Los camelos políticos e históricos de hoy no son cosa nueva: tienen antecedentes directos en la publicística española (V)

13 diciembre, 2022 at 8:30 am

ESTA SERIE ESTÁ DEDICADA A LA MEMORIA DEL PROFESOR RICARDO MIRALLES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA UPV, EN EL RECUERDO Y CON MI ADMIRACIÓN

Ángel Viñas

La impresión que surge tras la lectura de las informaciones que he reproducido en entregas anteriores es que la supuesta decisión del Politburó del PCUS (no había otro: no se trataba de una decisión de la Comintern) se “construyó” a posteriori. Esta noción se acentúa porque tampoco encaja con el ulterior desarrollo de los hechos (materia prima de cualquier historiador que se precie). El programa de la coalición de Frente Popular no recogía muchos de los puntos que aparecían en el “documento” milagrosamente exhumado por el diligente autor ya identificado.

De todas maneras, es igualmente obvio que tampoco en febrero de 1936, a los pocos días de las elecciones y en espera de una segunda vuelta, se habría planteado en Moscú la “eliminación” de Alcalá-Zamora. No estaba en las manos de los dirigentes moscovitas otear el futuro español a la manera de un conjunto de Nostradamuses de los tiempos soviéticos.  En el momento del triunfo de la coalición de Frente Popular eran otros los problemas que en España se suscitaban de inmediato, aunque naturalmente muchos de sus integrantes estaban descontentos (con razón) con la actitud previa de Don Niceto que había metido la pata hasta el corvejón adelantando las elecciones y destruido las esperanzas y proyectos de un Gil Robles, más inteligente y sinuoso.

En todo caso los amables lectores comprenderán que el vocablo “eliminación” tiene siniestras connotaciones. Lo que surgió fue la deseabilidad de sustituir a Don Niceto por otra persona más acorde con las sensibilidades de la coalición que había ganado las elecciones. Esto ha dado origen a numerosas discusiones. El gobierno, de entrada, lo asumió Azaña (en el cual no se lució demasiado) y después de muchos conciliábulos se planteó la posibilidad de que pasara a la presidencia de la República. Azaña pensó que Prieto podría colocarse al frente del Ejecutivo. Que los soviéticos (que no pintaban nada en la alta política republicana) dibujasen en su gélido invierno moscovita tal escenario a los diez días de las elecciones de febrero es de auténtica carcajada.

Las medidas del Gobierno que surgió, un tanto inesperadamente tras la deserción inmediata del hasta entonces presidente del Consejo, Portela Valladares, se orientaron en otra dirección: proceder al cambio de destino de dos de los jefes militares de quienes las izquierdas no podían fiarse lo más mínimo. Los generales Franco y Goded. No fueron oprimidos. Simplemente se les trasladó a lugares donde siguieron conspirando (sin que las autoridades movieran un dedo). Al general Cabanellas, que había declarado el estado de guerra en la V Región Militar (cabeza en Zaragoza), no le pasó nada. Quizá lo protegieron los tan cacareados masones, pero allí se quedó y siguió conspirando.

Naturalmente hubo después otros movimientos, pero ¿qué jefes y oficiales fueron coaccionados y reprimidos? Son palabras mayores. El diligente autor de la preciada Universidad privada y católica parece ignorar que incluso Ricardo de la Cierva, mucho antes de 2011, había alumbrado a varios de los más importantes: se estaba desarrollando una conspiración en ciertos sectores del Ejército que -afirmó mendazmente- se había relanzado poco antes de las elecciones.

¿Y qué decir de las expropiaciones y nacionalizaciones de la propiedad, incluido el propio Banco de España? En primer lugar, el programa del Frente Popular se había constituido formalmente el 15 de enero de 1936. Se hizo público (es fácil encontrarlo en Internet en el ABC del día siguiente).  Lo han comentado numerosos historiadores. Muchos de los planteamientos más extremistas no se le habían incorporado. Que después de las elecciones el Politburó incidiera en, por ejemplo, la nacionalización de la banca hubiera sido incomprensible. Ni siquiera se hizo durante la guerra, cuando supuestamente la mano de Moscú se abatía sobre la desgraciada España. ¿Se cerraron por lo demás iglesias y casas religiosas en la primavera de 1936? Cuando hubo asaltos fue por motivos y exasperaciones bien documentados.

No hablemos de la independencia de Marruecos, la declaración de guerra a Portugal, la creación de la República Soviética Ibérica, etc, etc ¿Cómo fue posible publicar tan egregias estupideces en 2011? Por una razón muy sencilla: el tan distinguido catedrático de la Universidad privada madrileña absorbió glotonamente una leche nutricia pero que estaba envenenada de raiz. Es la misma leche que alimentó, en su momento, las fobias de la derecha más carpetovetónica y que acudió a las banderas golpistas en el verano de 1936.

Nuestro autor quiso probablemente reivindicar, contra centenares de títulos escritos y millares de documentos, la probidad, supuestamente impoluta, de quienes se situaron tras la sublevación. Es decir, salvar el honor -es un decir- de las partes del Ejército rebeldes, de Falange, de los carlistas, de los monárquicos, de la Iglesia (sobre todo, de la Iglesia), unidos contra una banda de “facinerosos” al frente del gobierno del Estado. Que eso tenga que ver algo con los hechos y con las pulsiones que aletearon detrás es algo que no le preocupa.

Es decir, se aplica la técnica del despropósito justificativo después de la sublevación desvirtuando esta de manera tal que la lista pudiera servir de “explicación” ex ante de la imperiosa necesidad de prevenir una “revolución prosoviética” ex post. Es la misma lógica que estuvo en la base del famoso Dictamen de 1938 de la comisión montada por el inefable abogado del Estado y ministro de la Gobernación, también cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer (otro embustero de armas tomar) sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en 18 de julio de 1936. No en vano figuraron en ella destacados conspiradores de los que prepararon el golpe de Estado. Algunos desde casi el comienzo de los años republicanos.

Como bazofia “histórica” los amables lectores admitirán que la supuesta decisión del Politburó de febrero de 1936 es difícil de superar. No es de extrañar, pues, que desde hace años numerosos historiadores y servidor vengamos sosteniendo que las pretensiones de la sedicente “historiografía” neofranquista con respecto al origen de la guerra civil no están respaldadas por evidencia documental solvente.

Tampoco crean, en ningún caso, que el tan ilustre catedrático (de una Universidad confesional) objeto de este sucinto comentario es un caso aislado. En este mismo blog he tenido ocasión de abordar las últimas producciones (de 2019 y 2021: no me acusarán de no estar al día) de dos incluso más ilustres generales -de Brigada y de División- que abordan la cuestión bajo las mismas, o parecidas, perspectivas: constitución -¡en Asturias!- del Ejército Rojo, sovietización de España, peligro existencial para la PATRIA.

Es como si no se hubiera escrito nada al respecto desde que los historiadores dejamos de pasar por una censura destinada a guardar las doctrinas intangibles de la dictadura. Quizá cuando salga mi próximo libro, tengan algún sobresalto adicional.

 ¡Ah! ¿Y Negrín? El tan denostado Negrín, a la derecha y a la izquierda, demonizado por los franquistas, los anarquistas, los conservadores, los “liberales” y los poumistas. No seré el único en 2023 en recuperar su memoria. Otros (entre ellos, por añadidura, algún extranjero) lo harán también. Con papeles. No con inventos en los que tan consumados son algunos políticos, comentaristas y periodistas del montón en las tierras de Dios que son ESPAÑAAAAA.

(continuará)

…. Y en la nuestra, calderadas (II)

18 octubre, 2022 at 8:30 am

Ángel Viñas

Por fortuna, o por desgracia, no soy de los patriotas que se dan continuamente golpes de pecho, deplorando que no se consideren suficientemente en la enseñanza de la HISTORIA las glorias del Imperio. Tampoco comulgo con el menéndezpelayismo que se revive continuamente en ciertos medios y, en particular, en las redes sociales. Todo país tiene su pasado y lidia con él como puede y/o como le dejan. Me irrita, sin embargo, que en ellos se agite una versión de los tiempos extinguidos que, no por casualidad, coincide en sus esencias con la que, más o menos, se enseñaba a los niños de mi generación en la posguerra española.

Las críticas de los medios y portavoces de la derecha (PP, Vox y lo que queda de C´s) a las Leyes de Memoria Histórica y de Memoria Democrática han sido constantes en su afirmación de que ambas pretenden “imponer” una versión “única” (la “roja”, la “izquierdista”, la de los “derrotados en una santa guerra civil”). Yo me congratulo de haber aprendido, en España y fuera de España, otra versión que difiere de tales patochadas. También de haber contribuido, muy modestamente, a deshacer algunos de los entuertos de la primera, en la senda de historiadores mucho más importantes que mi humilde persona.

Sigo preguntándome, no obstante, cuál es el objetivo de aquellos “patriotas”: ¿quieren hacer bueno el dictum, tan repetido, de George Orwell del que quien controla el presente controla el pasado y quien controla este último controla el futuro? ¿Quieren reimplantar la hegemonía de una concepción, de un partido y de una clase y que todos los demás se inclinen ante ella como si fuéramos adoradores del dios Baal, sacrificios incluidos? La lucha por el poder no me parece suficiente. Algo falla en mecanismos más profundos.

Si, como deseo, España no llega a seguir masivamente el camino de Hungría, los EEUU de Mr Trump, la Rusia de Putin y el de las amenazas que penden sobre Francia e Italia, cabría suponer que la reciente LMD será asumida más pronto que tarde, como corresponde, por el grueso de  la sociedad española.

No trata de abrir heridas, porque las supuestas “heridas” nunca fueron cerradas; no trata de adoctrinar a los jóvenes con enseñanzas peligrosas para la democracia, porque para la democracia lo peligroso es la evocación de un pasado un tanto vergonzoso; sí acentúa el deseo de no favorecer la marcha hacia la aceptación de un Estado como el que padecimos hasta 1975 (con el aplauso de tantos militares, jueces, “educadores”, funcionarios y eclesiásticos). Se trata, simplemente, de hacer más o menos normal lo que es más o menos normal en los países de nuestro entorno. Cada uno con sus especificidades.  

¿O acaso piensan los cerebros dirigentes del PP, Vox y lo que queda de C´s que la España anterior a 1977 debería ser el modelo a seguir, actualizado para cumplir “imposiciones” extranjeras, pero que económicamente les (nos) benefician? Se basó, ciertamente, en mentiras colosales (de las que a la derecha española cuesta tanto trabajo deshacerse) y a las que, al menos, tres generaciones de historiadores nacidos después de la guerra, en las postrimerías de la dictadura y después de la subida a los cielos del general Francisco Franco hemos tratado de poner los adecuados correctivos.

Lo hemos hecho siguiendo las pautas normales y corrientes en los países occidentales de nuestro entorno cultural: relecturas críticas de los trabajos de los historiadores del “anterior régimen”; búsquedas de evidencias documentales en archivos españoles y extranjeros; importación de los nuevos planteamientos en la historiografía contemporánea; celebración de congresos, simposios y seminarios en los que exhibir las divergencias naturales entre unos y otros. ¿Qué más puede pedirse a los historiadores españoles?

Simplemente contribuimos a deshacer los mitos que abundan en nuestra historia. Como han hecho nuestros compañeros en las historias de sus respectivos países. No pretendemos haber llegado a la cúspide del conocimiento del pasado, pero sí empezar a recuperar el tiempo perdido.

Y aquí incluso hemos innovado, porque la historia no se encierra solo en documentos (que son mi ámbito de preferencia). También se halla en las “tumbas del olvido”, en las cunetas de las carreteras, en las rastrojeras y bosques de Galicia, Castilla la Vieja, León, Navarra, La Rioja, Castilla la Nueva, Extremadura, Andalucía, Levante, Baleares, Canarias, Marruecos y otras más.

