Exploraciones en archivos (IV)

31 marzo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Recuerdo que un amigo y colega a quien respeto me dijo que le interesan mucho estos posts sobre archivos. Había pensado terminar en el de la semana pasada, pero como me fío de él, continúo. Acenturaré mi propósito didáctico. Toda experiencia personal es irrepetible, pero siempre tiene algo susceptible de ser transferido. Decía Ortega y Gasset (pertenezco a una generación en la que todo aquel que se preciara de intelectual o similar debía citarle) que uno es uno y su circunstancia. Lo cierto es que las circunstancias moldean con sus influjos la interacción entre el yo y ellos. Los profesores solemos tratar de transmitir a nuestros alumnos lo que sabemos y a veces también lo que pensamos. Así que sistematizaré lo que he ido extrayendo de mis exploraciones de archivos.

 

Creo firmemente que, aparte las dotes intelectuales que tenga el historiador, conviene que posea tres características para mi fundamentales: curiosidad (porque si no, no se planteará preguntas), tenacidad (porque la investigación en archivos es con frecuencia desalentadora) y suerte. Sin querer darme el menor autobombo (a mi edad ya no lo necesito) me parece que son características que he aprovechado bien. Daré algunos ejemplos.

El “oro de Moscú” ha sido uno de los temas que más me han interesado, quizá como respuesta a una Administración que viví en su transición de la dictadura a un régimen más abierto. Con mi primer libro secuestrado más de medio año y el trabajo ulterior en archivos siempre me planteé que la cuestión debía abordarse no en sus términos estrictos sino en el más amplio de la estrategia de la República para sobrevivir en una guerra que le había sido impuesta por un sector sublevado del Ejército y el apoyo que se creyó inmediato de las potencias fascistas. Mi primer libro demostró que no era el caso de la Alemania nazi. El último por ahora que si lo fue por la Italia fascista.

Tan pronto terminé de escribir AL SERVICIO DE EUROPA, mis recuerdos de lo que había visto y hecho en la Comisión Europea desde los tiempos de esplendor de Jacques Delors hasta la post-crisis derivada de la dimisión de Jacques Santer y su equipo, volví al “oro”. Las circunstancias habían cambiado. El colapso de la URSS (cuyas consecuencias viví desde Naciones Unidas) y la apertura de los archivos soviéticos habían abierto una multitud de oportunidades. Me es muy grato recordar a dos colegas (Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo) que fueron los primeros historiadores españoles en aprovecharlas y que reflejaron en su seminal obra QUERIDOS CAMARADAS.

Al seguir su camino partí de otras coordenadas. Desde antes de ir a Nueva York a finales de 1991 había estado en contacto con el Dr. Juan Negrín Jr, el hijo mayor de quien fue ministro de Hacienda y presidente del Gobierno y ministro de Defensa Nacional durante la guerra civil. Durante años estuve dándole la lata, sin éxito, para que me dejara ver los archivos de su padre. (En realidad, si pedí mi traslado a Naciones Unidas frente a otros puestos posibles fue por estar cerca de él, ya que vivía en el East End tres o cuatro calles más arriba de donde se encuentra la residencia del embajador de hoy la Unión Europea). Al final él se trasladó a Niza y yo no tuve más remedio que ir a Nueva York. En cuanto volvimos a Bruselas, regresé a las andadas. Fui a verle, pero tampoco logré convencerle. Así que no me quedó más remedio que hacia 2003 tentar mi suerte en Moscú.

Fue un viaje que preparé concienzudamente. En mi primera visita me encontré los archivos militares, los de Economía, los de la Historia Política y Social abiertos sin grandes problemas a los investigadores, pero difícilmente accesibles los del Ministerio de Asuntos Exteriores. Un día, hablando con colegas rusos sobre el tema, para mí fundamental, mencioné de pasada que conocía personalmente al ministro (sigue siéndolo en la actualidad). Era absolutamente cierto. Nos habíamos encontrado muchas veces en y fuera de Naciones Unidas. Un historiador ruso me animó a que le escribiera. Lo hice pidiéndole autorización para acceder a los archivos y, meses más tarde, graciosamente me la concedió. Así que regresé a Moscú.

En el interín había fallecido Juan Negrin Jr. Sus papeles los recogió (felizmente para todos los historiadores) su sobrina Carmen Negrín, quien vivía (y sigue viviendo) en París. Me presenté a ella (hora y media de AVE) y también graciosamente me autorizó a ver los papeles por los que había suspirado durante tantos años. Iba a verlos los sábados y regresaba a Bruselas por la noche. Así durante meses.

Yo estaba en la gloria porque, poco a poco, iba reuniendo papeles de diversas procedencias: republicanos públicos y privados, franquistas públicos y no tan públicos, soviéticos, franceses, británicos, alemanes, es decir, los de los países que de manera más o menos directa habían definido el marco internacional en el que se desarrolló la guerra civil. Fue el ambiente en el que me sumergí durante años y que revivía cada vez que me ponía a interpretar el entramado relacional dentro del cual la República movilizó el “oro de Moscú”. Naturalmente hablé con muchas otras personas, por ejemplo, algú que otro excomunista francés que conocía algo de la operación.

