UNA LUPA EXTRANJERA SOBRE LOS EJÉRCITOS FRANQUISTAS (IV)
El decenio de los sesenta transformó la economía y la sociedad españolas. Modernizó las Fuerzas Armadas. Esculpió presuntamente en piedra (es decir en la Ley Orgánica del Estado de 1968) los principios, que se creían inconmovibles, de la dictadura. Pero, ¿cómo se veía desde el exterior el posible papel futuro de los militares?. El tema daría casi para una tesis doctoral. Aquí se esbozan solo unos cuantos rasgos fundamentales.
De cara a un régimen esclerotizado y políticamente en estasis, los análisis y predicciones exteriores debieron de multiplicarse. La situación y las posibilidades de evolución en España pasaron a discutirse, de puertas adentro, en las capitales de los miembros de la OTAN y de las Comunidades Europeas, en Bruselas, en Washington y, presumiblemente, en Varsovia y en Moscú. Todavía no disponemos de una monografía que haya abordado los denominadores comunes que tales análisis arrojaron. Aquí nos serviremos, como mero guión orientativo, de algunos de los que se hicieron en el Reino Unido.
Ya en 1970 empezó a pensarse en Londres en la conveniencia de aflojar las restricciones al suministro de armamento, con tal de que se destinara a fines no controvertidos ni controvertibles como eran los relacionados exclusivamente con la defensa exterior.
En junio de ese mismo año el embajador John Russell reconoció que el papel del Ejército en la política española era una de las cuestiones más enigmáticas con la que la embajada lidiaba desde hacía tiempo. ¿Qué es lo que pensaban los militares? ¿Cómo formulaban sus ideas? ¿De qué forma y manera ejercían su influencia?
La conclusión fue muy clara y significativa: si bien las FAS se mantenían al margen de la política diaria, en un caso de crisis se pondrían activa y decisivamente del lado del régimen. Eran ellas quienes garantizaban el sistema político imperante. Su disciplina era buena. Por extensión, las FAS serían leales al entonces príncipe Juan Carlos cuando ocupase el trono. El Ejército de Tierra era muy numeroso (más de 200.000 efectivos) a los que había que añadir la Guardia Civil (unos 63.000 efectivos más). Estaba en condiciones de lidiar fácilmente con cualquier problema de seguridad interior. Ahora bien, tras el fallecimiento de Franco surgirían divergencias de opinión entre los mandos, por ejemplo con respecto a los partidos políticos que pudieran legalizarse. Había generales muy autoritarios que se mostrarían contrarios. Otros tolerarían una liberalización controlada. El respeto a su estatus y a sus privilegios sería, además del mantenimiento del orden, una cuestión esencial.
Para el siguiente embajador, Charles Wiggin, el régimen franquista estaba ya muerto a casi todos los efectos en 1974. El denominado Movimiento había entrado en fase terminal y la familia Franco era objeto de un desprecio generalizado. El peligro radicaba realmente en que el Caudillo no terminase de desaparecer. Por ello le pareció necesario intensificar todo tipo de contactos con la oposición democrática y con el Ejército, sobre todo con los oficiales que eran mucho más susceptibles de ser influenciados que sus jefes. Había que estar preparados. Tarde o temprano el Ejército desempeñaría un papel de primera magnitud, bien fuese actuando, no actuando o a caballo entre tales alternativas.
Wiggin sugirió que se invitase a militares españoles a visitar Inglaterra y, a ser posible, a que siguieran cursos en ella. Presumiblemente confiaba en que los resultados serían algo diferentes de los que arrojaba la experiencia hispano-norteamericana. Su tesis era que si no se adoptaban medidas para liberalizar al régimen serían las FAS las únicas que podrían garantizar la estabilidad. Ni que decir tiene que esta aparecía más necesaria que nunca, dada la situación de Portugal. La idea de establecer contactos con las FAS, y que contaba con numerosos proponentes en el Foreign Office, no se autorizó. Ignoro las razones.
(Tal y como se esperaba los norteamericanos defendieron ante sus aliados británicos que en España ciertos sectores empujaban en favor de preparar la adhesión a la OTAN antes de que Franco desapareciera). Sin embargo, en abril de 1975 las dificultades políticas subsistían en toda su virulencia. En la Alianza no se quería ver a España mientras Franco viviera. En Washington se argumentaba que un régimen de izquierdas de tendencia neutralista, como podía desarrollarse en Portugal, era más incompatible con la OTAN que las dictaduras de derechas. La vieja máxima de que más valía apoyar a un hijo de perra con tal de que fuese «nuestro» hijo de perra seguía vigente. No cabe olvidarlo.