Historiadores, arqueólogos, técnicos, especialistas, forenses, etc. han desarrollado -o importado- nuevas técnicas, nuevos instrumentos, nuevos métodos para sacar a la luz la barbarie de los vencedores (y también repasar la achacada a los vencidos, que de todo hubo en la viña del Señor, a pesar que la de estos ya fue puesta en relieve, exageradamente, en la Causa General, que la dictadura nunca llegó a exhibir al público).

¿Por qué, pues, el griterío, un tanto histérico, que ha acompañado al debate de las leyes de memoria?

Servidor tiene una respuesta incompleta, quizá demasiado simple, pero que no he tomado de nadie, que me ha sobrevenido tras años de análisis detenido de las evidencias primarias documentales de época. Como las que fueron dando a la luz desde fechas tempranas Ian Gibson en el caso de Lorca; Paco Espinosa, en el ámbito de la División Orgánica nº 2 en Sevilla y Extremadura; Francisco Moreno Gómez en Córdoba y tantos y tantos otros que después han ido incrementando el volumen y la calidad del conocimiento.

Mi respuesta, provisional como tantas afirmaciones en historia (que nunca es completa, nunca definitiva), es que una de las características fundamentales de la historiografía acuñada en el franquismo sobre la República y la guerra civil estriba en que practicó sistemáticamente, constantemente, una táctica de camuflaje que responde al concepto de proyección.

Me di cuenta de ello demasiado tarde (aunque nunca es tarde si la dicha es buena) y la expuse y argumenté en La otra cara del Caudillo en 2015. Desde entonces me ha sido un instrumento útil para aclarar algunos puntos esenciales en las actividades y propaganda generada por Franco. Consiste, simplemente, en atribuir al adversario (perdón, al “enemigo” en la jerga de Carl Schmitt) un tipo de comportamientos que es el reflejo de los propios.

Así, como han puesto de relieve entre otros Herbert R. Southworth, Paul Preston, Rafael Cruz y Eduardo González Calleja y su equipo, se justificó el asalto a la República; se explicó la creación de una caótica situación de quiebra de la ley y el orden en 1936; se lavó los cerebros con la imprescindible reacción ante el enemigo schmittiano; la tan celebrada “sovietización” de España, cuando lo que se dilucidaba era hasta qué punto debía llegar la “fascistización” de la propia; el tan traído y llevado “cerco internacional”  o la amenaza de la injerencia extranjera tras 1945; el “odio” a la PATRIA de las tres Internacionales carreroblanquistas (la comunista, la socialista y la masónica), amén de un largo etcétera.

Un etcétera a cuya defensa y explicación contribuyeron muchos:  periodistas, militares, curas (incluso en el Vaticano) e historiadores y que encontró su más depurada (y, con frecuencia, también absurda) plasmación en la ingente obra del único autor con dos dedos de frente (no en vano había sido jesuita) que fue Ricardo de la Cierva, hoy ya olvidado incluso por las derechas más o menos histéricas en temas que nos quieren inducir a aceptar sus interpretaciones como leyes de evolución de la historia.

Bienvenida sea, pues, la nueva Ley de Memoria Democrática. No será un fin, pero si es un nuevo comienzo. Quizá ya dejemos de echarnos autoculpas cuando los alemanes (con una historia más horrorosa tras de sí) todavía se las ven y se las desean con la mejor forma de superar el recuerdo de sus dos dictaduras.

Tengan en cuenta los amables lectores que no hay historia definitiva. Con estas palabras da comienzo el prólogo de mi próximo libro que estará ya en las librerías antes de finales del mes de enero. Ahora bien, ya desde aquí planteo una siempre cordial invitación a los historiadores, periodistas, juglares, miembros de la FNFF y lectores que creen a pies juntillas en alguno de esos profesores foráneos que no ha trabajado en su vida en un archivo.

No son quienes han descubierto, por la suprema e incognoscible gracia del Altísimo, las claves de la evolución de la historia española desde la caída de la Monarquía alfonsina. No sé si llegaré a ver a lo mejor a unos y otros exhibir nuevas evidencias primarias relevantes de época, en España y en el extranjero, que puedan oponer con contundencia y exactitud a las que otros historiadores, entre quienes tengo el honor de contarme, han empleado medio siglo años en ir reuniendo a trancas y barrancas.

FIN

LA REFLEXIÓN DE UN FILÓSOFO SOBRE FRANCO (y II)

4 octubre, 2022 at 12:05 pm

ÁNGEL VIÑAS

Dejemos de lado la guerra civil. Cualquier historiador militar dirá que en ella Franco aprendió sobre la marcha. Por ejemplo, a no perder el tiempo de charla con sus amigotes (como señaló en unos recuerdos no destinados a la publicación el embajador Serrat). O a manejar grandes unidades (porque durante año y pico los militares fascistas y nazis no entendían sus maniobras hasta que él, en su bondad, se lo explicó detenidamente: había que ir ”limpiando” la retaguardia. Añadiré que como luego hicieron los nazis en Polonia y la URSS especialmente)

Dueño y señor de los destinos de España el inmortal Caudillo se lanzó a la tarea de la represión cum recuperación. Aparece así el estratega económico, aunque lamentablemente el profesor Villacañas no parece haber leído ningún libro al respecto (desde protagonistas, por ejemplo, José Larraz a los escasos escritos de Franco se conservan en materia de economía como si la deseable para España hubiera sido una de tipo cuartelero, según la denominó Javier Tusell). Un estratega económico, cuyo genio hacendístico se sacó del magín algunas de las medidas más rocambolescas, sin base económica alguna, como el  arbitrio llamado subsidio del combatiente, el arbitrio del plato único y del día sin postre.

Tampoco analiza nuestro autor la génesis de los lamentables resultados, ni la fundamentación filosófica del Estado franquista, caso de que su conducator tuviese en mente alguna idea doctrinal de lo que era un Estado. El profesor Villacañas se fía de economistas un tanto raritos y que en la actualidad hay que identificar con lupa. Y, en cuanto a los filósofos, llama la atención que no haya hecho la menor referencia a Johann Gottlieb Fichte, que inaugura la filosofía del idealismo alemán y representa el idealismo subjetivo o ético –una de sus tres corrientes principales. Al fin y al cabo es la que intenta introducir la razón en la historia, que es el ámbito de las acciones humanas, éticas y jurídicas, para ordenarla.

Decimos que nos llama la atención porque es precisamente Fichte el autor de El Estado comercial cerrado, un Estado ideal racional, ajustado a la forma totalitaria de organización económica, estructurado como un Estado autárquico, regido por un sistema económico desconectado con el comercio exterior, con una economía planificada defensora de los mecanismos destructivos del libre comercio.

La obra de Fichte contiene las dosis adecuadas de voluntad de poder e ingenuidad económica necesarias para plasmarse en las realidades económicas de los Estados totalitarios de la primera mitad del s. xx. En este sentido, Franco quería industrializar España (por eso dedicó, como han señalado Francisco Comín, Miguel Martorell, Jordi Maluquer de Motes y un montón de otros especialistas) una gran parte de los presupuestos del Estado a las fuerzas de seguridad, a exportar todo lo exportable al Tercer Reich y a depender, críticamente, de los suministros de las repelentes potencias anglosajonas.

Eso sí, el profesor Villacañas recurre a la historia del INI y a su dedicación a las industrias de la defensa para SALVAR A LA PATRIA, por si la atacaban, La historia de las relaciones exteriores, en el período 1939 a 1953, no es importante. Al final, los norteamericanos acudirán en su socorro, como han indicado (¡sorpresa, sorpresa!) algunas publicaciones del Banco de España, como si no hubiera otras.

Hace ya muchos años dirigí una historia de las relaciones económicas de España, bajo la inmarcesible guía de aquel superhombre que hasta hace poco algunos hablaban de elevar a los altares. Un pequeño tomo de 1.500 páginas basadas en EPRE pura y dura. El profesor Villacañas se guía, sin embargo, por Gramsci y su intuición. ¿Qué ocurre? Pues nada menos que Franco supo cómo sacar a la PATRIA (su patria, bien entendido) del atolladero al que la autarquía la había llevado. Que siguiera la reflexión del gran teórico italiano no está probado. Tampoco que su obra contará en las lecturas de mesa de noche del “Caudillo”.

Nos cuenta, eso sí, algo que está más que demostrado: lo de la autarquía, en realidad, fue una entelequia, porque en el fondo, a lo largo de los años cincuenta del pasado siglo, la economía fue regularizándose y gracias a los norteamericanos y a unos cuantos economistas (no olvida citar a Juan Sardá y a Enrique Fuentes Quintana, ¡bravo!) se abrieron las fronteras. Incluso lanza un cable salvavidas al almirante Luis Carrero Blanco, como ya intentó Tusell. Con Gramsci todo se arregla.

En realidad, a Carrero Blanco, como codirector de la política económica de la dictadura, no le salva ni su ángel de la guarda. Yo me siento un poco autorizado para subrayarlo  porque en mis incursiones por los archivos de la Presidencia del Gobierno de la época me encontré con un plan completo, firmado por el señor almirante, para reforzar a toda marcha la producción industrial patria. Lo hizo a finales de 1957, es decir, cuando Franco supuestamente se disponía a seguir al pie de la letra la estrategia gramsciana, aconsejado por algunos ministros del Opus Dei (a quienes, posiblemente, los españoles deberíamos estar agradecidos por los siglos de los siglos).

En la biblioteca de la UCM el profesor Villacañas podrá encontrar los tomazos de Política comercial exterior en España (1931-1975) y en el segundo, a partir del capítulo VIII, un análisis que mezcla las dimensiones político-económica, la actuación gubernamental, papeles internos y los planes del todopoderoso ministro subsecretario de la Presidencia. El original se hallaba en el archivo de la presidencia del Gobierno, serie SG, caja 4, E 115/57. Si prefiere consultar una fotocopia del original, la encontrará en la colección de papeles que entregue hace años a la biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia.

Informo de esto porque es de esperar que no haya ocurrido al original lo que pasó con una conferencia secreta, dada por Su Excelencia el Jefe del Estado (SEJE) a la nueva Comisión delegada del Gobierno para Asuntos económicos, meses antes pero en el mismo año 1957. En ella el simpar “Caudillo” ya exaltó las virtudes del guayule como forma de remediar la carencia de caucho que dificultaba los transportes de mercancías que unían a los hombres y tierras de España. ¿Estrategia? Si no ya autarquía, por lo menos de industrialización sustitutiva de las importaciones. Más presentable.

En el caso de que el profesor Villacañas no se hubiera enterado de las proclividades auténticas de Franco y de Carrero  Blanco podría también ir al AGA en el que hallará, salvo que también haya desaparecido, la carta que el segundo envió a su colega y “amigo”, el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella (olvidadas, por supuesto, sus reivindicaciones de España y su heroica cruz de hierro). Estaba en el legajo R-12028, Expediente 2, y la he utilizado en mis clases de máster. (No recuerdo ya si también la entregué a la biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia).

¿Su tenor? España, frente a tres tenebrosas Internacionales (la comunista, la socialista y la masónica) no podía bajar la guardia.  Eran en lo espiritual ateas y en lo político albergaban la pretensión de “dominar el mundo”. Su objetivo común estribaba en “hacer desaparecer los regímenes que, como el nuestro (católico, antisocialista, anticomunista, anticapitalista y rabiosamente independiente) son impermeables a su acción de dominio”.

No sé si esto es lo que también sugirieron, mutatis mutandis, Maquiavelo y Gramsci y que hoy podría recitar, con algunas nuevas tonalidades, VOX.

Claro que los expertos podrían aducir que ello no se compadece con el señero ejemplo en la segunda mitad del siglo XX que dio la España de Franco aceptando un régimen de capitulaciones de cara a los EE.UU. Recuerda en algunos aspectos al del fenecido imperio otomano ante las grandes potencias. Ahí sí que se vio la sabiduría no maquiavélica pero sí, al menos, galaica del tan enaltecido “Caudillo”.

