Negrín y Cataluña (V)

26 diciembre, 2017 at 8:30 am

En el post anterior terminé indicando que el cambio de la sede del Gobierno republicano de Valencia a Barcelona tuvo algunos efectos positivos. No suelen subrayarse y muchos historiadores tienden a ponderar más los negativos. Claro que quienes se oponen, como servidor, a tal contraposición comparten con los primeros el conocimiento de lo que pasó después, pero dado que la reconstrucción del pasado no es un ejercicio que se atenga al efecto del funcionamiento de algoritmos predeterminados las valoraciones difieren. En este post, subrayaré los dos efectos positivos que me parecen más importantes.

El traslado a la Ciudad Condal, en el otoño de 1937

1º Indujo un mayor compromiso francés, aunque soterrado

2º Ralentizó las tendencias autonomistas (que resurgirían al año siguiente).

El primero se tradujo en la atenuación de los efectos operativos de la política de no intervención que funcionaba en negativo para la República. No se subrayará lo suficiente que esto no implicó la pública desavenencia entre los Gobiernos francés y británico. Londres se calló ante los nuevos bríos del primero, con tal de que el debilitamiento de la no intervención no saliera crudamente a la superficie. ¿Victoria pírrica republicana? No tanto. El comportamiento del Gobierno Chautemps no merecerá un óscar, pero fue, sin duda, más ajustado a la realidad del período que la atrofiada visión del primer Gobierno Blum que había condenado al Gobierno de Valencia. Es más, cabría considerar que la apertura de frontera, también secreta, que apoyó el segundo Gobierno Blum a partir de marzo de 1938 fue una profundización de la iniciada, más o menos tibiamente, por su antecesor.

A ello también contribuyó la despedida al embajador francés, Jean Herbette, que atrincherado en Biarritz despotricaba contra los republicanos. Cuando, a finales de noviembre de 1937, su sucesor Eirik Labonne se entrevistó con Negrín dejó del presidente del Consejo una imagen muy positiva: sonriente, afable, calmo, sencillo, bienhumorado. También encontró palabras amables para el ministro de Estado Giral: hábil, conciliador. Que fueran ambos quienes dirigiesen los destinos de la España republicana pareció a Labonne un síntoma inequívoco de la profunda evolución que ya se había registrado en la zona republicana. No para mal.

Tras año y medio de guerra, recordó, un ejército que saludaba con el puño en alto y unas masas igualadas tanto por la miseria como por la doctrina, es decir “la canalla” o las “hordas marxistas” de la propaganda franquista, estaban dirigidos por dos catedráticos de universidad, hombres de gran distinción y desprovistos de sectarismo, al frente de un Gobierno que comprendía bien la política francesa y que la seguía con atención. ¿Resultado? Francia no podría desear como líderes españoles a nadie mejor que a tales personas, que nunca aceptarían que España se alinease en contra de los intereses franceses. En aquella entrevista, Negrín le confió que las relaciones con Cataluña habían mejorado, aunque corriesen rumores muy abultados.

No hay que exagerar la influencia de los embajadores. La política se hacía en las capitales. No en las embajadas. Pero, en ocasiones, las visiones sobre el terreno ayudan. Esta fue una de ellas y funcionó en favor, limitadamente, del Gobierno republicano.

Sin embargo, la suerte de las armas no le acompañó. Después de la recaída de Teruel en manos franquistas y la batalla por Aragón los republicanos entraron en crisis.

A principios de abril de 1938 se dieron cita tres grandes acontecimientos simultáneamente. El menos conocido (adivinen los amables lectores porqué) fue el sabotaje de un banco londinense, el British Overseas Bank (BOB). Esta distinguida entidad de la City paralizó de golpe y porrazo absolutamente todos los pagos que el Gobierno de Barcelona hacía a la red de embajadas y consulados. Ya puede imaginarse lo que esto suponía. Sin apenas reservas (que normalmente las representaciones diplomáticas y consulares no acumulan), los diplomáticos y propagandistas republicanos se encontraron en dique seco. La segunda crisis es muy conocida, ya que afectó al propio Gobierno. Fue la más dura de las habidas hasta entonces y dejó chiquita a la de mayo del año anterior. Finalmente, la crisis militar, con la amenaza directa de Franco contra Cataluña cuando sus tropas ocuparon Lleida el día 6. El que no avanzaran rápidamente hacia Barcelona, pues tenían el camino abierto, prolongó la contienda. Fue el momento en el que con mayor claridad se percibe el interés de Franco por sostener una guerra larga. Creo que haré un servicio a los amables lectores que siguen este blog si en un próximo futuro me ocupo de ella algo más detenidamente.

