En todas casas cuecen habas (I)
Ángel Viñas
Por los todavía escasos posts que llevo escritos en esta nueva temporada académica se me ocurre pensar lo que puede ser que se nos eche encima a lo largo de la misma: al lado de un ejemplo brillantísimo de investigación rompedora sobre ciertos aspectos muy manipulados de la guerra civil, como el de Carlos Píriz, no faltará algún intento de descalificarlo. También es un curso en el que, ya lo advierto, aparecerá un libro para el cual he ido recopilando documentación, cual ratoncito hacendoso, desde por lo menos 2013. La maldita pandemia me ha permitido terminarlo.
Ese trabajo se inserta en la línea que he ido abordando en los últimos años: el intento, confío que no del todo malogrado, de continuar dando una respuesta documentada (con “papeles” de archivos españoles y extranjeros) a las grandes preguntas de nuestra historia contemporánea: ¿por qué hubo una guerra civil?, ¿quién la quiso?, ¿con qué pretextos?, ¿quién la preparó cuidadosamente?, ¿cuáles fueron, de entre los factores esenciales que determinaron su éxito para los vencedores, la derrota para los vencidos, aquéllos que más controversias han despertado?; ¿qué argumentos se esgrimieron? Son preguntas que se han planteado también otros historiadores de mi generación y muchos más jóvenes. Cada uno ha contribuido a su manera.
No pretendo haber hallado todas las respuestas, simplemente porque NO HAY HISTORIA DEFINITIVA. Sin embargo, al leer el artículo de Natalia Junquera en EL PAÍS sobre las lagunas y barbaridades de que adolecen los conocimientos de los jóvenes españoles sobre memoria democrática, pienso que la labor vale la pena. No porque crea que esos jóvenes, y sus sucesores, vayan a leer mi libro. Lo creo porque pienso que, con otros muchos de otros autores, tal vez ayudará a los profesores de Enseñanza Media e incluso a algunos de la Universidad a presentar una contraimagen, fundamentada empíricamente, a las leyendas franquistas, postfranquistas o simplemente de derechas que pululan a sus anchas por los medios y conductos de la red.
No lo hago, como a veces lo he hecho, dándome golpes de pecho. En todos los países cuecen habas y en algunos, incluso, calderadas.
Espero que no se me tome a mal si en la primera categoría encuadro, a efectos de comparación, ciertas actividades del país que, para muchos, es el que mejor ha tratado de superar una historia horrible y terrible: la República Federal de Alemania. Su palmarés es, pasada la época de la reconstrucción tras la liberación en 1945 de la tiranía nacionalsocialista, bastante brillante. Esto no significa que no adolezca de puntos oscuros.
Como se dice que afirmó el primer canciller federal Konrad Adenauer a un periodista norteamericano, el nuevo Estado podía hacer justicia a los horrores del pasado o construir la democracia. Para él, que había sufrido persecución bajo la dictadura nazi, el camino a seguir era obvio: el segundo. Y, en tal sendero, se cerraron ojos y oídos a muchas de las injusticias y barrabasadas de la época precedente.
En condiciones muy diferentes, la naciente democracia española optó también por esta vía. Muchos funcionarios del aparato represivo (policial, jurídico, político y militar) se vieron exonerados tácitamente. Muchos han fallecido. Otros, ya pocos, siguen tan panchos. La justicia española los protege. Que el Derecho haya progresado y haya ido adaptándose a nuevas y también horribles experiencias, al parecer es irrelevante. La historia se ha detenido, para ella, en el bienio 1975-1977.
Hay, naturalmente, diferencias fundamentales entre ambos casos en cuanto al enfoque para lidiar con un pasado poco edificante. A trancas y a barrancas, al socaire de funcionarios, movimientos populares y cambios políticos los alemanes fueron encarándose seriamente con su pasado. No había otra alternativa a medida que los crímenes del nacionalsocialismo fueron saliendo a la luz gracias al afán de muchos investigadores, las críticas del extranjero y, no en último término, acontecimientos que despertaron las conciencias de nuevas generaciones. Por ejemplo, los procesos de Auschwitz sobre la Shoah y el juicio de Eichmann a principios de los años sesenta, los movimientos estudiantiles del final del decenio o la exhibición en las pantallas de televisión de una conocida serie norteamericana (“Holocausto”). [Si no recuerdo mal también se proyectó en España, pero no despertó convulsión alguna].
Con todo, es obvio que en Alemania se hicieron cosas que hubieran podido abordarse en nuestro país pero que no se abordaron.
En primer lugar, crear un mecanismo de enseñanza de la historia y de la cultura política de la democracia que conllevara el rechazo explícito de la dictadura nacionalsocialista. Se hizo en fecha relativamente temprana. Se la dotó de medios financieros, materiales y personales y se la incorporó al capítulo correspondiente del presupuesto federal. Se trata de la Bundeszentrale für politische Bildung, establecida en 1961 a partir de otra institución preexistente y sostenida desde entonces por todos los partidos del arco parlamentario en las dos cámaras. Eso sí, al margen de la influencia de los partidos de extrema derecha que han florecido en los últimos años en el panorama político alemán. (Ni que decir tiene que, paralelamente, todos ellos tienen sus propias instituciones paralelas que también reciben financiación pública).
En la “feliz” España de nuestros días hay, sin embargo, que oír el griterío que despiertan algunos modestos intentos de construir un currículum en el que se valorice la experiencia democrática española en la historia. Que la hubo.
En segundo lugar, en Alemania se abordó la tarea de lidiar con algunos retazos que las primeras oleadas de la desnazificación habían dejado de lado. Ante todo, y por las connotaciones que también tiene para España, la execración de los equivalentes (hasta cierto punto) de los sumarísimos de urgencia que introdujo el franquismo.
Ya el 1º de septiembre de 1939 la “justicia” castrense nazi con sus habituales consejos de guerra se amplió a una nueva institución mucho más rápida y menos garantista. A lo largo del conflicto desembocó en una estructura en la que se fusilaba (o ahorcaba) primero y se preguntaba después. Se trató de lo que en la jerga de la época se denominaron fliegende Standgerichte, siempre acompañados -para no perder tiempo- de pelotones de ejecución que no tardaban demasiado en liquidar a los juzgados culpables de los delitos que se les imputaban, se les achacaban o se les inventaban, que de todo hubo en la Viña del Señor. Se añadieron, además, órganos similares en la Gestapo y las SS. Se estima que por sus manos -o sus fusiles- pasaron en torno a 700.000 alemanes, soldados, civiles y “despistados” tras haber sido “tratados” por cerca de 3.000 juristas. Todos o casi todos empeñados en cumplir con su “deber”.
Tras la catástrofe (Zusammenbruch para unos, liberación –Befreiung– para otros) hubo resistencias a lidiar con aquellas “amables” jurisdicciones. Cuando yo estaba en Bonn, era posible leer los ataques que en la prensa se dirigían rutinariamente al presidente del Ejecutivo del estado federado de Baden-Wurtemberg, Hans Filbinger. Tan prominente político, del partido de Adenauer, había ocupado -tan feliz- el rango más bajito (equivalente a capitán) de los jueces de una de aquellas jurisdicciones. Una perla.
Pues bien, a pesar de haberse documentado pormenorizadamente los desmanes de la jurisdicción militar en la época nazi, hubo que esperar nada menos que hasta 1995. Fue entonces cuando la sala competente del Tribunal Supremo Federal consideró como “Blutjustiz” (justicia de sangre, es decir desprovista de todo amparo jurídico) la actividad de tales fieles servidores del Estado nacionalsocialista. Ninguno de ellos fue perseguido en los tribunales.
Los amables lectores que entiendan alemán pueden recurrir a una fuente libre de toda sospecha: https://www.deutschlandfunkkultur.de/deserteure-wehrkraftzersetzer-und-kriegsverraeter-100.html. En ella podrán observar no solo lo que antecede sino también que no fue hasta 2002 (sí, a principios del corriente siglo) cuando el Parlamento alemán deshizo las sentencias de la justicia militar nazi en materia de desertores, de quienes se negaron a servir en filas y de todos los que contribuyeron a “reducir la resistencia armada” a los aliados. Sin embargo, incluso entonces no se atrevió a abordar el caso de los denominados “traidores” a la causa nacionalsocialista.
No estaría de más que alguien tradujera al castellano un resumen de los retortijones alemanes a la hora de lidiar con la justicia nazi tal y como se observa, por ejemplo, en https://zeitgeschichte-online.de/themen/der-dolch-unter-der-richterrobe.
En el caso español, que yo sepa, no hay nada equivalente. El Cuerpo Jurídico Militar no ha manifestado la menor muestra de repugnancia por la actuación de sus antiguos componentes, entre ellos el teniente coronel (luego general de División) Felipe Acedo Colunga y otros más conocidos como el “carnicerito de Málaga”, un señor llamado Carlos Arias Navarro.
(continuará)
CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (Y IV)
ANGEL VIÑAS
Para culminar esta pequeña serie de posts el profesor Guillermo Portilla ha redactado la siguiente contribución que sitúa perfectamente al teniente coronel Acedo Colunga en el ominoso lugar que le corresponde. Lo ubica como un eslabón fundamental en coexistencia con penalistas españoles no militares de la época. Todos contribuyeron, con sus escritos y opiniones, a crear el caldo de cultivo en el que floreció, en todo su mortal esplendor, la mefítica atmósfera que nutrió el pensamiento jurídico dominante durante la dictadura. Avalaron, con su supuesta autoridad, las ideas que “justificaron” el asesinato legal, la persecución, la depuración o la muerte civil de los defensores de un derecho penal en consonancia con las mejores tradiciones de las Luces, el liberalismo y la democracia tanto en España como en el extranjero.
