Los camelos políticos e históricos de hoy no son cosa nueva: tienen antecedentes directos en la publicística española (y VII)

27 diciembre, 2022 at 8:31 am

ESTA SERIE ESTÁ DEDICADA A LA MEMORIA DEL PROFESOR RICARDO MIRALLES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA UPV, EN EL RECUERDO Y CON MI ADMIRACIÓN

Ángel Viñas

El anticomunismo militante de la guerra fría permitió a la dictadura superar las dificultades tras el conflicto mundial. El abrazo del “amigo americano” hizo el resto. Se silenció el costo. Lo que se ofreció a los españoles fue alguna que otra secuela del “desarrollismo” que el agotamiento de las divisas impuso al Generalísimo. Cuando se “desmandaban” se añadieron muchos palos y ejecuciones meditadas.

La transición echó abajo las instituciones y numerosas plasmaciones políticas del franquismo. No planteó la necesidad de enfrentarse con la historia ya acuñada. El tema se dejó, menos mal, en manos de los historiadores, liberados por fin de la censura. Eso sí, reparaciones materiales e inmateriales (pensiones, reconocimiento de grados del Ejército Popular, devolución de activos a las organizaciones y sindicatos prohibidos durante el franquismo), aspectos nada despreciables, ocuparon la atención.  La memoria de los masacrados pasó a segundo término.

Abordemos ahora esta memoria.

Historia y memoria no son términos antitéticos. En primer lugar, porque ningún historiador puede afirmar que todo el pasado esté contenido exclusivamente en evidencias. En segundo lugar, porque la memoria o el recuerdo de hechos pueden aportar testimonios fundamentales para responder a ciertas preguntas -cambiantes- que se plantea la sociedad. En tercer lugar, porque para determinados sucesos, como las ejecuciones no regladas, los recuerdos grabados a fuego pueden ser esenciales. Finalmente, porque las modernas técnicas ligadas a las exhumaciones de fosas y a su interpretación arrojan conocimientos de los que no queda constancia escrita o memorial.

Tres puntualizaciones sobre las ejecuciones no regladas. La primera es que son incontrovertibles. Francisco Espinosa abordó los mecanismos burocráticos ideados para encubrir las que salpicaron la “justicia” de uno de los grandes asesinos de la contienda: el general Queipo de Llano en Sevilla.  La segunda es que los propios verdugos dejaron huellas. La tercera son los testimonios de los descendientes, la muestra más intensa que cabe imaginar.

Daré un ejemplo de las segundas. Lo tomo de una circular de instrucción titulada “Evoluciones de la guerra en España vistas desde el Ejército del Sur”. Su autor fue un sanguinario teniente coronel, ligado muy de cerca al asesinato del general Amado Balmes y protegido desde entonces por el “Glorioso Caudillo” de quien fue distinguido botafumeiro. Hoy olvidado. Se refirió, en particular, a la campaña inicial en Extremadura en la cual (cito literalmente)

“pequeños grupos en audaz marcha caían sobre un pueblo, vencían la resistencia localizada en las torres de la iglesia, y al son de las campanas al repicar se izaba el Pabellón Nacional y se nombraba la nueva Gestora Municipal. Ya no era preciso más. Unos muros de tapial y unos centinelas aseguraban la tranquilidad pública”

¿No es suficiente? Sí, para los destinatarios, que participaban en los asesinatos unos tras otros. También para el historiador. Se hacía una limpieza mediante fusilamientos más o menos masivos. ¡Al diablo las normas! Es muy notable que a tamaño carnicero la ciudad de Badajoz lo nombrase, junto a otros asesinos de mayor porte, Queipo de Llano y Yagüe, hijo adoptivo. Fue el jefe de la única división (la 21) que retrocedió en el campo de batalla. Una ignominia. La sentencia del consejo de guerra subsiguiente no la aceptó Franco. Desde el Cuartel General emergieron órdenes para que se rebajara de tal forma que pudiese seguir en el Glorioso Ejército Nacional.  Había que pagar una deuda y Franco hizo honor a ello. No solo entonces. También después.