Negrín resolvió las tres crisis. La bancaria acudiendo al banco soviético que, en Occidente, realizaba las transferencias financieras internacionales del Gobierno republicano. Si el sabotaje bancario tuvo, como cabe suponer, intencionalidad estratégica para triturar la resistencia republicana, sus objetivos se malograron. Lo que no sabemos es si la había alentado el propio BOB o actuó a sugerencia de algún tercero (léase alguna agencia británica).

La crisis gubernamental la abordó Negrín prescindiendo de Prieto y asumiendo él mismo la cartera de Defensa Nacional. Redujo la presencia comunista (y no la eliminó del todo como había querido Stalin) y dio de nuevo entrada a la CNT en Instrucción Pública y Sanidad. El ministro de Justicia, Manuel de Irujo, permaneció por el PNV, pero sin cartera y formando un dúo con el incombustible Giral. El PSOE continuó siendo la columna vertebral del esfuerzo de resistencia.

En este panorama enrarecido, en el que Negrín dio a conocer los objetivos de guerra (“war aims”) de la República en sus famosos “13 puntos”, cabe situar lo que cabe caracterizar como una traición de la Generalitat y del PNV. Por no hablar de una puñalada trapera que pudo tener efectos mortales.  Se desarrolló en dos etapas. La primera es la más conocida.

Catalanes y vascos presentaron a finales de junio de 1938 sendos memorándos en los ministerios de Negocios Extranjeros de París y Londres. En ellos reflejaron sus aspiraciones. Anunciaron que también se les unían los nacionalistas gallegos. Todos se comprometían, dijeron, a tratar de persuadir al Gobierno para que aceptara, entre otros, los siguientes aspectos:

  • Un proyecto británico de retirada de fuerzas extranjeras que había atravesado por diversas modalidades e incidencias y que estaba a punto de aprobarse en el Comité de No Intervención londinense.
  • Cualquier plan que condujera a un cese de las hostilidades.
  • Un acuerdo que impidiese los refuerzos de los frentes y que estableciera zonas de demarcación en las cuales pudiera concentrarse la población no combatiente.
  • El nombramiento de árbitros internacionales para supervisar y garantizar el canje de prisioneros y la prevención de represalias.

Se trataba de temas que habían aflorado de alguna u otra manera en las discusiones públicas en la escena internacional. Su alcance era diferente. Los puntos 1, 3 y 4 eran de naturaleza más bien operativa. El 2 era diferente porque atañía al meollo de la cuestión: ¿cómo terminar la guerra? Es algo que había obsesionado a numerosos políticos republicanos de puertas adentro y lo único que se divisaban eran tres posibilidades: la rendición pura y simple; la mediación internacional o continuar la resistencia. La primera era todavía inconcebible para muchos. La segunda es algo que se había intentado sin el menor resultado. La tercera era la preferida de Negrín, de los anarquistas, del PCE y de numerosos cuadros socialistas y del Ejército Popular.

La Generalitat y el Gobierno vasco (también asentado en Barcelona) aprovecharon, sin embargo, la presentación de sus memorándos para hacer valer cuatro reivindicaciones específicas:

  • Presencia propia en una conferencia de paz
  • Respeto por todas las partes que intervinieran en la misma a sus estatutos de autonomía.
  • Plebiscitos separados en cada territorio sobre la naturaleza de su futuro régimen político.
  • Desmilitarización del País Vasco y de Cataluña.

Los catalanes vocearon su preocupación por el establecimiento de la autonomía gallega, que eliminaría el riesgo de que sus rías y puertos “pudieran utilizarse como bases de operaciones navales que amenazasen las rutas marítimas atlánticas”.

Tales añadidos, todos de gran calado estratégico y político, merecen un análisis pormenorizado que dejo para el siguiente post. Este no sería el de fin de año si no aprovechara la ocasión para expresar mi esperanza de que todos los amables lectores hayan tenido unas felices fiestas de Nochebuena y Navidad. Con el deseo de que repitan la experiencia en el próximo fin de año y que, dentro de lo que cabe, el 2018 les sea todo lo próspero que ambicionen. Será, previsiblemente, un año duro y a todos nos hará falta algo más sustancial que el regocijo al uso en estas fiestas.

