Un régimen clerical-fascista

25 junio, 2014 at 8:30 am

David Kertzer es un historiador norteamericano muy conocido  por sus estudios sobre la historia de la Iglesia Católica, la historia italiana y el Vaticano. Su último libro, el décimo, titulado El Papa y Mussolini. La historia secreta de Pio XI y el ascenso del fascismo en Europa, fue objeto de una entusiasta recensión en The Guardian (8 de marzo de 2014). No es para menos. Kertzer ha hecho lo que todo historiador cuidadoso debe hacer pero que no suelen hacer nuestros contemporaneistas neofranquistas: pasarse unos cuantos años en archivos, identificar masas de documentación relevante, analizarla críticamente y complementar sus hallazgos con una abundante bibliografía.

El tema, ciertamente, no es nuevo. Aparece en historias generales y, de vez en cuando, en monografías. Pero sí lo es el enfoque aplicado a sus materiales. Kertzer ha entrado a saco en los archivos secretos vaticanos abiertos hasta el momento. Esto es una novedad solo relativa. También otros autores lo han hecho. Lo importante es que los ha complementado con otras masas documentales localizadas en los archivos fascistas,  hasta ahora un tanto desconocidas, que emanaron de los servicios de información de Mussolini.

Como han puesto de relieve numerosos trabajos recientes, entre ellos el de Mauro Canali sobre los espías del régimen mussoliniano, el Duce tendió sobre sus súbditos y en algunos lugares que le llamaron la atención poderosamente para sus oscuros designios (entre ellos España) redes muy sofisticadas de espionaje. Kertzer los ha aprovechado, con la debida cautela, para informar al lector sobre las idas y venidas en el Vaticano. Este es, como es notorio, uno de los centros de poder más cerrados del mundo. El resultado es explosivo: la combinación de datos y documentos sobre las percepciones internas, los mangoneos y las pugnas en la curia y de los prelados italianos junto con las percepciones externas sobre las relaciones entre una Italia fascistizada rápidamente y un Vaticano que pugnaba por verse reconocido como Estado por el régimen fascista, levanta muchos de los velos que hasta ahora ocultaban un pasado ampliamente desfigurado. Fue en este en el que se creó el compacto clérico-fascista cuyos principios fundamentales no tardaron en exportarse hacia quienes ya se perfilaban como vencedores en la guerra civil en España.  Con independencia de que, como han mostrado recientes estudios españoles, aquí ya hubiera un terreno profundamente abonado.

Al igual que en España en Italia hubo fricciones ideológicas y culturales por un lado entre fascistas y papista a la vez que necesidades comunes. Mussolini aspiraba a la “bendición” que le diera la Iglesia católica. Ello le permitiría profundizar más fácilmente en la fascistización de la sociedad, dado que una parte del clero ya había caído o estaba lo suficientemente maduro como para acomodarse a ella. Quienes pagarían el pato serían los católicos antifascistas y las fuerzas político-sociales no necesariamente fascistas pero muy íntimamente relacionadas con la Iglesia, en particular la Acción Católica. El Vaticano, por otro lado, vio en la dictadura la posibilidad de reducir la influencia de lo que para él eran sus fantasmas seculares, ligados a la modernización: laicismo, izquierdismo, masonería, judaísmo. Pío XI sacrificó, fríamente, a los católicos no fascistas creyendo que podría jugar con Mussolini. Este, ciertamente, pareció cumplir su parte del pacto pero lo hizo a regañadientes sabiendo que si bien necesitaba a la Iglesia, Pío XI le necesitaba más a él.

En juego entraron personajes oscuros, no enteramente desconocidos pero que Kertzer ilumina poderosamente. Por ejemplo, el mediador oculto entre el Papa y el Duce, un jesuita llamado Pietro Tacchi Venturi y cuyos papeles Kertzer ha contextualizado cuidadosamente. A veces más fascista que vaticanista, su papel fue fundamental.   No menos importante fue el del general de los jesuitas, un polaco llamado Wlodzimierz Ledóchowski, profundamente anticomunista. O un prelado como monseñor Camillo Caccia Dominioni, fascista convencido y a quien, al parecer, los efebos le sorbían el seso. El resultado fue una situación en la que nunca desde el hundimiento de los Estados pontificios en el XIX la Iglesia católica se había identificado tanto con el Gobierno italiano. Kertzer analiza la evolución que llevó a otra situación insólita: nunca desde el tiempo de las Cruzadas la Iglesia bendijo tanto las ansias de expansión fascista que consideró también expansión italiana. Como en la España de la victoria.