Las preguntas que se hace un historiador desprejuzgado pueden, en mi opinión, articularse en torno a la argumentación siguiente:

El pasado no existe. Ha desaparecido. No podemos reconstruirlo en su totalidad. Tenemos que acercarnos a él a través de evidencias. Estas no son solo documentales. También son las arqueológicas clásicas (se han utilizado desde tiempo inmemorial). Hoy, sin embargo, han entrado en acción las que se derivan de la aplicación de ciencias y técnicas afortunadamente mucho más duras que la historia. La medicina y sus numerosas subdisciplinas; la física; la química; la biología; la genética; la ciencia de los suelos, la arqueología de los campos de batalla, etc. Sin olvidar, otras menos duras, pero esenciales como la sociología, la sicología social y la antropología, en un abanico que cada día que pasa se amplía más y más.

Es decir, el conocimiento del pasado se ha hecho más complejo y también más contingente. En contra de lo que suele afirmarse no depende esencialmente de la ideología de quienes lo investigan, ni siquiera de la versión dominante en un momento determinado, ni de las modas que cambian a lo largo del tiempo. Tampoco depende de cómo se resuelva el eterno problema entre la objetividad y la subjetividad -ya sea a nivel individual o, si se me apura, social. Los hechos determinados por procedimientos propios de las ciencias naturales son hechos duros. Exigen una explicación que, con el tiempo, cambia porque el progreso de las ciencias duras se ha acelerado en el curso de los últimos cincuenta años.

Muchos lectores de mi generación recordarán el caso de la supuesta hija de los zares que, según afirmaba, pudo sobrevivir a la matanza de la familia imperial. Fue por el mundo bajo el nombre de Anna Anderson. La interpretó, en una emocionante película dirigida por Livak (Anastasia, 1956), nada menos que Ingrid Bergman. Muchos siguieron creyendo en ella hasta su fallecimiento. Sin embargo, la comparación años después de muestras del ADN de la familia de los zares con el de uno de los familiares de Anna muestra que esta fue, al fin y al cabo, una impostora. Esto es algo que se había dicho desde el primer momento.  Eso sí, conoció detalles de la vida en familia de los zares que algunos consideraron como exactos. Otros no.  Engañó a medio mundo durante un montón de años.

A mí me impresionó, cuando daba mis primeros pasos en historia, uno de los libros del conocido historiador francés Emmanuel Le Roi Ladurie: Montaillou. Siguió esencialmente un procedimiento tradicional, en su caso, los documentos de uno de los procesos de la “Santa” Inquisición, en este caso francesa, contra los herejes cátaros. Le Roi Ladurie se sirvió de ellos, y de otras evidencias, para reconstruir la vida, acciones, odios y amores que caracterizaron la vida de los habitantes del pueblecito occitano. Un tour de force que lo hizo mundialmente famoso.

En la actualidad, los análisis por medio de ADN han servido para identificar a muchas víctimas de la represión franquista, olvidadas en fosas, y restaurar su recuerdo y su dignidad.  Con ello han aparecido, en la historia, hombres y mujeres, mujeres y hombres, cuyo rastro se había perdido. Los enfoques teóricos y metodológicos subyacentes algunos historiadores no lo aceptan.

Hoy, las ciencias duras, aplicadas al conocimiento de facetas ocultas hasta hace veinte o veinticinco años en el estudio de la represión franquista (también, ¿por qué no?, de la republicana), han abierto el capítulo más avanzado en el estudio de la guerra civil y de sus consecuencias.

En medio de la marejada de datos y conocimientos proporcionados por tales ciencias duras quien al final los interpreta es el historiador: hijo de su época y que en ella actúa. Si la Historia (con mayúscula) aspira en nuestros días a ser algo más que literatura o relato (algo que suelen defender quienes no son historiadores) tiene que recurrir a los resultados que proporcionan nuevas técnicas muchísimo más sofisticadas que las que existían cuando empezó a asentarse sobre modos de pensar científicos, es decir, en el siglo XIX.