GUILLERMO PORTILLA
Tras el golpe militar los penalistas republicanos fueron perseguidos y condenados. Traicionados por sus “colegas” de profesión, fueron depurados en la Universidad y sancionados por todos los tribunales de excepción. Suerte muy distinta corrieron los que apoyaron al régimen. El Derecho penal español quedó en manos de mediocres y serviles procedentes del tradicionalismo católico y del nacional-falangismo. La interrelación entre unos y otros fue perfecta: los tomistas asumieron sin rechistar el nacionalismo y el Caudillaje en tanto que los fascistas aceptaron de buen grado la intervención eclesiástica en todos los sectores del Estado. Unos y otros, sin excepción, avalaron, legitimaron y, a veces, incluso participaron directamente en la configuración legal del régimen militar integrando los tribunales “especiales”.
Con la intención de dotar al derecho penal autoritario de la legitimidad que le faltaba, aparecieron ante todo los penalistas: Federico Castejón, falangista ultraconservador, fue uno de los diseñadores del Derecho penal de la dictadura y componente básico de la Comisión serranosuñerista sobre ilegitimidad de una República que habría funcionado como una verdadera organización criminal. Además, fue el redactor del Anteproyecto de Código penal falangista de 1938 que prohibía el matrimonio entre españoles y personas de raza inferior.
Isaías Sánchez Tejerina, artífice de la ley sobre represión de la masonería y el comunismo, vocal del Tribunal correspondiente, fue uno de los depuradores más estrictos en la Universidad. Justificó el golpe de Estado como un ejemplo de legítima defensa colectiva y avaló la creación de una dictadura tradicionalista católica. La mejor manera de prevenir la delincuencia era, pensaba, la creación de un Estado fuerte, autoritario y no neutral en la defensa de la fe.
Jaime Masaveu, haciendo uso del mismo informe de la Comisión serranosuñerista, elaboró una teoría sobre el estado de necesidad del soldado republicano contra la República. Su ideología ultraderechista quedó patente en el trabajo “La defensa nacional militar frente a un Estado anárquicamente revolucionario. (Enfoque jurídico)”. En él planteó una cuestión trascendente: si la verdadera obligación del Ejército era la Defensa Nacional frente a cualquier otra finalidad y el significado de asumir tal opción. En tal disyuntiva, Masaveu lo tuvo claro: el soldado republicano debía defender a la Nación española frente al Estado delincuente. Desde la Fiscalía franquista se dijo que su comportamiento durante la “cruzada” fue de intachable patriotismo, estando siempre dispuesto para toda clase de misiones que pudieran encomendársele. Militarizado desde los primeros momentos, se le concedió la medalla de la campaña.
Entre los penalistas hubo otro, Juan del Rosal, que sobresalió por encima de todos. No solo por su apoyo al Caudillo o admiración por el nacionalsocialismo, sino porque intentó elaborar las bases de un Derecho penal totalitario, autoritario y tradicionalista católico conforme a una dictadura fascista. De un catolicismo vehemente, característica, por lo demás, habitual entre aquellos penalistas que tras la guerra se quedaron en España, Del Rosal fue por convicción, quien mejor representó al falangismo nacionalsindicalista y al nacionalsocialismo en la dogmática penal. Renegó de su maestro Jiménez de Asúa una vez consumado el levantamiento militar y apoyó sin fisuras las dictaduras totalitarias de Alemania y España. Es cierto también que a finales de los años cuarenta, coincidiendo con el fracaso de las dictaduras fascistas, abdicó aparentemente de esa ideología y se pasó al bando del Derecho penal liberal
Eugenio Cuello Calón, ya mencionado en el post anterior, fue el autor intelectual del Proyecto de Código penal de 1939. Franquista y católico, llegó a tener un control absoluto de la Academia. Cooperó activamente con la dictadura de Primo de Rivera hasta el punto de ser uno de los juristas que participó en la Comisión redactora del Código Penal de 1928. En 1929 ya era Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Barcelona y Vocal de la Comisión General de Codificación. Su posición iusnaturalista la mantuvo hasta el fin de su vida: principio de legalidad sí, pero siempre que no colisionara contra “los principios de eterna razón y preceptos inmutables de un orden moral obligatorio”. El ideal de Derecho penal que defendió aparece recogido en el discurso de ingreso que pronunció en la Academia de Jurisprudencia y Legislación, el 24 de abril de 1951. En ella perfiló lo que debería ser su modelo. Un Derecho penal subjetivo en el que no se castigara el hecho sino al autor. Siguiendo muy de cerca el movimiento de la Nueva Defensa Social, salvaguardó una doctrina para los delincuentes corregibles y fundada en el aislamiento o segregación de seguridad, para los ineducables o incorregibles.
En la Academia, una vez fallecido Castejón, el poder se concentró en manos de Cuello Calón y Sánchez Tejerina, a los que se premió con las cátedras de Jiménez de Asúa y Quintiliano Saldaña. Más tarde, sus discípulos: Octavio Pérez Vitoria, Valentín Silva Melero, José Ortego Costales, Antonio Ferrer Sama, José Guallart López y Manuel Serrano mantuvieron una línea continuista, legitimadora de la dictadura. Fueron tan conservadores y tradicionalistas católicos o más que sus maestros. A ninguno se les leyó ni oyó jamás una censura al régimen franquista y a su maquinaria represiva.
Por contraposición, el penalista más perseguido y odiado por los “intelectuales” y el aparato represivo de la dictadura fue sin duda Luis Jiménez de Asúa. Contaba para su orgullo con los antecedentes de una lucha pertinaz contra la Monarquía, la Iglesia católica y la dictadura primorriverista. Similar senda de persecución y exilio sufrieron la mayoría de sus discípulos y amigos: Mariano Ruiz Funes, Emilio González López, Antón Oneca y Manuel López Rey.
Al profesor Jiménez de Asúa, socialista y masón, le persiguieron las dos dictaduras españolas. ¿Qué otro fin podía esperar a un demócrata antimonárquico que altivamente proclamaba que“en España la norma de cultura política es hoy marcadamente antidinástica, afirmativamente republicana, y en pro de la auténtica forma democrática está hoy mayoritariamente pronunciada la opinión pública española. (..) nadie defiende al rey y a la dinastía que representa, a lo sumo los capitalistas e industriales que con algunos políticos conservadores tratan en esta hora de crear un partido “centrista”, soslayan tamaña cuestión diciendo que la política consiste en abordar y resolver problemas concretos, pero no se deciden a la defensa abierta y desinteresada del caduco trono”?
El desencuentro entre Jiménez de Asúa y la dictadura de Primo de Rivera se produjo prácticamente desde la llegada al poder de los militares. El sátrapa no vio con buenos ojos su crítica a los reiterados ataques a la libertad de expresión ejecutados por la dictadura y la denuncia del confinamiento de Miguel de Unamuno en Fuerteventura, con motivo de la intervención no autorizada de su correspondencia y desvelarse el contenido de una carta que el escritor había enviado a un amigo residente en Argentina. Al tiempo, Asúa reprochó a la dictadura el encarcelamiento de Ángel Ossorio, ex ministro, por una razón similar: desvelarse el contenido de una carta privada dirigida a Antonio Maura, en la que se reprobaba la adjudicación del servicio telefónico a la compañía donde trabajaba el hijo del dictador. No hay que identificarlo.
Pero realmente el acontecimiento que marcó el destino de Asúa y su colisión con Primo de Rivera fue el concurso a la cátedra de griego que durante treinta años había ocupado Unamuno. Pese a la presencia policial, Jiménez de Asúa junto a otros docentes y seis alumnos burlaron el control y accedieron al lugar de la votación. En ese escenario se produjeron insultos a los miembros del Tribunal y varias cargas policiales. Al tener conocimiento Asúa de la detención de los estudiantes en los alrededores del Ministerio, se presentó el 29 de abril de 1926 en la Dirección General de Seguridad. Tras dar su nombre fue inmediatamente detenido, al tiempo que se le comunicó la decisión del Gobierno de proceder al inmediato confinamiento.
Durante el franquismo, fue depurado en la Universidad y condenado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas a la pérdida de todos sus bienes y a la nacionalidad. Igualmente lo condenó el Tribunal Especial por un delito complejo de masonería y comunismo a la pena de treinta años de cárcel. Su lucha política y su inmensa contribución al desarrollo del Derecho penal continuaron en el destierro hasta su fallecimiento en Buenos Aires en 1970 cuando era presidente de la República española en el exilio.
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Ex post de servidor
Para terminar esta serie, una pequeña orientación bibliográfica. Los lectores que deseen profundizar en un tema que puede parecerles un tanto abstruso harían ver en consultar el trabajo del profesor Gutmaro Gómez Bravo sobre las no siempre divertidas oposiciones en la postguerra a las codiciadas cátedras de Derecho Procesal y Derecho Penal en los años siguientes a la guerra civil. Se darán una idea del ambiente que en ellas se respiró, con aspirantes que solían vestir el uniforme del “Glorioso Ejército Nacional” e imbuidos en las doctrinas, entre otras, del nacionalsocialismo imperante en los años treinta y principio de los cuarenta. Es de fácil consulta en https://www.academia.edu/28307279/LA_UNIVERSIDAD_NACIONALCAT%C3%93LICA_La_reacci%C3%B3n_antimoderna
Se trata de un estudio masivo dirigido por el profesor Luis Enrique Otero Carvajal, de consulta obligada. Las páginas correspondientes a los dos tipos de “Derecho” de la época que aquí interesan se encuentran en las páginas 969 a 986. Se reirán.