Los puntos fundamentales de la obra radican en el recorrido y  contextualización de las negociaciones que llevaron a los pactos lateranenses de 1929 y en la radicalización de la postura del Duce con respecto a los judíos una vez que decidiera unir su suerte a la de Hitler. El antisemitismo tenía raíces profundas en la Iglesia católica pero alcanzaba un límite en el caso de aquellos judíos que, deslumbrados por la verdadera fe, se habían convertido al catolicismo. Al final de su papado, Pío XI, ya muy débil y enfermo, se dio cuenta de que sus fantasías habían conducido a una situación peligrosa. Fue entonces cuando se desplegaron en todo su esplendor las intrigas vaticanas para evitar que llegara a sus últimas conclusiones. El papa había convocado para febrero de 1939 una reunión de todos los obispos italianos a fin de darles su último mensaje. Iba a contener una condena explícita de Mussolini y una denuncia de su aproximación al racismo nazi.  Con grandes esfuerzos compuso su mensaje y ordenó que se imprimiera un ejemplar para cada obispo. No llegó a distribuirse. Pío XI falleció la víspera de la reunión. Mussolini, en brazos de su amante, ni se inmutó, pero le inquietó el documento.

El secretario de Estado del Vaticano, Eugenio Pacelli, se convirtió en el nuevo papa bajo el nombre de Pío XII. Diplomático, ambiguo, apaciguador de los dictadores nazi-fascistas, ordenó que fuese destruído. Continuaba la tendencia que había abierto Ledóchowski al sabotear órdenes de Pío XI de cara a acumular materiales para redactar un sustancial escrito doctrinal. Todo, como puede comprender el lector, a la mayor gloria de Dios. Pío XII no tardó mucho en elevar sus loores a Franco por el resonante triunfo de la católica España en la guerra civil.

En resumen, un libro que convendría traducir urgentemente. También una muestra de cómo el Vaticano ha llegado a ser más abierto de cara a la conveniencia de pasar por la piedra de la contrastación documental algunos de sus propios mitos que el actual Gobierno español de cara a la desvirtuación de la mitología franquista. Por no hablar de la Iglesia católica española, tan selectiva a la hora de abrir sus archivos. ¿Paradójico? No tanto.

 

Exaltación monárquica e historia

20 junio, 2014 at 7:28 am

Comparto en el blog este artículo que publiqué ayer en El Confidencial.

http://blogs.elconfidencial.com/cultura/tribuna-de-expertos/2014-06-19/exaltacion-monarquica-e-historia_148582/

El historiador debe abrir puertas, no cerrarlas

17 junio, 2014 at 2:31 pm

Hasta ahora he mantenido este blog con dos posts semanales. Ha implicado un fuerte drenaje sobre mis disponibilidades de tiempo. Acabo de concluir los tres investigaciones que me han tenido en vilo en los últimos años. Uno sobre los tiempos oscuros de los primeros meses de la guerra civil, de la mano de las memorias inéditas de quien fue el “proto-ministro” de Asuntos Exteriores de Franco, Francisco Serrat y Bonastre. No estaban destinadas a la publicación y sí a orientar a sus familiares sobre el clima que encontró en Burgos y Salamanca entre octubre de 1936 y abril de 1937. Contienen algunas sorpresas. El segundo trabajo, de naturaleza transversal, versa sobre la “hábil prudencia” de Franco en temas domésticos e internacionales. Es en estos últimos, como es sabido, en los que al decir de sus panegiristas llevó con mano maestra la nave del Estado. Aparecerá en la primavera de 2015. Ambos en CRITICA. Cuando salgan, algunas reputaciones sufrirán un cierto quebranto. Están basados en esa EPRE que causa espanto a más de un historiador pro o neo-franquista. Y finalmente en septiembre la Universidad de Salamanca publicará un tomazo de la revista anual STUDIA HISTORICA, el último en papel, en el que he coordinado a más de treinta autores para que analicen la literatura aparecida sobre la guerra civil en los últimos años en otros treinta capítulos, tanto en España como, en particular, en el extranjero. En este último caso, sin límite temporal. Es decir, no he estado con los brazos cruzados y he mantenido un ritmo trepidante en este blog.