En términos muy generales podría afirmarse que la “representación” o las “representaciones” dominantes en los individuos que forman una colectividad en un momento del tiempo son su memoria del pasado. No tiene necesariamente aspiraciones científicas, no se vale de los instrumentos y mecanismos que escudriñan un tiempo inexistente, pero sí se ve influida por los factores culturales, políticos, técnicos e ideológicos de quienes las albergan y, naturalmente, de su entorno.

Tales “representaciones” dejan huellas. Serán objeto de estudio, como parte de la Historia (con mayúscula), por las generaciones futuras. Sus contornos son fluidos y terminan esfumándose con los individuos que las mantuvieron. No así sus resultados.

¿Un ejemplo? En la sociedad española de nuestros días no hay “memoria” de la guerra de la independencia o de la guerra de Cuba. Hay, simplemente, Historia, es decir, representaciones elaboradas, confrontadas con los “hechos”, comprobadas y discutidas por los historiadores de todas las manifestaciones del espectro intelectual e ideológico a lo largo del tiempo. Cuando entre ellos se llega a un amplio consenso tales “representaciones” dejan de serlo para convertirse en HISTORIA.

La memoria, por su parte, resultado de aquel proceso individual, cuando se exterioriza, lo que hace es complementar o iluminar realidades que no han quedado fijadas adecuadamente por otras evidencias. También esta traslación encierra trampas. Como para el caso del Tercer Reich han mostrado Harald Welzer y su equipo la memoria individual, exteriorizada o transmitida, puede pasar a integrar una memoria familiar e incluso intergeneracional y chocar con la historia aceptada y enseñada.

Así, pues, no tengo ni idea (nadie puede tenerla) de lo que pensarán de la guerra civil y de la dictadura franquista las generaciones futuras. Tampoco del uso que en tales momentos se dará a los conocimientos acumulados o debatidos por la nuestra. Ahora bien, el historiador genuino tiene el deber profesional de fijarlos en su tiempo.

No existe, en consecuencia, eso que algunos llamaban (pienso en Ricardo de la Cierva) o incluso siguen denominando hoy “historia definitiva”. Lo que existe es un proceso social cuyos resultados podemos y debemos ir estableciendo en cada momento. Es inútil, desde este punto de vista, hacer mucho caso de los “relatos” motivados por finalidades ideológicas, políticas, de lucha por “imponer” una determinada interpretación en oposición a otras alternativas. Son ocupaciones efímeras. Como las interpretaciones de Isabel II que dominaron el relato histórico hasta que llegó Isabel Burdiel para asentar una reinterpretación basada en un acopio de evidencias que muy pocos habían logrado acumular hasta que escribió su biografía -y la de su tiempo- la historiadora valenciana.

Los esfuerzos de la publicística franquista, profranquista o neofranquista, ya sean realizados por políticos, periodistas de medio pelo, se escriban en libros o se comuniquen por la red, están -en mi modesta opinión- destinados al fracaso.

En la medida en que uno puede estar seguro de algo, las interpretaciones sobre la República, la guerra civil y el franquismo que hoy se enfrentan en el presente continuarán teniendo respuesta por parte de los historiadores del futuro. Como las “representaciones” profranquistas son ya en gran parte invalidables por el recurso a evidencias (documentos, fosas y técnicas de interpretación disponibles), mi impresión es que no prevalecerán. La Historia, en contra de lo que se afirma sin mucha reflexión, no la escriben los vencedores. La escribirán los historiadores del período en el futuro.

En esta perspectiva, la reciente Ley de Memoria Democrática debería contribuir de forma muy sustancial. Simplemente porque facilitará la mejora de las “representaciones“ del pasado de las que podamos disponer de cara a ese futuro. No extraña el temor que suscita en ciertos sectores, en particular ligados a las derechas españolas, incapaces hasta hoy de asumir lo que choca con sus interpretaciones extraídas, en ocasiones, de bazofias supuestamente documentales. No en vano, como se ha dicho y repetido hasta la saciedad, el pasado es un país extraño. 

También ayudará la LMD porque facilitará la divulgación, en la enseñanza reglada, de los sueños, ilusiones y actos de generaciones de españoles olvidados por la historia oficial que fue creándose antes de la guerra, en la guerra y después de la guerra. 