FIN
TRAS EL 20 DE NOVIEMBRE
Angel Viñas
Este año las “celebraciones” del 20 de noviembre me han ilusionado poco. Había pensado que, como en algunos aniversarios precedentes, las masas derechistas se lanzarían a la calle en recuerdo del inmortal Caudillo que, según dicen, forjó la España moderna. No he encontrado muchas noticias al respecto. Todo parece indicar que el duelo se ha mantenido en límites estrechos. La FNFF, cuya misión es conservar, enaltecer y favorecer la obra inmensa del Caudillo en sus más variados matices, se vio obligada, según informa en su página de Internet, a cambiar de lugar su cena habitual porque el restaurante en que iba a celebrarse renunció a albergar a los sin duda ilustres comensales que acudirían. Eso sí, anunció la celebración de misas en diez capitales de provincia más Ceuta “por el alma de Francisco Franco y los Caídos por Dios y por España”. Muy poca cosa en comparación con la tradición del nacionalcatolicismo. Más interesante me parece que tan connotada Fundación haya publicado un interesante artículo de don Gonzalo Fernández de la Mora, hijo, en el que se afirma que él no coincide del todo con la enmienda que VOX ha presentado a la totalidad del proyecto de Ley de Memoria Democrática y en el que la República se caracteriza de “antidemocrática, ilegal, sectaria, guerra civilista, golpista y asesina”.
El citado señor aduce para mostrar su desacuerdo tres salvedades: 1) La enmienda afirma que la monarquía de Alfonso XIII se «autodisolvió» para dar paso a la II República, cuando es obvio, afirma, que se trató de una rendición ante la gravísima amenaza de la violencia izquierdista; 2) VOX minimiza la relevancia del libro de Alvarez Tardío y Villa García [este segundo historiador es quien escribió un informe todavía desconocido contra mis afirmaciones sobre la participación de Juan de la Cierva en la sublevación de 1936], en el que se demuestra un fraude electoral masivo en las elecciones que llevaron al poder al Frente Popular, y lo reduce a un simple «probables fraudes en no pocas circunscripciones«; y 3) Afirma que el gobierno del Frente Popular no estuvo implicado en el asesinato de Calvo Sotelo, cuando se trata de un hecho histórico aún no resuelto”.
Evidentemente VOX no es ya, para algunos, lo que era o debería ser.
A mi, sin embargo, me gustaría que se informara al pueblo soberano, representado en Cortes, acerca de las publicaciones que durante el largo período comprendido entre 1939 y 1976, en el que España entera (en los años bélicos, solo la autodenominada “nacional”) estuvo sometida a una censura de guerra o casi de guerra (esto último gracias al padre fundador del PP, profesor Manuel Fraga Iribarne), hubiesen aparecido para, por lo menos, impugnar las acusaciones que se prodigaron contra la República, entre ellas en particular las que sugiere don Gonzalo Fernández de la Mora, hijo.
En el rastreo por la literatura generada en la “gloriosa” España de Franco lo que servidor encuentra es mas bien ecos del infame Dictamen de la Comisión sobre Ilegitimidad de Poderes actuantes en 18 de julio de 1936, publicado por la Editora Nacional del orgulloso Estado Español [denominación oficial] bajo la tutela del Ministerio de la Gobernación en el “Año de la Victoria” con 244 páginas de apretado texto. Como es lógico, muchos de los eminentes autores que colaboraron en tal tarea habían sido conspiradores contra la República antes de aquella fecha y algunos desde su advenimiento.
Hay ejemplares que pueden adquirirse por internet al módico de unos 38 euros, pero un repaso a las páginas de Mr Google no da muchas opciones de consulta. El Dictamen se halla en algunas bibliotecas pero, ignoro por qué, durante los cuarenta años de “gloriosa” dictadura no llegó a republicarse. Tampoco después, que yo sepa, lo ha hecho ninguna de las editoriales especializadas en libros de derechas o de extrema derecha que pululan por este santo país. Creo que sería muy conveniente que un equipo de historiadores hiciera una edición crítica.
Los alemanes, tan pronto como Mein Kampf quedó libre de derechos de autor, se apresuraron a preparar una edición comentada. Servidor se apresuró a adquirirla, pero la verdad es que meterme entre pecho y espalda el contenido de dos tomos de gran formato (22×28,50 cm) con 947 y 1966 páginas respectivamente lo he ido dejando para algún verano en el que no me sienta tan hundido por la pandemia. En lo que se refiere al Dictamen, lo tengo en casa y en algunas ocasiones en la mesilla de noche. Quizá pudiera pensarse para 2029 en su republicación en una edición crítica que, sin llegar a las enormes dimensiones de la alemana, familiarizara a los lectores sobre la distorsión de los hechos que se hizo entonces y que continúa hoy gracias al empeño de VOX y también de alguno de los colaboradores de la FNFF.
Para otra ocasión dejo la posibilidad de comentar la, sin duda, interesante enmienda de VOX, sobre todo después de leer a don Gonzalo Fernández de la Mora, hijo, que afirma que ha sido “redactado sin lugar a dudas por uno o varios historiadores de primer nivel”, por desgracia no identificado(s).
Por el momento quisiera reproducir el texto del artículo que servidor escribió para PUBLICO con el fin de que se diese a conocer el mismo día 20N. En FB y en Twitter subí ese mismo día el artículo que el profesor Julián Casanova, buen amigo mío, publicó en InfoLibre con un título absolutamente neutro: FRANCO. Recomiendo encarecidamente su lectura. Yo fui más modesto y me limité a señalar que, como todos los años precedentes, 2021 tiene su 20 de noviembre.
“Claro que los que lo recordamos por haberlo vivido seremos cada vez menos. En paralelo, aumentarán los que no lo hicieron. Para estos, que al menos tendrán ya más de la cuarentena y verosímilmente se preocuparán por la educación de sus hijos, conviene señalar que se trata de una fecha inscrita con alegría en el corazón de muchos. Ciertamente, en el de quien esto escribe.
Después de casi tres años de guerra y cuarenta de posguerra, de los cuales la mitad se pasaron en el autoaislamiento económico (autarquía se decía entonces) y en una represión inmisericorde y con suma frecuencia cruenta para republicanos, liberales, socialistas, anarquistas, comunistas, masones, librepensadores, ateos, todos globalmente incluidos en el concepto de la “Anti-España”, una modesta prosperidad alentada por la emigración, el turismo y la inversión extranjera en medio de una continuada violencia estructural, algo más sofisticada, el 20 de noviembre de 1975 entreabrió las puertas a la esperanza. No sin temores. La Transición también tuvo sus víctimas, de muy diverso tipo. De violencia etarra y de violencia policial, pero alumbró un rayito de luz.
Hoy, como en ocasiones anteriores, representantes escasamente reciclados de los pilares ideológicos de la dictadura, volverán a invadir las redes -e incluso quizá algunas plazuelas- para reclamar una vuelta a aquellos tiempos en los que, sin rastro de vergüenza aparente, afirman que “con Franco vivíamos mejor”. Sin duda hay gente que se lo cree. Algunos porque se lo han dicho en casa. Otros porque lo oyen y leen en las redes. No faltarán los ignorantes.
¡Ay! El sistema educativo español, en buena parte en manos privadas, no ha hecho su deber y, en general, tampoco se le ha obligado a ello. No es lo que pasa en países de nuestro entorno en los que hay un pasado del que tampoco pueden sentirse demasiado orgullosos, sea porque en ellos afloraron dictaduras (no tan largas como la española) o bien porque, invadidos, tuvieron que sobrevivir bajo la bota de la ocupación.
¿Por qué, sin embargo, España es un caso un tanto particular en la Europa occidental? Con el paso del tiempo va aclarándose el pasado. Se toma distancia hacia él y, bien o mal, los historiadores hacemos nuestra labor. Es modesta, porque hagamos lo que hagamos no es posible cambiar el pasado. Lo que los historiadores sí podemos es contribuir a modificar las representaciones de ese pasado. Esto es lo que fastidia a mucha gente que, en general, se encuentra del lado de aquéllos que todavía tienen una visión positiva de Franco, hoy fallecido hace 46 años, e incluso de su dictadura.
Naturalmente a nadie le gusta que le digan que está equivocado. Sin embargo, desde 1975 a esta fecha los historiadores españoles hemos cumplido con nuestro deber. Hemos explorado archivos, hemos leído libremente a los colegas extranjeros ya no censurados, nos hemos puesto al día con los progresos de la disciplina y otras afines, hemos contribuido a interpretar las fosas del olvido, hemos sido un fermento social incansable. Y hemos mostrado algunas cosas que deberían haber sido evidentes sin necesidad de realizar los grandes esfuerzos que hemos realizado individual y colectivamente.
- La guerra civil no fue irremediable. Fue producto de circunstancias concretas y preparada por actores concretos: monárquicos alfonsinos, carlistas, un sector de las fuerzas armadas debidamente manipulado y siempre contando con el apoyo, que llegó, de la Italia fascista.
- Se preparó y se hizo con argumentaciones espurias. En modo alguno se trató de evitar que la PATRIA cayera en las garras de masones, judíos, comunistas y demás ralea (en este sentido recomiendo la lectura del último libro de sir Paul Preston, Arquitectos del terror, que acaba de publicarse).
- No la quisieron los republicanos liberales, ni los socialistas, ni los anarquistas, ni los comunistas ni, en general, la “Anti-Patria”, que aspiraban a una España modernizada en lo político, en lo económico y en lo social.
¿Y Franco?