Negrin y Cataluña (IV)

19 diciembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas 

Los “hechos de mayo” han tenido más fortuna en la literatura que en la realidad de 1937. Son incontables los libros y artículos que sobre ellos se han escrito. No exagero si afirmo que, proporcionalmente, han tenido más eco en la historiografía foránea que en la propiamente escrita en castellano. Como siempre, se trata de una valoración del pasado y percibida desde las necesidades del presente. Cuando el grueso de aquella historiografía escrita en otros idiomas se formó, batía la guerra fría y por supuesto intelectuales e historiadores a ambos lados del telón de acero se disputaron dónde estaban los “buenos” y dónde los “malos”. Así, para la corriente liderada por Gorkín y Bolloten (con innumerables seguidores) los “hechos” se interpretaron como una “guerra” dentro de la guerra civil y en la que vencieron los comunistas (con el supuesto deseo de apoderarse de todos los resortes del poder en la España republicana).

Esta interpretación, de gran éxito en el mundo de habla inglesa (impulsada, además, por San George Orwell) y alemana, afectó a Negrín. Se ignoró limpiamente que, en parte a consecuencia de tales hechos, Azaña no tardó en comprender que era Negrín y no Largo Caballero quién debía hacerse cargo de las riendas de la guerra. Este cambio no fue ni una imposición de Moscú ni del PCE. Sin embargo, todavía hoy en la dulce Francia, que va un poco a la zaga de la literatura sobre la guerra de España, es ahora cuando se ha traducido la obra cumbre de Bolloten. Calentará, sin duda, el corazoncito de todos los trotskistas francófonos de pro.

Menos fortuna ha tenido el análisis de las disfuncionalidades de los gobiernos anteriores. Se reconoce, desde luego, la ligada a que había sido el propio Largo Caballero quien asumió directamente la cartera de Guerra. Se ha puesto mucho menor énfasis en que, en una situación de confrontación bélica y en una economía poco compleja como era la española de la época, la distribución de competencias entre Hacienda y Comercio no había sido la más conveniente. También en este campo, como en el militar, era imprescindible la unidad de mando. La distinción administrativa y política entre generación de divisas y su aplicación a las adquisiciones en el exterior fue una medida poco afortunada.

La historiografía también ha rozado sin demasiada profundidad las disfuncionalidades resultantes en materia de compras y pagos de armas en el extranjero. En la senda de Gerald Howson, a quien siempre recuerdo con gran nostalgia, uno de mis antiguos doctorandos, Miguel Íñiguez Campos, presentó con gran éxito hace año y pico una tesis doctoral. Ahora está convirtiéndola en libro. En él abordará con masas de evidencia primaria relevante de época, española y extranjera, hasta qué punto el funcionamiento del triángulo Largo Caballero-Prieto-Negrín resultó ineficaz. Me atrevo a asegurar que no por desidia del último.

Entre septiembre de 1936 y abril de 1937 Negrín había comprobado con amargura que el reparto de competencias ministeriales no funcionaba. De aquí que cuando asumió la presidencia del Consejo el 17 de mayo de 1937 amplió Hacienda con Economía e hizo desaparecer la inoperante cartera de Comercio. También refundió Guerra, Aire y Marina junto con la Comisaría de Armamento en un Ministerio de Defensa Nacional, dirigido por Prieto. Su antiguo mentor se convirtió, a efectos operativos, en el zar de la guerra. Las carteras claves quedaron, pues, sólidamente en manos socialistas ya que Julián Zugazagoitia pasó a Gobernación. La medida de poner a Giral en Estado fue inteligente, pues tendía un puente entre Negrín y Azaña (cuya relación, sin embargo, no tardó en sufrir algún embate y no por culpa del primero). El ministro Jaume Ayguadé pasó a desempeñar la cartera de Trabajo y Previsión Social.

Negrín, en particular, no anduvo con contemplaciones a la hora de determinar la significación política de su Gobierno. La CNT/FAI planteó peticiones exageradas, por lo que simplemente prescindió de ella. Ahora bien, los comunistas habían solicitado su pedazo de carne: la prohibición del POUM.

Tras ello fue imposible impedir que en una operación relámpago, cuidadosamente planificada, la NKVD eliminase a Nin, el gran teórico de la victoria de la revolución casi como condición necesaria y suficiente para ganar la guerra. La imagen del nuevo presidente del Consejo quedó manchada imborrablemente, muy en particular en ciertos medios catalanes. Todavía hoy alguna que otra voz le acusa por no haber roto las relaciones diplomáticas con la URSS…

Negrín se encontró con una situación militar extremadamente difícil. Al mes de su toma de posesión, cayó Bilbao. Para contrarrestarlo, desplegó una gran actividad personal en el único foro internacional en el que se permitía hablar a la República. David Jorge ha estudiado en un libro brillante la lucha republicana en la Sociedad de Naciones. Incluso pensó en hacer un viaje a Moscú, que no llegó a realizar. En cuanto al taifismo residual en la zona centro, se barrió del mapa el Consejo de Aragón y con él la preeminencia anarcosindicalista sobre una porción del territorio.