En todo caso, cualquier historiador español o extranjero que quiera decir algo nuevo, o contravenir la versión oficial franquista o neofranquista, no puede dejar de trabajar en los archivos y fosas adecuados. Los archivos foráneos están hoy abiertos, con algunas excepciones perfectamente identificadas. Los españoles empezaron a abrirse en 1976. Su apertura continúa. Se ha acelerado en los últimos años. También la LMD vigorizará la identificación y apertura de fosas.

¡Ójala se la dote de los mayores medios y recursos posibles, personales, técnicos y materiales! Simplemente porque los archivos y las fosas, las fosas y los archivos, son, en último término, parte esencial de la memoria de un pueblo, de una nación, y también en el caso español, de la de todos. Como ocurre en otros países europeos, latinoamericanos, asiáticos o africanos.

FIN de la serie

¡FELICES FIESTAS DE NAVIDAD Y DE AÑO NUEVO A TODOS LOS AMABLES LECTORES! VOLVERÉ CON USTEDES DESPUÉS DE REYES.

Los camelos políticos e históricos de hoy no son cosa nueva: tienen antecedentes directos en la publicística española (VI)

20 diciembre, 2022 at 8:31 am

ESTA SERIE ESTÁ DEDICADA A LA MEMORIA DEL PROFESOR RICARDO MIRALLES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA UPV, EN EL RECUERDO Y CON MI ADMIRACIÓN

Ángel Viñas

Tras los anteriores posts una de las preguntas que se plantean es: ¿de dónde habrá extraído el autor en cuestión sus “pruebas” sobre los siniestros designios del Politburó y con ellos sobre el futuro de la desgraciada España, víctima de las izquierdas y, en particular, de los comunistas que pretendían “sovietizarla”? Aunque se cuida mucho de dar referencias concretas sí ofrece un comentario general. Entre sus “fuentes”, al final de la obra y adicionados de vibrantes comentarios, figuran varios libros. No hay una sola mención a archivos. Para ciertos historiadores, como por ejemplo algún distinguido profesor norteamericano, más jubilado en la Universidad que servidor, no existen. O teme acercarse a ellos, porque -como es sabido-  encierran serpientes venenosas que pueden dar al investigador algún susto, incluso letal.

Uno de los libros que en su “ensayito” bibliográfico sí menciona el distinguido catedrático de la universidad católica en cuestión es la obra en varios volúmenes de dos vicealmirantes, los hermanos Fernando y Salvador Moreno de Alborán y de Reyna. La publicaron fuera de toda editorial en 1998 (por razones que cabe deducir de lo que cuentan en el último tomo) sobre las operaciones navales en la guerra civil.  En el primero, pp. 76-77, se encuentra ya diez años antes de la “historia” que comentamos, una relación de los innobles y peligrosos designios del Politburó. ¡Oh, casualidad de las casualidades! Es muy parecida a la que ofreció a un público lector, en ocasiones estupefacto, nuestro estimable historiador de la universidad confesional que no deseo identificar, para no sacar los colores públicamente a sus rectores.

El autor en cuestión quizá la mencione para que no se le acuse de copión. Así, la ha ampliado un pelín y ennegrecido un poco más. Donde los ilustres marinos mencionaron el “derrocamiento” de Alcalá-Zamora él utilizó el término “eliminación”, algo potencialmente mucho más sugestivo. También varió el punto dos y “mejorado” lo que dichos autores (muy curtidos en los peligros de la mar) designaron como “empleo de medios de presión contra los oficiales del Ejército y la Armada”. El señor catedrático no dejó de recargar el punto tres que en la versión de los vicealmirantes simplemente decía: “Expropiación de propiedades rústicas” y también hizo lo mismo con el punto cuatro: “nacionalización de todos los bancos y empresas industriales”. Cuestión de dejar las cosas claras. Más claras.