¿Y los orígenes de la “revolución pasiva”? Tampoco hay que volver a pensadores de la Italia renacentista y/o casi contemporánea. Hubo tres vectores detrás. El primero y más importante, la amenaza inmediata de la suspensión de pagos internacionales de España. El segundo, la pugna por parte de los sectores más abiertos al mundo en la Administración civil (no en la militar) por no perder el tren en el contexto de la recuperación de las economías europeas occidentales. El tercero, la falta absoluta de alternativas que no fuera una apertura vigilada, controlada y medida en el aspecto económico. Salvo, naturalmente, que la orgullosa España de Franco se hundiera en la ignominia internacional. No sabemos muy bien por qué el profesor Villacañas presenta la transformación de Francia, bajo De Gaulle, como una circunstancia adicional que contribuyó a que Franco llegase a aceptar el Plan de Estabilización (p. 216).

Pero fue una aceptación muy medida. El Plan de Estabilización y Liberalización de 1959, sobre el que se ha escrito largo y tendido, pero con respecto al cual el profesor Villacañas solo menciona un libro de pasada y un par de artículos de historiadores del Banco de España disponibles en la red, fue un éxito.  La primera contribuyó a arrojar de la España rural a millones de emigrantes en el interior y también al exterior. En ambos casos ya se habían hecho algunas pruebas, incluso de puertas afuera. En este terreno, por ejemplo, con el Reino de Bélgica, en los términos establecidos en la convención bilateral de 1956 (ojo al año).

La liberalización se aplicó a las mercancías, a los servicios y a los capitales (en este caso, con reparos). Pero luego, a pesar de los obispos, presbíteros y religiosos del montón, se abrió la puerta de par en par a los turistas extranjeros. Salvo en este último caso (¡Benidorm!), con cautela en los anteriores.

El profesor Villacañas menciona, correctamente, el sector financiero. Hubiese debido leer algo más porque la liberalización de las importaciones fue casi flor de un día. Duró no más de ocho años. Los suficientes para que la economía se reequipase tras los señeros ejemplos del biscuter y del 600. Se trató de seguir levantando, con capital y patentes extranjeros, eso sí, una nueva industria automovilística y sus derivadas.

En la lectura de esta segunda parte, al igual que en la primera, hay algunas afirmaciones que, aquí y allá, dejan en el lector una sensación de cierto desconcierto. Señalemos, a título de ejemplo, la afirmación según la cual “[l]os republicanos habían hecho desaparecer las reservas del Banco de España, pero Franco lo volvía a comprar.” (p. 308) No parece ésta la mejor manera de expresar la necesidad que el esfuerzo bélico impuso a la República para financiar, con las reservas en oro, la adquisición de armamento que sólo estaba dispuesto a venderle a la URSS, casi en exclusiva.

Asimismo, que se pretenda hacer creer al lector que “se avanzaba lentamente hacia una política de mímesis con Europa, con la aprobación de la Ley de Bases de la Seguridad Social y la creación del Instituto Nacional de Previsión, que extendía la cobertura de Seguridad Social a todos los trabajadores, incluidos los agrarios” (p. 326). Ocurre, sin embargo, que dicha Ley de Bases no pasó de ser una reordenación de sistemas asegurativo-contributivos profesionales ya existentes cuya cobertura distaba mucho de acercarse a la universalidad de prestaciones, y además, no integró los regímenes especiales.

Por otro lado, emanan molestos efluvios de escritor en mi modesto entender algo turiferario cuando aborda los años del Opus Dei. Se trata de la pretensión de hacer pasar de matute la idea de que durante el periodo desarrollista Franco pretendió imitar el esquema europeo (así se encabeza el capítulo 13).

El profesor Villacañas expone las opiniones que López Rodó desarrolla en sus Memorias sobre aquellos años, en las que presenta su obra como la efectiva europeización económica y social de España, con elementos propios de lo que luego nuestro estimado autor denomina “revolución pasiva”: la que puso en práctica las reformas que respondían a los supuestos anhelos regeneracionistas y progresistas de Franco y que, no menos supuestamente, culminaron el proceso modernizador de europeización y vertebración de España defendidas por Ortega (p. 220). ¡NO!

Más adelante, no es López Rodó sino el propio profesor Villacañas, quien sostiene que “Franco había visto que resultaba necesario mejorar las condiciones de vida y alentó la idea de homologación con Europa […] Los tiempos exigían, como dijo, ‘movimientos de integración económica europea’, que afectarán a la estructura de la nación.” (pp. 294-295). ¡No y no! Franco nunca fue un regeneracionista, sino un ultranacionalista de aroma cuartelero que nunca aspiro en primer lugar a asentar y modernizar la convivencia nacional.

Tampoco fue un europeísta, pues para Franco ser cosmopolita era ser antiespañol. Mucho menos un liberal, por mucho que se empeñe el profesor Villacañas al afirmar que “el había sido fascista con los fascistas y ahora liberal con los yanquis” (p. 350), o que había que usar “tanto como fuera posible [a Suárez], antes de que todo el mundo descubriera su inconsistencia, para asegurar la política liberal del franquismo.” (p. 489).

¿Dónde están Castracani, Maquiavelo y Gramsci detrás de ello? Nowhere. Su aparición en el relato de la evolución económica de la España de Franco resulta ser un producto de la imaginación, expuesto eso sí brillantemente, de un catedratico de nuestros días.

De todas maneras, reconozco de nuevo humildemente no ser filósofo. Por eso he acudido a uno de mis amigos. Es economista, brillante; ha pasado muchos años por el corazoncito del análisis económico de la Comisión Europea y, por fortuna, es también doctor en Filosofía. Se ha jubilado recientemente en la Universidad de Valencia. Hace unos años le pedí que pensara en las supuestas glorias de Franco en materia económica.

¿Su respuesta?: fue una rémora para la economía y la política de España. Sin él, y sin su dictadura, nos hubiéramos incorporado mucho antes -y mejor- a la expansión económica europea occidental.

No encuentro nada mejor que reproducir la referencia en la red en la que cada hijo de vecino puede fácilmente encontrarla acudiendo a un ordenador:

https://e-revistas.uc3m.es/index.php/HISPNOV/article/view/2875/1581

En lo que se refiere al desarrollo político no es necesario lanzar las campanas al vuelo. Hubo que esperar a que Carrero Blanco y Franco subieran a los cielos para que la última paria política e ideológica en la Europa occidental tratara de empezar a recuperar el tiempo perdido.

FIN 

 LA REFLEXION DE UN FILÓSOFO SOBRE FRANCO (I)

27 septiembre, 2022 at 9:42 am

ÁNGEL VIÑAS

Soy el primero en señalar que los historiadores de archivo (o equivalentes) nos pasamos la vida buscando evidencias que nos permitan esclarecer facetas del pasado y de las acciones de los hombres y mujeres en él.  La noble aspiración de muchos es poder llegar a demostrar algo que otros no hayan escrito. Reconozco haber caído en tal pecado, que algunos calificarán de soberbia, y entono el oportuno acto de contrición.

Sé, quizá demasiado bien, que no todo está en los papeles u otras evidencias. Ni siquiera en lo que se refiere a Franco, objeto en los últimos años de mi atención antes, en e inmediatamente después de la guerra civil.

Que todos sus papeles no se conocen, es la evidencia misma. Al igual que se destruyeron (gracias a los buenos oficios de ciertos ministros de la epoca y otros gerifaltes falangistas o franco-falangistas) millares y millares de documentos sobre la represión, los de SEJE no abundan, fuera de los archivos habituales. (Ahora, han aparecido muchos nuevos en el Pazo de Meiras, sobre los que sus honorables descendientes no habían dicho ni pio). Un historiador empírico se mesa, naturalmente, los cabellos y soy de quien se pone en primera línea de los entristecidos y de los que tanto lo lamentan.  

Hay, obviamente, otra manera de escribir sobre el pasado que es más simple, más directa y, sobre todo, muchísimo más cómoda. Basarse, por ejemplo, en una mas o menos cuidada selección de lo escrito sobre Franco y aplicar otra forma de ver, de mirar, de comprender (parte de) lo publicado. Los resultados son más rápidos, tan pronto como se identifique esa nueva perspectiva. Escribo esto con todo respeto.

El pasado curso academico se publicó una reflexión sobre Franco y el franquismo. El autor es el profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la UCM. La publicidad con que se rodeo la obra hizo hincapié en que habría que considerarla como novedosa y el autor, es de imaginar, esencial. El título es ciertamente prometedor y a servidor le llamó la atención por lo que me pareció ser una cierta contradicción en su título: LA REVOLUCIÓN PASIVA DE FRANCO.  

Normalmente, el término revolución no se asocia con pasividad. Si acudimos al DRAE veremos que entre sus acepciones figuran las siguientes: 2. Cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional; 3. Levantamiento o sublevación popular; 4. Cambio rápido y profundo en cualquier cosa.

Común a tales acepciones son las notas de rapidez, profundidad y acción. La pasividad brilla en todas ellas por su ausencia. Reconozco, evidentemente, que el DRAE, al que acudo siempre que puedo, no es autoridad suprema en materia histórica, salvo del lenguaje, pero tampoco es en modo alguno desdeñable.

Curioso, compré el libro y el pasado verano me he entretenido en leerlo. No puedo decir que de una tirada y que no descansara hasta haberlo terminado. Tampoco que me fascinase. Es, en parte, una reflexión biográfica del personaje; un intento de penetrar en los entresijos de su pensamiento y un análisis de la evolución del sistema político que engendró y que perduró hasta su muerte.

Dificulta la lectura el que, quizá por exigencias de tiempo, carezca de un índice bibliográfico e incluso de nombres. Esto me parece el colmo. Pensar en que hubiera debido considerarse un índice analítico o de conceptos es, en tales condiciones, utópico.

Ciertamente admito que, a veces, por exigencias del calendario de publicaciones de la editorial no dé tiempo a introducir este último, que es el más útil, creo, para el eventual lector. Que tampoco se hayan incorporado los dos primeros es muy de lamentar. Sobre todo, el bibliográfico. No cuesta más de un par de horas y no tiene por qué dedicárselas el autor. Cualquier lector/revisor de la editorial puede hacerlo. HarperCollins es un sello respetable y el libro no se publicó en un período en el que tenía que competir con una multiplicidad de títulos. Salió a mitad de febrero del corriente año.

Los lectores espero que no me consideren tiquismiquis si traigo a colación la banalidad que sobre el “Caudillo” y su obra se han escrito algunos centenares de libros. Del más diverso tipo y con los más encontrados resultados. A favor (en España de forma casi exclusiva hasta, digamos, 1975). En contra, hasta entonces sobre todo en el extranjero (aunque también hubo obras a favor, en general de periodistas -muchos de ellos tramposos). Luego las tornas cambiaron: los autores españoles tomamos la iniciativa y, en mi modesta opinión, creo que no la hemos dejado. Los últimos ejemplos que conozco son los de Matilde Eiroa (ya comentado en este blog) y el recientisimo de Javier Rodrigo (que en pocos días estará en las librerías)

La obra que ahora abordo no pretende ser una biografía en sentido estricto. Sí pretende aportar una “nueva” concepción de la personalidad y obra del   inolvidable “Caudillo”. Aquí está su interés y, para mí, una profunda decepción.

El profesor Villacañas (a quien no tengo el gusto de conocer) aspira a decir algo que no se ha dicho o escrito sobre la figura de Franco. Lo hace de una forma, digamos, un tanto peculiar: conjuga las tesis y escritos de dos autores completamente dispares. e italianos. Está en su derecho, pero no aporta ningún documento ni de la pluma de Franco ni de su paso por la historia que no sea conocido. Se basa en una selección de autores que lo trataron de cerca (en particular su primo hermano) y en un cuidado repertorio de ministros o políticos que han escrito sobre él en memorias y relatos muy heterogéneos, pero en general laudatorios.