Franco se “coló” porque la sublevación del 17/18 de julio quedó descabezada tras el asesinato de José Calvo Sotelo (cabecilla civil del golpe) y la muerte en accidente del teniente general José Sanjurjo, rencoroso. No tuvo rivales. Se aprovechó de la prevista ayuda mussoliniana y se encontró con el “chollo” de una ayuda nazi que consiguió en circunstancias que servidor desveló, más o menos, un año antes de su óbito. Como hacemos los historiadores: con evidencias documentales, debidamente analizadas y contextualizadas. Franco traicionó no solo al juramento de lealtad que había hecho a la República, también incluso a la Corona después de haber camelado durante tantos años a Alfonso XIII. Por eso hubo monárquicos que jamás se lo perdonaron, aunque como buenos monárquicos se acomodaron de una dictadura que jamás tomó medidas contra ellos. Las que se tomaron lo fueron contra la “Anti-España”.
¿Y el terror?
En lo que se refiere al que se desató en la zona leal al Gobierno no se hubiera producido si el golpe hubiese tenido éxito o, mejor aún, si no se hubiera ocurrido. En el que se desató en la zona sublevada fue consustancial con el golpe. Estaba previsto. Estaba articulado. Irrumpió con una violencia feroz, porque de lo que se trataba era precisamente de aniquilar a la “Anti-España”, es decir, a quienes representaban un desafío para el orden económico, político y social de la parte feliz de la España, no menos “feliz”, que apoyaba a la monarquía: la Iglesia, las Fuerzas Armadas, la Judicatura más todos los que vivían contentos en aquellos tiempos de modernización controlada.
Es penoso que todavía hoy una parte de la sociedad española siga creyendo las mentiras, camelos y mitos que propagó la dictadura para justificar su nacimiento y su existencia. Pero es comprensible, porque las representaciones del pasado afectan al presente y quienes controlan ambos pueden pensar que también controlarán el futuro. Manipular la historia no es nunca una ocupación inocente”.
Tras reproducir el artículo en cuestión añadiré en este blog que el que tales representaciones tengan éxito o no dependerá de numerosas circunstancias. Políticas, en primer lugar. Ya sabemos lo que pasó con la Ley de Memoria Histórica, secada hasta el punto de apergaminación en tiempos “marianistas”, a pesar de sus aspiraciones más bien modestas. Pero también técnicas. Los historiadores tenemos nuestro granito de arena que aportar. En estas semanas finales de año estoy tratando, con cierta impaciencia, de poder dar el carpetazo a un nuevo libro y ¿saben Vdes. lo que puedo comunicarles?: es una refutación en toda regla de algunos de los mitos centrales de la dictadura. Pero no como hacen los aficionados. No, eso no. Con muchas notas a pié de página, con abundantes documentos extraidos de media docena de archivos, españoles y extranjeros y, para que los lectores profranquistas no se enfaden, con multitud de referencias a libros, también españoles y extranjeros, de muchos de los cuales apostaría doble contra sencillo que no tendrán la menor idea el historiador o los historiadores que auxilian a VOX.
LA VERDAD SOBRE FRANCO: EL QUE DIFUNDE NETFLIX
UN COMENTARIO MÍNIMO (Y III)
Ángel Viñas
Los comentarios en los dos posts anteriores no son especialmente perceptivos. No abordan lo que, desde un punto de vista global resulta más interesante. Que yo sepa ningún comentarista español ha captado o, si alguien lo ha hecho, no le ha dado mayor importancia. Pero no hay que olvidar que se trata no de un documental hecho para españoles, sino en primer lugar para alemanes. Y que, en segundo lugar, gracias a la plataforma Netflix, cabe captarlo en el amplio mundo. Desde esta doble perspectiva, alemana y mundial, hay dos aspectos que me gustaría subrayar.
El primer aspecto es la relevancia de uno de los términos con que el guion se refiere a Franco. Se le trata de “Despot” a lo largo de todo el programa. La traducción inmediata sería “déspota”. No es una denominación demasiado utilizada en nuestro idioma (incluso, en ciertos contextos y en lenguaje coloquial puede reducirse su acepción primigenia: “este niño es un déspota; no nos deja tranquilos un segundo”)
Sin embargo, Despot y déspota tienen en ambos idiomas una acepción común. En alemán es alguien que gobierna sin limitación alguna (unumschränkt Herrschender) Lo dejo escrito tal y como lo define el Duden, el diccionario de referencia en los países de aquel idioma. Pues bien, en castellano “déspota” es quien gobierna sin sujeción a ley alguna. Lo copio del DRAE.
¿Qué significa esto? Simplemente que los dos países, Alemania y España, han estado sujetos a períodos bajo figuras que en ambos idiomas corresponden a la misma tipología. En el primero durante los doce años en los que Hitler aplicó el Führerprinzip. En España, mucho más tiempo y en el que Franco se sirvió de lo que, con cierta sorna, he denominado el Francoprinzip. Los juristas de la dictadura, siempre “pelotas”, sumisos y muy bien retribuidos, tradujeron en términos más almibarados con el concepto, para mí un tanto raro (pero no soy jurista) de “leyes de prerrogativa”. ¿Qué prerrogativa?
En definitiva, los dos conceptos se refieren a lo mismo. Hitler y Franco fueron la última fuente de ley. Esto es algo que en la democrática España no suele subrayarse pero que servidor sí lo hace en el programa.
El segundo aspecto es que a lo largo del mismo se mantiene la caracterización de la dictadura de Franco como Schreckensherrschaft. Este término, si volvemos al Duden, significa régimen de terror. Pero, ¿cómo se utiliza en este idioma, que es en el que se ha preparado originalmente el programa? Pues, simplemente, para caracterizar, entre otras, a la dictadura nacionalsocialista. Es decir, un oyente alemán se ve alentado a divisar en el caso de España una similitud con la gran dictadura del siglo XX en Alemania que tanto ayudó a Franco.
Por supuesto que la española reviste caracteres propios y no es equiparable a la nacionalsocialista. Siquiera por una razón: esta se basó en la primacía absoluta a dar a la “sangre”, a la “raza”. Una estúpida creencia en una biología incipiente se convirtió en el mecanismo que posibilitaría, tal era la mitología nazi, acceder a la supremacía primero europea, luego universal. Se era ario o no se era. Se formaba parte de la Herrenrasse o no se formaba. Judíos, eslavos, gitanos no eran hombres o mujeres. Eran subhumanos. Untermenschen.
Es obvio que, a lo largo del tiempo, surgió el concepto de los “asimilados”. Entre ellos los italianos fascistas (“arios del sur”) y los españoles. Luego, en la segunda guerra mundial, el concepto se estiró aún más hasta comprender a indios (de la India) y musulmanes. Algunas Waffen SS se convirtieron en una mezcolanza de “razas”, pero desde luego los judíos sufrieron un holocausto, la Shoah, de seis millones de personas. Una mancha indeleble sobre Hitler y su dictadura que no se borrará fácilmente. No dice nada, pues, en favor de la franquista el verse asimilada en alguna medida a la nacionalsocialista y el programa subraya que lo fue desde el principio.
He leído algunos artículos en la prensa española en los que los autores se han congratulado de que por fin la verdad sobre Franco se haya proyectado en un programa de televisión hecho por alemanes. Se les ha olvidado señalar, o quizá no lo sepan, que para el oyente alemán puede tener otra connotación. Durante muchos años las derechas de la República Federal propiciaron en el largo periodo de la guerra fría gestos cordiales o muy cordiales en favor de Franco. El contrapunto que ofrece este programa es, pues, muy de agradecer, porque hoy da un poco de vergüenza leer las declaraciones que en su momento hicieron destacados políticos de la CDU y de la CSU. Aquí también el guion ha fallado un pelín porque podría haber preguntado al efecto a alguno de los académicos alemanes (Aschmann, Bernecker, Collado Seidel) a los que han acudido y que, de seguro, no hubieran tenido empacho en traer a colación varios ejemplos.
Una pequeña objeción. En el último capítulo, potpurri-resumen, hay una referencia al temor a una guerra civil que habría habido en España durante la transición, sobre todo después del 23-F. Me deja sorprendido. No lo percibí. También es verdad que me dediqué más a trabajar en los archivos del franquismo (Presidencia del Gobierno, Banco de España, Ministerio de Hacienda, etc.), amén de algún extranjero, que a preocuparme de una eventualidad que me parecía extraña. ¿Quiénes y con qué medios la habrían desencadenado frente al formidable aparato militar y de sguridad de la dictadura? ¿Dónde estaban los equivalentes de Hitler, Mussolini, Salazar y Stalin para echar una manita a unos y otros? ¿Qué hubieran hecho los dirigentes franceses, británicos, italianos, alemanes, portugueses (tras la revolución de abril), belgas, etc.? Tal vez podría haberse postulado que los norteamericanos no hubiesen reaccionado. ¿Qui lo sà? Con los hacedores que había en el Washington de entonces, ¿qué les hubiera importado más? ¿Democracia en España? ¿O seguridad para sus bases?
El programa finaliza con una invocación: ESPAÑA TIENE UN PROBLEMA CON SU HISTORIA.
Es verdad. Pero, ¿qué historia? Sin duda no con la Reconquista, aunque algunos sigan defendiendo sus leyendas y otros echándolas abajo. Tampoco con el descubrimiento, conquista, colonización y explotación de América, aunque ahora haya resucitado tras los centenarios redondos de la caída de Tenochtitlán y de la independencia de México. ¿Con la leyenda negra?, que ya empezó a desmontar Julián Juderías, entre otros, hace bastantes añitos?. ¿Con la pérdida del Imperio en el pasado siglo, a pesar de la abundante literatura generada a ambos lados del Atlándico? No hablemos de la interminable guerra de Marruecos, objeto último de la “misión civilizadora” de la PATRIA.
