¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (IV)

28 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

El periodo que media entre julio de 1932 y finales de enero de 1933 fue el de agonía de la maltrecha Alemania weimarense. Puede verse como tragedia (que lo fue) pero también como tragicomedia, caracterización que no es habitual. Sin embargo, raras veces habrá alcanzado cotas tan elevadas la capacidad de autoengaño de las élites católicas, derechistas o reaccionarias en un país europeo. Hindenburg y von Papen sirvieron a Hitler la cena fatídica con la que envenenaron a su país, sus anhelos y sus propias perspectivas. La comparación con tal experiencia muestra que en la misma época hubo derechas bastante más cerriles que las españolas, que no tardaron en participar en el mismo condumio.   

parlamante_1932Las elecciones de 31 de julio de 1932 fueron las penúltimas en Alemania. Consagraron el triunfo resonante de Hitler, que obtuvo un 20 por ciento más de votos que en 1930 y se alzó con 230 diputados, un centenar más que los socialdemócratas. Los comunistas se contentaron con 89 escaños. Los nazis se convirtieron en el partido más fuerte del Reichstag. A von Papen le salió el tiro por la culata. Invitó a Hitler a formar parte del nuevo gabinete aunque no como canciller. Era una opción condenada al fracaso. Hitler estaba interesado en ser el futuro canciller. Como ha recordado Evans, von Papen y Hindenburg se encontraron con el problema de cómo asentar su legitimidad ya que la estrategia de cuadrar el círculo y que consistía en aprovecharse de los nazis, disciplinar a Hitler y encuadrarlo sólidamente entre conservadores y reaccionarios de viejo cuño no había funcionado. Pero no solo estas élites andaban a ciegas. También los comunistas.

En cuanto se constituyó el nuevo Reichstag en septiembre presentaron una moción de censura que los nazis apoyaron. Se aprobó por abrumadora mayoría. No quedó más remedio que convocar nuevas elecciones para el 6 de noviembre. El lector observará que un Parlamento cortito no ha sido un reciente invento español. El campo de juego quedó definido entre los dos partidos más radicales: nacionalsocialistas y comunistas.

En las últimas elecciones celebradas en Alemania antes de 1949 los primeros perdieron el 5 por ciento de los votos y 34 diputados, quedándose con 196. Los socialistas obtuvieron 121 escaños y los comunistas 100. Muchos creyeron que esto preludiaba el principio del fin de los nazis pero el Zentrum (católico) siguió apoyando, erre que erre, la idea de meter a Hitler en el gobierno. También perdieron 5 escaños pero con 70 diputados continuaban siendo una fuerza significativa.

Hindenburg nombró canciller al general Kurt von Schleicher, uno de los muchos muñidores que se habían agitado tras las bambalinas en aquellos tumultuosos años. Su “gobiernito” duró 57 días. Se aproximó a la izquierda nazi y a los sindicatos.  A Hindenburg no le agradaron tales devaneos y lo cesó. ¿Cuáles eran las alternativas?

Basándose en la teoría de las posibilidades objetivas de Max Weber, padre alemán de la sociología moderna, Wehler ha examinado las existentes en aquella época. La primera estribaba en volver al régimen parlamentario normal. Excluible. La clase política alemana la rechazaba y los votantes también. La segunda radicaba en continuar con el régimen presidencialista. Absurdo porque era el que había llevado al bloqueo de la situación. Una tercera consistía en restaurar la monarquía, algo por lo que agitaban ciertas minúsculas élites (como en España). No era en absoluto popular (como también en España). La cuarta, más absurda todavía, era instaurar una dictadura del proletariado. Por mucho que la idea gustase al KPD no existían las condiciones para ello. La única alternativa se planteaba entre la quinta y la sexta posibilidad: o bien una dictadura militar o un régimen republicano liderado por el partido nacionalsocialista.

