UN NUEVO LIBRO PARA LAS VACACIONES: VIOLENCIA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA

22 diciembre, 2015 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hay gente que en estas próximas vacaciones o semi-vacaciones de Navidad y Año Nuevo corta con la rutina y se dedica a leer ese libro del que nunca ha tenido tiempo de ocuparse. EL PAÍS ha publicado por estas fechas los títulos que han parecido más interesantes a algunos de sus lectores. Ya he dado los míos. Cuando lo hice no había ojeado, por falta de tiempo, un libro que me había llegado pero que he tenido ocasión de leer después. Mea culpa. Como no es verosímil (¡ojalá me equivoque!) que alguien lo elija, me apresuro a anunciarlo en este último post antes de las Navidades, que es cuando en la Europa del norte suelen hacerse regalos.

cifras-cruentasEl libro en cuestión se titula CIFRAS CRUENTAS. Las víctimas mortales de la violencia sociopolítica en la segunda República española (1931-1936). El autor es el profesor Eduardo González Calleja. Lo ha publicado la Editorial Comares, de Granada, y es de aparición muy reciente.

El tema es absolutamente vital. Una de las justificaciones que siempre se aducen para «explicar» la sublevación militar del 17/19 de julio es la presunta situación de «anarquía», «desorden», «violencia», «asesinatos», incendios, algaradas, ataques a la Iglesia y a la propiedad que caracterizó la primavera de 1936 tras las elecciones de febrero que dieron la victoria a la coalición del Frente Popular.

De las versiones que nos incrustaron a los niños y a los estudiantes que padecimos el franquismo es difícil olvidar las visiones apocalípticas que dos de los grandes prohombres de la derecha española, José Calvo Sotelo y José María Gil Robles, expusieron ante las Cortes en junio de aquel año. Presentaron un país que se caía bajo el peso de la iniquidad de las izquierdas y de la inseguridad que se había apoderado de sus calles. En esta «preparación» de los espíritus de cara al golpe ya en acelerada gestación nunca faltó el énfasis en la «lógica» conclusión de aquel conjunto de circunstancias: el vil asesinato de Calvo Sotelo, ordenado por el Gobierno y ejecutado por agentes de la policía.

A mi, cuando hacía las prácticas de milicias, en 1964, en los cuarteles del Goloso (próximos a Madrid) me tocó exponer con todo lujo de detalles aquella teoría ante los oficiales del regimiento en que las hice y ello por orden conminatoria de su coronel. Es una experiencia que me dejó una huella tan vívida que jamás se me ha borrado de la memoria. Otras cosas, buenas y malas, sí. Aquella no.

Pues bien, ahora, en este libro González Calleja (coautor de la también reciente Historia de la Segunda República Española, publicada la pasada primavera por Pasado&Presente) ha llevado hasta los límites posibles todo un conjunto de investigaciones empíricas. Estas las ha venido realizando a lo largo de los últimos diez años en artículos, capítulos de libros y de forma transversal en numerosas publicaciones en una obra fecunda e inesquivable. El de ahora es un libro que, dentro de la problemática que se ha autoimpuesto, hará autoridad en el futuro.

Por varias razones:

La primera, y nada desdeñable, es que contiene un catálogo de los actos de violencia con consecuencia letales que se produjeron desde el 14 de abril de 1931 hasta el 17 de julio de 1936. Es un catálogo numeroso que abarca de la página 309 hasta la 424. Una obra de hormiga y de expurgo de fuentes primarias y secundarias abrumadora. González Calleja es lo más opuesto al ejemplo del duo Payne/Palacios que quepa imaginar. En este libro el lector encontrará un ejemplo rutilante de la mejor historia empírica.

La segunda, y no menos importante, es que la acumulación de hechos sin teoría conduce directamente hacia la nada. La teoría puede subyacer al relato (es lo que suelo hacer en mis propios libros) o abordarse de manera clara en el texto. El autor, en este caso, ha acudido a una serie impresionante de sociólogos, politólogos e historiadores para exponer desde las primeras páginas los conceptos, métodos e hipótesis que le servirán para adentrarse en la frondosa jungla de los datos.

La tercera, y también muy destacable, es que González Calleja arremete educadamente, pero arremete, contra muchos autores, más o menos aficionados, de estudios previos sobre el tema sin importarle demasiado que sean nombres que a algunos pueden parecer inmarcesibles o de meros diletantes.