En este post, sin embargo, me concentraré solo en un episodio. Un sábado, faltando a mi regla habitual, había quedado con Carmen Negrín en verla por la tarde. Ese día me fui a dar un paseo por el Barrio Latino. (Mis viajes se justificaban por los papeles, no por turismo de ningún tipo). Me encontré con un viejo amigo, el profesor Alfredo Tovías, a la sazón catedrático de Economía en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Nos fuimos a almorzar y, naturalmente, él, curioso, me preguntó qué diablos hacía en París. Le conté la historia y mis preocupaciones por encontrar claves que aclararan algo más de lo que había pasado con el oro. Aquella misma tarde, le dije, iba a ver a Carmen Negrín, que me había prometido ir a su banco en una de cuyas cajas fuertes guardaba cierta documentación que tal vez podría interesarme. ¿Por qué no se venía conmigo y la saludaba? Alfredo aceptó encantado.

Carmen nos recibió con su amabilidad habitual. Me dijo que había ido, en efecto, a buscar las carpetas prometidas y me las dejó. Mientras ella y Alfredo charlaban animadamente yo empecé a recorrer los papeles y, sensación ya conocida, empecé a sudar. Entre ellos había uno que nunca me había imaginado encontrar. Se trataba de una copia en carboncillo de la certificación expedida por el secretario del Consejo de Ministros del Gobierno de la República de un acuerdo tomado el 6 de octubre de 1936. Versaba sobre la autorización concedida al presidente del Consejo, Francisco Largo Caballero, y al ministro de Hacienda, Juan Negrín, para que tomaran las medidas necesarias para poner en lugar seguro el depósito de oro que se encontraba en los polvorines de La Algameca (próximos a la base naval de Cartagena). Creo recordar, pero no estoy ya seguro, que también había el informe que el expresidente José Giral, íntimo de Azaña, redactó el 7 de octubre tras su visita de inspección a los polvorines.

El certificado daba un mentís a la vieja tradición franquista (hoy todavía vivita y coleando en internet y en los escritos de unos cuantos desaprensivos) de que Negrín poco menos que había arrebatado el oro con siniestros propósitos. También daba un mentís a otra vieja leyenda propalada por Indalecio Prieto en el exilio, cuando ya se había convertido en enemigo acérrimo de Negrín en uno de los capítulos más dolorosos de la historia del PSOE tras la guerra civil.

La autorización se hizo “en virtud de las amplias facultades que las Cortes han concedido al Gobierno” y daba cobertura a “cuantas medidas sean necesarias con el oro del Banco de España, sin limitación alguna, y aun cuando para ello hubiere que situarlo, total y parcialmente, fuera del territorio patrio para defender dicho oro de cualquiera contingencia que pudiera representar grave daño para los altos intereses de la Nación”. Más claro que el agua.

En condiciones de extrema anormalidad (una guerra civil provocada por la sublevación de una parte del Ejército, hoy sabemos que tras una larga conspiración lubrificada por el dinero monárquico y fascista y el compromiso previo de ayuda de Mussolini), los republicanos trataron de hacer de la necesidad virtud y procedieron, dentro de lo posible, por los cauces constitucionales. La operación de traslado del oro a la URSS desde Cartagena fue presenciada por representantes de los tres poderes públicos, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Aquel papelín cerraba el círculo de lo que, poco a poco, había ido descubriendo y sentó una sólida base para avanzar en lo que todavía no sabía ni había descubierto.

Lo dicho: curiosidad, tenacidad y suerte. ¿Qué hubiera pasado si Carmen Negrín no hubiera recordado que tenía unos papeles en la caja fuerte de su banco?  Como Carmen, generosamente, donó a la Fundación Juan Negrín toda la documentación de su abuelo es obvio que, tarde o temprano, alguien los hubiera descubierto, pero ese alguien fue servidor.

Por cierto, ¿cuándo decidirá la familia del general Francisco Franco hacer lo propio y donar los papeles de su inmarcesible antecesor al Estado español?

 

(Nota: los interesados en el tema podrán encontrar más detalles en mi libro LA SOLEDAD DE LA REPÚBLICA, felizmente reeditado en rústica hace un par de años)

Exploraciones en archivos (III)

24 marzo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Sigo pensando que escribir de historia, en estos momentos en que la historia se hace ante nuestros atónicos ojos, es un mero pasatiempo intelectual. Sí, estos tiempos turbios pasarán. Pero las preocupaciones de millones de personas no están ligadas a la historia, ni al proceso histórico ni a nada parecido. Si continúo, por el momento, subiendo posts a este blog es porque, encerrado en casa y sin salir de ella desde hace más de una semana, para no aburrirme mortalmente estoy escribiendo sobre historia. Son jornadas agotadoras que, con los doce kilómetros que recorro diariamente en bicicleta estática, confío no me dejen caer en la desesperanza. Así que vuelvo a los archivos.

 

En mi caso puedo decir que la exploración en archivos decidió, de una vez por todas, no solo mi trayectoria como historiador sino mi propia actividad profesional desde, digamos, 1976. En este año el profesor Rafael Martínez Cortiña, catedrático de mi misma asignatura (lo que hoy se denomina Economía Aplicada), me hizo un encargo. El país hervía en la Transición. Yo iba a Valencia semanalmente (allí tenía la cátedra) y estaba acongojado por el destino que aguardaba a mi secuestrado trabajo sobre El oro español en la guerra civil. Se corrió el rumor (del que se hizo eco la prensa extranjera) de que lo iban a reducir a pulpa de papel. En aquel momento Rafael Martínez Cortiña era un altísimo cargo en el Banco Exterior de España (existían compatibilidades, que más tarde el primer Gobierno de Felipe González suprimió). Para festejar el cincuentenario de la entidad (creada en 1929) deseaba publicar un libro. No un libro lleno de arte sino un libro de historia sobre la política comercial exterior española de 1931 a 1975. Me quedé perplejo, pero reaccioné rápidamente. Lo aceptaría solo si se me concedía acceso a los archivos sin ninguna restricción y  se me permitía conjuntar a un grupo de especialistas. Embarcarse en solitario en un proyecto de tal envergadura me parecía imposible.