Nunca se sabrá si una eventual dictadura militar hubiese tenido chances. La clase política reaccionaria que rodeaba a Hindenburg se inclinó por la última, como salida temporal de emergencia. Algunos factores que aconsejaban ir hacia tal opción eran cortoplacistas:

  1. Podría apoyarse en una mayoría parlamentaria relativa.
  2. Contaría con poderosos valedores extraparlamentarios.
  • La lideraría un partido evidentemente muy popular.
  1. Existía la posibilidad de disciplinarlo: una vez que los nazis estuviesen en el poder se darían cuenta de que habría límites a la aplicación de la verborrea necesaria para conseguir votos.

Hoy sabemos que, en aquellas circunstancias precisas, Hitler y su partido estaban disponibles en el momento oportuno y en el lugar oportuno. El primero era la única figura carismática existente en la escena política alemana. El segundo era capaz de recoger un asentimiento popular amplio.

Quizá lo más importante es que ambos predicaban una mezcla ideológica con cuyos componentes siempre podía identificarse algún sector de la sociedad alemana de la época.

  1. Ante todo un nacionalismo radical, visceral, que iba mucho más allá que el que defendían las élites tradicionales.
  2. Combinaba dos de las grandes ideologías del momento, no poniéndolas en oposición una contra otra sino juntándolas en armonía: nacionalismo y socialismo.
  3. Subrayaba una idea que no era patrimonio de región, clase o fortuna. En ella todos los alemanes podían reencontrarse: la “comunidad de sangre” (Volksgemeinschaft), abierta a todos en cuyas venas corriera sangre alemana.
  4. Identificaba con estremecedora claridad al enemigo: el marxismo, el liberalismo, la partitocracia y el contaminante y peligrosísimo elemento judío.
  5. Prometía dar trabajo a todos y atender a todos los sectores en crisis.

En una palabra, se juntaron el hambre y las ganas de comer. En una situación excepcional, de fin de camino, un partido y su líder, el líder y su partido, se encontraron con una gran receptibilidad social. Con independencia de la desaforada demagogia o del inmenso populismo que uno y otro encarnaban y proyectaban.

Nada de ello había surgido en el vacío. La receptibilidad social había ido creciendo a lo largo de la segunda mitad de los años veinte gracias a la desastrosa política de Hindenburg y de Brüning. Luego por la imbricación de los factores exógenos, al impactar las reverberaciones de la Gran Depresión de 1929.

La mezcla ideológica combinaba toda una serie de elementos que  si bien no conjuntamente sí al menos por separado apelaban a los diversos sectores de la sociedad alemana. No eran nuevos.

Las novelas de Christopher Isherwood, Erich Kästner o Ernst von Solomon, por un lado, y el musical y el cine por otro (piense el lector en Cabaret) presentan la imagen turbadora de una sociedad a la deriva que iba encontrando el presunto camino hacia una regeneración total de sus posibilidades. La voz pura de un chaval guapo, rubio, muy blanco, entonando aquella canción de que en un futuro radiante “Alemania me pertenecerá”, podría servir de ilustración plástica de los ensueños que Hitler y los nazis despertaban.

(Continuará)

 

Nota: Volksgemeinschaft suele traducirse en castellano por “comunidad nacional”. Yo acentúo más el componente racial, absolutamente específico e inalterable.

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (III)

21 junio, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Quizá la experiencia de los últimos ocho años de crisis en la Unión Europea permita hoy colegir mejor lo que debió de significar para los alemanes de la época que a las convulsiones políticas propias se añadieran las secuelas de un retroceso económico como el que se produjo a consecuencia de la Gran Depresión. Hubo una época en la que la discusión entre historiadores se entabló entre quienes daban la preferencia a los factores endógenos (crisis interna) o exógenos (importados). ¿Recuerda esto algo al lector? Si la atribución de responsabilidades por la guerra civil española ha generado multitud de controversias, ¿qué no será en el caso alemán? ¿Por qué, en definitiva, un político novato, quien para muchos apenas si tenía currículum salvo como agitador, accedió al pináculo del poder?