¿Qué resulta de todo ello?

Pues la desmitificación de las glosas o afirmaciones, a lo Payne, que siguen imperturbables, erre que erre, defendiendo el mito fundamental de la cosmogonía histórica franquista.

Muchos de los resultados son refinamientos de los que el propio González Calleja ya ha venido avanzando en trabajos previos. Otros traducen una voluntad de explorar situaciones no suficientemente iluminadas a la luz de investigaciones empíricas parciales. Estamos, en consecuencia, ante una obra esencial que defiende, sin complejos, la historia empírica con una base teórica relevante. Los hechos, de por sí, no dicen nada. Hay que mirar detrás de lo que ocultan. De todas maneras, a quienes les guste la historia cuantitativa estarán contentos.

Estadísticamente hablando la República no fue un régimen tranquilo. Entre 1931 y el 18 de julio se produjeron, cuando menos, 2.629 víctimas mortales de la violencia sociopolítica. De ellas, sin embargo, 1.550 las causaron las fuerzas del Estado que, a su vez, sufrieron no menos de 455 bajas fatales (p. 88). Esto representa unas tres cuartas partes del total. De aquí podría afirmarse que la República (en sus diferentes formatos político-ideológicos) no se anduvo con mano blanda. González Calleja ha identificado la adscripción política de, al menos, 530 víctimas (sin contar las de Asturias que representan un caso específico). Pues bien, de esas 530 no menos de 484 pertenecían a la izquierda. Es decir, la violencia del Estado parece que se dirigió contra esta galaxia, que iba desde los partidos republicanos (IR, UR y PRRS) hasta la JNT, FAI y Juventudes Libertarias. Y, entre las fuerzas del orden, ¿quién se llevó la peor parte, en esta ocasión incluyendo Asturias? Pues la guardia civil y los carabineros en primer lugar, seguidos por los cuerpos de seguridad e investigación y los militares. Apenas si hubo víctimas entre los guardias municipales y afines (p. 89).

Pero no fue una violencia de ritmo constante. En la etapa de los gobiernos provisionales se dio un 7% de las víctimas; en el bienio republicano-socialista se produjo un 13,5. El porcentaje ascendió al 65% en el bienio negro y durante el Frente Popular al 14,5% restante. Es decir, en términos cuantitativos esta última etapa fue la más mortífera.

Si de la historia cuantitativa se pasa a la interpretación, los datos de la violencia en tal período permiten inducir que «no se abrió una coyuntura revolucionaria porque los poderes emergentes de carácter popular no tenían un proyecto político común capaz de tomar decisiones y asumir el control a escala nacional, o siquiera regional, provincial o comarcal» (p. 49).

La guerra civil no encuentra, pues, su origen en la violencia de la primavera de 1936 sino en la acción facciosa de un sector del Ejército y en la frustración política de las derechas (desde los más importantes a tales efectos, los monárquicos, hasta la CEDA y los fascistas incipientes o declarados) que se dedicaron con frenesí a crear «su» ventana de oportunidad.

¿Y el anticlericalismo, contra el cual protestó una Iglesia anclada en los cánones de Trento? Apenas si ocasionó víctimas. Desde los enfrentamientos del 10 de mayo de 1931 en Madrid, pasando por Alicante, Málaga y Córdoba. Las víctimas fueron revoltosos. Solo se registran dos religiosos muertos y ninguna de ellos por algo ligado al anticlericalismo popular o la política laica. Únicamente en las circunstancias excepcionales de Asturias fueron asesinados 33 religiosos (el 56% de los muertos por la violencia revolucionaria).

Hablando de Asturias las páginas 220 a 244 se dedican a recordar y cuantificar las víctimas de la revolución de octubre de 1934, apoyándose en numerosos autores que también los han investigado. En Madrid se produjeron 45, en Cataluña 83 y en Asturias en torno a los 1.200 de los cuales unos 256 fueron gubernamentales. La represión subsiguiente, no hay que olvidarla, fue feroz.

En conclusión, a Payne el autor de esta obra le da una pequeña pasada dialéctica. Lo normal cuando alguien va a los datos en tanto que otros se dejan llevar por prejuicios y copian lo que pueden y quieren. Lo mismo cabría afirmar de un historiador italiano que ha acudido en auxilio de la «reserva espiritual de Occidente», es decir, la derecha española de la época.