Hoy me veo obligado a anunciar tres novedades.

La primera es que  de manera inmediata voy a dar comienzo,  con un íntimo amigo, a una investigación, pero en esta ocasión ya muy alejada de la guerra civil. No deseo desvelar el tema pero se trata de una cuestión que, en su momento, dio origen a enconadas disputas. Llevará tiempo, quizá dos años, hasta que sus resultados puedan publicarse. No gustarán a mucha gente pero, como siempre he tratado de hacer, hará ver la conveniencia de seguir abriendo brechas y de no cerrar puertas.

Esta nueva investigación limitará mis posibilidades de hacer otras cosas. Ello me obliga a alimentar este blog a  partir de ahora con un post semanal. Los martes. Para que los posts sean interesantes  por sí mismos, hay que elegir bien los temas, concentrarse en ellos  y determinar sus rasgos esenciales. Y esto exige tiempo. Algo que volverá a ser un recurso escaso.

Como hasta ahora no dejaré de comentar libros que me han impactado, se conozcan en España o no. El lector no debe olvidar que mientras el actual Gobierno seca las fuentes de financiación para la investigación en prácticamente todos los dominios del saber y lanza eslogan tras eslogan sobre la inminente recuperación económica, nuestros licenciados, doctores e investigadores comparten con una amplia masa de la juventud  española horizontes sin esperanza o emigra mientras los sistemas de enseñanza pública y de salud se desmoronan a pasos agigantados

Esto no ocurre en otros países. No porque sus ciudadanos sean más listos sino porque tienen la ventaja de contar con gobiernos menos lerdos. No es de extrañar que en ellos se produzcan avances en casi todas las ramas del conocimiento. Aquí, en este blog, me interesan los que tienen lugar en historia contemporánea (es decir, de la que surge desde el descalabro del sistema de Versalles) y algunos de tales libros tienen relevancia para nuestra propia historia.

La semana que viene daré un aldabonazo sobre un tema que, si se traduce al castellano el libro en el que me baso, alimentará la discusión historiográfica española.

 

 

En memoria de un diplomático ejemplar

13 junio, 2014 at 7:28 am

El embajador Carlos Miranda, buen amigo mío, publica una necrológica sobre otro común amigo, el embajador Máximo Cajal, recientemente fallecido. Hubo ya varias en EL PAIS y, por pudor, no quise escribir yo la mía. Eso sí, el libro que estoy terminando sobre la hábil prudencia de Franco se lo dedicaré también a Cajal. Me entero de que el señor ministro de Asuntos Exteriores no se ha dignado ni siquiera enviar unas líneas de condolencia a la viuda. Muy en forma.

Así es cómo esta España de nuestros pecados honra a sus servidores.
Sin comentarios.

En este link podéis acceder al texto: http://www.planetadelibros.com/pdf/140520_M._Cajal_un_ejemplo_en_Tiempo_de_Paz_num_Primavera_2014.pdf

Angel Viñas

Abdicación y perplejidad

6 junio, 2014 at 12:30 pm

Lo primero que me ha chocado es la disparidad de tratamientos. Quizá sea un problema de cultura política. En general la prensa belga escrita fue comedida. Se esbozaron las luces y las sombras del abdicante y se perfiló a grandes rasgos la figura de su sucesor. Si algo recuerdo de aquellos días fue el predominio de la vocación analítica de los comentaristas.

La situación política y económica por lo demás del Reino de Bélgica no era entonces precisamente muy boyante. La embestida nacionalista (por no decir secesionista) flamenca todavía no estaba demasiado contenida; la crisis generaba dolorosas punzadas sociales; la mendicidad había aparecido en las calles bruselenses, incluso en las más elegantes; las ONG centuplicaban sus esfuerzos. Para colmo, un olorcillo de escándalo rodeaba a la pareja real. El contexto, en una palabra, era relativamente parecido al español actual.