Reichskanzler von Papen spricht im Rundfunk zu dem amerik. Volk ! Reichskanzler von Papen in seinem Arbeitszimmer w‰hrend der Rede zu den amerikanischen Hˆrern.

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La respuesta es que las políticas de Brüning tuvieron mucho que ver en ello. Las económico-sociales y la exterior. En lo que se refiere a la primera es algo que muchos alemanes quieren seguir olvidando hoy en día. Se recurre a todo tipo de argumentos.  El más extendido es que a tenor de la ortodoxia económica de la época, pre-keynesiana, la actuación del sector público debía ir en el mismo sentido que el ciclo económico. En una depresión convenía mejorar el saneamiento del sector público. ¿Cómo? Procediendo a recortar el gasto público que, casi por definición, se entendía en su mayor parte como improductivo. (La idea ha renacido en nuestros días). Las fuerzas del mercado ya agrandarían en su momento el pastel económico.  Así que, para hacer frente al déficit, Brüning se afanó en contraer los gastos con el fin de equilibrar las cuentas públicas. Ni que decir tiene que también las ayudas sociales. Como ha señalado Wehler, el curso deflacionista se mantuvo contra viento y marea. El Estado tenía que funcionar como un ahorrador padre de familia (¿dice algo esto a los lectores?). Y, además, subió drásticamente los impuestos, directos e indirectos. Los españoles que sufren duramente un tipo de planteamiento relativamente similar, made in Alemania y asumido por la UE, no tendrán dificultades en comprender su significado.

Claro que, para poder actuar de tal forma, convenía añadir un complemento de gestión política. Como el gobierno Brüning no tenía mayoría parlamentaria, ¿qué hacer? Pues, simplemente, postergar al Reichstag en todo lo posible. A lo mejor también lo habría hecho en el caso de haber contado con la mayoría absoluta pero en el sistema de Weimar esta era entonces ya una meta imposible de alcanzar. La alternativa (¿lógica?, ¿razonable?) era actuar, en todo lo posible, a través de mecanismos controlados por los auténticos expertos, en la Administración y fuera de ella, y amparándose en los poderes “constitucionales” (que se ampliaron enormemente por encima de toda lógica) del presidente Hindenburg a tenor del artículo 48, de infausto recuerdo.

Algunos lectores podrán pensar que estoy exagerando. Nada más lejos de mi intención. De vez en cuando conviene echar un vistazo a las estadísticas. En 1931, por ejemplo, el Reichstag aprobó 34 leyes en solo 41 días de sesiones (no cabe afirmar que los señores diputados trabajaron hasta quemarse las pestañas) y Brüning, demócrata él, promovió 44 decretos-leyes de urgencia (Notverordnungen, en la terminología alemana). Pero la cosa fue a peor. Al año siguiente la ya de por sí atípica situación se agudizó. A los miembros del Reichstag se les molestó tanto tuvo solo tuvieron que reunirse 13 días de sesiones.  Una asiduidad solo superada después por la dictadura hitleriana poco después. Los señores diputados aprobaron 5 leyes pero como había que tomar medidas se recurrió de nuevo intensamente al artículo 48 para “pasar” la friolera de 66 disposiciones legislativas de urgencia. Es decir, la política se desplazó del Parlamento (un incordio) y se refugió en los pasillos de la Presidencia, de la Cancillería y en las salas de reuniones llenas de humo de los lobbyistas de los partidos de derechas. Salvando las distancias, ¿no sugiere esto nada a los amables lectores?