Estas y otras condiciones (también las económicas) se aceptaron sin rechistar y durante dos años y medio (mientras el país se embarcaba en la Transición) me sumergí en archivos: Presidencia del Gobierno, Exteriores, Banco de España, IEME (Instituto Español de Moneda Extranjera), Comercio y Hacienda. No exagero si afirmo, con orgullo nada reprimido, que fui el primer historiador español o extranjero que a ellos accedió. Eso sí, con un equipo auxiliar y varios coautores que se encargaron de aspectos en los que no me sentía seguro. Por ejemplo, Senén Florensa (hoy embajador) se ocupó de los años de la República en paz; Julio Viñuela, con un tratamiento analítico, del período tras 1959, los años de gloria de la dictadura; Fernando Eguidazu de la política de control del tipo de cambio a lo largo del tiempo  y Carlos Fernández Pulgar de una visión de conjunto de los años cincuenta. Todos, salvo el primero, técnicos comerciales y economistas del Estado. Abordaron todos aquellos aspectos en los que en general no se necesitaba EPRE. Cuando era necesaria se la proporcioné.  Me reservé el resto que no era poco porque tenía metida entre ceja y ceja la idea de que había que aprovechar la ocasión (siempre calva) para arramplar con todo tipo de documentación, escarmentado como estaba con mi experiencia previa y aplicando también dos de las lecciones que he expuesto en posts anteriores.  Como no podía fallar, el juego del azar hizo de las suyas.

Es un episodio que me marcó profundamente. Un día, manejando un grueso legajo lleno de papeles económicos y comerciales en el archivo de Exteriores, me topé con un microexpediente que no debía haber estado allí. Sin duda alguien lo había traspapelado. Lo que no puedo explicar es cómo pudo haber sido, porque los papeles eran lo que eran y el microexpediente solo decía algo así como convenio hispano-norteamericano. Ya no recuerdo si había una o dos páginas. Ciertamente, no más. Lo abrí y me quedé petrificado. Una copia en carbón reproducía la clausula secreta de activación de las bases norteamericanas en España. La leí y empecé a sudar copiosamente. Lo afirmo hoy, más de cuarenta años después, porque representó uno de los shocks más intensos que había recibido hasta entonces escarbando en archivos.

No dije ni pío, pero inmediatamente pasé a concentrar mi atención sobre no solo las relaciones económicas y comerciales con Estados Unidos, sino también las políticas y militares. Como tenía las manos libres para pedir lo que me pareciera oportuno, no consideré que estaba extralimitándome. Cuando, meses después, ya tenía redactado el relato correspondiente fui a ver a Rafael Martínez Cortiñas y se lo entregué. Le dije la verdad. Nadie, ni en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania o España había escrito, en base a EPRE, algo parecido. La literatura era abundante, pero con escasa documentación que no fuera la que estaba en el dominio público y los norteamericanos se habían guardado muy bien de exponer a sus conciudadanos lo que allí estaba encima de la mesa: el entramado de pactos secretos que subyacían a los públicos (firmados solemnemente en 1953). Si me había quedado de piedra, Rafael se quedó helado. No hubo la menor discusión sobre si convenía o no dar a luz todos aquellos entuertos del “Centinela de Occidente” por antonomasia. Todo lo que escribí se introdujo en el libro porque, al fin y al cabo, en una España de pena, con un nivel de vida que solo estaba a punto de superar el alcanzado en 1935 (que ya era bajo), la conexión con Estados Unidos fue absolutamente fundamental. No solo en el plano político y diplomático sino también en el militar (para lo que entonces ya se denominaba en ciertos círculos un “ejército de ocupación”), en el económico y comercial. Así se publicó en 1979.

También me di cuenta de que lo que había escrito, limitado en extensión, merecía un trabajo más detallado y profundo. Me sumergí en el tema y dos años después di a conocer Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Bases, ayuda económica y recortes de soberanía. En esta ocasión la censura ya había desaparecido y mi interpretación, que no era demasiado complaciente con la dictadura, abrió un nuevo surco de investigación. Desde entonces he ido, a salto de mata, profundizando mis contactos con temas militares. En 1983 el ministro Fernando Morán, fallecido desgraciadamente hace pocos meses, me hizo el honor de llevarme consigo como asesor al Ministerio de Asuntos Exteriores, en cuyos archivos tanto tiempo había pasado. En el volumen que antes de su muerte se publicó en homenaje suyo he escrito sobre una parte de mi cometido que ni fue fácil ni tampoco agradable. Con dos diplomáticos amigos (Carlos Fernández Espeso y José Manuel Allendesalazar) tuve que lidiar con ciertos aspectos relaciondos con el tema OTAN. Los mayores del lugar recordarán, sin duda, como aquel tema escindió a la sociedad española. Aprendí una nueva lección a la que, desde entonces, me he atenido. Existen temas sobre los cuales es mejor no dejar papeles. No lo hice en aquel caso ni tampoco en algín otro a lo largo de la vida profesional que, como diplomático comunitario, después empecé. Que los dejen otros. Sé, muy bien, que como historiador escribo una herejía, pero antes que el deber para con la historia (que procuro cumplir como mejor puedo) está el deber con el propio sentido del honor. Sin él, no se es nada.