¿Imaginan los lectores a las masas españolas, tras uno u otro estandarte, saliendo a las calles para echarse ladrillazos en favor de alguna de las interpretaciones de una historia tan larga y accidentada? Evidentemente, no. Todo con lo que ciertos periódicos, programas de TV y numerosas redes cuatreriles nos atiborran ahora sobre tales y otros periodos son trampantojos para reactivar una renovada “Formación del Espíritu Nacional”. Lo hacen con fines bastardos, aunque no similares a aquellos de “por España hacia Dios” (nadie sugiere, en el siglo XXI, el “Imperio”).
España no tiene un problema con su historia. España tiene, por el contrario, un PROBLEMAZO MAYÚSCULO con su guerra civil y con su dictadura subsiguiente. No ha pasado por la experiencia formativa de la mayor parte de los paises europeos occidentales a partir de 1939. No es extraño que sobre guerra civil y dictadura sigan tejiéndose leyendas, unas más absurdas que otras, pero siempre leyendas.
No es explicable de otra manera que el programa alemán en cuestión haya suscitado tanta repercusión, al dejar ver en la pequeña pantalla lo que innumerables historiadores españoles y no españoles venimos diciendo desde que se restablecieron la libertad de prensa y las demás libertades democráticas.
Las representaciones del pasado son difíciles de cambiar y, naturalmente, se mezclan con las luchas políticas y sociales del presente. Pero no hay que confundir los períodos. Franco no salvó a España. Salvó, si acaso, a una parte de SU España, aunque es difícil pensar que de no haber habido sublevación hubiese existido tal necesidad.
El golpe de Estado se hizo con argumentos espurios, inventados, para restaurar la Monarquía y destrozar las reformas modernizadoras de la República, similares a las de otros países occidentales en el mismo período.
Franco traicionó a la Corona y hundió a España en un pozo profundo tras hacer fusilar a decenas de millares de compatriotas por haber sido republicanos, liberales, socialistas, comunistas, anarquistas, protestantes, librepensadores, masones, ateos, etc. Es decir, todo lo que se dijo que era destructor de las esencias patrias. ESPAÑA, DEBÍA VOLVER A LOS TIEMPOS DE UNA INQUISICIÓN RENOVADA, ENLAZANDO CON UNA ÉPOCA GLORIOSA.
Desde hace unos veinte años se resalta de nuevo el “terror rojo” (como si no se hubiera hecho nada al respecto entre 1936 a 1975), pero ¿por razones históricas? ¿O más bien para acallar o justificar el “terror blanco”, salvador, porque no se decía que España iba a caer en las garras moscovitas?. ¿La muestra?: Paracuellos, otra vez en las redes por estas fechas. En realidad, el objetivo es contraponer algo a los resultados que arrojan las FOSAS del olvido que van abriéndose poco a poco.
Estos ´ultimos son aspectos que a algunos sectores de la clase política y mediática española les cuesta trabajo admitir. ¿Por qué? No porque de pronto hayan recuperado una memoria olvidada, sino porque las concepciones dominantes sobre el pasado influyen sobre el presente y, por consiguiente, sobre el futuro. En las pugnas por el pasado lo que está en juego, en parte, es el futuro de la democracia en España.
Aquí ha sido posible documentar hasta cierto punto lo que fue nuestro pasado INMEDIATO, a pesar de las masivas destrucciones documentales ordenadas por algunos gerifaltes en la Transición, bien conocidos y que seguramente están tan tranquilos con su dios y con su conciencia. Quedan, sin embargo, muchos más papeles. QUE SE ABRAN CUANTO ANTES LOS ARCHIVOS TODAVÍA CERRADOS Y, SOBRE TODO, QUE SE LES DOTE DE LOS MEDIOS PERSONALES Y MATERIALES NECESARIOS PARA ATENDER A LAS DEMANDAS DE INFORMACIÓN que irán en aumento.
¿Para qué seguir teniendo en cuenta los embelecos con los que algunos siguen rodeando a un dictador narcisista, cruel, embustero, traidor y no en último término muy interesado en llenarse los bolsillos mientras sus soldados se desangraban en los frentes o en los hospitales? Como émulo del Führer, sí, pero ¿no han ajustado las cuentas con sus pasados respectivos los países que se desembarazaron, o fueron desembarazados, de la bota nazi?
FIN
Sobre la «hábil prudencia» de Franco (y V)
Ángel Viñas
Con este post termino mis comentarios sobre SOBORNOS. Estoy ya metido, hasta el cuello, en la aventura del año que viene. Reconozco que un libro que combina medidas convencionales con otras de espionaje da para mucho más. Pero no me dedico a la autopropaganda. Así que en este último post quisiera simplemente llamar la atención sobre el espacio que doy en mi libro a una de las figuras que más han llamado la atención de numerosos historiadores y aficionados: el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Inteligencia Militar alemana, la famosa Abwehr.
Confieso que nunca me he sentido fascinado por Canaris. Recuerdo que en los lejanos tiempos en que andaba preparando mi tesis doctoral, allí por 1972, hice una larga visita a los archivos militares alemanes de Friburgo. Ya tenía escrito el 90 por ciento. Entonces se buscaban papeles gracias a un catálogo establecido según los cánones de la época. Utilizando palabras clave, y cubriendo un amplio abanico, dí con un grueso legajo en el que, inesperadamente, me encontré con las andanzas de Canaris en la España en los años veinte y principios de los treinta. Ello me obligó a rehacer la orientación de la tesis. Los documentos ilustraban que el origen de la apelación que Mola hizo a los alemanes después del 18 de julio de 1936 hundía sus raíces en contactos anudados en aquellos años y no cuando Canaris había estado brevemente en Madrid en plena primera guerra mundial. Me adelanté, por cierto, a su afamado biógrafo alemán, Heinz Höhne, un periodista que se había hecho un gran renombre en Der Spiegel y que, naturalmente, me ignoró.
En los años en que José Antonio Martínez Soler dirigió la revista HISTORIA INTERNACIONAL al comienzo de la Transición la cubierta de uno de sus números exhibió una de las poquísimas fotos de Canaris en España durante la guerra civil. Me la dio un exagente suyo. Canaris fue la persona encargada por Hitler de informar a Franco, a finales de octubre de 1936, de la inminente llegada de la Legión Cóndor. En el artículo sobre Canaris demostré con documentos de la Abwehr que al famoso servicio alemán la sublevación de los militares españoles le había cogido en mantillas.
Hoy todavía, en una recientísima biografía de Sir Michael Oldfield, uno de los jefes de MI6 durante la guerra fría, su autor, Martin Pearce, afirma de que el mismo Canaris ya llamó la atención de Franco en 1938 sobre los planes de agresión de Hitler el año siguiente, por lo que el astuto Caudillo ya estaba en guardia y pudo así inhibirse de entrar en guerra al lado de Alemania. Sería una historia estupenda si fuese cierta. El problema es que no está basada en la menor evidencia, en tanto que los británicos sí recogieron pruebas abundantes de que Hitler no se esperaba el estallido de la conflagración en 1939. Pelillos a la mar.
Los ingleses han tenido siempre una atracción particular por Canaris desde los tiempos de Ian Colvin, periodista que sentó cátedra en 1951. ¿Su tesis? Gracias a los consejos de Canaris, traicionando a Hitler, Franco no entró en guerra. Innecesario es decir que esta afirmación sigue vivita y coleando hasta el día de hoy aunque no está apoyada en ningún tipo de documento.
La misma tesis la resucitó un experiodista de The Times que se pasó a la City, Richard Basset, en un libro que apareció en 2005 y que al año siguiente tradujo Crítica. Se ha considerado el no va más. Por desgracia, y para el caso de España, Basset no se basa en ninguna evidencia ni vieja (que no existe) ni nueva. Es más, como no tiene la menor idea de España, no extraña que cometa algún dislate que otro. Que yo conozca, nadie ha llamado la atención sobre ellos pero, en cualquier caso, y en lo que se refiere a temas españoles dicho autor no constituye la menor autoridad.
Por el contrario, la mejor biografía de Canaris, debida a un autor alemán, Michael Mueller, pone seriamente en duda el papel que al almirante se le ha atribuído en sus relaciones con Franco. Dicha biografía se ha traducido al inglés pero todavía no al castellano. Una lástima.
Pues bien, si se utilizan los hallazgos de Mueller y se les combina con algunos documentos españoles que ha publicado nada menos que la benemérita Fundación Nacional Francisco Franco, es posible llegar a conclusiones más próximas a Mueller que a Basset y, en último término, a Colvin.
El análisis crítico demuestra una vez más el dicho de que “el papel aguanta todo lo que le echen”. Un señor afirma, tan pancho, una cosa inventada, se copia y reproduce como si fuera no el va más hasta sentar cátedra. Desmentirla cuesta después sangre, sudor, lágrimas y un montón de dinero. Y, en este caso, podemos llegar a que un señor que no deseo identificar se pregunte, y no dude en inclinarse por la afirmativa, si Franco no llegó a tener en Canaris un espía al lado del Führer.
La pregunta invita a la contrapregunta: ¿Y dónde está la evidencia? Pues ya puede buscar el lector que no la encontrará. Sí hallará en cambio, como señala Mueller, que lo más que puede afirmarse tras compulsar la evidencia circunstancial existente es que Canaris no puso toda la carne en el asador para convencer a Franco para que echase su cuarto a espadas con Hitler.
Pero, para ese viaje, no se necesitaban tantas alforjas. Ni Basset, influenciado por Colvin, ni Mueller podían conocer lo que después ha salido a la luz, gracias a la desclasificación de los papeles británicos que alumbran la operación que he denominado SOBORNOS.