Con los temas endógenos encauzados a su manera la política exterior de Brüning, extremadamente nacionalista, enajenó cualesquiera simpatías que tan afanado, y afamado, canciller pudiera haber despertado en los países vecinos, lógicamente preocupados por lo que pasaba en Alemania. Así, por ejemplo, se rompieron las negociaciones con Francia sobre el Sarre, se rechazaron olímpicamente las sugerencias paneuropeas del ministro de Asuntos Exteriores francés Aristide Briand, se torpedeó un importante acuerdo comercial con Polonia, se declararon inaceptables todos los compromisos que recortaran la capacidad de maniobra del gobierno, se planteó una unión aduanera con Austria sin encomendarse ni a dios ni al diablo y sin que mediara la menor concertación con los terceros países que se verían afectados, se promovió la expansión comercial hacia el sureste europeo y se declaró como objetivo fundamental la eliminación de los pagos a los vencedores de la primera guerra mundial. Por si quedase alguna duda (¡somos muy mashos!) Brüning no hizo el menor caso a una propuesta de moratoria suscitada por el presidente norteamericano  Herbert Hoover (junio de 1931) y, ¡para que se enteren de lo que vale un peine!, se negó a aceptar soluciones transaccionales.

Es decir, Brüning, sus expertos y las fuerzas sociales que lo sostenían se asentaron sólidamente sobre el hipernacionalismo más reaccionario. ¿No recuerda esto nada a los lectores? En el exterior, sin embargo, donde no abundaban los idiotas, se pensó que los alemanes iban a lo suyo y que estaban dispuestos a hacer caso omiso de todo lo que se interpusiera en la vocación dominadora de Mitteleuropa. Ni que decir tiene que tan afamado canciller no consiguió nada.

Además, hombre inteligente, Brüning no trató demasiado bien a Hindenburg. En 1932 se celebraron elecciones presidenciales.  Como la primera vuelta no fue un paseo triunfal para él y, hombre precavido vale por dos, echó la culpa a su canciller, Hindenburg tuvo que acudir a disputar la segunda vuelta contra el perenne candidato comunista, Ernst Thälmann, y un caballero llamado Adolf Hitler. Los socialistas apoyaron a Hindenburg, quizá creyendo que era un buen amiguete suyo. Pero lo cierto es que, tras la reelección, le retiró su confianza el 30 de mayo. La idea socialista de que lo mantendría en la Cancillería se reveló como un error de cálculo estrepitoso.

Con el beneficio que da conocer el pasado (¿quién, en cambio, conoce el futuro?) hoy cabe afirmar que con el cese de Brüning terminó la primera fase de la dinámica que propulsaba al régimen de Weimar hacia su hundimiento final. En comparación con lo que vino después fue, con todo, una fase relativamente moderada porque desde junio en adelante las cosas siempre fueron a peor de forma sistemática.

Lo del adverbio aplicado a aquella fase refleja la evolución constatada, muy preocupante sí, pero no catastrófica todavía. Había cristalizado, en primer lugar, un incremento del electorado que votaba a favor del partido nacional-socialista. También se había intensificado la polarización entre los votantes que buscaban soluciones radicales (nazis de un lado y comunistas de otro) y un tercer partido, el socialdemócrata que se negaba tercamente a aceptar que estaba perdiendo el contacto con la realidad política, estaba emparedado entre los anteriores. Una clásica situación de pinza.

¿Y a quién elegió Hindenburg en sustitución del quemado Brüning? Pues nada menos que a un caballero llamado Franz von Papen. Noble por casa y de oficio militar y político su tendencia no era reaccionaria sino archireaccionaria. Por supuesto era muy proclive a los militares, una de las cliques que sostenían a Hindenburg. Von Papen estaba más que dispuesto a crear un “nuevo Estado” por encima de los partidos y, naturalmente, formó un gobierno con gente de escasa experiencia. Lo primero que hizo fue fortalecer -por si las moscas- las tendencias antiparlamentarias del presidente y, para ampliar su base política, no tuvo mejor idea que, en una situación explosiva, convocar nuevas elecciones para el 31 de julio de 1932.