Con estos más que limitados, si no limitadísimos, materiales acude para comprender mejor la figura más señera de la historia de España en el siglo XX a nada menos que a Nicolás Maquiavelo en algunas de sus obras. Una es, naturalmente, El príncipe. Otra, de la que confieso no había jamás oído hablar, es la biografía de un condotiero del siglo XIV llamado   Castruccio Castracani. Para explicar al lector de nuestros días la carrera y virtudes del Franco militar parece ser que es la más importante. Utiliza, además, no traducciones. Acude, como es debido, a los textos originales.

Los lectores que no los tengan en casa pueden descargarlos en https://www.academia.edu/25630010/El_Principe_Maquiavelo_Ensayo_     y en  https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/2/609/11.pdf, respectivamente.

El procedimiento puede parecer muy interesante, pero es absolutamente erróneo. De haber pensado como historiador y no como filósofo político tendría que haber demostrado que Franco, un militar con resultados mediocres en la Academia de Infantería de Toledo, habría estado leyendo al menos la primera obra  (la más conocida) a lo largo de sus años de aprendizaje militar en África (de la segunda no hablemos porque no hay  -o el profesor Villacañas no la ha aportado- la mas minima referencia de que Franco hubiese conocido de su existencia).

 Es un lugar común afirmar que Napoleón Bonaparte leía El Príncipe. Es posible que de ello sacara altísimo provecho. Al autor del nuevo libro habría que pedirle que lo hubiese demostrado en el caso de Franco. De ello, sin embargo, rien de rien.

No olvido, al contrario, que algunos de los biógrafos, y mas aun los hagiógrafos, de Franco  han afirmado que el futuro “Caudillo”, a medida que se hacía mayorcito y aprendía a manejar las armas en las casi decimonónicas campañas de Marruecos, y luego mientras meditaba sobre la agitación social de la época en Oviedo, y después, ya general, como director de la Academia de Zaragoza, y, sobre todo, en los años de paz de la República leyó mucho: por ejemplo, obras de historia, de filosofía, de derecho, de economia; incluso alguna que otra de gramática para perfeccionar su estilo. O tal vez que  discutió con el genio hacendístico por excelencia que es como solia presentarse a Don José Calvo Sotelo.

¡Ay!, por desgracia nadie ha aportado la menor prueba de lo que antecede. Tampoco el autor del extraño libro que comento. No podría afirmarse lo mismo de sus congéneres entre los dictadores europeos del siglo XX: la biblioteca de Stalin se conserva y con muchas de las obras anotadas o con marcas de lectura; también se ha escrito sobre lo que queda de la biblioteca de Hitler (de educación incluso más limitada que la de Franco). De Mussolini se conoce su gusto por el pensamiento político y la filosofía y desde luego escribió la tira (aunque también le escribieron, como es lógico). De Salazar, catedrático de Universidad, no hablemos.

Es decir, me parece que el autor de este nuevo libro sigue un procedimiento profundamente ahistórico. Impone, para comprender el comportamiento de Franco, una metodología basada en el análisis de dos obras para “demostrar” una tesis absurda. La que, tácitamente, el glorioso “Caudillo” obró como si las hubiese leído cuando una de ellas era probablemente desconocida para los militares españoles de principios del siglo XX (ya que no de los siempre admirables eruditos). Lo que no hace es ir A LOS DOCUMENTOS (públicos y no públicos).

Esto que antecede se aplica, esencialmente a la primera parte intitulada “Príncipe Nuevo”.  Uno puede verse tentado a afirmar la influencia de la lectura de Maquiavelo sobre el inefable caudillo si asocia  su famosa baraka con la idea de fortuna, que utiliza el prepolitologo italiano y que circulaba en el ambiente humanista del renacimiento en Italia. El hombre tiene que habérselas con la fortuna para hacer su vida, y para ello ha de poseer la virtù, una noción que Maquiavelo seculariza más que sus precedentes. Empero, para tener algún valor histórico, cualquier hipótesis que se lance ha de ser contrastada con evidencia empírica de la que en este caso estamos huérfanos.

Pero, más allá de la supuesta influencia de tales obras sobre el pensamiento del inmarcesible Caudillo, en esta primera parte llaman la atención algunas referencias de menor enjundia, pero que dejan con la mosca tras la oreja al historiador menos atento.

A título de ejemplo, se nos dice que, en 1934, los hombres de Acción Católica estaban en contacto con Mussolini para preparar la rebelión en España, cuando ya sabemos que ésta llevaba años preparándose. desde el mismo día en que se proclamó la República; que tanto Calvo Sotelo como Sainz Rodríguez y los monárquicos estuvieron en la operación para conseguir la ayuda militar italiana (pp. 36 y 62). Asimismo, señalemos la mención a la “Legión africana” cuando su nombre no es otro que el original de “Tercio de Extranjeros”, y posteriormente transformado en “Legión Española” (p. 46). No hay nada nuevo y si bastante texto para rellenar pagina tras pagina.

La segunda parte del título “La revolución pasiva” se basa en una interpretación del concepto que de esta acuñó Gramsci. Yo me descubro humildemente. No me considero discípulo del pensador y político italiano, pero para asociarlo con Franco habría que mostrar que, al menos, alguno de los compañeros de milicia y luego ministros de Franco a partir de 1937 hubieran estado influidos por su lectura. Por ejemplo, el cuñado y supuesto mentor, el por tantas razones odiado Ramón Serrano Suñer, alejado oportunamente del poder en 1942.

(continuará)

CASTIGAR A LOS ROJOS: OTRO ESLABÓN EN UNA CADENA (Y IV)

5 julio, 2022 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Para culminar esta pequeña serie de posts el profesor Guillermo Portilla ha redactado la siguiente contribución que sitúa perfectamente al teniente coronel Acedo Colunga en el ominoso lugar que le corresponde. Lo ubica como un eslabón fundamental en coexistencia con penalistas españoles no militares de la época. Todos contribuyeron, con sus escritos y opiniones, a crear el caldo de cultivo en el que floreció, en todo su mortal esplendor, la mefítica atmósfera que nutrió el pensamiento jurídico dominante durante la dictadura. Avalaron, con su supuesta autoridad, las ideas que “justificaron” el asesinato legal, la persecución, la depuración o la muerte civil de los defensores de un derecho penal en consonancia con las mejores tradiciones de las Luces, el liberalismo y la democracia tanto en España como en el extranjero.

‘Castigar a los rojos. Acedo Colunga, el gran arquitecto de la represión franquista’, Ángel Viñas | Francisco Espinosa | Guillermo Portilla (Crítica, 2022)

GUILLERMO PORTILLA

Tras el golpe militar los penalistas republicanos fueron perseguidos y condenados. Traicionados por sus “colegas” de profesión, fueron depurados en la Universidad y sancionados por todos los tribunales de excepción. Suerte muy distinta corrieron los que apoyaron al régimen. El Derecho penal español quedó en manos de mediocres y serviles procedentes del tradicionalismo católico y del nacional-falangismo. La interrelación entre unos y otros fue perfecta: los tomistas asumieron sin rechistar el nacionalismo y el Caudillaje en tanto que los fascistas aceptaron de buen grado la intervención eclesiástica en todos los sectores del Estado.  Unos y otros, sin excepción, avalaron, legitimaron y, a veces, incluso participaron directamente en la configuración legal del régimen militar integrando los tribunales “especiales”.

Con la intención de dotar al derecho penal autoritario de la legitimidad que le faltaba, aparecieron ante todo los penalistas: Federico Castejón, falangista ultraconservador, fue uno de los diseñadores del Derecho penal de la dictadura y componente básico de la Comisión serranosuñerista sobre ilegitimidad de una República que habría funcionado como una verdadera organización criminal. Además, fue el redactor del Anteproyecto de Código penal falangista de 1938 que prohibía el matrimonio entre españoles y personas de raza inferior.

Isaías Sánchez Tejerina, artífice de la ley sobre represión de la masonería y el comunismo, vocal del Tribunal correspondiente, fue uno de los depuradores más estrictos en la Universidad. Justificó el golpe de Estado como un ejemplo de legítima defensa colectiva y avaló la creación de una dictadura tradicionalista católica. La mejor manera de prevenir la delincuencia era, pensaba, la creación de un Estado fuerte, autoritario y no neutral en la defensa de la fe.   

Jaime Masaveu, haciendo uso del mismo informe de la Comisión serranosuñerista, elaboró una teoría sobre el estado de necesidad del soldado republicano contra la República. Su ideología ultraderechista quedó patente en el trabajo “La defensa nacional militar frente a un Estado anárquicamente revolucionario. (Enfoque jurídico)”.  En él planteó una cuestión trascendente: si la verdadera obligación del Ejército era la Defensa Nacional frente a cualquier otra finalidad y el significado de asumir tal opción. En tal disyuntiva, Masaveu lo tuvo claro: el soldado republicano debía defender a la Nación española frente al Estado delincuente. Desde la Fiscalía franquista se dijo que su comportamiento durante la “cruzada” fue de intachable patriotismo, estando siempre dispuesto para toda clase de misiones que pudieran encomendársele. Militarizado desde los primeros momentos, se le concedió la medalla de la campaña.

Entre los penalistas hubo otro, Juan del Rosal, que sobresalió por encima de todos. No solo por su apoyo al Caudillo o admiración por el nacionalsocialismo, sino porque intentó elaborar las bases de un Derecho penal totalitario, autoritario y tradicionalista católico conforme a una dictadura fascista. De un catolicismo vehemente, característica, por lo demás, habitual entre aquellos penalistas que tras la guerra se quedaron en España, Del Rosal fue por convicción, quien mejor representó al falangismo nacionalsindicalista y al nacionalsocialismo en la dogmática penal. Renegó de su maestro Jiménez de Asúa una vez consumado el levantamiento militar y apoyó sin fisuras las dictaduras totalitarias de Alemania y España.  Es cierto también que a finales de los años cuarenta, coincidiendo con el fracaso de las dictaduras fascistas, abdicó aparentemente de esa ideología y se pasó al bando del Derecho penal liberal

Eugenio Cuello Calón, ya mencionado en el post anterior, fue el autor intelectual del Proyecto de Código penal de 1939. Franquista y católico, llegó a tener un control absoluto de la Academia. Cooperó activamente con la dictadura de Primo de Rivera hasta el punto de ser uno de los juristas que participó en la Comisión redactora del Código Penal de 1928. En 1929 ya era Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Barcelona y Vocal de la Comisión General de Codificación. Su posición iusnaturalista la mantuvo hasta el fin de su vida: principio de legalidad sí, pero siempre que no colisionara contra “los principios de eterna razón y preceptos inmutables de un orden moral obligatorio”. El ideal de Derecho penal que defendió aparece recogido en el discurso de ingreso que pronunció en la Academia de Jurisprudencia y Legislación, el 24 de abril de 1951.  En ella perfiló lo que debería ser su modelo. Un Derecho penal subjetivo en el que no se castigara el hecho sino al autor. Siguiendo muy de cerca el movimiento de la Nueva Defensa Social, salvaguardó una doctrina para los delincuentes corregibles y fundada en el aislamiento o segregación de seguridad, para los ineducables o incorregibles.

En la Academia, una vez fallecido Castejón, el poder se concentró en manos de Cuello Calón y Sánchez Tejerina, a los que se premió con las cátedras de Jiménez de Asúa y Quintiliano Saldaña. Más tarde, sus discípulos: Octavio Pérez Vitoria, Valentín Silva Melero, José Ortego Costales, Antonio Ferrer Sama, José Guallart López y Manuel Serrano mantuvieron una línea continuista, legitimadora de la dictadura. Fueron tan conservadores y tradicionalistas católicos o más que sus maestros. A ninguno se les leyó ni oyó jamás una censura al régimen franquista y a su maquinaria represiva.

Por contraposición, el penalista más perseguido y odiado por los “intelectuales” y el aparato represivo de la dictadura fue sin duda Luis Jiménez de Asúa. Contaba para su orgullo con los antecedentes de una lucha pertinaz contra la Monarquía, la Iglesia católica y la dictadura primorriverista. Similar senda de persecución y exilio sufrieron la mayoría de sus discípulos y amigos: Mariano Ruiz Funes, Emilio González López, Antón Oneca y Manuel López Rey.