La tendencia al fortalecimiento en el Gobierno de Valencia del poder político y de las palancas de la guerra despertó recelos en Cataluña. Fueron constantes a lo largo de 1937. Los puntos de fricción que se hicieron valer desde el primero se referían a la falta de cooperación para investigar casos de ocultación de oro y valores extranjeros, a la laxitud en la prohibición de su exportación ilegal (en lo que corrían rumores, apoyados por informaciones que llegaban a Negrín, de que ciertos políticos catalanes tenían interés) y las sempiternas dificultades con las industrias de guerra. La Generalitat, a su vez, no fue remisa en apuntar agravios: desconsideración hacia Companys, actuaciones sentidas como violaciones del Estatuto, disposiciones sobre el comercio exterior, deudas no saldadas, quejas contra la censura, etc.

Quizá lo que fuese el meollo de la cuestión lo apuntó el conseller de Cultura, Carles Pi i Sunyer: la influencia de Cataluña en los años de paz había sido, en general, más o menos proporcional a su importancia en relación con el territorio. Al disminuir el republicano como consecuencia de las victorias franquistas aumentó en el resto que quedaba el peso del catalán. De aquí se pensaba que la influencia de las autoridades catalanas debería haberse incrementado. Lo que ocurría era, precisamente, lo contrario.

Esta argumentación traducía un claro localismo, aunque se reconociera que no era fácil romper la baraja. Lo que más preocupaba en los círculos catalanistas era lo que vendría después: ¿recobraría Cataluña su régimen propio aprobado por las Cortes republicanas? En esta y otras cuestiones el catalanismo estuvo dividido. Para muchos, pero no para todos, la República era mejor apuesta que la derrota o la rendición.

En el otoño el Gobierno se trasladó a Barcelona. Se ha discutido largo y tendido acerca de los motivos. Por documentación de origen comunista se sabe hoy que la situación en Cataluña tuvo un papel determinante. El traslado comenzó a finales de octubre de 1937 y concluyó un mes más tarde. El último en marcharse fue Prieto. La idea había ido cociéndose durante meses. Tenía ventajas e inconvenientes. Las primeras no eran obvias y las razones que las justificaban no se divulgaron. Los dos mayores inconvenientes fueron, sin embargo, muy visibles:

  • Reforzamiento del carácter peripatético del Gobierno
  • Impresión de que la República estaba contra las cuerdas.

Por lo que sabemos fueron dos los factores determinantes que más pesaron en el ánimo de Negrín. El primero la sospecha de que pudiera producirse una traición por parte catalanista. Fuera verdad (los soviéticos en tierras españolas enviaron numerosos informes a Moscú que así lo sugerían) o no, todo hace pensar que el presidente lo temía. Zugazagoitia, en sus memorias, destacó la necesidad de incorporar más plenamente a Cataluña a la guerra y de recortar las extralimitaciones de la Generalitat. El segundo factor fue el temor de que, tarde o temprano, pudiera producirse un corte entre Cataluña y el resto de la España republicana. Esto dejaría fuera del control gubernamental la esencial frontera con Francia.

No se subrayará lo suficiente este último aspecto. Era imprescindible prevenir tal posibilidad a la vez que tratar de forzar el envío de suministros militares desde Francia. A medida que el entorno internacional se degradaba, con las acometidas fascistas y los episodios de piratería en el Mediterráneo, en los círculos militares franceses empezó a cundir el temor a un próximo desplome de la resistencia republicana y al envalentonamiento que iba apoderándose de Mussolini. Para Negrín uno de sus objetivos fue siempre estimular este doble temor francés. El gobierno Chautemps se mostró crecientemente receptivo hacia finales de septiembre de 1937. Perder la frontera hubiese equivalido a perder la guerra de inmediato. El mismo Azaña era consciente de ello.

El PCE, sin embargo, estaba en contra. No entró a discutir las razones de Negrín, pero tampoco se pronunció públicamente por los cuatro motivos siguientes:

1º Debilitación del prestigio del Gobierno, tras la normalización y control ya conseguidos en la zona republicana

2º Impacto negativo al alejarse de los puntos vitales del país y de los frentes.

3º Baza a los adversarios internos (en un sector del PSOE, en la CNT/FAI, en el ilegalizado POUM) para que acentuasen sus críticas, dado que el Gobierno no podía explicar sus motivaciones verdaderas

4º Y, no en último término, posibilidad de exacerbación de los problemas con las autoridades catalanas.

No obstante, los comunistas se plegaron ante la amenaza de Negrín de plantear la cuestión de confianza. El traslado tuvo con todo, no conviene olvidarlo, algunos efectos positivos inmediatos. Son materia del próximo post, que por eso del calendario y del ritmo caerá en plenas vacaciones de Navidad. Confío en que ello no desaliente a los amables lectores.