En definitiva, un libro fundamental y sobre el que convendrá meditar. A pesar de todo, ¡felices Navidades!. ¡Feliz Año Nuevo! Todo, dentro de lo posible. Volveré inmediatamente después de Reyes.

¿ES FRANCO UN INVENTO POLÍTICO DE LA IZQUIERDA?

15 diciembre, 2015 at 8:30 am

Ángel Viñas

Pongo en interrogante una reciente afirmación del profesor Stanley G. Payne. La hizo en positivo según la transcripción (no necesariamente fiable) de unas declaraciones suyas al periódico Levante (28 de noviembre). La ocasión la ofreció una conferencia impartida la víspera en la Universidad Católica de Valencia. Obsérvese, no en la pública. De ser cierta, suscita una serie de cuestiones generales y particulares, tanto de tipo historiográfico como ideológico. Abordaré, ante todo, las primeras.

1024px-The_Peacemakers_1868Un paseo tranquilo por algunas de las librerías más importantes de New York City basta para mostrar a cualquiera las múltiples formas en que se trata el pasado del país del que el profesor Payne es originario. Anaqueles enteros están dedicados a obras sobre la guerra de secesión (the American Civil War, en la acepción más comúnmente aceptada en Estados Unidos). Que tuviera lugar entre 1861 y 1865 (es decir, que terminara hace ya 150 años) no parece óbice. Hay revistas dedicadas íntegramente a la misma con tiradas considerables. Pintores destacados han recreado y recrean escenas del conflicto. Se venden a precios exorbitantes. Incluso siguen apareciendo películas (la última, Lincoln, 2012, de Steven Spielberg) que tocan aspectos relacionados con la contienda y su trasfondo.

Hasta hace relativamente poco las feroces discusiones entre historiadores norteamericanos eran objeto de sesudos tratamientos periodísticos. Entre ellas se incluyen, por ejemplo, las sugeridas por visiones completamente dispares sobre el proceso que llevó al estallido del conflicto, el papel de la esclavitud antes y en el mismo (muchos lo negaron más o menos abiertamente) y la adecuación de su denominación (guerra entre los Estados ha sido siempre una de las favoritas para una corriente minoritaria).

En el año que ahora termina, el del 150 aniversario, la proliferación ha sido mayor de lo habitual. Y, como no sorprenderá, la controversia historiográfica sigue siendo intensa. Aunque el profesor Payne parece más bien de tendencia ideológica republicana (en los actuales Estados Unidos) supongo que no desconoce y que incluso lee una de las más establecidas revistas intelectuales de la costa Este, The New York Review of Books. Más bien, eso sí, de centro-izquierda. Me extrañaría que no hubiera echado un vistazo a uno de los artículos de fondo que apareció en el número del 19 de marzo de 2015 titulado «The Civil War Convulsion«. En él se reconoce que «la tarea de historiar la guerra civil, teniendo en cuenta su complejidad moral, es tan ardua (challenging) como siempre. Tal vez el reto más significativo sea recuperar el sentido de cómo sería el mundo futuro para aquéllos que lo afrontaron sin el conocimiento retrospectivo que hemos ido acumulando». Es decir, cada generación escribe su historia del pasado común.

Que Estados Unidos hoy no tenga mucho que ver con el de los años de la guerra civil decimonónica no impide que la discriminación antes y marginación hoy de una mayoría negra (perdón, black American) subsistan, sobre todo en los estados sureños, los vencidos.

Esto significa que una guerra civil deja secuelas que el tiempo no borra fácilmente. Incluso una como la norteamericana que no se caracterizó por las secuelas de venganza de los vencedores contra los vencidos como fue la española. Así que sorprende que sea, precisamente, un historiador norteamericano el que se arrogue el derecho (que quizá considere innato) de alumbrar a los españoles con su reconocida, aunque discutible, sapiencia sobre la guerra civil y la dictadura.

En unas declaraciones (Tiempo, 13 a 19 de noviembre de 2015) el profesor Payne responde a una pregunta de Javier Otero: «Su obra ha sido duramente criticada por muchos historiadores. ¿Qué responde?». La contestación no deja de tener bemoles: «Que no malgasto mi tiempo en polémicas».

Respuesta admirable si quien la hace estuviese en posesión de la verdad, ya fuera inmanente o revelada. El problema es que ni él, ni nadie (salvo el Señor) lo está. Y cuando afirma que la biografía que de Franco él y el periodista Palacios han escrito es la «única que trata en serio la represión», uno no puede sino reír, ya que no merece la pena llorar.