Al profesor Jiménez de Asúa, socialista y masón, le persiguieron las dos dictaduras españolas. ¿Qué otro fin podía esperar a un demócrata antimonárquico que altivamente proclamaba que“en España la norma de cultura política es hoy marcadamente antidinástica, afirmativamente republicana, y en pro de la auténtica forma democrática está hoy mayoritariamente pronunciada la opinión pública española. (..) nadie defiende al rey y a la dinastía que representa, a lo sumo los capitalistas e industriales que con algunos políticos conservadores tratan en esta hora de crear un partido “centrista”, soslayan tamaña cuestión diciendo que la política consiste en abordar y resolver problemas concretos, pero no se deciden a la defensa abierta y desinteresada del caduco trono”?          

El desencuentro entre Jiménez de Asúa y la dictadura de Primo de Rivera se produjo prácticamente desde la llegada al poder de los militares. El sátrapa no vio con buenos ojos su crítica a los reiterados ataques a la libertad de expresión ejecutados por la dictadura y la denuncia del confinamiento de Miguel de Unamuno en Fuerteventura, con motivo de la intervención no autorizada de su correspondencia y desvelarse el contenido de una carta que el escritor había enviado a un amigo residente en Argentina. Al tiempo, Asúa reprochó a la dictadura el encarcelamiento de Ángel Ossorio, ex ministro, por una razón similar: desvelarse el contenido de una carta privada dirigida a Antonio Maura, en la que se reprobaba la adjudicación del servicio telefónico a la compañía donde trabajaba el hijo del dictador.  No hay que identificarlo.  

Pero realmente el acontecimiento que marcó el destino de Asúa y su colisión con Primo de Rivera fue el concurso a la cátedra de griego que durante treinta años había ocupado Unamuno. Pese a la presencia policial, Jiménez de Asúa junto a otros docentes y seis alumnos burlaron el control y accedieron al lugar de la votación. En ese escenario se produjeron insultos a los miembros del Tribunal y varias cargas policiales. Al tener conocimiento Asúa de la detención de los estudiantes en los alrededores del Ministerio, se presentó el 29 de abril de 1926 en la Dirección General de Seguridad. Tras dar su nombre fue inmediatamente detenido, al tiempo que se le comunicó la decisión del Gobierno de proceder al inmediato confinamiento.

Durante el franquismo, fue depurado en la Universidad y condenado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas a la pérdida de todos sus bienes y a la nacionalidad. Igualmente lo condenó el Tribunal Especial por un delito complejo de masonería y comunismo a la pena de treinta años de cárcel.  Su lucha política y su inmensa contribución al desarrollo del Derecho penal continuaron en el destierro hasta su fallecimiento en Buenos Aires en 1970 cuando era presidente de la República española en el exilio.

___________________

Ex post de servidor

Para terminar esta serie, una pequeña orientación bibliográfica. Los lectores que deseen profundizar en un tema que puede parecerles un tanto abstruso harían ver en consultar el trabajo del profesor Gutmaro Gómez Bravo sobre las no siempre divertidas oposiciones en la postguerra a las codiciadas cátedras de Derecho Procesal y Derecho Penal en los años siguientes a la guerra civil. Se darán una idea del ambiente que en ellas se respiró, con aspirantes que solían vestir el uniforme del “Glorioso Ejército Nacional” e imbuidos en las doctrinas, entre otras, del nacionalsocialismo imperante en los años treinta y principio de los cuarenta. Es de fácil consulta en https://www.academia.edu/28307279/LA_UNIVERSIDAD_NACIONALCAT%C3%93LICA_La_reacci%C3%B3n_antimoderna

Se trata de un estudio masivo dirigido por el profesor Luis Enrique Otero Carvajal, de consulta obligada. Las páginas correspondientes a los dos tipos de “Derecho” de la época que aquí interesan se encuentran en las páginas 969 a 986. Se reirán.

FIN

LA VERDAD SOBRE FRANCO: EL QUE DIFUNDE NETFLIX

16 noviembre, 2021 at 8:30 am

UN COMENTARIO MÍNIMO (Y III)

Ángel Viñas

Los comentarios en los dos posts anteriores no son especialmente perceptivos. No abordan lo que, desde un punto de vista global resulta más interesante. Que yo sepa ningún comentarista español ha captado o, si alguien lo ha hecho, no le ha dado mayor importancia. Pero no hay que olvidar que se trata no de un documental hecho para españoles, sino en primer lugar para alemanes. Y que, en segundo lugar, gracias a la plataforma Netflix, cabe captarlo en el amplio mundo. Desde esta doble perspectiva, alemana y mundial, hay dos aspectos que me gustaría subrayar.

El primer aspecto es la relevancia de uno de los términos con que el guion se refiere a Franco. Se le trata de “Despot” a lo largo de todo el programa. La traducción inmediata sería “déspota”. No es una denominación demasiado utilizada en nuestro idioma (incluso, en ciertos contextos y en lenguaje coloquial puede reducirse su acepción primigenia: “este niño es un déspota; no nos deja tranquilos un segundo”)

Sin embargo, Despot y déspota tienen en ambos idiomas una acepción común. En alemán es alguien que gobierna sin limitación alguna (unumschränkt Herrschender) Lo dejo escrito tal y como lo define el Duden, el diccionario de referencia en los países de aquel idioma. Pues bien, en castellano “déspota” es quien gobierna sin sujeción a ley alguna. Lo copio del DRAE.

¿Qué significa esto? Simplemente que los dos países, Alemania y España, han estado sujetos a períodos bajo figuras que en ambos idiomas corresponden a la misma tipología. En el primero durante los doce años en los que Hitler aplicó el Führerprinzip.  En España, mucho más tiempo y en el que Franco se sirvió de lo que, con cierta sorna, he denominado el Francoprinzip. Los juristas de la dictadura, siempre “pelotas”, sumisos y muy bien retribuidos, tradujeron en términos más almibarados con el concepto, para mí un tanto raro (pero no soy jurista) de “leyes de prerrogativa”. ¿Qué prerrogativa?

En definitiva, los dos conceptos se refieren a lo mismo. Hitler y Franco fueron la última fuente de ley. Esto es algo que en la democrática España no suele subrayarse pero que servidor sí lo hace en el programa. 

El segundo aspecto es que a lo largo del mismo se mantiene la caracterización de la dictadura de Franco como Schreckensherrschaft.  Este término, si volvemos al Duden, significa régimen de terror. Pero, ¿cómo se utiliza en este idioma, que es en el que se ha preparado originalmente el programa? Pues, simplemente, para caracterizar, entre otras, a la dictadura nacionalsocialista. Es decir, un oyente alemán se ve alentado a divisar en el caso de España una similitud con la gran dictadura del siglo XX en Alemania que tanto ayudó a Franco.

Por supuesto que la española reviste caracteres propios y no es equiparable a la nacionalsocialista. Siquiera por una razón: esta se basó en la primacía absoluta a dar a la “sangre”, a la “raza”. Una estúpida creencia en una biología incipiente se convirtió en el mecanismo que posibilitaría, tal era la mitología nazi, acceder a la supremacía primero europea, luego universal. Se era ario o no se era. Se formaba parte de la Herrenrasse o no se formaba. Judíos, eslavos, gitanos no eran hombres o mujeres. Eran subhumanos. Untermenschen.  

Es obvio que, a lo largo del tiempo, surgió el concepto de los “asimilados”. Entre ellos los italianos fascistas (“arios del sur”) y los españoles. Luego, en la segunda guerra mundial, el concepto se estiró aún más hasta comprender a indios (de la India) y musulmanes. Algunas Waffen SS se convirtieron en una mezcolanza de “razas”, pero desde luego los judíos sufrieron un holocausto, la Shoah, de seis millones de personas. Una mancha indeleble sobre Hitler y su dictadura que no se borrará fácilmente.  No dice nada, pues, en favor de la franquista el verse asimilada en alguna medida a la nacionalsocialista y el programa subraya que lo fue desde el principio.

He leído algunos artículos en la prensa española en los que los autores se han congratulado de que por fin la verdad sobre Franco se haya proyectado en un programa de televisión hecho por alemanes.  Se les ha olvidado señalar, o quizá no lo sepan, que para el oyente alemán puede tener otra connotación. Durante muchos años las derechas de la República Federal propiciaron en el largo periodo de la guerra fría gestos cordiales o muy cordiales en favor de Franco. El contrapunto que ofrece este programa es, pues, muy de agradecer, porque hoy da un poco de vergüenza leer las declaraciones que en su momento hicieron destacados políticos de la CDU y de la CSU. Aquí también el guion ha fallado un pelín porque podría haber preguntado al efecto a alguno de los académicos alemanes (Aschmann, Bernecker, Collado Seidel) a los que han acudido y que, de seguro, no hubieran tenido empacho en traer a colación varios ejemplos.

Una pequeña objeción. En el último capítulo, potpurri-resumen, hay una referencia al temor a una guerra civil que habría habido en España durante la transición, sobre todo después del 23-F. Me deja sorprendido. No lo  percibí. También es verdad que me dediqué más a trabajar en los archivos del franquismo (Presidencia del Gobierno, Banco de España, Ministerio de Hacienda, etc.), amén de algún extranjero, que a preocuparme de una eventualidad que me parecía extraña. ¿Quiénes y con qué medios la habrían desencadenado frente al formidable aparato militar y de sguridad de la dictadura? ¿Dónde estaban los equivalentes de Hitler, Mussolini, Salazar y Stalin para echar una manita a unos y otros? ¿Qué hubieran hecho los dirigentes franceses, británicos, italianos, alemanes, portugueses (tras la revolución de abril),  belgas, etc.?  Tal vez podría haberse postulado que los norteamericanos no hubiesen reaccionado. ¿Qui lo sà? Con los hacedores que había en el Washington de entonces, ¿qué les hubiera importado más? ¿Democracia en España? ¿O seguridad para sus bases?

El programa finaliza con una invocación:  ESPAÑA TIENE UN PROBLEMA CON SU HISTORIA.

Es verdad. Pero, ¿qué historia? Sin duda no con la Reconquista, aunque algunos sigan defendiendo sus leyendas y otros echándolas abajo. Tampoco con el descubrimiento,  conquista, colonización y explotación de América, aunque ahora haya resucitado tras los centenarios redondos de la caída de Tenochtitlán y de la independencia de México. ¿Con la leyenda negra?, que ya empezó a desmontar Julián Juderías, entre otros, hace bastantes añitos?. ¿Con la pérdida del Imperio en el pasado siglo, a pesar de la abundante literatura generada a ambos lados del Atlándico? No hablemos de la interminable guerra de Marruecos, objeto último de la “misión civilizadora” de la PATRIA.

¿Imaginan los lectores a las masas españolas, tras uno u otro estandarte, saliendo a las calles para echarse ladrillazos en favor de alguna de las interpretaciones de una historia tan larga y accidentada? Evidentemente, no. Todo con lo que ciertos periódicos, programas de TV y numerosas redes cuatreriles nos atiborran ahora sobre tales y otros periodos son trampantojos para reactivar una renovada “Formación del Espíritu Nacional”. Lo hacen con fines bastardos, aunque no similares a aquellos de “por España hacia Dios” (nadie sugiere, en el siglo XXI, el “Imperio”).

España no tiene un problema con su historia. España tiene, por el contrario, un PROBLEMAZO MAYÚSCULO con su guerra civil y con su dictadura subsiguiente. No ha pasado por la experiencia formativa de la mayor parte de los paises europeos occidentales a partir de 1939.  No es extraño que sobre guerra civil y dictadura sigan tejiéndose leyendas, unas más absurdas que otras, pero siempre leyendas.

No es explicable de otra manera que el programa alemán en cuestión haya suscitado tanta repercusión, al dejar ver en la pequeña pantalla lo que innumerables historiadores españoles y no españoles venimos diciendo desde que se restablecieron la libertad de prensa y las demás libertades democráticas.