Eso sí, aminoró otros, cuando los almirantes fueron más tajantes. Estos hablaron de “destrucción de las iglesias y conventos”; de “exterminación de la burguesía y eliminación de la prensa burguesa”; del “establecimiento de un régimen de terror”; de la “toma del poder por medios revolucionarios e instauración de un gobierno de Dictadura del Proletariado”. Es decir, un tenebroso panorama, que nuestro autor “dulcifica”. ¡Quizá porque es de todos sabido que quienes iban a sublevarse contaban con la ayuda del Señor!

Entre Pinto y Valdemoro quedan otras formulaciones: los marinos fueron un poco más prudentes al afirmar que los planes contenían el “reclutamiento de milicias armadas como medida previa a la constitución de los primeros núcleos del futuro Ejército Rojo” (también fueron más precisos que un general de división que en 2021 -es decir, el año pasado- lo dio ya por creado en la revuelta de Asturias). Claro, con la ayuda del Maligno, todo es posible. Incluso un anti-milagro.

Para el insigne catedrático, de la no mencionada universidad confesional, parece más importante lo que afirmó sobre Portugal. Los vicealmirantes lo dejaron simplemente en “guerra contra Portugal que sería absorbido en la “República Ibérica Soviética” “. El “desliz” del historiador no militar con respecto a Marruecos tampoco figura en la relación que estos hicieron. Ahí se nota, claro, la profundidad estratégica del pensamiento que, él personaje civil, atribuyó a los demonios, generalmente civiles, del Politburó aunque con la experiencia que habían extraído en su propia guerra civil y el desmantelamiento de la autocracia zarista.  No se pierdan Vds., amables lectores, los anexos I a VI del primer capítulo, y entonen sus gracias al Altísimo por haber salvado a la PATRIA de lo que los soviéticos y comunistas españoles intentaban.

Ahora bien, demostrada la copia (perdón, transferencia de conocimientos de unos a otro), ¿cuáles fueron las fuentes de los ilustres hombres del mar y por ende del admirable copiador? Dieron una que, sin duda, para la dictadura franquista era absolutamente irreprochable. Nada menos que “La paz española”, del general José Díaz de Villegas, Ed. Gráficas Uguina, Editora Nacional, Paseo de la Castellana, 40, Madrid, 1964.  (En AbeBooks puede encontrarse, a un precio módico en dólares, bajo el título La paz española, su conquista y su defensa. De la guerra en la paz a la paz en la guerra). No la he adquirido pero me sorprendería mucho que en las andanzas de tal autor por los campos nevados de la URSS durante la campaña con la Wehrmacht en la División Azul hubiera podido conseguir una copia de tan preciado documento. Como es notorio, el Ejército nazi se quedó traspuesto antes de llegar a Moscú, que es donde se reunía el Politburó.

Servidor quedó sobrecogido por la emoción. No archivos moscovitas. No informaciones de los servicios de inteligencia nazi-fascistas o, en el peor de los casos, de algún espía del Vaticano en el Kremlin. (Por cierto, la fecha de la supuesta reunión del Politburó que ofrece tan notable general, geógrafo e historiador, difiere en un día de la que da el copista: habría sido el 27 de febrero de 1936 y no el 28. Un desliz lo tiene cualquiera, también quien esto escribe). Pero ¿cuál es la consecuencia que cabe extraer de tales transferencias? Simplemente que la supuesta decisión se la inventaron todos.

No con referencia a dudosas fuentes patrias, sino al inevitable Krivitsky (y, para más inri, en la bastardeada edición española de 1945), todavía hoy, hace un mes, un historiador español ha publicado un articulito según el cual el propio Stalin, lógicamente, habría dado las orden de “introducir en la zona republicana una red de policía secreta soviética”. Que el autor en cuestión cite, en el mismo artículo, el trabajo de base de Volodarsky (que tuve el honor de prologar) y que cifra tales efectivos en poco más de una quincena no le parece la menor incongruencia.