El tema, por el que he pasado un poco sin profundizar en él en mi libro, tiene alguna trascendencia. La supuesta traición de Canaris a Hitler se exhibió, prometedoramente, en una época en que algunos alemanes buscaban con cierta desesperación algún héroe que, por mor de la salvación de la PATRIA, hubiese sido lo suficientemente agudo como para inducir en un error fatal al causante de todas las desdichas del pueblo alemán.
En aquella época, finales de los años cuarenta y principios de los años cincuenta, todavía no se había reconocido plenamente el papel de la resistencia a la dictadura nacionalsocialista en lo que ya era la República Federal de Alemania, recién subida a la pila bautismal por los vencedores occidentales en la segunda guerra mundial. Costó mucho esfuerzo que ese reconocimiento progresara y lo hizo, claro, por los grupos que no planteaban demasiados problemas: los círculos eclesiásticos (católicos, pero también protestantes), los civiles (no muchos), los militares (empezando por Canaris y sus muchachos). Lentamente se fue progresando hasta reconocer la importancia de la oposición de derechas, conservadora y nacionalista entre los militares. Quedó un poco de lado la de izquierdas, aunque la de los socialdemocrátas no podía taparse. Se olvidó cuidadosamente la comunista, al fin y al cabo enemiga existencial.
En este proceso hay que distinguir, obviamente, entre los avances en la historiografía y los que se filtraban hacia la cultura popular o se generaban en esta. Los primeros empezaron por chocar a grandes sectores del buen pueblo alemán hasta que se convirtieron en el cauce principal. Hoy podemos leer que el vocabulario nazi vuelve a introducirse en ciertas manifestaciones del discurso político de Alemania y vemos que algún que otro nuevo partido, populista y de extrema derecha, ya empieza a querer revisar una historia de horror. No es para llorar. Es para prestar atención, mucha atención, a esa nueva efervescencia. Hay historia que no es inocente.
Sobre la «hábil prudencia» de Franco (IV)
Ángel Viñas
En la historiografía convencional no era frecuente hasta hace unos cuarenta años incorporar a la narrativa lo que los anglosajones llaman la “missing dimension”, es decir, la dimensión que falta o que faltaba. Con ella hacían referencia a la incorporación al discurso historiográfico normal de las actividades clandestinas, subterráneas o no convencionales. En una palabra, el espionaje. Hoy tal dimensión está plenamente reconocida.
En contra de lo que pudiera creerse no ha sido la curiosidad que despiertan los relatos de espionaje en el público en general la que ha permitido tal incorporación. Esos relatos, tan antiguos como la Biblia misma, siempre han estado presentes en el imaginario popular y, desde finales del siglo XIX, han sido territorio favorito de todo tipo de obras, en general de aficionados o de periodistas con un gusto por lo sensacional. La historiografía académica, seria, en gran medida los ha ignorado, incluso tras la experiencia de la primera guerra mundial en la que los relatos sobre la segunda ocupación más antigua (adivine el lector cuál sería la primera) experimentaron una notable expansión.
La razón no es difícil de explicar. En la medida en que la historiografía académica tiene, esencialmente, una base documental, es decir, se fundamenta en evidencias primarias los historiadores no podían hacer mucho porque las fuentes estaban cerradas. Episodios como el de la mitificada Mata-Hari, con su mezcla de sexo y espionaje, eran buenos para gacetilleros y novelistas, pero no para historiadores serios, hechos y derechos.
Tampoco después de la segunda guerra mundial y la evolución de la guerra fría cambiaron demasiado las tornas. En general, los Estados que habían pasado o estaban pasando por ellas fueron avaros de sus secretos. Episodios como los de Philby y el gang de los espías de Cambridge dieron pie a numerosos relatos pero no indujeron a que se abriesen los archivos.
Todo este panorama ha ido cambiando. En el país en el que los relatos de espías han hecho furor tradicionalmente, el Reino Unido, la situación empezó a aclararse cuando, por diversas razones, se autorizó una publicación que aludió abiertamente a la importancia de la densa malla de desciframiento de las comunicaciones alemanas en la segunda guerra mundial. Siguió otra en la que se puso de relieve la actuación del Comité XX que había conseguido que todos los espías alemanes que los nazis introdujeron en el país o trabajasen para los británicos o fueran derechitos a la horca.
Y en lo que se refiere a la guerra fría misma, a los pocos años de colapsarse un espía de la KGB que se pasó a los británicos les regaló miles y miles de extractos de documentos que conforman lo que ha dado en denominarse el “archivo Mitrokhin”.
Desde tales hitos, muchos historiadores se han lanzado sobre masas de documentos desclasificados. En la actualidad, los archivos de inteligencia han revelado una amplia muestra de sus arcanos. Siempre con restricciones impuestas por motivos de “seguridad nacional” u oscuros intereses burocráticos. Los norteamericanos no fueron a la zaga e incluso se adelantaron, pero guardando siempre un núcleo duro. Hoy la historia de las actividades de inteligencia ha ocupado por derecho propio un nicho en la historiografía. La editorial Crítica ha publicado recientemente un libro importante, de síntesis, de Max Hasting, sobre tales actividades en la segunda guerra mundial. Es un buen correctivo a las exageraciones que han permitido a autores sensacionalistas hacer caja.
En España vamos atrasados. Son escasos los historiadores que han tratado de integrar temas de inteligencia en el cuadro general. Para la primera guerra mundial los trabajos de Fernando García Sanz, Eduardo González Calleja y Pierre Aubert han abierto brecha. En cuanto la guerra civil el panorama no es mucho más alentador a pesar de los trabajos de Hernán Rodríguez, Pedro Barruso y José Ramón Soler. Un libro, también publicado por Crítica, de Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo no tuvo demasiado éxito. Fue, sin duda, prematuro. El público lector español no estaba todavía entonces preparado para estudios de tal tipo. Luego se han hecho algunas incursiones periodísticas en el espionaje soviético en España pero ningún autor español ha estado a la altura de las investigaciones de Boris Volodarsky, también publicadas por Crítica. Sin duda me dejo algunos nombres pero me fijo en obras de rigor académico y no en otras.
Un autor que trabajaba en la NSA norteamericana prometió hace años un estudio sobre las actividades de inteligencia de la Legión Cóndor pero todavía lo estamos esperando. A lo mejor murió. O se descartó el proyecto. Sería una auténtica pena porque hubiera sido muy interesante. Naturalmente plantea la pregunta de si los archivos de inteligencia de la Cóndor estaban en la NSA, ¿qué diablos habrá hecho de ellos la poderosa agencia de espionaje electrónico norteamericana?
Con respecto a la segunda guerra mundial Luis Suárez ha hecho referencia a que Franco tuvo algunos agentes incrustados en la embajada británica en Madrid. Los informes que de ellos se han dado a conocer, en bruto y sin examen crítico adecuado, no hacen pensar que llegaran muy allá.
Y, después, abundan las especulaciones y los relatos basados en fuentes periodísticas. Existe un rumor, que no sé si será cierto y que aventuro con todo cuidado, a tenor del cual en el Archivo Militar General de Ávila se custodia lo que quedan los archivos en materia de inteligencia militar desde principios del siglo XX. Supongo que escudriñar las actividades de los espías militares en las campañas del Rif debe de ser un asunto tan sensible que nadie se ha atrevido a sugerir su desclasificación.
En este campo todo autor se ve obligado a poner límites a la imaginación. Es fácil dejarse llevar por la luz de presuntas aventuras y el atractivo de los temas. En realidad, de lo que se trata es de escribir historia que se atenga a los principios metodológicos esenciales. Escudriñar los documentos, examinar su consistencia interna, su relación con otros, su pertinencia y, no en último término, la atención que se les prestara. Si es que se les prestó alguna.
Bien o mal, es lo que he intentado hacer en SOBORNOS. No fue ciertamente una operación de espionaje en sentido clásico pero sí tuvo un fuerte componente de extracción y aprovechamiento de información secreta y de influencia sobre el decisor último, Franco; de compra de voluntades y de exploración de escenarios. Ya que se pagaban auténticas fortunas es de esperar que los británicos las sometiesen a contrastes y confirmaciones. Salvo en casos muy puntuales (y refiero algunos de ellos) no he encontrado huellas de ese típico procedimiento de dilucidación y esclarecimiento, bases necesarias -a decir verdad, imprescindibles- para una acción correcta.
Pero, a lo mejor, eminentes historiadores o políticos pro-franquistas tienen en sus manos las llaves de las puertas del reino de la verdad y nos franquean el paso. No habrá lector más contento que quien esto firma. En el próximo post daré un ejemplo.
(Continuará)
Sobre la «hábil prudencia» de Franco (III)
Ángel Viñas
No desearía que los amables lectores de este blog creyeran que lo utilizo para hacer publicidad de mis trabajos. Así que no trataré de sintetizar los resultados de mi último libro. Sí espero que me permitan realizar algunas consideraciones sobre comentarios que he leído en los medios digitales en donde se han publicado conversaciones conmigo acerca de SOBORNOS. Reflejan con frecuencia una forma curiosa de entender la historia y el trabajo del historiador. Hoy me limitaré a unas breves consideraciones por razón de categorías.
Quienes más han comentado son los denigradores. Lo han hecho desde dos puntos de vista. El primero, el de los sabihondillos. El segundo, el de los cargados de ideología.
El primero es el más interesante. Huelga decir que no han leído el libro, pero ya exponen sus argumentos con supuesta autoridad. Digo supuesta porque se hacen siempre desde el anonimato. Yo solo me he sentido impelido a hacer un comentario una vez. Lo hice para contestar a un artículo de un distinguido columnista de ABC en el que me achacaba (junto con otros colegas, entre ellos Julián Casanova) que con lo que escribíamos jamás entraríamos en la Real Academia de la Historia. Me limité a responder, con mi nombre y apellidos, que nunca había sentido tal deseo. Por supuesto, no hubo la menor reacción.