Pero, ¡qué diferencia en cuanto al tenor de la prensa escrita y los comentarios de las personalidades políticas y del mundo cultural e intelectual!  Me ha dejado perplejo. Quizá sea también consecuencia de mi distanciamiento de la escena española. Ya no vengo por este país tanto como solía.

Como no tengo aquí radio ni televisión, solo puedo referirme a los medios de comunicación diarios. ¿Qué me ha llamado la atención de la prensa escrita madrileña?

En primer lugar, la hipertrofia de las alabanzas (a veces un tanto babosas) sobre la figura del rey Juan Carlos. Como si la democracia (me permito añadir que de calidad un tanto baja) de que disfrutamos hubiera sido producto de su sola voluntad.

En segundo lugar, la ausencia de cualquier reflexión crítica sobre el papel desempeñado por los sucesivos Gobiernos que han dirigido la política del Estado durante su reinado. Con sus altos y sus bajos, sus focos y sus velas, han sido los diferentes partidos políticos representados en las Cortes los que han dado luz verde a las iniciativas gubernamentales en materia legislativa. La sanción real siempre ha sido una mera fórmula.

En tercer lugar, la falta de una reflexión mínimamente seria sobre las relaciones entre el monarca y los presidentes del Gobierno que han actuado desde el 23-F. Eso sí, han proliferado los elogios un tanto paroxísmicos al papel del rey en el fracaso del intento de golpe de Estado.

No seré yo quien regatee méritos en este vidrioso asunto pero me atrevo a aventurar dos hipótesis: a) si el rey se hubiera situado detrás del golpe, este hubiese triunfado; b) de haberse producido este escenario, es verosímil que con él se hubiera puesto en juego el futuro de la Corona. No discuto el patriotismo real. Simplemente me limito a recordar lo que terminó ocurriendo a su augusto abuelo (a quien algún historiador de los muchos que han escrito durante estos días extiende poco menos que un certificado de buena conducta) tras haber consentido, si no alentado, el golpe primorriverista de 1923.

Por lo demás, y de nuevo sin negar méritos, me permito señalar que, al oponerse al golpe, el rey no hizo sino cumplir con su deber. En un sentido funcional, teleológico y, si se me apura, histórico. Al fin y al cabo, monárquicos fueron quienes se autoconstituyeron en la punta de lanza de la conspiración que llevó a la sublevación de 1936. También fueron monárquicos quienes complotaron con una potencia extranjera (aunque todavía se ignora si Alfonso XIII estaba al tanto) y un general monárquico y conspirador contribuyó a aupar a Franco a su excelso puesto, que ya no abandonaría jamás. Hoy no es de buen tono hablar de sus responsabilidades.

Históricamente hablando no hay mucho que agradecer a la Monarquía desde los años veinte del pasado siglo hasta, digamos, la Constitución de 1978. Y aún así. A medida que los archivos extranjeros van desvelando algunos de los entresijos de la transición (algo que no ocurre con los españoles, cerrados providencialmente a cal y canto por el actual Gobierno) se refuerza la hipótesis de que el rey Juan Carlos no hubiera tenido un porvenir excesivamente brillante de no haber impulsado el proceso que llevaría a la quiebra del sistema político e institucional del franquismo.

Pienso que alguna reflexión de tal tipo no hubiera venido mal en estos días, por no hacer hincapié en que el descrédito en el que se ha sumido la Monarquía en los últimos años no ha sido precisamente el resultado de una conspiración izquierdista, antisistema, republicana o whatever sino de cosecha propia. Si la imagen, probidad, credibilidad e incluso idoneidad del rey Juan Carlos han estado por los suelos en los últimos años es difícilmente negable que la mecánica que condujo a tan deplorable situación la puso en marcha él mismo.

No sabemos cómo la historia juzgará a Juan Carlos I. Se admiten todo tipo de apuestas pero al menos deberíamos ser lo suficientemente autoanalíticos para recordar, siquiera brevemente, que la aparente brillantez de su reinado que tanto se ha ensalzado estos días ha sido también el resultado, esencialmente, del pueblo español, es decir, un pueblo con ansias de libertad, igualdad y prosperidad y que ha comprobado cómo se les han cortocircuitado en un remedo del bienio negro de infausta memoria. Si al rey se le han atribuido tantas  luces ¿no sería razonable atribuirle, al menos, algunas de las sombras?