(continuará)

Exploraciones en archivos (II)

17 marzo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con la actual crisis del coronavirus y los efectos que está teniendo sobre la salud y la vida de nuestros conciudadanos y otros países europeos y no europeos (al fin y al cabo ha sido declarada una pandemia), me parece una banalidad escribir sobre archivo e incluso mantener este blog. El único impacto positivo para servidor es que me he encerrado en casa y apenas si salgo a dar dos paseos reglamentarios por la mañana y por la tarde. El resto del día lo paso trabajando y la verdad es que en la última semana he hecho muchos progresos. Ya voy por la mitad de mi próximo libro en una redacción todavía susceptible de numerosos cambios, aunque lo escrito está sólidamente afianzado en EPRE.

 

En este período he echado mano a mi experiencia del trabajo en archivos y las consecuencias procedimentales que de él he derivado. La primera es la importancia de acumular una base importante de EPRE. Para el futuro libro, ya la tengo aunque todavía me falta más, que no sé cuándo podré buscar dada la combinación de restricciones a los viajes y el cierre de archivos.

Tal fue la primera lección que aprendí en 1971, cuando me sumergí por primera vez en archivos en Bonn y otras ciudades alemanas. Conocía el estado de la cuestión existente en el tema que debía explorar (la financiación nazi de la guerra civil). Era muy endeble y con numerosas lagunas, fácilmente perceptibles para cualquier economista. El profesor Fuentes Quintana, entonces director del Instituto de Estudios Fiscales en Madrid, me allanó todas las dificultades administrativas y financieras. Aquí no interesan. Ello me permitió, un tanto a ciegas, hacerme con una base de varios miles de documentos.

La segunda lección que aprendí fue la importancia del azar. Cuando ya tenía prácticamente cerrado el borrador y mi secretaria lo estaba pasando en limpio a máquina (no había ordenadores y los cambios en él se hacían a mano por métodos tradicionales) me encontré un legajo, que no buscaba, sobre las actividades del entonces teniente de navío (si no recuerdo mal) Wilhelm Canaris en la España de los años veinte. Me quedé ojiplático, seguí la pista y tuve que rehacer prácticamente el enfoque hasta entonces aplicado. Me pregunto qué hubiera pasado de no haberme topado con el famoso legajo.

(Incidentalmente, dos o tres años después un periodista/historiador alemán muy reputado, Heinz Höhne, publicó una biografía de Canaris que incluía una parte del mismo material. Lógicamente lo hizo desde un punto de vista alemán, que no era el que yo había seguido, y dado que entonces la historia se escribía en departamentos estancos no se molestó en referirse a mi propio libro, aparecido antes, que probablemente no conoció).

Si bien este primer factor depende de la voluntad del investigador, el segundo no. Se encuentran cosas o no se encuentran. Si la red es grande y se extiende con amplitud hay más posibilidades de pescar más peces (EPRE) que si es pequeña y se lanza unos cuantos metros. El azar es algo que debe siempre tener en cuenta el investigador. Nunca cabe estar seguro de haber acotado toda la EPRE necesaria para abordar con éxito una cuestión. De aquí que afirmar que haya historia definitiva es una estupidez, particularmente en temas más o menos contemporáneos. Este obstáculo se salva, dicen, aplicando métodos propios de la historia cultural y de las mentalidades, en que suele hacerse uso de material primario que se encuentra en el dominio público: prensa, revistas, autobiografías e, incluso, novelística. Es una forma de querer aprehender el pasado. Hay otras.

¿Cuánta EPRE, pura y dura, no residirá en archivos todavía no abiertos o en material todavía no desclasificado?

La tercera lección que aprendí se refiere precisamente a la accesibilidad del material. En aquella época de principiante me codeaba, lógicamente, con otros investigadores. Por conversaciones y chismorreos me enteré de que las hojas de servicio de los miembros del partido nazi e incluso de las SS entonces accesibles no eran todas las que existían. Había en el Berlín de aquella época, todavía bajo la administración de las cuatro potencias, un archivo (Berlin Document Center) donde se guardaban las restantes. Estaba en el sector norteamericano en un recinto protegido por alambradas y debidamente protegido.  Era un archivo de acceso no prohibido, pero sí restringido. Los norteamericanos tenían que estar seguros de que los investigadores que solicitaran acceso perseguían fines legítimos, en general de naturaleza académica, aparte de las relacionadas con las pesquisas judiciales y otras.  Las autoridades alemanas no habían, se me dijo, solicitado su incorporación a los archivos federales que eran  de acceso totalmente libre. Al parecer, había ciertas reticencias a solicatorlo porque los fondos en cuestión ponían al descubierto el pasado nazi de muchas figuras públicas. Luego, naturalmente, esta objeción desapareció, pero en 1971-1972 tenía fuerza.

No recuerdo la situación legal exactamente y es posible que mi memoria me falle. Lo que sí recuerdo es que mis intentos de entrar en el BDC se toparon con la necesidad de aval por una autoridad superior, en mi caso el embajador. No había precedente de que un diplomático extranjero pidiese acceso a los fondos allí custodiados. Fuentes Quintana tuvo que movilizarse, en Madrid y de cara a Bonn, para que se solicitara oficialmente. Esto eliminó todos los problemas y me evitó recaer en muchos de los errores que circulaban en la historiografía. Quizá el más importante se refería a uno de los emisarios enviados por Franco en julio de 1936 a Berlín para ver cómo se podría llegar a Hitler. De lo que se trataba era de conseguir su apoyo a la petición hecha por vías más convencionales de recibir aviones de transporte para transportar sus tropas del Protectorado a la península.

Son tres lecciones, aprendidas por un principiante, que siempre he seguido cuando ha sido posible. Desde los años setenta del pasado siglo hasta la más rabiosa actualidad.