ba161663Solo a los dormidos en permanencia pudo sorprender que la campaña fuera dura y, ¡ojo al canto!, tan sangrienta que afloraran temores a una posible guerra civil. En un solo día, el 10 de julio, un incidente entre nazis y comunistas en Altona (cerca de Hamburgo) provocó 17 muertos y más de 100 heridos (varios mortalmente). A von Papen y a su camarilla no se les ocurrió disolver las milicias nazis, comunistas o socialistas sino que tiraron a una cabeza: al gobierno socialdemócrata de Prusia como responsable de no haber prevenido aquella catástrofe. Se trataba, sin embargo, del gobierno  más sólido contra el régimen autoritario que aquellos patriotas hiperreaccionarios deseaban consolidar. Fue una medida con efectos muy deletéreos porque destruyó, de la noche a la mañana, el principio fundamental del federalismo republicano weimarense. ¿Y qué hizo el partido socialdemócrata? Aguantarse.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (II)

14 junio, 2016 at 11:37 am

Ángel Viñas

Solo los ingenuos podrían pensar que los habitantes de un Estado que había atravesado por la experiencia de la primera guerra mundial y sostenido, mal que bien, los frentes durante cuatro años serían susceptibles de creer a pies juntillas en los encantos de un demagogo salido de la nada. El que, sin embargo, este fuera el resultado sentido por una parte muy sustancial de la sociedad alemana respondió a una multiplicidad de factores en un proceso complejo que ha sido estudiado exhaustivamente desde el mismo tiempo en que discurría hasta la más rabiosa actualidad.

KAS-Brüning,_Heinrich-Bild-15720-1La traducción inmediata y más visible se produjo en la esfera de la actividad política. No es de extrañar que haya sido la más analizada. En principio con los enfoques propios de la historia política. Más tarde con las aportaciones de toda una serie de paradigmas anclados en las distintas ciencias sociales (economía, sociología, politología, sicología, antropología, estadística etc.) y en los nuevos enfoques utilizados en la práctica historiográfica: intelectual, cultural, de mentalidades, de género y otros.

Que la República de Weimar fue una construcción de difícil manejo es la evidencia misma. Cómo lidiar con las innumerables secuelas de la derrota y de las inmensas privaciones en la retaguardia, las responsabilidades por lo ocurrido, las dislocaciones sociales, económicas y territoriales derivadas del régimen de Versalles impuesto por los vencedores, las limitaciones dictadas por potencias extranjeras, intentonas revolucionarias de signo contrapuesto, las consecuencias de un proceso hiperinflacionario que derrumbó la economía, las expectativas populares y la sociedad implicó toda una serie de desafíos extremadamente serios. Hubo de encararlos con mayor o peor fortuna una clase política escindida y que contaba con apoyos sociales muy diversos. En comparación los años de la segunda República española fueron, casi, un remanso de paz.

Para autores como Wehler el comienzo de la cuesta abajo de la República de Weimar puede fecharse. Esto implica que el nuevo sistema de gobierno no estaba condenado al fracaso (como tampoco lo estuvo su homólogo español posterior). Tal descenso a los infiernos fue paulatino y se inició cuando en las elecciones presidenciales de 1925 resultó elegido, no sin dificultad, el sucesor del primer presidente, el socialdemócrata Friedrich Ebert. El agraciado fue el mariscal Paul von Hindenburg.

Hindenburg salió elegido gracias a la movilización entusiasta y masiva de todas las fuerzas conservadoras, nacionalistas, antirepublicanas, antidemocráticas y völkisch (un vocablo de difícil traducción que engloba las tendencias etnonacionalistas, etnorracistas e incluso tribales que agitaban la sociedad alemana).

La movilización del KPD (partido comunista) y de la extrema izquierda en favor del líder comunista Ernst Thälmann siguiendo las instrucciones de la Komintern, entonces en su fase de abierta enemistad contra la socialdemocracia, impidió que resultara elegido el centrista Wilhelm Marx.