Franco no es un invento político. Tanto los historiadores de una u otra tendencia (porque todo historiador tiene su corazoncito, al igual que el común de los mortales) investigan (o no), escriben y discuten acerca de cuarenta años de historia española. En la medida en que Franco y la mayor parte de sus partidarios siguen justificando la sublevación militar de 1936 como el resultado de la experiencia republicana (Payne dixit: «Fue una rebelión provocada por la oleada de atropellos, actos ilegales y violencia»), cabría hablar del período 1931-1975, es decir, más amplio y mucho más intenso históricamente.

¿Cómo es posible, pues, que en la historiografía y en el recuerdo colectivo 45 años pueden tener solo una interpretación? ¿Se explicarían la Reconstrucción o la modernización acelerada de Estados Unidos, con sus tendencias hegemónicas (1860-1900) de manera estrictamente unívoca como parece querer el distinguido historiador norteamericano?

O, ¿no será más bien que, en uno de sus habituales ejercicios de proyección, sea la derecha la que imputa a sus adversarios políticos e ideológicos un tipo de comportamiento que le es propio? Porque en el plano historiográfico no he leído mucho entre los políticos, periodistas y seudohistoriadores de tal tendencia que se quejen acerca de la desidia de las autoridades por poner en pie un sistema razonable de acceso a los archivos. Y no me consta (aunque quizá pueda equivocarme) que los Gobiernos de Felipe González y de José Luis Rodríguez Zapatero se caracterizaran por la destrucción masiva de documentación. Quizá el profesor Payne no haya oído hablar de la que se produjo bajo la esclarecida dirección de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. Por no recordar, según informaciones de prensa, la que al parecer tuvo lugar al final de la legislatura dominada por el PP bajo José María Aznar (personalmente siempre me ha sorprendido que un documento crucial para entender la postura de Franco ante el plan de estabilización y liberalización de 1959 estuviera en los archivos de la Presidencia del Gobierno antes de su llegada al Gobierno y no después bajo su sucesor).

Al plano historiográfico hay que añadir otro: el de la justicia conmutativa. Durante casi cuarenta años la dictadura estableció un sistema sólido, congruente, decisivo para honrar a «sus» muertos. Es decir, a las víctimas del «terror rojo». La Iglesia católica no se ha privado de beatificar a una porción de sus mártires. Un derecho que nadie le discute pero que no apoya en otros. ¿O fueron asesinos todas las víctimas del «terror blanco»? Porque también hubo muchos inocentes, y mujeres, y niños.

¿Puede Payne demostrar que la dictadura -o sus sucesores ideológicos- han hecho un esfuerzo para, siquiera, «recordar» a las de su propio terror (más acuciante, más duro, más permanente)?. Como esta sería una tarea francamente difícil, en un ejercicio de prestidigitación la derecha política, mediática e historiográfica las quiere olvidar definitivamente. El vaciado de la denominada abreviadamente LMH así lo apunta.

Es decir, en oposición a lo previsto en la Constitución Española, tales círculos han querido, y quieren, perpetuar la distinción entre muertos de primera y de segunda categoría. Los de esta última habrían sido condenados «por consejos de guerra regulares» y en aplicación de las disposiciones legales correspondientes. A otra cosa, mariposa. Borrón y cuenta nueva. El futuro se abre a la amnesia. ¿No es bonito?

Una práctica tan elemental (cristiana, pero también pagana -no hay sino que remontarse a la Antigüedad clásica) como la de honrar a los muertos es hoy objeto de desatención, cuando no de ludibrio. ¿Por parte de quién? Pues por parte de quienes se sitúan en la lignée de los vencedores. Esa a la que nuestro distinguido autor no menciona. Sin embargo, la historia no es cuestión de opinión sino, sobre todo, de investigación contrastada y discutida. También en archivos de los que el profesor Payne no parece haber sido nunca asiduo visitante.

PS: Este post se publica en la semana en que tendrán lugar las elecciones generales. Esperemos que de ellas salga un gobierno que tenga menos miedo al pasado que su antecesor.

DOÑA ESPERANZA AGUIRRE Y SU VISIÓN DE LA HISTORIA

8 diciembre, 2015 at 8:30 am

Ángel Viñas

El XL aniversario del 20-N ha dejado tras de sí una pequeña resaca. Limitándome al plano historiográfico quizá merezca la pena resaltar afirmaciones de uno de los personajes más combativos de nuestra nada ejemplar vida pública. Ignora lo que los españoles hemos podido ir aprendiendo sobre nuestra historia a pesar de las dificultades que ha interpuesto su propio partido.