Tuve ocasión de empezar aplicarlas en la segunda investigación que me encargó Fuentes Quintana. Explorar el tema del “oro de Moscú”. Las seguí al pie de la letra. Lo primero que quise fue ver la documentación sobre el oro. Se encontraba en en un “expediente Negrín” que  había entregado uno de sus hijos tras el fallecimiento de este a las autoridades españolas a finales de 1956. La dictadura hizo del recibo de la documentación (solo citó una parte mínima que era, precisamente, el acta de apertura del depósito en Moscú en febrero de 1937) un timbre de gloria a su mayor engrandecimiento. En realidad, pocos habían visto el expediente completo fuera de un grupo muy restringido de altos funcionarios del Banco de España y de los Ministerios de Hacienda y Asuntos Exteriores.

Gracias a las gestiones de Fuentes Quintana, en el Banco me permitieron inmediatamente que explorase los archivos de las direcciones operativas, entonces todavía no incorporadas al Archivo Histórico. Del “expediente Negrín” nadie dijo una palabra. Así, pues, me limité a explorar todos aquellos en los que se me permitía hurgar. Y aquí intervino nuevamente el azar. Lo que exploré, en función de la primera lección de ampliar lo más posible la base de EPRE, fue algo de lo que no se tenía demasiada idea: la documentación que demostraba cómo el gobierno republicano había empezado a movilizar las reservas de oro en los días siguientes al golpe del 18 de julio para su venta al Banco de Francia a fin de obtener divisas. Divisas necesarias para adquirir armas y municiones allá dónde fuera. Pero ¡con el “oro de Francia” la dictadura no había levantado el pollo que con el “oro de Moscú”!. El primero se había confundido arteramente con el de la recuperación, después de la VICTORIA, de otro oro depositado en la sucursal del Banco de Francia en Mont-de-Marsan en 1931.

¿Consecuencia? Aclarado el tema del primer tramo de la venta de oro no me fue ya imposible, aunque sí difícil, convencer al Gobernador del Banco de España que me permitiera ver el “expediente Negrín”. Apliqué la primera lección que había aprendido en Bonn. Al terminar mis pesquisas a la satisfacción de Fuentes Quintana y de su sucesor en la dirección del Instituto de Estudios Fiscales, César Albiñana, ya había adquirido una modesta, pero dilatada, experiencia en casi una decena de archivos españoles y extranjeros. Me faltaba por aprender una cuarta lección: había gente a la que no gustaba que se escarbase en el pasado

(continuará)

Exploraciones en archivos (I)

10 marzo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Después de más de tres meses subiendo posts a este blog relacionados de una manera u otra con Franco, pegándome a la EPRE para desfacer algunos entuertos, siento la necesidad de cambiar de registro. Desde que tuvimos la desgracia de que se nos muriera en un accidente dramático nuestro terrier galés, no he cesado de ausentarme de Bélgica tanto como ha sido posible. ¿En qué emplear los viajes? La respuesta se imponía por sí misma: en buscar nueva documentación primaria.. La idea la reforzó un congresito que se celebró en Madrid a finales del pasado mes de noviembre en el que el organizador, el profesor Javier Cervera Gil, me invitó a disertar sobre la aportación que pueden hacer los archivos extranjeros al conocimiento de la reciente historia de España.

 

Naturalmente, la respuesta es múltiple y su extensión e intensidad dependen de las épocas. España nunca ha estado aislada. Ni siquiera en la edad media. Tampoco en la época más lejana, aunque en estos casos la naturaleza de las evidencias que reposan en archivos (o en sitios arqueológicos) es muy diferente de la que puede encontrarse para tiempos más recientes. No hay que recordar la importancia del material, español y no español, conservado en los archivos de Indias o de Simancas. Uno de mis héroes favoritos, el embajador Pablo de Azcárate, que fue el representante republicano en Londres y después consejero aúlico de Negrín en la misma ciudad durante el exilio, invirtió mucho de su tiempo en rescatar documentos británicos sobre la “Peninsular War”, es decir, la guerra de la independencia contra Napoleón. Hoy forman parte del acervo primario que cualquier historiador puede utilizar.

Por azares y afición quien esto escribe se concentró desde el primer momento en un período histórico muy definido: los antecedentes de la guerra civil, la contienda misma y los años de retracción de la dictadura hasta el entorno del plan de liberalización y estabilización de 1959. Luego avancé algo más hasta cubrir la totalidad de la misma y alguna de sus derivaciones, como por ejemplo las relaciones hispano-norteamericanas hasta que se logró plasmar una relación que satisfacía los deseos de ambas partes en los años ochenta del pasado siglo.

Pasar por la criba de los archivos casi sesenta años de historia española, lo que para mi es en realidad nuestra historia contemporánea, constituye una tarea ímproba. Cualquier historiador más o menos decente puede escribir un relato que los cubra, pero a riesgo de no descubrir nada nuevo. Bien o mal, el período está muy trillado y escribir libros sobre la base de libros es una tentación a la que pocos se sustraen. Sin embargo, la única forma de penetrar en un pasado tumultuoso, rico en vetas y matices, complejo y controvertido, y sacar a la luz aspectos desconocidos o mal interpretados del mismo, estriba en entrar en la documentación primaria relevante de época.