El presidente de la República, hay que recordarlo, ocupaba una posición absolutamente básica en el sistema de Weimar en virtud de dos cualidades inmarcesibles. Podía nombrar y destituir al canciller (presidente del Gobierno) y ejercer poderes excepcionales previstos en el artículo 48 de la Constitución, poderes que terminarían aplicándose mucho más allá de las previsiones del texto.

Con von Hindenburg, viejo militar, de corte autoritario, escasamente leal al sistema republicano, se configuraron tres focos de poder: el que constituyó el complejo presidencial y militarista centrado en torno a su figura; el que se dilucidaba en el juego entre los partidos políticos y las asociaciones sindicales y profesionales que manejaban una parte sustancial de la economía y de la sociedad alemanas y el muy influyente aparato burocrático heredado de la Alemania guillermina. El aparato constitucional weimarense subsistió, sí,  pero la República quedó desprovista de sustancia.

En este plano fueron incidiendo a medida que transcurría el tiempo y con carácter determinante factores de naturaleza estructural: las experiencias, las interpretaciones y los mitos del pasado alemán que condujeron a una permanente añoranza del hombre fuerte, salvador de la Patria (complejo de Bismarck, como lo han denominado numerosos historiadores). En este sentido Hindenburg fue proyectándose como una suerte de remedo de los depuestos emperadores (en la terminología de la época, un  Ersatzkaiser).  Este tipo de añoranza ya se había percibido en la Italia mussoliniana y el propio Hitler había presentado sus aspiraciones al efecto en la insurrección de 1923.

En el caso alemán la incidencia antedicha se vio potenciada por el recuerdo vívido de las consecuencias de la guerra perdida. Un sentimiento profundo de humillación nacional y de desesperación por la derrota. Los elementos nacionalistas y revanchistas (también los nazis) hicieron todo lo posible e imposible por esparcer y anclar en la conciencia colectiva la leyenda de la puñalada por la espalda a los ejércitos combatientes. Estos no habrían sido batidos en campo abierto sino que se habrían visto traicionados por los capituladores y emboscados de la retaguardia (pacifistas, socialistas, comunistas y judíos).

A ello se añadieron las secuelas de las confrontaciones de clase y de regiones (Prusia, Baviera) que habían salpicado los primeros años de la República weimarense y la experiencia de la ocupación territorial hecha por franceses y belgas para imponer el pago de las reparaciones dictadas por los vencedores en Versalles. La hiperinflación de 1923, la fragmentación social y la desmoralización de las clases medias, unidas a la agitación de los viejos combatientes brutalizados por cuatro años de guerra, arrojaron más combustible a una situación que fue haciéndose cada vez más volátil.

Dos elementos atizaron la hoguera. Un anticomunismo primario (que no evitó la colaboración militar y secreta de la Reichswehr con la URSS), muy potente entre los elementos derechistas, cuando no reaccionarios, y una incomodidad cada vez más acusada ante las nuevas tendencias que hicieron famosa la “cultura de Weimar” pero que promovieron también la desafección de amplias capas sociales ante la misma.

A  finales de los años veinte se impusieron las consecuencias de la crisis financiera internacional (de incidencia muy desigual según las clases y sectores sociales) que se combinaron la permanente crisis política.

En 1930 cayó el último gobierno de coalición bajo dirección socialdemócrata. No pudo resistir los embates de la alianza entre la gran industria y los intereses agrarios contra un estado supuestamente en manos de movimientos sociales de izquierdas. Desde entonces, ningún otro gobierno pudo contar con una mayoría parlamentaria.

En tales circunstancias Hindenburg tomó una decisión que ha sido  muy discutida: haciendo uso de sus poderes constitucionales nombró presidente del gobierno (canciller) a un politico conservador, antiguo official, llamado Heinrich Brüning. La idea del anciano presidente estribaba en promover una política autoritaria en un contexto de crítica aguda al sistema parlamentario y de nacionalismo extremado que apuntaban a una revolución conservadora y a un “tercer Reich”. Este era un término ya utilizado con contenidos diversos pero que hizo fortuna en los años veinte gracias, según unos, al propagandista pro-nazi Dietrich Eckart o, según otros, a un tratadista nacionalista, Arthur Moeller van den Bruck. Ambas teorías, por lo demás, están sometidas a una incesante discusión. En cualquier caso los años Brüning constituyeron un giro decisivo.