Lo que hemos leído es, en buena medida, una operación de maquillaje. Quizá necesaria pero sugiero guardar la prensa escrita de estos días como materia prima para, dentro de unos años, volver la mirada atrás y contrastarla con las revelaciones que de aquí a entonces seguramente habrán ido apareciendo. Cuestión de hacer historia.

Afortunadamente chapuceros pero nazificados

2 junio, 2014 at 8:00 am

La copia, aunque a veces chapucera pero siempre letal, de los métodos de «trabajo» nazis es particularmente clara en el caso de la represión franquista. Francisco Moreno Gómez ha escrito sobre «Auschwitz en España». No es una expresión atolondrada. No quiere significar, obviamente, que el campo de exterminación de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, y que quizá algunos de los lectores hayan visitado, como quien estas líneas escribe, se reprodujera miméticamente en tierras españolas. La Shoah, insisto, es irrepetible. Sí se repitieron en España ciertos métodos de trabajo. No debería extrañar dado que, desde 1938, las policías nazi y franquista colaboraban estrechamente y se habían firmado, en los tiempos en que el brutal general Severiano Martínez Anido era ministro de Orden Público, acuerdos y protocolos de colaboración que dejaban abierta la puerta a todo tipo de actuaciones. El lector que quiera leerlos puede encontrar su texto, considerado durante muchísimos años como poco menos que un secreto de Estado, en la obra de Manuel Ros Agudo La guerra secreta de Franco (Crítica, 2002).

El desarrollo de la colaboración no se ha documentado todavía. Parece ser que la evidencia primaria de época ha desaparecido (una casualidad) si no es que sigue cerrada a cal y canto. De por dónde iban las pistas cabe inferirlo de la exposición de motivos de la Ley de 8 de marzo de 1941 por la que se reorganizaron los servicios de Policía (no se olvide esta fecha al lector). Tomemos algunos sabrosos párrafos, publicados en el BOE del 8 de abril del mismo año y hoy olvidados:

«La victoria de las armas españolas, al instaurar un régimen que quiere evitar los errores y defectos de la vieja organización liberal y democrática, exige de los organismos encargados de la defensa del Estado una mayor eficacia y amplitud». En consecuencia, la «nueva policía española» se encargaría de realizar una «vigilancia permanente y total indispensable para la vida de la Nación que, en los Estados totalitarios, se logra merced a una acertada combinación de técnica perfecta y de lealtad». La «policía política» (sic) se configuró, pues, como el órgano «más eficiente para la defensa del Estado».

No sé si la técnica llegó a ser tan perfecta como las de la Alemania nazi y la Italia fascista, tal y como se deseaba, pero lo que es evidente es que la «formación» adecuada resultaría más fácil si se buscaba inspiración necesarios en aquel país que parecía invencible en los campos de batalla: el Tercer Reich.

Entre los «métodos de trabajo» aplicados a la represión carcelaria figuró, en primer lugar, el hambre. COMO EN AUSCHWITZ. No me consta, pero con ello revelo mi  ignorancia, que las decenas de plumillas y autores neo-franquistas se hayan esforzado mucho por hacer llegar a sus lectores informaciones sobre las condiciones materiales y de vida en Auschwitz. Traducen una similitud sorprendente con el caso cordobés.

El personal de las SS gestionaba los almacenes y las cocinas y se quedaban con los alimentos y productos de mayor calidad  (entre ellos la carne, la margarina, el azúcar, el trigo, la harina y las salchichas). Los ingredientes disponibles eran, pues, insuficientes para proveer las raciones alimenticias que preveían los reglamentos. Como en Córdoba.