Los lectores de este blog sabrán que no tengo particular aprecio por uno de esos autores norteamericanos que suelen seguir tratando de enseñar a los españoles nuestra propia historia desde lejos, pero sin haber puesto jamás los pies en ningún archivo, ni español ni extranjero. Me corrijo: leyendo su prolija obra aparecen cuatro o cinco citas a legajos, todos ellos radicados en el archivo de la benemérita FNFF. Naturalmente, su obra -muy encomiada por algunos en nuestros lares- contiene deficiencias masivas. Para mí, el tiempo es siempre escaso como para perderlo en diatribas con él y sus discípulos, así que suelo optar por ignorarlo a no ser que sus afirmaciones pasen de castaño oscuro.

Todo esto viene a cuento de mi trabajo en los últimos meses desde septiembre. Liberado, por desgracia, de la necesidad de cuidar de nuestro terrier me he dedicado con cierta asiduidad a visitar archivos, españoles y extranjeros.

Hacía tiempo que no abordaba tal labor, salvo por la necesidad imperiosa de hurgar en archivos italianos para escribir ¿Quién quiso la guerra civil?. Los españoles no podían, por sí solos, permitir dar una respuesta novedosa, empírica y documentalmente fundamentada, a tal pregunta. A lo largo, pues, de estos meses pasados me he dado una vuelta por archivos franceses, británicos y españoles para tratar de abordar algunos de los interrogantes que dejé sin resolver.

Resolver en un sentido lato, porque si el contemporaneísta ha aprendido algo es que  las incógnitas que enciera el pasado nunca se resuelven. La historia jamás es definitiva, como afirmaban -el pecho hinchado y firme el ademán-  algunos de los historiadores que bebieron su sabiduría en los insondables, pero numerosos, libros que forjaron el canon franquista. Cada avance arroja nuevas preguntas que requieren nuevas respuestas. A veces es posible darlas. Con frecuencia, no.

Estos últimos meses quedarán en mi memoria como extraordinarios. He vuelto a casa con, digamos, tres o cuatro mil documentos relacionados con los antecedentes y las consecuencias de la guerra civil. Soy muy consciente de que no podré utilizar todos. No importa. Los que no utilice irán, en su momento, a otros archivos y complementarán sus fondos.

¿Qué he descubierto? En primer lugar algo que puede parecer una perogrullada. Ningún país ha permanecido estático, clavado sobre el propio terreno, a la hora de abrir sus archivos. Hoy, sobre España, la desclasificación alcanza ya los años noventa del pasado siglo. Es decir, que las estupideces (con perdón) que pronunciaron en su momento los dos últimos ministros de Defensa del PP  (los excelentísimos D. Pedro Morenés y Dña. María Dolores de Cospedal) de que no podían abrirse los archivos militares españoles para no incomodar a “nuestros amigos” se revelan en toda su asinina magnitud. Que yo sepa, ni franceses, ingleses, norteamericanos, italianos, alemanes, etc. han solicitado permiso del Estado español para abrir documentación sobre España y su política, interior y exterior. Tampoco es previsible que lo hagan en el futuro.

En segundo lugar que los archivos, en su totalidad, han recibido de lleno el impacto de la revolución tecnológica e informática que también ha moldeado nuestras vidas. Yo recuerdo, ahora con espanto, lo que era trabajar en archivos alemanes, por ejemplo, en los años setenta del pasado siglo. Y digo alemanes porque en ellos me pasé casi tres años (en general por las tardes, cuando no se trabajaba en la embajada, o con permiso de los embajadores cuando tenía que ausentarme porque ciertos archivos no estaban en Bonn o porque abrían solo por las mañanas). Eran también ya de los más explorados, tras haber caído en manos de los aliados, occidentales y orientales, al final de la segunda guerra mundial. Naturalmente no había ordenadores, sino catálogos e inventarios  mejor o peor estructurados que daban una idea del tenor de la documentación conservada.

Claro que eso tenía su encanto. Requería entrar en la mentalidad de los antiguos archiveros  y en el conocimiento de los sistemas de organización del tiempo pasado de las Administraciones respectivas para intentar localizar documentación que no estaba inmediatamente reseñada. Fotografiar en los archivos también era impensable. Por lo general el personal especializado de los mismos se encargaba de tal tarea (a un costo para muchos prohibitivo) o se había delegado a empresas también especializadas (que con frecuencia eran más costosas). Los plazos de entrega no eran inmediatos. Unos y otras estaban sumergidos en un mar de solicitudes.

En definitiva, las búsquedas eran difíciles y los resultados imprecisos. Con frecuencia había que cambiar de rumbo a lo largo de la propia investigación. Era también el momento en que florecieron, en consecuencia, las colecciones documentales. En muchos casos de la mano de comisiones de investigación formadas por archiveros e historiadores que pasaban tiempo, ayudados por múltiples asistentes, hurgando en los archivos para seleccionar aquellos documentos que mejor pudieran ayudar a comprender parcelas del pasado que consideraban como más relevantes.

Era la época en que proliferó la publicación de documentos diplomáticos y militares en países de larga tradición en tales menesteres como Francia, Estados Unidos, Italia, Reino Unido, Canadá, Suiza, etc. Desgraciadamente España nunca estuvo entre ellos. Al régimen franquista el pasado le daba pavor (salvo en contadas ocasiones como por ejemplo el famoso Libro Rojo sobre Gibraltar propiciado, con fines reivindicativos, por el ministro Castiella).

En la Transición algunas personas en puestos relevantes se quejaron de la falta de tales instrumentos. Que yo sepa (conocí a varios) lo hicieron de puertas adentro y nunca tuvieron demasiado porvenir. Nadie podía pensar que estábamos a relativamente pocos años de la revolución informática que transformaría todo. Si el pasado es impredecible hasta cierto punto, el futuro lo es totalmente.  Y, si no, que se lo digan a las víctimas del Covid-19 y a las Administraciones públicas.