(Continuará)

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (I)

7 junio, 2016 at 8:33 am

Ángel Viñas

Con este post empiezo a intentar dar respuesta a los varios comentarios que recibí cuando, terminada provisionalmente la serie de «justificaciones» del 18 de julio, anuncié que durante unas cuantas semanas pensaba escribir algunos otros dedicados a la Alemania hitleriana. De entrada tengo que señalar que la pregunta que lo encabeza constituye el meollo de la historia contemporánea alemana. Es más difícil de responder que el porqué estalló la guerra civil española. También ha sido mucho más estudiada por historiadores, sociólogos, politólogos, sicólogos, antropólogos, economistas, filósofos que la guerra de España. Y, además, de las más diversas nacionalidades, perspectivas y escuelas de pensamiento.  

Bundesarchiv_Bild_183-S38324,_Tag_von_Potsdam,_Adolf_Hitler,_Paul_v._HindenburgNecesitaría muchos posts para empezar a dar una respuesta congruente con el estado actual del conocimiento histórico y estoy seguro de que no generaría un consenso entre los lectores. Creo que lo mejor que puedo hacer, de entrada, es recomendar unos cuantos libros. La mayoría está al alcance de cualquier interesado. Luego desarrollaré unas cuantas ideas generales.

Para mí, pero reconozco que puedo estar equivocado, los dos mejores libros que responden a la cuestión son los de Richard E. Evans. Están traducidos al castellano. Se titulan La llegada del Tercer Reich y El Tercer Reich en el poder. Los publicó Península en 2005 y 2007 y los ha reeditado recientemente en 2012. Sobre Hitler mismo sin duda la biografía canónica de Sir Ian Kershaw constituyó un punto culminante. También la publicó Península y se ha reeditado el año pasado por Grupo Editorial. Crítica dio a la luz en 2012 una obra complementaria del mismo autor, El mito de Hitler.

Los autores españoles que han escrito sobre Hitler y el Tercer Reich han solido apoyarse en literatura secundaria. Muchos de ellos no entienden alemán y tampoco tienen experiencia de la cultura germana. No es una crítica. Para escribir sobre realidades foránea conviene empaparse de ellas. Una excepción (sin duda hay otras) la constituye Ferran Gallego con su obra De Munich a Auschwitz, reeditada en 2011.

En alemán, claro está, la literatura es inmensa. Quizá mayor en número que la que la guerra civil ha generado en castellano. Rara es la semana que no aparece algún nuevo título. Personalmente confieso mi predilección por una obra muy discutida, y bastante gruesa por cierto, que es la de Hans-Ulrich Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, 1914-1949, aparecida en 2003. Como su título indica  sitúa la dictadura alemana en un período más amplio que el convencional.

Naturalmente podría citar muchos otros y muchos más. Evans, por ejemplo, inició su obra señalando que, a tenor de ciertos cálculos, en el año 2000 ya podían computarse 37.500 títulos, un número que probablemente se habrá incrementado en varios miles más en los años transcurridos desde entonces.

La respuesta a la pregunta que da título a este post es, sin embargo,  relativamente fácil  si bien sospecho que defraudará a más de uno: a causa de la concatenación de factores múltiples, muy complejos, relacionados con la evolución de la sociedad alemana en el contexto europeo e incluso universal. Esto significa que en historia no hay grandes cuestiones cuyo desentrañamiento pueda reducirse a soluciones simples. Quien las da, engaña a sus lectores o, como dicen los franceses, les vende mercancía averiada.