(Continuará)

Negrín y Cataluña (III)

12 diciembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

En los dos posts anteriores he esquematizado brevemente la figura política de Negrín antes de la sublevación militar en julio de 1936 (sobre la que unos colegas y servidor diremos algo nuevo en un próximo libro ya en prensa) y su talante como ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero. Ambos posts podrían haberse ampliado considerablemente (el tema, por ejemplo, del “oro de Moscú” que todavía agitan algunos en la más pura tradición franquista por el mundo cibernético da para mucho) pero no constituyen el meollo de esta pequeña serie. En el presente post abordaré muy esquemáticamente (con mis excusas a los expertos) los rasgos fundamentales que me parecen esenciales para entrar en materia y que delimitaron las pautas del comportamiento del profesor Juan Negrín.

El desplome del aparato estatal en la zona leal al Gobierno y los rápidos avances territoriales de los sublevados crearon una dificilísima situación para la conducción de la guerra. Es un tema bien conocido. No en vano operó como un toque de alarma el que toda la franja norte, de Vizcaya hasta las fronteras con Galicia, estuviera aislada del grueso de la zona republicana en el momento en que Largo Caballero asumió la presidencia del Consejo. Un mes más tarde, los rebeldes, alcanzada la unidad de mando el 1º de octubre (sobre la cual se ha escrito mucho, pero sin pesar sistemáticamente todos los factores en juego en la larga historiografía pro-franquista) estaban a las puertas de Madrid.

En tales circunstancias no sorprende lo más mínimo que la racionalidad económica que abanderaba Negrín chocase con frecuencia con la situación política. El lugar en donde, potencialmente, se jugaba a medio plazo el destino de la República era Cataluña. Lo avalaban tres factores: estaba, afortunadamente, en la retaguardia; tenía la condición de ser el único territorio fronterizo con pasos francos hacia el país vecino y disponía de una, para la época, importante capacidad industrial. Por el contrario, la aportación del Norte podía, prácticamente, descontarse. Los envíos habían de realizarse o bien por tierra a través de Francia o por vía marítima. Las circunstancias no eran demasiado propicias en ninguno de ambos casos.

Ahora bien, no extrañará lo más mínimo que la Generalitat se colapsara al igual que el aparato del Gobierno central, durante los cruciales meses iniciales. La autoridad se vio inerme en un contexto en el que el poder efectivo florecía de las bocas de los mosquetones. Apareció un fenómeno revolucionario que continúa inspirando a todo antisistema de pro, en España y fuera de España (¿hemos de recordar al Enzensberger del corto verano de la anarquía?). Como en la región Centro llevó cierto tiempo restablecer un semblante de autoridad capaz de asumir las responsabilidades no tanto para luchar en el frente (las milicias nunca consiguieron penetrar demasiado en Aragón) sino para abordar una tarea menos exaltante: la de proporcionar recursos y elementos que permitieran potenciar la capacidad de combate allí donde efectivamente se combatía.

Los principales desafíos se advirtieron pronto. Son sobradamente conocidos y han sido estudiados ad nauseam. Había que construir (y no solo reconvertir) una administración para la guerra. En segundo lugar, era preciso reestructurar radicalmente el aparato productivo, sobre todo el industrial, y reorientarlo hacia el esfuerzo bélico. En tercer lugar, era imprescindible disciplinar las corrientes comerciales con el exterior con el fin de canalizar sus aportaciones hacia el sector militar de la economía.

Este triple desafío se vio cortocircuitado. Las variopintas fuerzas políticas y sindicales divisaron en la nueva situación la posibilidad no solo de hacer la revolución que, según Orwell, tanto le impresionó sino de sobrepasar las competencias estatutarias. El Gobierno central no estaba en condiciones de imponerse (que no tardó demasiado en evacuar Madrid, por si las moscas). La situación en Cataluña, y en particular sus implicaciones “antisistémicas”, reforzaron los prejuicios de los diplomáticos británicos in situ, liderados por un exaltado cónsul general cuyos despachos causaron un daño a la República imposible de reparar. La exultante “revolución” se convirtió en susto y rabia hoy inimaginables para el Gobierno de Londres.

Al cabo de dos meses se suprimió el Comité Central de Milicias Antifascistas y apareció un remedo de gobierno con la constitución de un nuevo Consejo de la Generalitat y la creación de un Consejo de Economía. Con la industria desorganizada y atenazada por las incautaciones y las colectivizaciones, con los propietarios y cuadros técnicos amedrentados y, en ocasiones, en fuga o liquidados pura y simplemente era difícil que la mejora se tradujese rápidamente en contribuciones al combate.

