La Iglesia contra Juan March (y II)
La semana pasada comenté brevemente la nota elevada a Franco sobre los riesgos que algunos de los sectores más ultramontanos de la dictadura percibían en el proyecto del banquero Juan March de crear la fundación que lleva su nombre. Me abstuve de cargar las tintas, evidentemente negras, que la nota suscita. Dejo que otros lo hagan. Dado que la nota es fácilmente reproducible, se ha incorporado a este post. Se agradecen comentarios, no sea que me haya dejado llevar por prejuicios inconfesables.
De la nota elevada a Franco se desprendía que el Estado no podía desentenderse de la futura Fundación. Había que asegurarse de que estuviese inspirada por la Iglesia, “única sociedad perfecta” ya que “por misión divina” atendía al bien común. Había que estudiar cuidadosamente los estatutos y, llegado el caso, intervenir. Los autores, haciendo gala de una orientación preocupada por el futuro de la PATRIA, terminaron encareciendo la necesidad de encargar “misas y oraciones para mejor acertar” y con el trascendente objeto de “obtener la ayuda de Dios, Nuestro Señor, en su ulterior desarrollo”.
No sabemos lo que el inmarcesible Jefe del Estado pensara de la nota. Pero sí podemos decir algo acerca de la reacción de Juan March (es impensable que no se enterase de tal tipo de prevenciones). Fue doble. La primera estrictamente legal. Las disposiciones de la escritura de constitución de su Fundación determinaron que no podrían alterarse o modificarse en modo alguno. Evidentemente ello traducía la percepción clara de algún tipo de riesgo. Si el Estado u otro organismo o autoridad pretendieran modificar o no cumplir la voluntad del fundador, el Patronato de la Fundación se opondría. Uno se pregunta, ¿por qué se opondría? Caso de no tener éxito, la Fundación quedaría extinguida automáticamente. Nada de tirar por la calle de en medio. La segunda reacción fue táctica y en consonancia con las mores de la dictadura. Al Patronato pasaron, entre otros, el tan alabado cardenal Eijo y Garay, clérigo duro entre los duros; el almirante Salvador Moreno y el exministro de Gobernación, y no de los blandos precisamente, Blas Pérez González. Suponemos que para tranquilizar.
No conocemos las relaciones que March tuviera con aquel prelado de infausta memoria pero sí sabemos algo de las que mantuvo con los dos últimos. Se remontaban a los años de la guerra civil y se habían fortalecido durante el período de neutralidad/no beligerancia/neutralidad en la segunda guerra mundial. Están documentados, gracias a Manuel Ros Agudo y a Richard Wigg, significativos contactos que March tuvo con el Ministerio de Marina en 1939/40 en conexión con operaciones muy secretas tanto con nazis como con los británicos. Quien juega doble, puede ganar por los dos lados.
Después March había dado pruebas de lealtad al régimen, si bien protegiendo cuidadosamente un margen de actuación autónoma. Como ha escrito Mercedes Cabrera, había financiado el traslado de Don Juan de Borbón desde Suiza a Portugal. Menos conocido es que March mantenía excelentes relaciones con la embajada británica (no por casualidad ya que había sido uno de sus más importantes agentes, si no el más importante, durante el conflicto mundial). En consecuencia, no tuvo inconveniente en informar a Franco de las impresiones que en reinaban en dicha embajada con respecto a la dictadura en los primeros años del tan abombado “cerco internacional”.
Sin olvidar que March había sido el gran financiador de la sublevación del 18 de Julio y que gracias a él los monárquicos alfonsinos (al frente de los cuales se encontraba el “proto-mártir” José Calvo Sotelo) habían podido pagar a tocateja los aviones que Pedro Sainz Rodríguez contrató con la Italia fascista el 1º de julio. No precisamente para que apoyasen el golpe sino para que ayudaran a los militares insurrectos a encarar una guerra presumiblemente corta.
En comparación con quienes querían acudir a las preces y misas para evitar que la futura Fundación pudiera descarriarse, Juan March era un hombre no moderno sino supermoderno. La Iglesia, no. Lo había demostrado en los albores del 18 de julio y lo consagró definitivamente en la Carta colectiva del episcopado español de 1937. Pero se llevó el gato al agua y el Concordato de 1953 plasmó definitivamente sus privilegios en materia económica y educativa. Todavía conserva una parte.
¿Y la Fundación? Pues cumplió con creces las esperanzas y deseos que su fundador expuso en la escritura de constitución, consultable fácilmente en el portal de la misma en Internet.
Laus Deo.