¿Era una evolución predeterminada? Los historiadores podemos fácilmente caer en una trampa que señaló hace tiempo un distinguido colega norteamericano, el profesor David Potter, ya fallecido: «Saber lo que pasó es el principal activo con que cuenta todo historiador pero también su pasivo fundamental». Es una de las máximas que figura, en su versión original, en el frontispicio de mi próximo libro, que también roza un tema alemán y, más concretamente, de política exterior nazi.

Potter abordó cuidadosamente un capítulo que no puede decirse que haya sido inexplorado: las causas que llevaron a la guerra civil americana o de Secesión, uno de mis temas favoritos. Ganó póstumamente un Premio Pulitzer, que tampoco está al alcance de todo el mundo. En lenguaje más «fino» muchos historiadores acostumbramos a advertir de los riesgos que se esconden tras la máxima del post hoc ergo propter hoc, en román paladino «dado que un acontecimiento B fue posterior a A, A es la causa de B». Pues no.

Los grandes procesos históricos (y nadie podría afirmar que la dictadura nazi y sus consecuencias escapan a tal categorización) no responden a factores monocausales o predominantemente monocausales. En tal sentido no cabe hoy afirmar que fue, poco menos, que el resultado inevitable del funcionamiento del capitalismo monopolista de Estado. Es algo que solía presentar la ortodoxia marxista leninista acuñada en la Unión Soviética y practicada con singular entusiasmo por los historiadores de la República Democrática Alemana. Tampoco fue la consecuencia imparable de la teoría del Sonderweg, el especial camino alemán hacia la modernidad, es decir, el cambio lento y no exento de trampas saduceas, propio de Alemania (pero no de los países de democratización temprana) desde un régimen autocrático y aristocrático hacia un sistema plenamente democrático. En último término, la dictadura alemana (como la denominó K. D. Bracher) sería eso, un fenómeno específicamente alemán.

No es difícil reconocer en ambos extremos una concepción de la historia como el resultado de estructuras, procesos y dinámicas que se escapan al control de los hombres y que a muchos les huele como una versión sofisticada del gran aforismo, muy acertado, de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».  Es un aforismo que ha dado lugar a debates inmensos y que aquí no puedo ni siquiera intentar resumir.

Lo que deseo señalar es que los alemanes se dejaron engañar por Hitler en condiciones dadas y que para llegar a esas «condiciones dadas»  ocurrió  una serie de fenómenos de naturaleza muy variada, política, económica, social, cultural y sicológica. Todos ellos se interrelacionaron y sobre todos  incidieron decisiones humanas que, de haber sido diferentes, probablemente hubieran producido resultados también diferentes. En aquellas condiciones y en estas decisiones tuvo un impacto formidable una variable independiente: el azar. Quizá no haya que llegar a las tesis de Jacques Monod que presentan tal variable como la única posible en la evolución biológica (yo no tengo ni idea de genética) pero sí conozco giros en la evolución histórica en los que ese azar, perfectamente describible, desempeñó un papel fundamental. .

De entrada conviene resaltar dos aspectos  muy claros. El primero que Hitler llegó al poder que suponía ostentar la condición de canciller (presidente) del Gobierno de una manera muy precisa. No fue aupado por la mayoría de los alemanes sino en virtud de los manejos de una clique reaccionaria y militarista que se proponía domeñarlo y que no lo consiguió. El segundo aspecto es que Hitler no engañó demasiado en cuanto a sus propósitos. Los había expuesto con claridad meridiana en los dos volúmenes de su autografía (Mein Kampf). El primero se publicó en 1925 y el segundo al año siguiente. No alcanzó la Cancillería hasta el 30 de enero de 1933. Se estima que en tal período vendió la friolera de un cuarto de millón de ejemplares. Cuántos compradores leyeron el tocho es cosa de otro cantar. Y cuántos se la tomaron en serio es todavía más difícil de estimar. Pero para quien quisiera enterarse lo cierto es que todo su programa estaba ahí, incluyendo interesantes disertaciones sobre la conveniencia de llevar a cabo una política de expansión territorial y de genocidio.

(Continuará)