A tenor de la documentación no destruida del Instituto de Higiene de las SS en Rajsko, al que llegaban muestras de las raciones suministradas a los prisioneros, a la sopa que se les daba le faltaba entre el 60 y el 90 por ciento de la margarina prescrita, el pan era duro como una piedra y las salchichas contenían la mitad aproximadamente de la grasa que debían recibir los reclusos. Las sisas, el estraperlo y las ventas clandestinas estaban a la orden del día. Como en Córdoba. Así, pues, en lugar de la ingesta calórica prevista en los reglamentos  (entre 1700 calorías para los prisioneros que no realizaban grandes trabajos físicos y 2150 calorías para los que sí los hacían) a los reclusos se les suministraban entre 1300 y 1700 calorías diarias respectivamente. Es decir, una ingesta muy superior a la de Córdoba. Claro, podría afirmarse, que en Auschwitz hacía mucho frío, no así en Andalucía, pero la diferencia es muy notable. Sobre todo porque, a tenor de la documentación sobre las comidas conservada en el archivo del sub-campo de Trzebinia, perteneciente al conglomerado en torno a Auschwitz-Birkenau, los componentes eran muy parecidos: NABOS, patatas y pequeñas cantidades de cebada y otros cereales amén de un extracto «nutritivo», el famoso «Awo». Los españoles, más chapuceros, utilizaban grasas para las carretas y para llegar a resultados más rápidos habían fijado la ingesta calórica en niveles anormalmente bajos. Chapuceros, sí, pero sumamente expeditivos.

En definitiva, se trataba de raciones de hambre (aunque quizá, potencialmente, más «apetitosas» que las españolas) y a las pocas semanas de disfrutar de tal tipo de alimentación la mayor parte de los presos de Auschwitz empezaban a mostrar señales de depauperación. Desesperados, echaban mano a las basuras lo que no aplacaba el hambre pero sí contribuía a epidemias de diarrea y disentería. Como en Córdoba. Por lo demás las condiciones sanitarias y de salubridad eran muy parecidas: hacinamiento, falta de higiene,  piojos. (Para información de los lectores he tomado los datos anteriores de un libro publicado por el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, que puede obtenerse in situ, y que contiene un interesante artículo sobre la vida diaria de los reclusos (los no gaseados directamente ni asesinados por inyecciones letales) debido al historiador polaco Tadeusz Iwaszko).

¿Quiénes eran los mandos en Córdoba? Los alcaldes fueron Manuel Sarazá Murcia y Antonio Torres Trigueros. Si hicieron alguna gestión ante las autoridades de la prisión debería constar en el archivo del Ayuntamiento. El presidente de la Diputación era Enrique Salinas Anchelerga. ¿Se inmiscuyó? El Gobierno civil estuvo a cargo del comandante de Artillería Joaquín Cárdenas Llavaneras y del camisa vieja Rogelio Vignote, militar retirado. ¿Intervinieron? En el Gobierno militar se sucedieron el general Francisco Fermoso Blanco, en la reserva en julio de 1936 y rápidamente nombrado Gobernador General por los sublevados (pasó a vocal del Alto Tribunal de Justicia Militar el 5 de noviembre de 1936),  y el coronel Antonio Pérez Torrealba. La Falange provincial la dirigía Jesús Aguilar y el secretario local de Córdoba tenía un nombre ilustre, Fernando Fernández de Córdoba. A mediados de septiembre le sustituyó Manuel González Ruiz-Ripoll. Si alguno de ellos hizo algo en relación con la cárcel, se ignora. No cabe descartar que tal vez sus descendientes puedan documentarlo.

Naturalmente las autoridades cordobesas respondían a una cadena de mando. Es conocida. En 1941 el ministro de la Gobernación era el coronel Valentín Galarza. Había sido el coordinador de los hilos de la sublevación en 1936. No se había arredrado ante la posibilidad de que desembocara en guerra.  Monárquico de quienes no hacían ascos a los sobornos británicos que vehiculaba Juan March. Los directores generales de Seguridad fueron José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, falangista, y un militar escasamente conocido, Gerardo Caballero Olabezar. El director general de Prisiones era el general Máximo Cuervo Radigales, hipercatólico y miembro eminente de la ACNDP (Acción Católica Nacional de Propagandístas), del Cuerpo Jurídico Militar que tanto contribuyó «técnicamente» a la salvaje represión. Salvo Caballero, los restantes conocieron horas de gloria y murieron como Dios manda, con todas las bendiciones necesarias. Rudolf Höss, el  «normalito» comandante de Auschwitz, fue ahorcado como criminal de guerra en Polonia tras una azarosa búsqueda que constituye, de por sí, un auténtico thriller.

[Los lectores que quieran saber más acerca de las políticas penales y carcelarias, sus presupuestos ideológicos y su organización en la postguerra española pueden también acudir a los excelentes trabajos de Gutmaro Gómez Bravo].