Esperanza aguirre blogComo personaje público Doña Esperanza Aguirre no necesita presentación. Sí como historiadora. En mi último libro no resistí a la tentación de poner como ejemplo de sus fantasías un artículo suyo en ABC («La República», 28 de enero de 2013). Lo considero de referencia obligada para horquillar debidamente a su autora. Casi tres años más tarde ha aprovechado el rifirrafe en el Ayuntamiento de Madrid sobre el cambio de nombres de calles que recuerdan al franquismo, a sus héroes y a algunos de sus valedores intelectuales. Es un tema que no comentaré. Sí resaltaré la consistencia y persistencia de sus opiniones históricas.

Los socialistas -dice, pero podría también incluir a la izquierda en general- «pretenden explicar la guerra civil como una guerra entre buenos y malos«. Esta caracterización es abusiva y se aplica mejor al franquismo (lea la autora al vate por excelencia de la «Cruzada» que fue José María Pemán. Su poema «La bestia y el ángel» no es de los que se olvidan fácilmente).

Recordemos, además, que los historiadores franquistas disfrutaron de casi cuarenta hermosos años para distorsionar a su gusto la interpretación de la contienda. El hiriente calificativo se aplicaba sin excepción a los contrarios.

Por contra, los historiadores no franquistas hemos puesto de relieve desde la transición hacia la democracia -si no antes, jugando con la censura, perdón «consulta previa», Manuel Fraga dixit) que aquella dicotomía siempre fue falsa. De aquí la proliferación de estudios detallados sobre las características de la sublevación militar y la connivencia que a la misma prestaron ciertas fuerzas civiles, de buen grado o por salvar la piel. En consonancia con las instrucciones reservadas del general Emilio Mola para el golpe de Estado. De acuerdo, también, con la estrategia desestabilizadora por parte de un sector de las derechas, en particular las monárquicas. Para su eterna vergüenza no tuvieron reparo alguno en comenzar a preparar la militarada a los pocos días de las elecciones que dieron la victoria a la coalición electoral del Frente Popular. Y con la ayuda de la Italia fascista por si había que abordar una «guerrita». Al frente un trío con muchos resabios: José Calvo Sotelo («protomártir»), Antonio Goicoechea (gobernador del Banco de España), Pedro Sainz Rodríguez (ministro).

Doña Esperanza Aguirre tiene tantos frentes políticos que cubrir que quizá carezca de tiempo para leer. Solo a ella podría ocurrírsele decir que los socialistas, o las izquierdas, pensaran «que la II República fue un régimen idílico». Pues no. Ninguno de los estudios solventes llevados a cabo en democracia muestran que lo hubiera sido. La discusión se centra en la determinación del balance de responsabilidades entre quienes querían desagarrotar la economía y sociedad españolas y quienes querían evitarlo en la mayor medida posible. Quizá tan insigne política podría enviar algún propio a los archivos nacionales de París y Londres para que le fotocopiaran los despachos que en su momento remitieron a sus capitales los embajadores francés y británico. O leer de pasada algunas de las obras que los han utilizado. Me permito sugerirle que eche un vistazo a la, hoy por hoy, última historia de la II República que ha publicado, con gran éxito, la pasada primavera la editorial Pasado&Presente.

Leo con estupor, incredulidad, desasosiego, molestia y, en cierta medida, repugnancia que la tan celebrada dirigente política pueda escribir (blogs.elconfidencial.com/espana/mirada-libre/2015-11-30/las-calles-de-madrid_1109607/) que la versión «socialista» implica que «el franquismo fue impuesto a la fuerza a todos los españoles».

Supongo que no piensa en los derrotados en la guerra civil porque en este caso tal aseveración sería, simplemente, una mentira. Pero si, por azar, pensara en los vencedores, parece que tampoco está muy enterada de las «molestias» que el franquismo ocasionó a una parte sensible de los mismos. De extracción aristócrata, debería estar familiarizada con las razones (dinásticas y otras) que promovieron un sordo resquemor desde el glorioso día de la VICTORIA entre un sector monárquico y la dictadura franco-fascista. Los dos tomos de memorias de, por ejemplo, Sainz Rodríguez, mejorarían sus conocimientos históricos. Hay incluso otros trabajos sobre el tema de los que podría aprender cosas que, sin duda, no figuraban en el temario de las oposiciones que hizo al Cuerpo de Técnicos de Información y Turismo.