Las representaciones del pasado son difíciles de cambiar y, naturalmente, se mezclan con las luchas políticas y sociales del presente. Pero no hay que confundir los períodos. Franco no salvó a España. Salvó, si acaso, a una parte de SU España, aunque es difícil pensar que de no haber habido sublevación hubiese existido tal necesidad.

El golpe de Estado se hizo con argumentos espurios, inventados, para restaurar la Monarquía y destrozar las reformas modernizadoras de la República, similares a las de otros países occidentales en el mismo período.

Franco traicionó a la Corona y hundió a España en un pozo profundo tras hacer fusilar a decenas de millares de compatriotas por haber sido republicanos, liberales, socialistas, comunistas, anarquistas, protestantes, librepensadores, masones, ateos, etc. Es decir, todo lo que se dijo que era destructor de las esencias patrias. ESPAÑA, DEBÍA VOLVER A LOS TIEMPOS DE UNA INQUISICIÓN RENOVADA, ENLAZANDO CON UNA ÉPOCA GLORIOSA.

Desde hace unos veinte años se resalta de nuevo el “terror rojo” (como si no se hubiera hecho nada al respecto entre  1936 a 1975), pero ¿por razones históricas? ¿O más bien para acallar o justificar el “terror blanco”, salvador, porque no se decía que España iba a caer en las garras moscovitas?. ¿La muestra?: Paracuellos, otra vez en las redes por estas fechas. En realidad, el objetivo es contraponer algo a los resultados que arrojan las FOSAS del olvido que van abriéndose poco a poco.

Estos ´ultimos son aspectos que a algunos sectores de la clase política y mediática española les cuesta trabajo admitir. ¿Por qué? No porque de pronto hayan recuperado una memoria olvidada, sino porque las concepciones dominantes sobre el pasado influyen sobre el presente y, por consiguiente, sobre el futuro. En las pugnas por el pasado lo que está en juego, en parte, es el futuro de la democracia en España.

Aquí ha sido posible documentar hasta cierto punto lo que fue nuestro pasado INMEDIATO, a pesar de las masivas destrucciones documentales ordenadas por algunos gerifaltes en la Transición, bien conocidos y que seguramente están tan tranquilos con su dios y con su conciencia. Quedan, sin embargo, muchos más papeles. QUE SE ABRAN CUANTO ANTES LOS ARCHIVOS TODAVÍA CERRADOS Y, SOBRE TODO,  QUE SE LES DOTE DE LOS MEDIOS PERSONALES Y MATERIALES NECESARIOS PARA ATENDER A LAS DEMANDAS DE INFORMACIÓN que irán en aumento.

¿Para qué seguir teniendo en cuenta los embelecos con los que algunos siguen rodeando a un dictador narcisista, cruel, embustero, traidor y no en último término muy interesado en llenarse los bolsillos mientras sus soldados se desangraban en los frentes o en los hospitales? Como émulo del Führer, sí,  pero ¿no han ajustado las cuentas con sus pasados respectivos los países que se desembarazaron, o fueron desembarazados, de la bota nazi?

FIN

EL EMBAJADOR DE S.M. BRITÁNICA ANTE LA MONARQUÍA ALFONSINA Y LA SEGUNDA REPÚBLICA: SOBRE UNA RECIENTE BIOGRAFÍA (y II)

26 octubre, 2021 at 8:30 am

ANGEL VIÑAS

Silvia Ribelles ha dedicado espacio a desarrollar la sorpresa que el 14 de abril despertó entre los diplomáticos británicos en Madrid y en Londres. Hace lo que un buen historiador, y no en plan de cantamañas prejuzgados como muchos de los que ahora escriben con supuesta autoridad de titanes. Les cogió de sorpresa. No se lo esperaban. Los comentarios fueron prolijos. Uno de ellos, un “experto”, ejemplifica cuán difícil era -y es- en la actividad diplomática diaria anticipar lo que deparará el futuro: “Esto es solo el principio de importantes cambios en España, importantes solo para España, ya que no creo que sean transcendentes para nuestro país” (p. 133). Con razón dijo mucho después un primer ministro japonés, Yasuhiro Nakusone, que en política prever lo que puede ocurrir una pulgada por delante de los acontecimientos es adentrarse ya en terreno desconocido.

‘Un diplomático al servicio de su Majestad. Sir George Grahame (1873-1940)’, de Silvia Ribelles de la Vega. Comares Historias

Nada de lo que antecede significa que Sir George Grahame no tomara, como se dice, la medida a la joven República. Vio en ella la clara y evidente posibilidad de que España dejara detrás decenios, si no siglos, de decadencia y de que se pusiera a tono con la modernidad europea. Siempre fue por delante de la mayoría de sus compañeros y superiores en Londres, piedras angulares del Imperio, que como corresponde a los servicios centrales pensaban en coordenadas más amplias, pero no por ello necesariamente más acertadas. En la actualidad, los escribidores a sueldo de la derecha española estarán en contra de tal aseveración.

En contra de una historiografía muy asentada servidor sostiene que la década de los años treinta fue también, aunque de otra forma, un período de cierta “decadencia” británica en política  exterior, como la calificó Jean-Baptiste Duroselle para el caso de Francia. Solo que Gran Bretaña era, y sigue siendo, una isla (más otras menores) con el aditamento de la entonces nueva Irlanda del Norte. Además, separada del continente por un océano que, aunque estrechito, imponía obstáculos insalvables merced a la supremacía escasamente contestable de la Royal Navy (los japoneses, años más tarde, no tardaron en demostrar lo contrario en aguas asiáticas).

Algunos historiadores (no hablemos ya de los gacetilleros) siguen, dale que te pego, acudiendo a un supuesto dictum de Lenin de que España sería el segundo país europeo, después de Alemania, de caer bajo la esfera de influencia comunista. Confieso no haber leído todas las obras de Lenin y agradecería a quien lo haya hecho que me informara de dónde apareció la cita y, si es posible, los argumentos que la sustentaran. Además, la ecuación Azaña=Kerenski no dejó de flotar en la mefítica atmósfera desde la cual algunos “genios” del Foreign Office contemplaron la realidad española de la época. 

Más cerca del presunto peligro rojo que, según convención derechista tradicional y que ya vehiculaban los monárquicos alfonsinos, se cernía sobre la amada Patria, el duque de Alba había comunicado a Sir George que España sería el “el último país en convertirse al bolchevismo”. Por su parte el general Berenguer había manifestado a un periodista francés que “el comunismo era prácticamente inexistente en España” (p. 143). Ambas declaraciones eran, sin la menor duda, más ajustadas a la realidad que los sueños y pesadillas que transmitían a Mola (director general de Seguridad) y a Franco (director de la Academia General Militar) los “cruzados” de la Entente Internationale Anticommuniste con sede en Ginebra.

Los que  caracterizo de “cruzados” los había también en el cuerpo consular británico asentado en España. El más representativo, por la audiencia que alcanzó a partir de agosto de 1936, fue un oscuro personaje, el cónsul general en Barcelona, Norman King. Daría mucho de sí. El acudir a los toros como ejemplificación de la supuesta atracción de los españoles por verter sangre de sus compatriotas fue una de sus más populares metáforas, pero no la única. Quizá con Sir George en puesto no se hubiera atravido a hacerlo. Sin él, no encontró ningún impedimento.

Durante los tumultuosos años que le tocaron vivir en España, Sir George criticó algunas de las informaciones que suministraba al augusto diario The Times su corresponsal en Madrid y que han despistado a más de un historiador. Ya en la época había gente, incluso en las altas esferas de la Administración británica, que percibía la realidad internacional también a través de las columnas del rotativo, cuyo director debe figurar -aunque no siempre aparece- en la lista de los “apaciguadores” más indomables. Su influencia se advierte en los comentarios y anotaciones con los que otros “genios” del Foreign Office ampliaron los telegramas y despachos de su embajador, probablemente demasiado poco conservador para ellos.

Silvia Ribelles recupera muchos de tales informes anotados. Bastantes de entre ellos los había sacado a la luz Enrique Moradiellos, Otros, un servidor (por no contar historiadores británicos y norteamericanos). Los que aflora la autora, siguiendo un orden cronológico estricto, permiten ver cómo Sir George siguió los acontecimientos al día a día. Ello se revela en toda su intensidad en el caso del octubre asturiano. En mi opinión, el peso de lo diario puede llevar a oscurecer la reflexión más calma y ponderada que el embajador hizo llegar a posteriori a Londres y que, teniendo en cuenta lo que había publicado la prensa británica, a veces difería considerablemente de la misma. Silvia Ribelles, desde luego, considera que Sir George tuvo un perfil “menos conservador” que su sucesor en el cargo. Es una descripción que no hace del todo justicia al primero, porque este último no es que fuera más conservador, es que era mucho más prejuzgado y se dejó embaucar  por las derechas españolas más extremas. De diplomático ecuánime, analítico, conocedor de la amplia élite política y social del país, rien de rien. Sir Henry Chilton fue un desastre para España y también para su propio país. Uno de los más del servicio diplomático británico de la época.

Todo embajador debe tener en cuenta, en su información a los servicios centrales, la atmósfera dentro de la cual se percibirán sus despachos y telegramas. En lo que se refiere a los asuntos diarios (desórdenes públicos, desacatos a la autoridad de la izquierda revolucionaria, algaradas múltiples) la producción de la embajada bajo Sir George fue notable y, a diferencia de lo que pasa con la alemana o la italiana, se conserva en gran medida. El único ejemplo comparable podría ser la norteamericana, en la cual también se observa el impacto de la llegada de un nuevo embajador, en este caso político y amigo personal del presidente Roosevelt: Claude G. Bowers. (Por cierto, sus memorias, publicadas mucho después de la guerra y tras haber abandonado el servicio diplomático de Estados Unidos, hay que tomarlas con un granito de sal y compararlas con su información de cuando estaba en Madrid: hay desacuerdos y, a veces, contradicciones).

En mi modesta opinión, en los tiempos alborotados actuales en que renacen las “verdades eternas” que sobre la segunda república española vertieron quienes quisieron acabar con ella para justificar su sublevación, la recuperación de la figura de Sir George D. Grahame, que ha hecho Silvia Ribelles de la Vega, debería ser un incentivo para que otros historiadores españoles y no españoles se inclinen de nuevo sobre su producción en forma de telegramas y despachos, bien al día o más meditados.

Nuevas miradas (y la esperanza de que en algún momento en el futuro las autoridades británicas se decidan a desclasificar la documentación del Secret Intelligence Service sobre la España de los años veinte y treinta, si no la han destruido, y la todavía no revelada del contraespionaje, MI5) deberían formar parte del abanico de claves con que los historiadores continuarán derruyendo las versiones amamantadas por el franquismo y el neofranquismo o también por la política de apaciguamiento británica de la época. Y, en ello, quizá sea posible echar luz sobre la perniciosa actuación de algún que otro diplomático británico filofascista y, por supuesto, sobre el topo de Stalin incrustado en la Dirección General que se ocupaba de los asuntos españoles cuando estalló la sublevación de julio de 1936. Nadie, que yo sepa, ha explorado hasta qué punto el Kremlin estuvo al tanto de lo que se hacía y no se hacía en el Foreign Office de la época en relación con la nueva situación creada por el incipiente conflicto español.

P.S. En el libro que escribí sobre mis experiencias en la Comisión Europea narré una anécdota. Se trató de un pequeño percance que me ocurrió con un alto diplomático británico. En un momento me escribió una carta (entregada en mano) en el que criticaba alguna de las decisiones que servidor había tomado sobre cierto tema. Puso en copia al comisario y a otros colegas, entre ellos el gabinete del presidente Delors. No tenía razón y se equivocaba de plano.