Los historiadores y economistas catalanes, sin ocultar las dificultades, presentan por lo general un panorama relativamente positivo de estas contribuciones.  Yo confieso estar influido por los análisis e informaciones del consejero comercial y económico soviético Artur Stajewski, cuyos telegramas y despachos consulté hace muchos años en Moscú.

Se trata de un personaje injustamente olvidado. Cuando se le menciona, suele caracterizársele como el negro inspirador de Negrín. No fue así. Para los últimos meses de 1936 y principios de 1937 lo que aparece en sus despachos es una realidad caótica, a una distancia sideral con las disposiciones legales, una inagotable y extenuante confrontación política y sindical y, no en último término, débiles niveles de producción. El deseo de realizar operaciones económicas con países extranjeros, la apropiación de una buena parte de lo producido y una gran desconfianza -cuando no clara hostilidad- hacia el gobierno de Valencia fueron rasgos permanentes.

Un episodio revelado y mal interpretado por un par de guerreros de la guerra fría (Ronald Radosh y Mary Habeck) es ilustrativo. En diciembre de 1936 el conseller de Economía, el cenetista Joan P. Fábregas, quiso importar carbón desde el Reino Unido. Como no había divisas para pagarlo, pensó en obtener una garantía soviética. La compensaría, afirmó, con la fabricación de locomotoras y motores diésel. Los soviéticos replicaron que lo que tenía que hacer era solicitar al Ministerio de Hacienda la autorización para obtener las divisas. Sin necesidad de subrayar la estupidez de la propuesta lo cierto es que llovía sobre mojado.

Mencionaré otro episodio. A finales de octubre o principios de noviembre de 1936 la Generalitat quiso comprar a la URSS materias primas tales como cobre, manganeso, níquel, wolframio, cinc, antimonio, cianuro de potasio y sosa. No sé si había consultado con los ministros competentes (Negrín, de Gracia o López), pero sí que nada menos que el Politburó decidió rechazar la propuesta. Autorizó en cambio la exportación de los productos designados por el Gobierno de Valencia y cuya financiación correría a cargo de los rusos.

Un tercer ejemplo. Los ministros Joan García Oliver y Federica Montseny y el secretario general de la CNT Mariano R. Vázquez se entrevistaron con Stajewski. Este les preguntó sobre lo que pensaban hacer en cuanto a producción industrial para la guerra, ya que no existían planes coordinados. La respuesta fue que estaban a favor de ellos siempre y cuando un cierto porcentaje de la producción se quedara en Barcelona. Añadiré que lo que subyacía era la idea de que hiciera o no hiciese falta.

¿Resultados? No se aprovechaba suficientemente el potencial catalán ni para el combate ni para cubrir las necesidades de la población. Este fue un veredicto que Prieto y Negrín compartieron con Stajewski. Viajaron a Barcelona con el fin de organizar una comisión paritaria que analizase lo que había ocurrido desde julio. Poco a poco fueron acercándose posiciones. Es un tema interesante, pero en el que no es posible entrar aquí. También se lograron avances en coordinación de la política de divisas, siempre con grandes dificultades. Negrín accedió a suministrar ciertos montantes a la Generalitat o a reembolsar pagos por importaciones.

Los desencuentros más acusados se presentaron en el terreno de la coordinación de la producción de material de guerra. Fugazmente aparecieron tendencias en favor de la creación de un ejército catalán, quizá en remedo del autoproclamado “Ejército de Euzkadi”. Ahora bien, lo que pudo hacerse, más o menos figurativamente, en una región aislada de los teatros de operaciones como era el norte, hubiese debilitado considerablemente la capacidad política del Gobierno central de haberse llevado a cabo en Cataluña.

En la documentación sobre estas y otras querellas destaca la relativa a una reunión de consellers con Negrín y Prieto. Entre los primeros figuraban Tarradellas, Abad de Santillán y Comorera.  La actitud del cónsul soviético, Vladimir Antonov-Ovseenko, enfureció a Negrín quien le acusó de ser “más catalán que los catalanes”. La áspera réplica fue que él era “un revolucionario, no un burócrata”. Negrín amenazó entonces con dimitir y añadió, medio en broma, que el Gobierno podía luchar también contra los vascos y los catalanes, pero no contra la URSS.

Este episodio fue muy trascendente. El Politburó moscovita reprobó oficialmente y con toda dureza al cónsul, algo bastante notable y, por lo que sé, poco frecuente. En aquella época una censura a tan alto nivel podía preludiar las más serias consecuencias. Por su parte, Negrín logró asegurarse el control, gracias a los Carabineros, de la frontera franco-catalana.