(continuará)

El segundo momento estelar de Francisco Franco (y III)

3 marzo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

El post anterior puso de relieve que, desde el punto de vista del comportamiento de Franco hacia sus protectores italianos, tras el 21 de septiembre dio ya por sentado que su nombramiento para el mando supremo era cuestión de días. Con solo Cabanellas opuesto  al mismo, superar su resistencia no duraría mucho. Fuese audacia, cara dura o farol, la forma en que Franco explicó en Sevilla al cónsul general italiano en Tánger lo que había pasado en la primera reunión de generales no deja entrever ninguna otra posibilidad. Que quisiera cargar la mano contra Cabanellas es algo que no puede reprochársele en modo alguno. ¿Quién no lo hubiera hecho estando en su lugar? Volvamos al único testimonio disponible hasta fecha reciente.

 

En sus Cuadernos de Guerra Kindelán, escribiendo en 1945 no lo olvidemos, se deshizo en elogios a Franco. También introdujo una referencia a los enemigos del mismo que le habían recriminado, a él, Kindelán, haber contribuido tanto a nombrarlo. Afirmó que no le cabía responsabilidad alguna por el decreto publicado en el Boletín Oficial de la Junta de Defensa el 30 de septiembre a tenor del cual Franco apareció en una nueva función: “Jefe del Gobierno del Estado español”.

Efectivamente, había una distancia sideral entre el proyecto de decreto que, con ayuda de Nicolás Franco, Kindelán pergeñó de cara a la segunda reunión de generales y el resultado final. Esta segunda reunión se celebró el 28 de septiembre. En su artículo tercero, establecía el nombramiento de Franco como jefe del Estado mientras durase la guerra. Tal acotación temporal desapareció en el decreto publicado. Todo esto es superconocido.

Ahora debemos dejar que entre en escena el hijo del general Cabanellas, Guillermo, ayudante suyo durante la guerra, abogado, exiliado a México, socialista y reivindicador de la figura de su padre en una historia de la guerra en dos versiones ligeramente diferentes. Una que publicó en México en 1973 y otra que apareció en España en 1977. En las dos ocasiones con títulos distintos. La guerra de los mil días. Nacimiento, vida y muerte de la II República española en el primer caso y Cuatro generales. La lucha por el poder en el segundo. A no ser que este título fuera impuesto por la editorial, con fines de estimular las ventas, podemos afirmar que fue erróneo, si bien el autor lo aceptó. No hubo nunca una lucha por el poder entre “cuatro” generales. Sanjurjo no participó porque había muerto. Mola no se opuso a Franco. Y a Cabanellas su hijo, como ya indicamos, lo que levantó fue un monumento de arcilla.

Este autor enmendó la plana a numerosos periodistas, propagandistas e historiadores previos y postuló la existencia de  una “conspiración para el caudillaje”, movida por Franco y en la que aparece en segundo plano el general Millán Astray, no mencionado por Kindelán, junto con otros militares como Yagüe. Aparte de afirmaciones no comprobadas como que su padre fue vetado por Mussolini (no identificó fuente alguna al respecto), Cabanellas hijo indicó que en la primera reunión de los generales (recordemos que el 21 de septiembre) se propuso que el futuro mando único llevara consigo la jefatura del Estado. Esto también lo afirma Kindelán pero en un formato distinto: él, Nicolás Franco, Yagüe y Millán Astray se vieron con Franco en fecha no determinada y le propusieron que los generales se reunieran otra vez  para discutir que el cargo de Generalísimo incluyera la jefatura. Puede ser cierto o no. Si se decidió continuar la primera reunión con una segunda, tal apaño a cuatro debió de hacerse en paralelo. No es imposible.

Sorprendentemente Cabanellas hijo, que reprodujo el texto dado a conocer por Kindelán, afirmó que “la propuesta referente a Franco fue como jefe de Gobierno”. Lo argumenta. No hubiera tenido sentido nombrarlo al frente del Estado mientras durase la guerra. Lo lógico era que lo fuera del Gobierno y que quedase libre “para proveer en su día el cargo de jefe del Estado”. Los amables lectores comprenderán que algo no cuadra.  O miente Kindelán o lo hace Cabanellas.

Es preciso en este momento traer a colación lo que dijeron al respecto los monárquicos en un informe secreto para el embajador británico en septiembre de 1941. Se basaron en unas memorias no publicadas (y luego quizás parcialmente desaparecidas) de Queipo de Llano. Según esta fuente Nicolás Franco y Sangróniz informaron por teléfono después de la primera reunión a cada uno de los generales en ella presentes que la ayuda de Alemania e Italia exigía como condición sine qua non que se constituyera un mando único. De ser así, llovió sobre mojado porque esto último ya se había suscitado. Lo nuevo era la referencia a que las potencias fascistas hubiesen transmitido el deseo del mando único. Era, en parte, cierto pero no demasiado relevante. Mola se había subordinado a Franco al aceptar en agosto que la ayuda nazi-fascista llegara a través de él o con su conocimiento. Es improbable que los demás generales lo ignoraran. A mayor abundamiento Queipo de Llano probablemente sabría de  la reunión con De Rossi si es que no estuvo presente en ella.