Tampoco entiendo muy bien a qué se refiere Doña Esperanza Aguirre cuando afirma que, en la Transición, la oposición antifranquista sabía «que el pasado no se puede variar y que eran estériles los intentos de cambiar el resultado de la guerra civil».

Es obvio que el pasado no se puede variar. Que yo sepa nadie lo intenta, salvo algún que otro novelista. Puedo recomendarle leer a tal efecto una obra de ciencia-ficción referida a la guerra civil americana que, a la vez, le permitiría ampliar su gran dominio del inglés al que se hablaba en la época en los estados secesionistas (The Guns of the South, de Harry Turtledove). Lo que sí varía es la interpretación del pasado. A ningún historiador genuino podría ocasionarle problemas epistemológicos tal afirmación. Profesionalmente es lo que pone, en general, en práctica. Cuando, además, aborda un dato preciso (como es el resultado de una guerra) lo que escribe Doña Esperanza Aguirre denota una cierta confusión. Lo que sí varía es la interpretación de cómo se llegó a ese resultado.

Ahora bien, un personaje público que fue ministra de Educación y está, al parecer, tan empapada de cultura británica no ignorará uno de esos dichos que se encuentra en una obra literaria que, por lo general, forma parte del curriculum en las escuelas inglesas de secundaria. Se debe a George Orwell: «He who controls the past controls the future. He who controls the present controls the past«. Figura en su famosísima novela, profundamente antiestalinista, 1984.

Ahora bien, lo cierto es que tal dicho podría aplicarse, en gran medida, al partido en que ella milita. Para controlar el futuro hay que controlar el pasado. Pero, ojo, y esto tiene cierta importancia para la primera tarea, ante todo hay que controlar el presente. Y dado que el PP lo ha controlado hasta cierto punto en estos últimos cuatro años, ¿qué ha hecho?. Al menos dos cosas. La primera fue paralizar la aplicación de la denominada Ley de Memoria Histórica, aprobada en buena y debida forma por el Parlamento (desde luego, con el voto en contra de tal partido) pero que ha seguido formando parte del ordenamiento jurídico español al no haber sido derogada (opción que podría haber seguido el PP teniendo en cuenta su mayoría parlamentaria en la, afortunadamente, hoy finalizada legislatura). La segunda cosa ha consistido en paralizar la desclasificación de un lote de, por lo menos, diez mil documentos relacionados con la guerra civil y la posguerra que dejó a punto de caramelo la antecesora de su distinguido compañero y amigo, el saliente ministro de Defensa, Don Pedro Morenés.

Dado el temor, miedo o pavor a que puedan agitarse los esqueletos que aún estén colgando en los armarios todavía no desinfectados que preservan centenares de miles de documentos sobre la guerra y el franquismo es obvio que los historiadores y un estimable porcentaje de la sociedad civil tienen un largo trabajo por delante para destripar el funcionamiento y resultados de la dictadura franquista. A lo mejor controlando (conociendo) el pasado podremos controlar (anticipar) mejor el futuro. Vuelvo a 1984 y a otra de sus imperecederas máximas: «Ignorance is strength«. O, lo que es lo mismo, mantener a la ciudadanía en la ignorancia da fuerza. Cuanto más ilota, mejor.

PS: He leído en la prensa que el librito en inglés que cantaba los logros de la expresidenta de la Comunidad de Madrid, y al que ya me referí hace unas cuantas semanas, parece que va a ser revisado. Sus editores afirman que se han atenido a los contenidos curriculares. ¿Presenciaremos la constrastación del aforismo orwelliano? No hay nada mejor como controlar el presente para controlar el futuro. Tal vez incluso el de tan distinguida historiadora.

HITLER, FRANCO, PÍO XI Y BLUM

1 diciembre, 2015 at 8:30 am

Ángel Viñas

¿Qué puede unir estos cuatro nombres y precisamente por el orden del título, se preguntará el lector? No constituyen un grupo evidente por sí mismo. Sí lo es cuando nos aproximamos a él desde la perspectiva adoptada por el distinguido académico de la Historia profesor Luis Suárez Fernández. Durante mi reciente tournée por España he tenido tiempo para leer una buena parte del libro, todo calentito, al que me he referido en el anterior post. Confieso que he terminado desechándolo. Me imaginé que lo haría al leer las dos primeras páginas de texto. No obstante, las impresiones iniciales suelen engañar. No es este el caso.

