, la afirmación del señor vicepresidente de la FNFF no tiene sentido. En primer lugar, lo cierto es que siguió habiendo fusilamientos que no fueron autorizados por consejos de guerra. En segundo lugar, en el estado actual del conocimiento es difícil, cuando no imposible, pautar por períodos las muertes ocasionadas en consejos de guerra (de medio pelo y sin las menores garantías jurídicas) de aquéllas que no se decidieron en tales farsas. En tercer lugar, cabría dar la vuelta a dicha afirmación: ¿puede mostrar algún tipo de documentación que la apoye? Tal vez en los archivos que custodia celosamente exista abundante material primario a tal efecto, pero el hecho es que nadie lo ha utilizado. Al menos que servidor sepa.

Teniendo en cuenta el masivo estudio que sobre la represión en la guerra hizo ya años Paul Preston, para conocimiento del señor vicepresidente, y eventual información de sus ilustres colaboradores y expertos, quisiera traer a colación un reciente trabajado basado como es lógico en la coordinación de fuentes primarias, testimonios orales y una amplia bibliografía secundaria.

El estudio se refiere esencialmente al caso de Navarra. Es decir, la provincia sobre la cual se extendió casi inmediatamente el dominio del general Emilio Mola, “director” del “Glorioso Movimiento Nacional”. Sus restos se han exhumado hace unos cuantos meses de un mausoleo construido a su imperecedera memoria y a la de otros “mártires” de dicho “Movimiento”. Es un trabajo muy interesante porque en Navarra cabe analizar el impacto letal de la rebelión militar combinada también con la carlista, menor en otras provincias en la que tampoco hubo guerra. Los sublevados apenas si toparon con resistencia, aunque la que se produjo no pudo resistir a las flamígeras cohortes que se levantaron “por Dios y por España”.

Ya en 2003 un colectivo de memoria histórica (esa contra la cual el señor vicepresidente de la FNFF ha sugerido conceder auxilio jurídico a los ayuntamientos que se nieguen a poner en práctica la Ley 52/2007 de 26 de diciembre y que no quieren retirar de sus nombres el apelativo “del Caudillo”) llegó a la conclusión de que habían sido asesinados en total, entre 1936 y 1939, unas 2857 personas[1]. Confieso no haber leído dicho trabajo.

Ahora un investigador académico navarro, profesor titular de la Universidad de Zaragoza[2], ha aumentado la cifra a 3280. Esta incluye explícitamente los muertos de la posguerra durante el año 1939. Mikelarena no se ha limitado a establecer una cifra fría sino que ha penetrado profundamente en lo que hubo detrás. Aquí nos interesan unos cuantos datos comparativos. Así, por ejemplo, ha calculado la tasa de asesinados por cada mil habitantes, un indicador que sirve para señalar algo más que una mera constatación estadística. Ha determinado otro indicador que introduce “una ponderación relativa a la población en riesgo de ser asesinada”. Es decir, la tasa de asesinados por cada mil votos obtenidos en las elecciones de febrero de 1936 por la coalición del Frente Popular. Esto significa, por ejemplo, que cuando en Barcelona se mencionan 1716 muertos probablemente se incluyen en mayor o menor medida fusilamientos acaecidos tras la ocupación al final de las hostilidades.

El historiador navarro discrepa de una de las conclusiones del conocido y exhaustivo estudio de Stathis N. Kalyvas sobre la violencia en guerras civiles. A tenor de este supercitado autor “cuanto mayor sea el nivel de control de un actor, menos probable será que este actor recurra a la violencia, sea selectiva o indiscriminada”. Eso será tal vez cierto en muchas guerras civiles, pero no en el caso español. Ciertamente no es aplicable a Navarra (ni probablemente a otras regiones en las que también triunfó la sublevación, aunque este es un tema en el que no me atrevo a escribir con seguridad). En román paladino lo que significa es que Mola y los carlistas masacraron todo lo que pudieron, y quisieron, con independencia de que el nivel de oposición armada fuese reducido y limitado geográficamente a ciertas zonas y no por mucho tiempo.

Esto nos indica, después de los exhaustivos estudios realizados para la España del Sur (y aquí hay que traer a colación a autores como Francisco Espinosa y Francisco Cobo Romero, entre otros), que el “Glorioso Movimiento Nacional” se lanzó, siguiendo las instrucciones del propio Mola y secundado por inolvidables generales de la talla de Queipo de Llano o de Franco, con el fin de dar un sajo en el cuerpo social que destrozara los cuadros de organizaciones y partidos que no constituían “la verdadera España” y que profundizara en las masas de población. Podríamos afirmar que con el fin de amedrentarlas y de tomar venganza por las ofensas inferidas, en la calenturienta imaginación de los sublevados, a la PATRIA eterna e inmortal (más bien a un orden socioeconómico inaguantable en un país en el que una gran parte de la población había preferido aplicar reglas elementales de modernización política, económica, social y cultural).

¿Y cuál son los resultados a los que llega Mikelarena? Limitándose a las 36 provincias, más Ceuta y Melilla, para las cuales se dispone de cifras comprobadas -no figuran por ejemplo Galicia, País Vasco, Madrid, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara, Murcia, etc.-, su conclusión es que Navarra se lleva la palma. Es decir, allí donde tronaron Mola y los carlistas, la tasa de mortalidad fue de las más elevadas, a decir verdad la más elevada, de España. Es como si el caballo de Atila hubiera pasado por las verdes campañas y montes navarros. El número de víctimas superó a las de Paracuellos, sin necesidad de recurrir a principios ideológicos y experimentos soviéticos.

En el anexo 3 de su obra Mikelarena identifica con nombre, apellidos y lugares a 637 personas, fusilados o asesinados vilmente sin ser sometidos a procedimiento judicial alguno. La lectura de algunos de los detalles es estremecedora. También reproduce como anexo 4 una lista, establecida en París en 1946, en la cual figuran casi 2000 personas asesinadas. No me he molestado en cruzar ambos anexos.

La pregunta a la que el señor vicepresidente de la FNFF podría tener a bien responder es la siguiente: ¿cuántos de los 3280 casos de muerte navarros pasaron por consejos de guerra? Es una pregunta inocente, pues las comparaciones interprovinciales nos dicen que en numerosos casos, sobre todo en la segunda mitad del año 1936, el “terror blanco” se manifestó masivamente en forma de ejecuciones sumarias y que muchos de sus resultados (los famosos “desaparecidos”) no llegaron a identificarse con nombres y apellidos.

Sugerencia: ¿Por qué no lanza la FNFF un programa de investigación bien dotado de fondos que determine, sobre la base de evidencia primaria, cuántos ejecutados por consejos de guerra pueden determinarse? Así podría, o no, rebatir conclusiones ampliamente generalizadas en la historiografía. Seguro que si las destroza muchos de los abonados a su Boletín de noticias darán un respiro de alivio.

(Continuará)  

 

[1] Colectivo Altaffaylla, Navarra 1936. De la esperanza al terror, Altaffaylla, Tafalla.

[2] Fernando Mikelarena, Sin piedad. Limpieza política en Navarra, 1936. Responsables, colaboradores y ejecutores, Pamiela, Arre.