La embajada británica, en sus cada vez más acuciantes informes sobre la situación en el verano de 1975, reconoció que, tras el fallecimiento de Franco, el futuro rey trataría de desarrollar un programa de reformas graduales de carácter democratizador. Su éxito dependería, entre otros factores, del apoyo de las FAS. Hasta qué punto vacilase este apoyo una vez que las reformas toparan con una fuerte y previsible resistencia era la gran incógnita.
Con este bagaje intelectual y analítico un documento clave que refleja la percepción británica del papel del Ejército de Tierra en los primeros años de la Transición es el informe anual del agregado de defensa, brigadier J. I. Dawson, redactado en marzo de 1977, ya con el Gobierno Suárez embalado hacia las primeras elecciones democráticas de junio de aquel año.
Dawson enfatizó la significación de que hasta la muerte de Franco la gran mayoría de los militares le habían mantenido su lealtad. La actividad del rey, situándose detrás del Gobierno, se había concentrado en mimar a las tres Armas. Con ello había logrado asegurarse de su fidelidad a la Corona y enaltecido su propio estatus entre quienes se consideraban compañeros suyos. Al fin y al cabo, también era un militar.
Aunque preocupados por los rápidos cambios políticos e institucionales, nada hacía prever que los uniformados se movieran. El apoyo a la Corona había descansado sobre tres supuestos: la inviolabilidad de la figura del rey, la importancia de la unidad de España y la inaceptabilidad del PCE. La dimisión del teniente general y vicepresidente primero para Asuntos de la Defensa Fernando de Santiago en noviembre de 1976, derivada de su disgusto con las actuaciones del Gobierno, había abierto el camino al teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, que tenía opiniones mucho más aperturistas que la mayor parte de sus compañeros.
En consecuencia a la pregunta, que tanto había preocupado a los observadores internacionales de la escena española, de si las FAS pararían o no la evolución política e institucional la respuesta era negativa. Ello se debía al éxito del Gobierno en promover tal evolución por medios estrictamente legales, en mantener un alto nivel de estabilidad a pesar de todas las algaradas y huelgas, en su habilidad de situar en posiciones claves dentro de las FAS a personas dotadas de buen criterio y en la rápida sustitución del general de Santiago. Las perspectivas de una intervención militar se reducirían considerablemente si se preservaba el diálogo entre Gobierno y oposición. España no había superado todavía sus principales problemas y tenía tras de sí una larga historia de intervenciones militares pero, en lo que se alcanzaba a percibir, estaba dando pasos de gigante para prevenir otra nueva intervención.
(Pero la prevención no obviaba la necesidad política, constatada en los contactos diplomáticos con varios Gobiernos europeos, de tener que legalizar al PCE). Esto último disgustó profundamente a los norteamericanos. Cuando se llevó a cabo en abril de 1977 los británicos se afanaron en recoger toda la información que pudieron. No tardaron en comprender que el Gobierno había decidido incurrir en un riesgo calculado.
La dimisión del ministro de Marina (Arma estrechamente identificada con el régimen franquista), almirante Gabriel Pita da Veiga, un gripazo (¿»diplomático»?) del ministro del Ejército que le «impidió» asistir a una importante reunión militar, el inmediato regreso desde Canarias del general Gutiérrez Mellado y una conversación del ministro del Aire, teniente general Carlos Franco, con el propio rey aclararon la situación. El dirigente conservador, que ya ha aparecido en este blog en alguna ocasión, Manuel Fraga Iribarne comentó a los británicos que desaprobaba la legalización ya que había causado resentimiento en los altos mandos pero no creía que fuera posible echarla atrás. El 12 de abril el embajador Wiggin visitó a Carmen Díez de Rivera, jefa del gabinete de Suárez, quien le dijo que la decisión había sido la más arriesgada y difícil tomada hasta la fecha.
No todo se había ganado, pero la carta más complicada se había jugado y los militares se habían resignado. El camino hacia las primeras elecciones democráticas desde 1936 estaba expedito.
(Continuará. Las entradas de este blog se publican en martes. Debido a las fiestas navideñas, en lugar del próximo martes 6, día de Reyes, la entrada se publicará el miércoles 7.)