Franco/HitlerAl comienzo del tercer párrafo del texto de tan magna obra –y no más tarde– el lector puede llevarse un susto mayúsculo. Nuestro autor advierte coincidencias y disensiones entre Franco y Hitler. No podría estar más de acuerdo pero ¿cuáles son? La respuesta se da a dos niveles. El primero es absolutamente banal. Uno murió en la cama. El otro se suicidó en Berlín. Nadie podría objetar nada a tales afirmaciones, totalmente de cajón.

Es en el segundo nivel en donde empiezan las bromas. Escribe tan eximio autor: «La más importante de las divergencias, según la documentación fehaciente, se halla relacionada con la religión. Hitler era un materialista dialéctico, derivado hacia el racismo, pero el Holocausto tenía también derivaciones religiosas».

Se impone un STOP en mayúsculas y en rojo. ¿Habré leído bien? ¿Dónde se encuentra esa «documentación fehaciente» que he puesto en itálicas y que demuestre el materialismo dialéctico de Hitler?. Ya se me han olvidado muchas lecturas de mis años mozos cuando, alevín de economista, quería especializarme en las economías de dirección centralizada. Todavía recuerdo que el DIAMAT (según el acrónimo habitual) constituía la base filosófica fundamental de la interpretación oficial del marxismo en el Estado soviético. Uno puede detectar similitudes técnicas y operativas entre las dos dictaduras pero ¿también en el plano de las ideas esenciales? Naturalmente no cabe pedir al profesor Suárez que salte de la filosofía predominante en la época medieval a la marxista pero un mínimo de conocimientos se supone para ingresar en la Real Academia de la Historia. Por si acaso podría darse una vuelta por la biblioteca de la Escuela Diplomática o enviar a alguien. En ella se encuentran numerosos volúmenes, en tres o cuatro idiomas y entre ellos lógicamente en alemán, que regalé en materia de filosofía, historia, política y economía de la URSS y de los entonces llamados países del Este. Más prosaicamente, y con toda facilidad, podría ojear también la entrada «materialismo dialéctico» en Wikipedia, versión española o inglesa.

Me llena de perplejidad, estupor, desazón y asombro que nuestro eminente autor afirme con toda seriedad que Hitler «derivaba hacia el racismo». Servidor trató de leer Mein Kampf cuando preparaba mi tesis doctoral allá por los primeros años setenta del pasado siglo (tras obtener el correspondiente permiso de la biblioteca de la Universidad de Bonn). Recuerdo perfectamente que a su autor no le subyacía una tendencia hacia el racismo. Era racismo puro y duro. Existen, por cierto, numerosas ediciones completas de Mein Kampf en varios idiomas que pueden obtenerse fácilmente por Internet. He manejado con frecuencia la versión en inglés a la espera de que el año que viene se publique la edición comentada por el Instituto de Historia Contemporánea de Munich. Para numerosos autores, de los que nuestro ilustre académico no cita uno solo, es casi imposible explicar coherentemente mucho de la política interior y exterior de la dictadura nacionalsocialista si no se hace referencia a tal orientación fundamental. No olvido, por lo demás, que eminentes autores, confrontados con el mal absoluto que fue la Shoah, han desarrollado enfoques teológicos para explicar lo inexplicable: ¿cómo permitiría el Señor que tamaña atrocidad ocurriese?

Ahora llegamos a Franco. Afirma nuestro ilustre historiador que el dictador español se sometía «a la obediencia del Vaticano» y aduce que el Vaticano fue el «primero en condenar doctrinalmente el nazismo» en la encíclica de Pío XI Con ardiente angustia (Mit brennender Sorge). Ergo, Franco también lo condenaría (lo cual está por ver).

Sin embargo la afirmación principal bien merece una diminuta acotación. Si Franco, católico practicante (no en vano se autotituló «por la Gracia de Dios»), se sometió a tal obediencia, ¿habría que trasladar al Estado vaticano una parte de responsabilidad por la brutal, desatada y mortífera represión que practicaron Franco y su dictadura durante tantos años? ¿O quizá debiéramos concluir que el Vaticano no pudo, no quiso o no supo domesticar a su amado hijo?