La sangre se me subió a la cabeza. ¡Lo menos que podría haber hecho era llamarme o avisarme! Inmediatamente redacté, en inglés, la respuesta pero antes de enviarla pensé un momento. ¿No sería mejor que la viera mi mujer? Al volver a casa le conté lo ocurrido. Se echó a reir. Había actuado en español. Me dio una lección: en ciertos círculos (y desde luego en los Ministerios británicos) cuando se quiere demostrar un cabreo fenomenal el redactor de la respuesta la escribe en términos sumamente almibarados. Así que al día siguiente envié la nueva redacción, con copia al comisario y al resto de los destinatarios de la misiva inglesa. Uno de mis subordinados, francés, vino a verme para expresarme su preocupación por el tono, a su parecer humillante para la Comisión. Con el imprescindible tono de autosuficiencia le dije algo así como “como buen francés, no conoces a los ingleses. Ya verás”. Y, en efecto, lo vimos. El destinatario se disculpó en todos los tonos posibles. Desde entonces nos invitó varias veces a los champagne parties que organizaba en su residencia los domingos por la mañana. Moraleja: conviene entender el mundillo mental y cultural en el que se redactan los despachos diplomáticos. Eso sí, subí enteros en la apreciación de mi inmediato superior, un belga que había trabajado con ingleses en la Résistance contra los nazis.

Un libro para iniciarse en Historia

22 enero, 2019 at 8:30 am

Ángel Viñas

 Puedo asegurar a mis amables lectores que el director de la Editorial Comares granadina, y buen amigo mío, Miguel Ángel del Arco, no me da comisión por referirme a libros por él publicados. Sin embargo, vuelvo a ella por tercera vez en este nuevo año porque hace tiempo que quería dar a conocer otro libro de los de su colección. Se trata de una obrita del profesor Antoine Prost, aparecida hace pocos años en Francia y que ha tenido un éxito fulgurante en los países francófonos. También aquí, en Bélgica. Sin embargo, salvo error u omisión, no he visto muchos comentarios sobre ella en España. Es una pena, porque es de lectura fácil y amena, en la edición de Comares se ve enriquecida con un excelente prólogo de dos colegas españoles muy respetados, Justo Serna y Anaclet Pons. Tras finalizarla muchos serán los interesados que se den cuenta de que interpretar documentos no es una tarea tan fácil y sencilla, sino que requiere alguna destreza que, eso sí,  se adquiere con la experiencia.

 El libro se titula Doce lecciones sobre historia. Está pensado para estudiantes de grado en la Sorbona, pero Prost lo escribió con la mente puesta en un número amplio de lectores. Ciertamente los ejemplos y las referencias que da se refieren a la historia de Francia o a la sociedad francesa, pero esto no es óbice para su interés en otros países europeos occidentales.

En España, que yo sepa, el análisis de documentos, fundamentales para todo historiador empírico que se base en evidencias primarias, no se enseña en el grado y queda por lo general restringido a los alumnos de postgrado, y no en todas las facultades de Historia. Para unos y para otros este librito debería ser de lectura obligada. Ahorraría, probablemente, mucho tiempo y mucho esfuerzo para aprender cómo analizar e interpretar esa documentación elusiva que se conserva en los archivos. Y aunque en la España democrática las autoridades siguen guardando con singular celo la que todavía no se ha desclasificado, quizá por eso de que en los archivos anidan serpientes venenosas que pueden dar un susto no a quienes las despiertan sino a los que leen sus productos, no cabe descartar una posibilidad. Quizá dentro de un tiempo prudencial (25, 50 o incluso 100 años) las generaciones futuras puedan familiarizarse con ellos, cuando el veneno con que fueron emponzoñados haya dejado de surtir efectos. Mientras tanto, con los documentos ya abiertos y consultables hay para tener entretenida a, por lo menos, una generación de alevines de historiador. Son quienes aprenderán de este libro. Incluso algunos docentes, porque siempre es más fácil retornar a la rueda que inventar una alternativa. Prevalece la máxima de que solo escribiendo historia se convierte uno en historiador.

En este sentido, al menos dos capítulos introductorios son de obligado análisis y de exigente reflexión. Uno se refiere a los hechos y la crítica histórica; otro a las preguntas que se hace el historiador. La historia no puede definirse ni por su objeto ni por documentos. Puede hacerse historia casi de todo y con toda suerte de fuentes. Pero son las cuestiones que se plantea el historiador lo que constituye el objeto de la historia y, en consecuencia, lo que determina la base de su trabajo.

En mi próxima investigación, ya en vías de revisión previa a la maquetación, las cuestiones que me planteo determinan el tipo de fuentes necesarias. Son tales cuestiones las que me han llevado a seleccionar un tipo de EPRE, alguna conocida -pero no siempre bien interpretada- y otra desconocida. También me han llevado a descartar otras. La aplicación de esta distinción me ha costado bastante trabajo porque he procurado superar mis propios prejuicios y limitarme rígidamente a la exposición, crítica interna y externa, contextualización y explicación de una masa nada despreciable de documentos encontrados en una decena de archivos. En tal labor he simplificado la clasificación de las cadenas de causalidad que describe Prost entre causas finales, materiales y accidentales y la he reducido a dos: condiciones necesarias y condiciones suficientes. Sin la menor intención, por supuesto, de sentar cátedra. Y, naturalmente, las cuestiones planteadas, casi como hipótesis al principio de la investigación, me han llevado a dar la preferencia a ciertos autores (nunca se parte de cero) y a dejar de lado otros. Aun así, la bibliografía es abundante.

No puedo decir que el libro de Prost me haya alumbrado el camino (tras cuarenta años de investigación en media docena de países y en una treintena de archivos algo he aprendido) pero sí me ha servido de consuelo. Por lo demás, no se me ha ocurrido sistematizar las técnicas de análisis tal y como lo hace él para ligarlas al desarrollo del estudio de la porción de pasado que me interesa atravesando las etapas que median desde las primeras interpretaciones de esa porción hasta desembocar en unas tesis que remedan la formación de un texto histórico con vocación científica, es decir, contrastable, sujeta a la crítica interpares y siempre provisional. No siempre es fácil agotar todas las fuentes existentes que incidan en una determinada cuestión. Sin duda habrá documentos y archivos todavía cerrados a la investigación.

Hubo una época en que escribir historia tenía mucho de literatura. ¿Quién no se ha confesado absorto o trascendido al leer la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon? A mí se me cayó la baba, cuando hace muchos años leí la edición abreviada que me regaló Hugh Thomas. En alguno de mis traslados se traspapeló y ahora, cuando me concederé un buen descanso, me he apresurado a adquirir la versión completa. Espero pasar unas buenas semanas leyéndola y comparándola con alguno de los libros de Mary Beard.

Hace ya mucho tiempo que la Historia, sobre todo la contemporánea, se ha hecho “científica”. Pongo el adjetivo entre comillas porque no es obviamente una ciencia como la química. Es una ciencia social, una ciencia blanda. Los resultados que arroja son contingentes. Nuevas fuentes, nuevos descubrimientos, nuevos enfoques pueden dar al trasto, y frecuentemente lo hacen, con los conocimientos que creíamos seguros.

En pocos casos se parte de cero. Para la historia, por ejemplo, del siglo XX mucho de lo que pueda decirse, ya se ha dicho. En algún momento, en algún tiempo, en algún lugar. Esto se aplica a las sociedades occidentales y también a la española. El papel del historiador estriba entonces en separar el trigo de la paja y en calificar como relevantes, irrelevantes, verdaderas o falsas afirmaciones que en algún momento hicieron autoridad. O que, como en las dictaduras, estuvieron protegidas por esas autoridades. Todo lo que he escrito está pasado por ese cendal.

Desde este punto de vista el librito de Prost tiene una utilidad suma. Su lema podría ser el que la historia no explica el pasado completamente, pero sí algo del mismo. La explicación dada no es totalmente determinante pero tampoco es totalmente aleatoria. Todo lo posible no puede ocurrir al mismo tiempo, recuerda Prost. El historiador tiene que establecer un diagnóstico y determinar las situaciones en que se producen contingencias. Por utilizar la terminología anglosajona: si el historiador analiza la dinámica a que se han atenido los fenómenos históricamente constatables (the road taken), tampoco puede dejar de identificar aquellos puntos de inflexión a partir de los cuales, de haberse producido, los fenómenos subsiguientes hubieran sido otros (the road not taken). Es una metodología modesta. Personalmente, no estoy muy de acuerdo con los intentos de “historia alternativa” o “historia contrafactual”, un enfoque reciente tan de moda.  Ni los hombres ni las sociedades actúan como prevén los algoritmos de los war games o de los juegos de ordenador. El número de variables a considerar es inmenso. Sus interacciones, imprevisibles.

Comares publicó esta obra en 2014. Según tengo entendido ya va por la segunda edición. Es una buena señal. Merecería penetrar más entre los lectores españoles y familiarizarlos con una serie de observaciones que les permitirían dilucidar las profundas diferencias entre historiadores serios y los seudohistoriadores con escasos escrúpulos que disertan como si fuesen profesores sobre los temas más complicados de, sobre todo, nuestra historia contemporánea. En definitiva, un libro claro, sucinto, sumamente interesante y de lectura obligada para quien quiera penetrar rápidamente en el trabajo nada misterioso, por cierto, del historiador. Un ejercicio interesante podría estribar en sustituir los ejemplos tomados de la historia francesa por otros de la española. Es lo que yo invitaría a hacer si tuviese que dar un curso de postgrado.

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (y V)

4 octubre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con este post termino mis comentarios sobre SOBORNOS. Estoy ya metido, hasta el cuello, en la aventura del año que viene. Reconozco que un libro que combina medidas convencionales con otras de espionaje da para mucho más. Pero no me dedico a la autopropaganda. Así que en este último post quisiera simplemente llamar la atención sobre el espacio que doy en mi libro a una de las figuras que más han llamado la atención de numerosos historiadores y aficionados: el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Inteligencia Militar alemana, la famosa Abwehr.

Scherl: Der s¸dafrikanische Vertreidigungs- und Sicherheitsminister Pirow verliess gestern abend Berlin. UBz: ihn beim Abschreiten der Front der Ehrenkompanie der Luftwaffe vor dem Anhalter Bahnhof; rechts von ihm Admiral Canaris, der in Vertretung f¸r Generaloberst Keitel erschienen war und links der Kommandant von Berlin Generalleutnant Seifert. Fot. Wag   27.11.1938

Scherl:
Der s¸dafrikanische Vertreidigungs- und Sicherheitsminister Pirow verliess gestern abend Berlin.
UBz: ihn beim Abschreiten der Front der Ehrenkompanie der Luftwaffe vor dem Anhalter Bahnhof; rechts von ihm Admiral Canaris, der in Vertretung f¸r Generaloberst Keitel erschienen war und links der Kommandant von Berlin Generalleutnant Seifert.
Fot. Wag 27.11.1938

Confieso que nunca me he sentido fascinado por Canaris. Recuerdo que en los lejanos tiempos en que andaba preparando mi tesis doctoral, allí por 1972, hice una larga visita a los archivos militares alemanes de Friburgo. Ya tenía escrito el 90 por ciento. Entonces se buscaban papeles gracias a un catálogo establecido según los cánones de la época. Utilizando palabras clave, y cubriendo un amplio abanico, dí con un grueso legajo en el que, inesperadamente, me encontré con las andanzas de Canaris en la España en los años veinte y principios de los treinta. Ello me obligó a rehacer la orientación de la tesis. Los documentos ilustraban que el origen de  la apelación que Mola hizo a los alemanes después del 18 de julio de 1936 hundía sus raíces en contactos anudados en aquellos años y no cuando Canaris había estado brevemente en Madrid en plena primera guerra mundial. Me adelanté, por cierto, a su afamado biógrafo alemán, Heinz Höhne, un periodista que se había hecho un gran renombre en Der Spiegel y que, naturalmente, me ignoró.

En los años en que José Antonio Martínez Soler dirigió la revista HISTORIA INTERNACIONAL al comienzo de la Transición la cubierta de uno de sus números exhibió una de las poquísimas fotos de Canaris en España durante la guerra civil. Me la dio un exagente suyo. Canaris fue la persona encargada por Hitler de informar a Franco, a finales de octubre de 1936, de la inminente llegada de la Legión Cóndor. En el artículo sobre Canaris demostré con documentos de la Abwehr que al famoso servicio alemán la sublevación de los militares españoles le había cogido en mantillas.