Pues bien, abundan quienes afirman que “eso de los sobornos” ya es cosa sabida. Tienen, por supuesto, razón. Se conocen desde 1986. Los dio a conocer el profesor Denis Smyth, entonces en Cork College. Se hizo famoso instantáneamente. Es amigo mío y hoy está feliz en la Universidad de Toronto. Lo señalo en el prólogo de mi libro. Y, como historiador profesional, también indico a todos los demás autores que han retomado la referencia a los mismos. Solo hay, entre ellos, un español que haya encontrado algo que haya enriquecido mínimamente las referencias de extranjeros, aparte de Smyth (entre los cuales destaca David Stafford). Ni que decir tiene que, al publicar en 2016, añado nuevos autores, hasta al menos el año anterior.
Pero, que yo sepa, los sobornos no constituyen la pieza fundamental de ningún otro trabajo que los haya examinado desde los aspectos operativos, tácticos y estratégicos. Así que me perdonarán tales sabihondillos si no puedo tomarles en serio.
La segunda categoría dice más de quienes opinan que del libro. Sus comentarios, en los que se me achaca una ideología que no llegan a concretar, se hacen desde una postura de quienes se sitúan au-dessus de la mêlée, es decir, de ciudadanos que presuntamente solo se preocupan de una no menos presunta actitud, la de la objetividad.
Aparte de que ello no se compadece con los dicterios con que esmaltan sus comentarios creo que lo que demuestran es que se ven afectados por una cierta confusión conceptual. Y esto es, para mí, lo más significativo.
Tales comentaristas ignoran que no hay, ni puede haber, historia sin ideología. Quien afirme lo contrario simplemente no sabe de que habla. Todos los seres humanos contemplamos el mundo que nos rodea, y también el que ha rodeado a nuestros antepasados, a través de lo que uno de mis maestros, el profesor José Luis Sampedro, solía denominar una “retícula axiológica”. Es decir, los seres humanos filtramos nuestras percepciones por nuestros valores. Quienes no lo reconocen confunden objetividad con imparcialidad.
Aplicada esta confusión al campo de la historia se olvida en qué consiste el objetivo el historiador. Desentrañar o iluminar parcelas de algo que ya no existe, el pasado. Lo hace, sin embargo, ateniéndose rígidamente a unas reglas destiladas a lo largo del tiempo. Sobre todo desde que el escudriñamiento de ese pasado se configuró como fundamento del conocimiento específico que llamamos “historia” en tanto que disciplina (algo que ocurrió en Alemania, Francia e Inglaterra esencialmente en el siglo XIX).
Tales reglas hacen que la investigación histórica tenga una cierta pretensión de “cientifismo”, no como el de las ciencias naturales sino que se acerca más al de las ciencias sociales. Son reglas que permiten diferenciar entre afirmaciones banales, sin sustento salvo en las propias opiniones, y las que son resultado de un trabajo de exploración de las fuentes. Estas son, lógicamente, muy diversas (desde restos de obras arquitectónicas, pasando por las piedras talladas, los papiros y pergaminos hasta una variada gama de artefactos culturales).
Es decir, son fuentes que manifiestan en concreto la acción de los seres humanos en el tiempo, sometidos a influencias económicas, sociales, tecnológicas y culturales en contextos en cambio, y que tienen o han tenido existencia fuera de ellos. Las afirmaciones de los historiadores genuinos son objetivas porque dependen crucialmente de algún tipo de soporte, del cual las han extraido siguiendo una metodología, inductiva o deductiva, consolidada en la discusión inter pares de generación en generación.
Quienes alegremente se desatan en descalificaciones e improperios, sin base en un examen crítico de las fuentes, no son objetivos sino parciales. Aventan opiniones que pueden no tener base alguna salvo la que componen sus emociones, posturas axiológicas o preferencias políticas e ideológicas.
En mis investigaciones, por el contrario, reivindico la estricta referencia a la base, apoyaturas o sustento en fuentes que existen, con independencia de mis valores. De hecho, una gran parte del trabajo del historiador, y del mío propio, estriba en buscar e identificar esas fuentes que suelo denominar evidencia primaria relevante de época.
Al analizar esa evidencia trato de ser objetivo en la medida en que no suelo ir muy por delante de lo que la misma permite inferir siguiendo por lo general un procedimiento inductivo. Esto no quiere decir que sea imparcial. No puedo serlo porque tengo, como todo ser humano, ciertos valores. ¿Cuáles son? Esencialmente los de la Ilustración, con el imperativo categórico al frente aplicado a la búsqueda de la verdad (al menos la documentable). ¿No suele decirse que “la verdad nos hará libres”?
En SOBORNOS, como en numerosas obras anteriores, doy ejemplos de autores que no se atienen a las reglas de la metodología histórica y que no dudan en manipular, tergiversar o distorsionar la evidencia, primaria e incluso secundaria (las “fuentes”). Hasta reciben prebendas y alguno ha logrado la proeza de introducirse en la Real Academia de la Historia.
Y porque mis valores son, en general, los de la Ilustración confieso que no me gustan ni Franco ni su régimen. Gracias a la desaparición de la censura (vigente en su España desde 1936 hasta 1976) toda una serie de historiadores españoles y extranjeros han tenido la posibilidad de demostrar que ambos fueron una mancha negra en la historia española, un tiempo de mentiras, de deshonor y de represión multifacética y multimodal.
Así, pues, confieso que no hay otro deber más importante para el contemporaneista interesado por España que poner al descubierto todas las facetas de dicho régimen y de la persona que lo dirigió y en torno a la cual autores enajenados por el dinero, honores, influencia o ideología tendieron una tupida red de tergiversaciones.
SOBORNOS, y el libro -esta vez colectivo- que le seguirá el próximo año, no son sino una pequeña muestra de lo que hubo detrás de aquel régimen y de su fundador. Ahora bien, cuando he encontrado alguna evidencia que puede resultar favorable a Franco no la he desdeñado. Al contrario, me he deleitado en destacarla para demostrar que trato de ser objetivo y me atengo, críticamente, a los documentos. No como algunos de los historiadores que afloran, con no demasiada buena luz, en mis libros.
(Continuará)
Sobre la «hábil prudencia» de Franco (II)
Ángel Viñas
Una de las dificultades de escribir en materia de inteligencia en una situación de guerra estriba en cómo insertar los resultados de las operaciones que se abordan en los contextos dentro de los cuales se llevaron a cabo, tanto en el plano estratégico como en el táctico. Los autores suelen dividirse. Están, por un lado, los que contemplan tales operaciones en sí mismas, es decir, los que se sienten tentados por describirlas y analizarlas como un fin y no como un medio para un fin. La apetencia del público por las historias de espías es, por lo demás, un aliciente.
Por otro lado, están los autores que procuran abordar el impacto de tales operaciones más allá de sí mismas. Naturalmente, para un historiador normal esto es lo que tiene más morbo. Hay operaciones que fracasan, otras con resultados puntuales y otras que tienen un impacto concreto sobre planteamientos estratégicos y tácticos. Es obvio que no en todos los casos puede identificarse dicho impacto.
En el caso español, la única operación que se ha estudiado con tales fines ha sido la denominada CARNE PICADA (MINCEMEAT). Se le han dedicado una película (EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ) y varios libros. Uno de ellos ha sido publicado por CRITICA en su serie sobre la segunda guerra mundial. El profesor Denis Smyth escribió centrándose sobre su contexto estratégico y táctico. Lo hizo de forma profesional y con gran autoridad. Su libro no se ha publicado en castellano.
Pues bien, lo que yo he denominado operación SOBORNOS fue mucho más importante y significativa que CARNE PICADA. De Constituyó la base sobre la cual se asentó la estrategia británica para contener las apetencias de Franco por entrar en guerra. Pero también el fundamento de la política de Londres hacia el régimen español, tout court.
Nunca se permitió, en efecto, que otras operaciones u otras valoraciones interfiriesen con SOBORNOS. En la cúpula británica (de Churchill como primer ministro y ministro de Defensa, al Gabinete de Guerra, al Gobierno en general, a los Jefes de Estado Mayor y a los servicios de inteligencia) se introdujeron compartimentos estancos destinados a protegerla. Había que dar tiempo al tiempo y que se hiciera sentir la influencia de los sobornados sobre Franco para que minaran la confianza que el jefe del Estado tenía en su consejero aúlico y ministro de Exteriores Ramón Serrano Suñer.
El número de personas que supo de SOBORNOS se redujo al mínimo. En Madrid estaban al corriente, aparte del embajador, el ministro consejero, los agregados militar y financiero y el naval, que fue quien impulsó la operación desde el primer momento. No he encontrado constancia de que otros funcionarios supieran de su existencia en la capital española. En Londres solo dos ministros conocieron su lanzamiento: el de Asuntos Exteriores y el del Tesoro. Era imposible hacer nada sin contar con ellos. Posteriormente hubo que informar también al ministro de Guerra Económica para que dejara de incordiar, ya que estaba al frente del Special Operations Executive (SOE), es decir, la agencia creada por Churchill para llevar el sabotaje y la subversión a la Europa ocupada por nazis y fascistas.
Ni que decir tiene que los roces burocráticos fueron, al principio, la regla. Para lidiar con ellos, los ministros al corriente apelaron a un pequeño grupo de altos funcionarios dignos de toda confianza. Esto fue así hasta el punto que en los diarios del subsecretario permanente de Estado en el Foreign Office, y hombre clave en SOBORNOS, sir Alexander Cadogan no solo no se encuentra nada respecto a la operación sino que incluso abunda en despectivos calificativos, al menos al principio, contra el embajador en Madrid y alma de la operación, sir Samuel Hoare. Quien, por cierto, no solo no dijo nada en sus publicadas memorias sino tampoco en un esbozo de otras complementarias que no llegó a terminar antes de su fallecimiento.