La segunda afirmación también merece una acotación algo menos especulativa. No en vano el profesor Suárez tiene una cierta tendencia a planear sobre los hechos y a no penetrar en lo que hubo detrás. De haber leído algo de la génesis de la famosa encíclica quizá hubiese podido informar a sus lectores que salió a la luz un pelín tarde (no se leyó en los púlpitos alemanes hasta el 21 de marzo de 1937), que diluyó considerablemente todos los trabajos preparatorios llevados a cabo en el Vaticano en unos textos muchísimo más duros, que incomodó grandemente al secretario de Estado cardenal Pacelli (el posterior Pío XII no quería antagonizar a Hitler) y que Pío XI, quizá un tanto asustado, procuró evitar que al menos los periódicos italianos no interpretaran la encíclica como una denuncia del nazismo sino como un alegato en defensa del concordato que Pacelli había negociado cuando era nuncio en Alemania.

Me permito, pues, sugerir a nuestro alabado autor que eche un vistazo al libro de David I. Kertzer, The Pope and Mussolini, donde podrá encontrar un trabajo bien hecho, con referencias archivales adecuadas y una metodología investigadora que él no sigue. Trata de las relaciones entre el Vaticano y las dictaduras fascistas en los años anteriores a la guerra europea. Con ello podría quizá ponerse en ambiente.

Comprendo que estas pequeñas acotaciones puedan parecer exageradas pero en la página tercera de su texto el profesor Suárez afirma que «son los hechos los que cuentan». Pues bien, solo mencionaré uno que llevaría al suspenso inmediato del alumno que lo hubiese escrito en el caso de haberse examinado con servidor.

En un intento de explicar el proceso de internacionalización inicial de la sublevación (plagado de errores más o menos gordos), el profesor Suárez ha hecho un descubrimiento por el que merecería que se le aumentara su, sin duda, numerosa colección de «chapitas». A la luz de tal hallazgo, uno podría temer que gran parte de lo que se ha escrito sobre el tema debiera revisarse.

En contexto: al explicar las intenciones que movieron a Mussolini a ayudar a Franco, el profesor Suárez, apegado a los «hechos», no siente la necesidad de especular acerca de las razones que pudieron llevar al Duce a autorizar la venta, el 1º de julio de 1936, de moderno material aéreo para quienes iban a sublevarse.

El ha encontrado un matiz (¿no especulativo?) que aclara con estas palabras que transcribo en itálicas: «El Duce esperaba obtener (…), junto al prestigio de sus divisiones vencedoras en la guerra, la anulación del acuerdo entre Léon Blum y el gobierno de la República que autorizaba a Francia a usar suelo español en caso de guerra con Italia» (p. 47).

¡Plaf! Se me cae el cielo encima. ¿Qué es ese acuerdo? No lo cita nadie. ¿Quién lo firmó? ¿Pasó por Cortes? ¿Dónde está la referencia? ¿En qué contexto pudo hacerse? ¿Antes de la sublevación de julio de 1936? Son preguntas pertinentes que no se le ocurren a nuestro estimado autor. No hay que subrayar demasiado que un acuerdo de tal tipo habría sido difícil porque el Gobierno Blum llevaba actuando solo mes y medio y las políticas francesa y española en el plano interior y exterior han sido investigadas pormenorizadamente. ¿Se firmó tal vez más tarde, tras la sublevación militar? Decenas de historiadores franceses, ingleses, españoles, norteamericanos, alemanes, italianos, etc. han estudiado con lupa las relaciones hispano-galas durante el Gobierno Blum y no han encontrado nada de tal suerte. Por cierto, ya que presuntamente el profesor Suárez ha trabajado en archivos italianos, ¿podría decirnos dónde ha encontrado documentadas las motivaciones del Duce?

Concluyo, salvo prueba en contrario nuestro distinguido autor puede aportar en cualquier momento, que su afirmación es una broma. De naturaleza generalizable.

Había albergado la intención de destacar algunos otros ejemplos señeros. Son demasiados. Renuncio a dar un repaso en profundidad a los errores fácticos y conceptuales que salpican su obra. Solo convencerá a los convencidos y, más particularmente, a quienes tanto siguen admirando, como él ha dicho, el genio inmarcesible del Caudillo. De todas formas, si los lectores están interesados, puedo volver a la carga.

¡Ah! Espero que no vean en estas líneas crítica «ideológica» alguna. Yo sí me atengo a los hechos. A otros hechos.