Hoy todavía, en una recientísima biografía de Sir Michael Oldfield, uno de los jefes de MI6 durante la guerra fría, su autor, Martin Pearce,  afirma de que el mismo Canaris ya llamó la atención de Franco en 1938 sobre los planes de agresión de Hitler el año siguiente, por lo que el astuto Caudillo ya estaba en guardia y pudo así inhibirse de entrar en guerra al lado de Alemania. Sería una historia estupenda si fuese cierta. El problema es que no está basada en la menor evidencia, en tanto que los británicos sí recogieron pruebas abundantes de que Hitler no se esperaba el estallido de la conflagración en 1939. Pelillos a la mar.

Los ingleses han tenido siempre una atracción particular por Canaris desde los tiempos de Ian Colvin, periodista que sentó cátedra en 1951. ¿Su tesis? Gracias a los consejos de Canaris, traicionando a Hitler, Franco no entró en guerra. Innecesario es decir que esta afirmación sigue vivita y coleando hasta el día de hoy aunque no está apoyada en ningún tipo de documento.

La misma tesis la resucitó un experiodista de The Times que se pasó a la City, Richard Basset, en un libro que apareció en 2005 y que al año siguiente tradujo Crítica. Se ha considerado el no va más. Por desgracia, y para el caso de España, Basset no se basa en ninguna evidencia ni vieja (que no existe) ni nueva. Es más, como no tiene la menor idea de España, no extraña que cometa algún dislate que otro. Que yo conozca, nadie ha llamado la atención sobre ellos pero, en cualquier caso, y en lo que se refiere a temas españoles dicho autor  no constituye la menor autoridad.

Por el contrario, la mejor biografía de Canaris, debida a un autor alemán, Michael Mueller, pone seriamente en duda el papel que al almirante se le ha atribuído en sus relaciones con Franco. Dicha biografía se ha traducido al inglés pero todavía no al castellano. Una lástima.

Pues bien, si se utilizan los hallazgos de Mueller y se les combina con algunos documentos españoles que ha publicado nada menos que la benemérita Fundación Nacional Francisco Franco, es posible llegar a conclusiones más próximas a Mueller que a Basset y, en último término, a Colvin.

 

Russland, Wilhelm Canaris, v. BentivegniEl análisis crítico demuestra una vez más el dicho de que “el papel aguanta todo lo que le echen”. Un señor afirma, tan pancho, una cosa inventada, se copia y reproduce como si fuera no el va más hasta sentar cátedra. Desmentirla cuesta después sangre, sudor, lágrimas y un montón de dinero.  Y, en este caso, podemos llegar a que un señor que no deseo identificar se pregunte, y no dude en inclinarse por la afirmativa, si Franco no llegó a tener en Canaris un espía al lado del Führer.

La pregunta invita a la contrapregunta: ¿Y dónde está la evidencia? Pues ya puede buscar el lector que no la encontrará. Sí hallará en cambio, como señala Mueller, que lo más que puede afirmarse tras compulsar la evidencia circunstancial existente es que Canaris no puso toda la carne en el asador para convencer a Franco para que echase su cuarto a espadas con Hitler.

Pero, para ese viaje, no se necesitaban tantas alforjas. Ni Basset, influenciado por Colvin, ni Mueller podían conocer lo que después ha salido a la luz, gracias a la desclasificación de los papeles británicos que alumbran la operación que he denominado SOBORNOS.

El tema, por el que he pasado un poco sin profundizar en él en mi libro, tiene alguna trascendencia. La supuesta traición de Canaris a Hitler se exhibió, prometedoramente, en una época en que algunos alemanes buscaban con cierta desesperación algún héroe que, por mor de la salvación de la PATRIA, hubiese sido lo suficientemente agudo como para inducir en un error fatal al causante de todas las desdichas del pueblo alemán.

En aquella época, finales de los años cuarenta y principios de los años cincuenta, todavía no se había reconocido plenamente el papel de la resistencia a la dictadura nacionalsocialista en lo que ya era la República Federal de Alemania, recién subida a la pila bautismal por los vencedores occidentales en la segunda guerra mundial. Costó mucho esfuerzo que ese reconocimiento progresara y lo hizo, claro, por los grupos que no planteaban demasiados problemas: los círculos eclesiásticos (católicos, pero también protestantes), los civiles (no muchos), los militares (empezando por Canaris y sus muchachos). Lentamente se fue progresando hasta reconocer la importancia de la oposición de derechas, conservadora y nacionalista entre los militares. Quedó un poco de lado la de izquierdas, aunque la de los socialdemocrátas no podía taparse. Se olvidó cuidadosamente la comunista, al fin y al cabo enemiga existencial.

En este proceso hay que distinguir, obviamente, entre los avances en la historiografía y los que se filtraban hacia la cultura popular o se generaban en esta. Los primeros empezaron por chocar a grandes sectores del buen pueblo alemán hasta que se convirtieron en el cauce principal. Hoy podemos leer que el vocabulario nazi vuelve a introducirse en ciertas manifestaciones del discurso político de Alemania y vemos que algún que otro nuevo partido, populista y de extrema derecha, ya empieza a querer revisar una historia de horror. No es para llorar. Es para prestar atención, mucha atención, a esa nueva efervescencia. Hay historia que no es inocente.

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (IV)

27 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En la historiografía convencional no era frecuente hasta hace unos cuarenta años incorporar a la narrativa lo que los anglosajones llaman la “missing dimension”, es decir, la dimensión que falta o que faltaba. Con ella hacían referencia a la incorporación al discurso historiográfico normal de las actividades clandestinas, subterráneas o no convencionales. En una palabra, el espionaje. Hoy tal dimensión está plenamente reconocida.

9788498925531En contra de lo que pudiera creerse no ha sido la curiosidad que despiertan los relatos de espionaje en el público en general la que ha permitido tal incorporación. Esos relatos, tan antiguos como la Biblia misma, siempre han estado presentes en el imaginario popular y, desde finales del siglo XIX, han sido territorio favorito de todo tipo de obras, en general de aficionados o de periodistas con un gusto por lo sensacional. La historiografía académica, seria, en gran medida los ha ignorado, incluso tras la experiencia de la primera guerra mundial en la que los relatos sobre la segunda ocupación más antigua (adivine el lector cuál sería la primera) experimentaron una notable expansión.

La razón no es difícil de explicar. En la medida en que la historiografía académica tiene, esencialmente, una base documental, es decir,  se fundamenta en evidencias primarias los historiadores no podían hacer mucho porque las fuentes estaban cerradas. Episodios como el de la mitificada Mata-Hari, con su mezcla de sexo y espionaje, eran buenos para gacetilleros y novelistas, pero no para historiadores serios, hechos y derechos.

Tampoco después de la segunda guerra mundial y la evolución de la guerra fría cambiaron demasiado las tornas. En general, los Estados que habían pasado o estaban pasando por ellas fueron avaros de sus secretos. Episodios como los de Philby y el gang de los espías de Cambridge dieron pie a numerosos relatos pero no indujeron a que se abriesen los archivos.

Todo este panorama ha ido cambiando. En el país en el que los relatos de espías han hecho furor tradicionalmente, el Reino Unido, la situación empezó a aclararse cuando, por diversas razones, se autorizó una publicación que aludió abiertamente a la importancia de la densa malla de desciframiento de las comunicaciones alemanas en la segunda guerra mundial. Siguió otra en la que se puso de relieve la actuación del Comité XX que había conseguido que todos los espías alemanes que los nazis introdujeron en el país o trabajasen para los británicos o fueran derechitos a la horca.

Y en lo que se refiere a la guerra fría misma, a los pocos años de colapsarse un espía de la KGB que se pasó a los británicos les regaló miles y miles de extractos de documentos que conforman lo que ha dado en denominarse el “archivo Mitrokhin”.

Desde tales hitos, muchos historiadores se han lanzado sobre masas de documentos desclasificados. En la actualidad, los archivos de inteligencia han revelado una amplia muestra de sus arcanos. Siempre con restricciones impuestas por motivos de “seguridad nacional” u oscuros intereses burocráticos. Los norteamericanos no fueron a la zaga e incluso se adelantaron, pero guardando siempre un núcleo duro. Hoy la historia de las actividades de inteligencia ha ocupado por derecho propio un nicho en la historiografía. La editorial Crítica ha publicado recientemente un libro importante, de síntesis, de Max Hasting, sobre tales actividades en la segunda guerra mundial. Es un buen correctivo a las exageraciones que han permitido a autores sensacionalistas hacer caja.

En España vamos atrasados. Son escasos los historiadores que han tratado de integrar temas de inteligencia en el cuadro general. Para la primera guerra mundial los trabajos de Fernando García Sanz, Eduardo González Calleja y Pierre Aubert han abierto brecha. En cuanto la guerra civil el panorama no es mucho más alentador a pesar de los trabajos de Hernán Rodríguez, Pedro Barruso  y José Ramón Soler. Un libro, también publicado por Crítica, de Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo no tuvo demasiado éxito. Fue, sin duda, prematuro. El público lector español no estaba todavía entonces preparado para estudios de tal tipo. Luego se han hecho algunas incursiones periodísticas en el espionaje soviético en España pero ningún autor español ha estado a la altura de las investigaciones de Boris Volodarsky, también publicadas por Crítica. Sin duda me dejo algunos nombres pero me fijo en obras de rigor académico y no en otras.

Un autor que trabajaba en la NSA norteamericana prometió hace años un estudio sobre las actividades de inteligencia de la Legión Cóndor pero todavía lo estamos esperando. A lo mejor murió. O se descartó el proyecto. Sería una auténtica pena porque hubiera sido muy interesante. Naturalmente plantea la pregunta de si los archivos de inteligencia de la Cóndor estaban en la NSA, ¿qué diablos habrá hecho de ellos la poderosa agencia de espionaje electrónico norteamericana?

Con respecto a la segunda guerra mundial Luis Suárez ha hecho referencia a que Franco tuvo algunos agentes incrustados en la embajada británica en Madrid. Los informes que de ellos se han dado a conocer, en bruto y sin examen crítico adecuado, no hacen pensar que llegaran muy allá.

Y, después, abundan las especulaciones y los relatos basados en fuentes periodísticas. Existe un rumor, que no sé si será cierto y que aventuro con todo cuidado, a tenor del cual en el Archivo Militar General de Ávila se custodia lo que quedan los archivos en materia de inteligencia militar desde principios del siglo XX. Supongo que escudriñar las actividades de los espías militares en las campañas del Rif debe de ser un asunto tan sensible que nadie se ha atrevido a sugerir su desclasificación.

En este campo todo autor se ve obligado a poner límites a la imaginación. Es fácil dejarse llevar por la luz de presuntas aventuras y el atractivo de los temas. En realidad, de lo que se trata es de escribir historia que se atenga a los principios metodológicos esenciales. Escudriñar los documentos, examinar su consistencia interna, su relación con otros, su pertinencia y, no en último término, la atención que se les prestara. Si es que se les prestó alguna.

Bien o mal, es lo que he intentado hacer en SOBORNOS. No fue ciertamente una operación de espionaje en sentido clásico pero sí tuvo un fuerte componente de extracción y aprovechamiento de información secreta y de influencia sobre el decisor último, Franco; de compra de voluntades y de exploración de escenarios. Ya que se pagaban auténticas fortunas es de esperar que los británicos las sometiesen a contrastes y confirmaciones. Salvo en casos muy puntuales (y refiero algunos de ellos) no he encontrado huellas de ese típico procedimiento de dilucidación y esclarecimiento, bases necesarias -a decir verdad, imprescindibles- para una acción correcta.

Pero, a lo mejor, eminentes historiadores o políticos pro-franquistas tienen en sus manos las llaves de las puertas del reino de la verdad y nos franquean el paso. No habrá lector más contento que quien esto firma. En el próximo post daré un ejemplo.

(Continuará)