Como si danzasen en la cubierta del Titanic, la demediada Generalitat y el angustiado Gobierno de Valencia se vieron afectados por los denominados hechos de mayo. Vista la impotencia de la primera en ahogar la mini-sublevación anarquista/poumista el segundo rescató las responsabilidades en materia de orden público y apagó sin la menor vacilación unos encontronazos mitificados hasta hoy en la literatura.

(Continuará)

Negrín y Cataluña (II)

5 diciembre, 2017 at 8:30 am

Ángel Viñas

A Negrín la sublevación de los militares le sorprendió tanto como a la inmensa mayoría de los políticos republicanos. No se ha encontrado constancia alguna de que tuviese ninguna premonición especial. Es cierto que en las alturas del Gobierno algunos ministros no las tenían todas consigo y que, por ejemplo, en el PSOE Indalecio Prieto, entre otros, había dado un toque de alarma de vez en cuando. Incluso, con presciencia, había llamado la atención sobre la esfinge en que parecía haberse convertido el general Francisco Franco. En cualquier caso, la sublevación estalló. En mes y medio había ganado tanto terreno y atraído, de grado o por fuerza, a tantos españoles de a pie que el débil Gobierno Giral que había hecho frente a la misma no era sostenible.

En septiembre el presidente de la República, Manuel Azaña, se rindió a la evidencia de que era imprescindible incorporar al Gobierno el más amplio haz de fuerzas políticas.  El nuevo presidente del Consejo, Francisco Largo Caballero, líder del PSOE, formó un gabinete en el que estaban representados casi todos los sectores leales a la República, incluyendo los comunistas. Los anarcosindicalistas declinaron participar. Los catalanes, por la vía de ERC, participaron a través de José Tomás Piera al que se le atribuyó la cartera de Trabajo, Sanidad y Previsión Social.  En esta dinámica, Largo Caballero -que mantuvo a Giral como ministro sin cartera- no pudo prescindir de su principal contrincante en el seno del PSOE, Indalecio Prieto, quien asumió las responsabilidades de Marina que se ampliaron también a Aire.

Con Prieto entró Negrín. Su competencia en temas económicos y hacendísticos y sus contactos exteriores fueron, sin duda, factores adicionales que indujeron su nombramiento como ministro de Hacienda. No fueron los únicos. Negrín había mostrado su lealtad al PSOE y a sus dirigentes tras la malhadada “revolución de octubre”. Es cierto que también había destacado como integrante de la corriente prietista, pero no había cortado lazos con los caballeristas.

La cartera de Hacienda no era, todo hay que decirlo, ninguna sinecura. Las hostilidades habían descoyuntado en mes y medio el aparato productivo y la dotación de recursos económicos españoles. Ambos quedaron divididos por nuevas fronteras impuestas por las armas. En estas condiciones de inmensa dislocación, pasar de una economía de paz a otra de guerra era un desafío sin precedentes en la historia española y para el cual los maltrechos cuadros administrativos estaban muy mal pertrechados.

Negrín contaba, eso sí, con armas poderosas. También las había tenido su predecesor, el profesor Enrique Ramos, de Izquierda Republicana. Las había utilizado tímidamente. En la panoplia figuraba en primer lugar el control del Banco de España, entonces una sociedad anónima privada, pero con una especial relación con el Estado que le había otorgado el derecho de emisión de billetes en exclusiva. No era una figura jurídica exclusiva. La misma se daba en otros países. En segundo término, el Gobierno a través del Ministerio de Hacienda tenía acceso a las reservas metálicas de la entidad. Por último, por mediación del Centro Oficial de Contratación de Moneda dicho Ministerio ejercía la supervisión y el control de las relaciones financieras con el exterior. Los mecanismos habían funcionado con corrección en los años anteriores y su manejo se hacía, afortunadamente, en Madrid. Tampoco en ello España difería en lo sustancial de otros países que practicaban igualmente tal tipo de políticas en las condiciones de depresión internacional de los años treinta.

El nuevo ministro se empleó a fondo en la utilización de las tres armas e imprimió en su manejo una dinámica acorde con la marcha de la guerra. No tenía, en cambio, competencias en materia de comercio exterior. La cartera de Industria y Comercio fue a parar a otro socialista, Anastasio de Gracia. Cuando Largo Caballero remodeló el gobierno, el 4 de noviembre, para dar entrada a los anarquistas, los temas comerciales pasaron a Juan López Sánchez.  Dos catalanes, Joan García Oliver y Federica Montseny, también cenetistas, asumieron Justicia y Sanidad.   De Gracia se hizo cargo de Trabajo y Previsión Social y ERC quedó representada por Jaume Ayguadé i Miró, sin cartera.