Guillermo Cabanellas tuvo verosímilmente informaciones de su padre y, de ser así, debieron de ser amargas. Entre las dos versiones de su obra, la mexicana y la española, hay diferencias. Por ejemplo, en la segunda recoge que como argumento decisivo para apoyar su candidatura Franco exhibió una carta que sobre la ayuda hitleriana le había proporcionado el almirante Canaris. La fuente en que se basa es Ramón Garriga, periodista falangista que supo muchos chismes y publicó una obra, en al menos dos versiones,  sobre las relaciones secretas entre Franco y Hitler. No es creíble en absoluto. El jefe del Estado Mayor W, Hellmuth Willberg, que se ocupaba en Berlín de la organización de la ayuda nazi, había viajado a España en agosto amén de uno de los emisarios de Franco a Hitler, Johannes E. F. Bernhardt, ya le habían comunicado que la ayuda se destinaba a él. A diferencia de Mussolini, Hitler, que no se había interesado por España lo más mínimo hasta aquel momento, no quería entrometerse en la política interna de los sublevados.

En mi último libro he señalado algo que no se conocía hasta el momento y es que Canaris estuvo, efectivamente, en Sevilla, procedente de Lisboa, el 24 de septiembre, es decir, después de la primera reunión; que se entrevistó al día siguiente con Queipo y que se desplazó a Cáceres para ver a Franco. Volvió inmediatamente a Sevilla, donde lo despidió el teniente coronel Emilio Faldella, que actuaba por cuenta de Mussolini. Me parece altamente inverosímil que Canaris diera a Franco un escrito del tenor expuesto por Garriga.  No era necesario en absoluto. Mientras no se demuestre lo contrario, el periodista se inventó un camelo, con independencia de que sean muchos los autores que le sigan ciegamente.

En las rondas telefónicas  que hicieron Nicolás Franco y Sangróniz se preguntó a cada uno de los generales si aprobaba el nombre de Franco que, dijeron en cada caso, ya había parecido conveniente a los demás tras consultarles individualmente. Por medio de tales llamadas por separado los generales dieron su acuerdo (salvo Cabanellas, por supuesto) a la designación de Franco como jefe del Gobierno del Estado, tal y como apareció en el Boletín Oficial. En realidad, el informe monárquico no dice cuándo tuvo lugar la ronda de llamadas. Podría haber sido antes de la primera reunión, porque no hubiese sido tan necesaria después de ella.

Cabanellas afirma que la redacción del decreto final corrió a cargo de otro monárquico, José de Yanguas Messía. Sabemos que se trataba de uno de los más importantes conspiradores contra la República desde el año 1931 y que estaba al tanto de los contactos previos a la sublevación con la Italia fascista. Evidentemente, no pondría muchas dificultades a Franco, pero el decreto aprobado contenía la precisión que su nombramiento era como jefe del Gobierno del Estado y no pura y simplemente del Estado. Es decir, suponía una reducción de nivel con respecto al proyecto de Kindelán, aunque de él ya se había eliminado la referencia temporal. No conocemos ningún pormenor de por qué el conspirador civil y monárquico aceptó la bajada de nivel, pero no es difícil pensar que: a) estaba un poco sobrecogido por tantos uniformes en torno suyo; b) no desconfiaba de Franco, general monárquico de pro.

La afirmación de Cabanellas hijo de que Franco expuso a su padre que no aceptaba la limitación del mandato al período de guerra puede ser cierta o no. Hay cierta resignación en sus líneas cuando señala que “palabra más, palabra menos, a Cabanellas le era indiferente; así puso su firma en el decreto por el cual Franco se convertía en jefe del Gobierno, sin figurar carácter provisional”. Es decir, el presidente de la Junta de Defensa Nacional tiró la toalla. No veo la lucha por ninguna parte.

En definitiva, de creer -con cautela- a Kindelán, fue él quien lanzó la idea de que la jefatura del Estado fuese en favor de Franco mientras durase la guerra. Queda por documentar cuándo se decidió la eliminación de la limitación temporal. Franco afirmó que se negó a aceptarla. Es verosímil y con ello puso a Cabanellas entre la espada y la pared, pero no hay que olvidar que no se conocen, si es que existen en alguna parte, los papeles de Franco, Queipo, Mola, Cabanellas y de algunos otros actores en aquellos días de septiembre. En cualquier caso, en la prensa controlada por los sublevados no tardó en aparecer el nombramiento de Franco como “Jefe del Estado” sin más.

Nada de ello limpia el borrón de que dicho nombramiento procedió de una clique de generales que se auto-otorgaron la capacidad y el derecho de hablar en nombre de la parte sublevada del Ejército español y, a mayor abundamiento, en nombre de toda la Nación. El sector más numeroso de dicha clique se auto-erigió, además, en fuente de “legitimidad” para a escoger como Jefe del Estado a uno de los suyos, tras el cual se agitaban las sombras alargadas de los dictadores fascistas.

Sin embargo, Francisco Franco auto-elevó su segundo momento estelar como si su destino se le hubiera garantizado desde lo más alto. La Iglesia católica española lo apoyó hasta las últimas consecuencias y los últimos tiempos. En cuanto al futuro Caudillo es improbable que no pensara en lo mucho que había recorrido hasta entonces, siempre protegido por la mano de Dios desde sus ya lejanos ascensos a capitán y a comandante, fuentes de su posterior carrera. Pero, como Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo, de los papeles que dejara Cabanellas, de los de la Junta de Defensa Nacional y de los de Mola nunca más se supo. Se han conservado muchos de Kindelán pero, ¡qué casualidad!, ninguno de esta época.

No es ninguna casualidad. De los de otro de los generales monárquicos que más apoyaron a Franco para luego distanciarse de él, cuando advirtió que de Monarquía rien de rien, familiares suyos me dijeron que los destruyó cuando sus relaciones con el omnipotente Caudillo se tensaron de tal manera que le aterrorizó la idea de que pudieran caer en manos de su policía. TODO POR LA PATRIA.

Fin