Salvo los primeros telegramas en los que se planteó la operación, todas las referencias a la misma se diluyen en la correspondencia burocrática y en los informes y telegramas políticos y militares. De aquí la importancia de los que se desclasificaron en 2013. De no haber sido por ellos, hubiera sido imposible avanzar mucho en su conocimiento. Hoy, sin embargo, ya sabemos cómo se gestó, cómo funcionó y qué resultados obtuvo.
Por SOBORNOS discurrió un chorro de dinero. Los datos que figuran en la literatura son inexactos. Pero es que, además, la cobertura financiera hay que enfocarla tanto desde la perspectiva británica como desde la de los receptores. En la primera, fue evidentemente una microgota en un océano de gastos militares. En la segunda, las tornas cambian de forma radical. Sobre los generales y el hermano de Franco cayó una tromba de dinero (pesetas, escudos, dólares, libras) que pudo quitarles toda preocupación financiera para el resto de sus vidas.
¿Supieron los generales, y el hermano de Franco, uno de los personajes más corruptos de la época, de dónde procedían los dineros?
Se ha aducido, sin la menor prueba, que no, que no lo sabían. Bueno, al menos uno de los sobornados sí tuvo que estar enterado. No fue un cualquiera. Fue el coronel Valentín Galarza. El antiguo “técnico” que coordinó el golpe de Estado en julio de 1936 y que sucedió a Serrano Suñer y luego al propio Franco como interino al frente del Ministerio de la Gobernación.
SOBORNOS, por lo demás, llegó a contar en el Gobierno no solo con Galarza, sino también con el bilaureado general José Enrique Varela, ministro del Ejército. Es decir, el banquero mallorquín Juan March, también financiador de la sublevación de 1936 para adquirir material bélico en Italia y alquilar el Dragon Rapide (luego prestó a Franco un volumen inmenso de recursos), no se anduvo con chiquitas. Fue a la cabeza y por lo grande
No es de extrañar que SOBORNOS se rodeara de un tupidísimo velo y que los británicos subordinaran a su intangibilidad cualquier operación clandestina que quisieran montar otros servicios de inteligencia en España, particularmente el SOE.
La cuidadosa selección de las personas a sobornar, los altos y bajos por los que atravesaron las fortunas militares británicas en la primera fase de la guerra mundial, los alaridos falangistas, la preocupación por hacer Gibraltar inexpugnable y la creencia de que la mejor forma de lograr los objetivos estribaba en influir directamente sobre Franco vía personas de su confianza explican que una operación que se planteó en un principio para seis meses durase casi tres años. Fue adaptándose a las circunstancias, asumió objetivos secundarios, cambió en ocasiones de carácter pero siempre fue el último as de la baraja en manos británicas.
(Continuará)
Sobre la «hábil prudencia» de Franco (I)
Ángel Viñas
Tras la pausa veraniega reanudo, como había prometido, este blog. Estos primeros posts de la nueva temporada se dedicarán a encuadrar mi nueva investigación. Su argumentación y resultados se reflejan en un libro que ahora se pone a la venta. Quizá interese a los amables lectores que siguen este blog conocer los porqués de la misma.
Desde que, en 1974, di a conocer los resultados de un trabajo que me había encargado, en mi etapa en la embajada en Bonn, el profesor Enrique Fuentes Quintana mi labor como historiador se ha centrado en escudriñar mitos del franquismo. En aquel momento fue lo que hubo detrás del insólito apoyo inicial de Hitler a Franco en los albores de la sublevación. Luego fue el “oro de Moscú”. Más tarde, en plena transición me dediqué con un equipo de colegas a poner al descubierto la sinuosa trayectoria de la política económica exterior española, desde la instauración de la República hasta la muerte de Franco, gracias al apoyo personal e institucional del profesor Rafael Martínez Cortiña (qepd). Se publicó en 1979.
Hoy, cuarenta años más tarde, me doy cuenta de que mi labor como historiador se ha situado siempre en la misma perspectiva. Desmitificar, comprobar, analizar y progresar en el conocimiento, siquiera modestamente, de nuestra historia contemporánea. Entendiendo siempre por esta el período comprendido por la República, la guerra civil y el franquismo.
El libro que ahora sale a la luz, SOBORNOS, es un intento de despejar una de las cuestiones que la historiografía pro-franquista no se ha atrevido nunca a indagar seriamente. Porqué España permaneció “neutral” durante la segunda guerra mundial. Obsérvese el entrecomillado.
Sobre el tema se ha escrito abundantemente. Todavía durante la guerra misma, y allá por 1944, la dictadura se preocupó de establecer un canon que después fue afinando, refinando y edulcorando sin pausa. Al hacerlo creó toda una serie de mitos que, más o menos adaptados, duran hasta nuestros días.
Los lectores de este blog recordarán que en la pasada temporada ya llamé la atención sobre el, por ahora, último producto de esa larga tradición. La hagiografía que sobre Franco y sus relaciones con Hitler publicó, hace ahora más o menos un año, uno de los grandes historiadores pro-franquistas todavía activos (afortunadamente para él y su familia), desaparecido ya Ricardo de la Cierva.
Cuando critiqué la obra del profesor Luis Suárez Fernández estaba lidiando con el libro que ahora empieza su andadura en las librerías. Confío en que merezca el favor del público. Me ha costado los proverbiales sangre, sudor, lágrimas y un montón de euros. Conviene recordar que la investigación en archivos puede ser muy interesante, muy atractiva y despertar felices sentimientos si acaba bien, pero es también siempre muy costosa.
SOBORNOS aborda un tema conocido en la literatura. Como suele ocurrir en la que se refiere a la posición de España en la segunda guerra mundial, esta literatura es más bien extranjera que española. Afortunadamente, en esta última ya hay notables excepciones.
En la primera mi libro es tributario de las aportaciones de, ante todo, Denis Smyth, Paul Preston y Richard Wigg. Entre los españoles hay menos pero sí destacan con luz propia Carlos Collado Seidel, Enrique Moradiellos, Manuel Ros Agudo, Javier Tusell y Emilio Sáenz-Francés. En cualquier caso no creo haber olvidado a ningún autor relevante. Si lo he hecho, presento desde aquí mis excusas. No oculto que he dejado fuera a autores que no han aportado, en mi opinión, ningún conocimiento al tema en cuestión, pero siempre es posible que me haya olvidado de otro u otros.
La lista de libros y artículos que he manejado comprende, por lo menos, ciento treinta títulos amén de una treintena de naturaleza biográfica más veinticinco tomos de fuentes primarias publicadas y, sobre todo, una considerable documentación procedente de una decena de archivos, españoles y extranjeros. Manejar todo este volumen de fuentes, en media docena de idiomas, puedo asegurar que no ha sido fácil.
Lo que es rotundamente nuevo es la incorporación a la literatura de dos nuevos tipos de documentos: por un lado, los que el Gobierno británico desclasificó en 2013, hace ahora tres años, sobre una serie de detalles operativos de una actuación que se consideró tan supersecreta que se le aplicó un plazo de cierre de 70 años, es decir, muy elevado (aunque hay fondos que permanecen inaccesibles durante un siglo y otros, los menos, sin plazo previsto de apertura). Por otro lado, fondos que aunque abiertos desde los años setenta no habían merecido, sorprendemente, la atención de ningún historiador, español o extranjero.
Dado que el conocimiento del pasado es contingente (depende de la accesibilidad de nuevas fuentes, de la aplicación de enfoques o paradigmas adecuados y del análisis y contextualización más amplios posibles) los historiadores solemos estar atentos a lo que se abre en los archivos, sobre todo en aquellos que siguen una política más o menos previsible. Los británicos son uno de ellos, como los franceses y los alemanes, de entre los países más relevantes para España de nuestro entorno. (No es el momento ahora de hablar de los norteamericanos, un caso un tanto especial).
Cuando en 2013 se desclasificaron varios legajos de documentos sobre la política británica hacia España en los años de la segunda guerra mundial, quien esto escribe vio el cielo abierto. La operación de compra de voluntades a militares y políticos españoles por los británicos, que había descubierto Denis Smyth hace ahora exactamente treinta años, quizá podría permitir identificar y aplicar nuevas perspectivas.
Y esto es lo que, con mejor o peor fortuna, he tratado de llevar a cabo en el nuevo libro.
Me apresuro a señalar que la operación que he bautizado como SOBORNOS (nunca se le dio una denominación específica, tan secreta fue) no se concibió nunca como la única actuación para evitar que Franco sucumbiera a la tentación de alinear su suerte con el Eje.
La literatura ha puesto de relieve otros factores que coadyuvaron a tal finalidad como, por ejemplo, las presiones políticas, diplomáticas, de propaganda y económico-comerciales (que ya empezamos a alumbrar en 1979). Ahora he añadido tres factores complementarios: la peculiar política de Hitler hacia Franco sometida a vaivenes constantes dentro de una cierta vacilación geoestratégica y geopolítica, las operaciones de espionaje e inteligencia en España (en lo que puede documentarse sobre ellas) y la planificación política contra Franco que desarrolló la más misteriosa y más secreta agencia creada por Churchill para reblandecer la moral enemiga (y para influir eventualmente en la española).
(Continuará)
(No quisiera terminar este post sin desear a los amables lectores la más feliz rentrée posible en una reanudación del curso político que se anuncia complicada. Espero que hayan tenido un feliz verano. En lo que a mi respecta lo he pasado -salvo una semana de vacaciones- trabajando en un nuevo proyecto que espero salga a la luz el año próximo).