La estrategia que Negrín rápidamente puso en práctica puede resumirse con brevedad como sigue:

  1. Fortalecimiento del aparato funcionarial que de él dependía.
  2. Recuperación del control sobre la regulación de las actividades económicas y financieras.
  3. Atención a las necesidades que en ambos planos imponía la contienda.

Como científico metódico y sistemático, el lema de Negrín estribó siempre, desde el primer momento, en asignar a la guerra como prioridad absoluta los recursos escasos. Si la guerra se perdía, adiós a la República y a sus sueños. Esta fue una constante en el pensamiento de Negrín, desde el principio hasta el amargo final.

De este postulado (evidente para la nueva fuerza política de masas en que se convirtieron los comunistas, como ha analizado Fernando Hernández Sánchez) se derivaba automáticamente la imprescindibilidad del fortalecimiento de la autoridad del Estado. Esto era algo a lo que numerosos representantes de partidos y sindicatos rendían pleitesía retóricamente. La vida diaria de Negrín, sin embargo, estuvo confrontada con la necesidad de hacer frente a un inmenso caos, al taifismo y a la disgregación en la toma de decisiones.

Era intolerable, por ejemplo, que la gestión de la frontera franco-catalana permaneciese en manos anarquistas. Los vitales contactos por tierra con el exterior se veían sometidos a las veleidades de jefes e incluso jefecillos locales de la CNT/FAI. De aquí el fortalecimiento de los Carabineros como cuerpo de élite, que terminaron provistos de las mejores armas ligeras que Negrín pudo adquirir en Francia gracias a los buenos oficios de su colega francés de Hacienda Vincent Auriol.

También era injustificable que el Gobierno, ya fuese en Madrid o luego en Valencia, no pudiese reforzar los controles de exportación de divisas o que no centralizara los activos en moneda extranjera. Si en los años de paz la República había dispuesto de un aparato normativo sumamente restrictivo, ¿cómo permitir que se fuese al garete en una situación de guerra abierta? El raudal de decretos y órdenes ministeriales que vertió sobre la Gaceta ha de verse en esta perspectiva. Algunos consiguieron ser efectivos. Otros no.

¿Qué hacer con los recursos fungibles propiedad de quienes se habían levantado en armas? ¿Iban a mantenerse muertos, ocultos en los bancos, sin prestar su contribución a la defensa del régimen? De aquí la creación de la Caja de Reparaciones que estudió en su momento Glicerio Sánchez Recio.

En alguno de mis libros he abordado las nuevas medidas que adoptó el ministro de Hacienda. También he cuantificado varios de sus resultados. Las más importantes y discutidas estribaron en poner a salvo las reservas metálicas trasladándolas a los polvorines de La Algameca, radicados en Cartagena, intensificar los envíos a Francia que ya había iniciado Ramos y, sobre todo, enviar casi las tres cuartas partes del total a Moscú, previa discusión y autorización del Gobierno. Algo que la historiografía antinegrinista nunca reconoció. Y, si se me apura, sigue sin reconocer.

Lo que Negrín hizo fueron ejemplos de un tipo de racionalidad económica como la que demostraron los británicos al encarar la guerra europea cuatro años más tarde y que llevaron al límite en un ejercicio sin precedentes en el Reino Unido de subordinación de la economía a las necesidades de la contienda. En qué medida el nuevo ministro estuvo influido por sus experiencias en Alemania al comienzo del primer conflicto mundial no está documentado, pero hubo de tener algún impacto. Negrín y su familia no abandonaron dicho país hasta octubre de 1915, cuando el bloqueo aliado ya mordía duramente entre la población.

Ciertamente Negrín se vio apoyado en su tarea inicial por varios altos funcionarios con experiencia en lo que se refería a la regulación de las relaciones económicas y financieras con el exterior. Pero también había sido el caso de su antecesor y que se había mostrado mucho menos enérgico y orientado en su corta etapa de gestión.

Mientras tanto, y no se subrayará lo suficiente, el desplome del aparato estatal y los rápidos avances territoriales de los sublevados habían creado una dificilísima situación para la conducción de la guerra. Toda la franja norte, de Vizcaya hasta las fronteras con Galicia, había quedado aislada en el momento en que Largo Caballero asumió la presidencia del Consejo. Un mes más tarde, los rebeldes, alcanzada rápidamente la unidad de mando, estaban casi a las puertas de Madrid. Llegaba el momento de decisiones fundamentales, muy estudiadas en el plano militar. Hubo otros.

 

(Continuará).