En la dura realidad, y no en etéreas elucubraciones sin base, lo que cabe documentar con evidencias de archivos españoles e italianos que he precisado siempre en mis libros (para que cualquier hijo de vecino pueda contrastarlas, también el general de división que nos ha dejado patidifusos con su obra de 2021, ya comentada algo en este blog) es que:

-El golpe de Estado lo quisieron varios sectores de las derechas más encarnizadamente antirrepublicanas: en primer lugar y ante todo los monárquicos y los carlistas. Y lo anhelaron desde antes de agosto de 1932.

-Fracasados y escarmentados, persistieron y persistieron. Lo hicieron para restablecer la monarquía, si bien con un tinte particular adaptado a la ayuda que buscaron en Mussolini y que reiteraron desde 1932 hasta junio de 1936. Con éxito total. ¡Fíjense los amables lectores! No decisiones moscovitas, sino decisiones que se buscaron en la Roma inmortal, cabeza del Impero fascista.

-Para justificar la sublevación se excitó a las masas populares y se organizaron atentados que obraron en el mismo sentido. Al tiempo acentuaron la propaganda antirrepublicana. Fue pública (por ejemplo, en las inmortales páginas de ABC, de La Nación y de Acción Española, aunque también en El Debate y periódicos provinciales subsidiarios). Hubo otra no pública pero más pedestre aún y más antibolchevique, si cabe, en el seno del Ejército.

-Ya antes, uno de los conspiradores, Don Antonio Goicoechea, confirmó a Mussolini en octubre de 1935 que, si las izquierdas volvían al poder, aunque fuese por medio de elecciones, ellos y un sector de los uniformados (manipulados por la Unión Militar Española) se sublevarían. Y se sublevaron. Los caballeros españoles de derechas siempre mantenían su palabra.

-Sin embargo, la guerra civil como tal fue el resultado de la incapacidad de los golpistas por hacerse de inmediato con el poder (posibilidad que ya previeron algunos); por el apoyo inmediato que recibieron de las potencias del futuro Eje (la nueva incorporación fue la Alemania nazi) y el factualmente objetivo, que significó la política de no intervención establecida a instancias de las democracias occidentales. A ello añadiré la masiva incorporación de los cuerpos de oficiales, jefes y generales, que en buena medida dejaron en cuadro la capacidad de resistencia gubernamental. Sobre este tema ya existía además una abundante literatura que, por eso de lo que son las cosas, no suele mencionarse. Descuellan los cálculos y apreciaciones de Carlos Engel.

En consecuencia,

-La guerra pudo continuar gracias a la movilización popular, al no hundimiento total del gobierno y, singularmente, al apoyo soviético desde principios de octubre de 1936.

-El tan decantado estallido revolucionario en la zona republicana fue resultado, en gran medida, de la pérdida de autoridad del gobierno y del surgimiento de poderes paralelos o, a veces, alternativos. Muchos de ellos soliviantados, entre otros factores, por las noticias de los tajos sangrientos que los sublevados aplicaron desde el primer momento en el cuerpo social en las zonas en donde triunfó la rebelión; por la exasperación ante el peligro que corrían las reformas de la primavera de 1936; por la rápida marcha de los sublevados y por los ajustes de cuentas contra los traidores a la legalidad republicana.  Añádanse ilusiones sobre la creación de un nuevo orden revolucionario (no estalinista, quizá anarcosindicalista) y el efecto de odios si no ancestrales sí nutridos durante años y años de luchas proletarias.

-Costó más de medio año que las endebles estructuras gubernamentales puestas en pie tras la sublevación pudieran dominar la sangría acaecida en la zona leal a la República y reencauzar la represión por cauces reglados. No en copia de los que para entonces habían proliferado en la zona sublevada en donde el teniente coronel Felipe Acedo Colunga iba recogiendo experiencias para la imprescindible represión del futuro, tras la VICTORIA.

En contraposición, la historiografía franquista o pro-franquista ha difuminado en todo lo posible la preferencia de Franco por una guerra larga. Esta le sirvió para “limpiar” la retaguardia, a veces en contra de los consejos de sus asesores nazi-fascistas. También para promover la adhesión a su persona como líder invencible e impávido entre las cohortes más jóvenes de sus oficiales y jefes. Desde el primer momento conceptualizó la guerra como de “liberación” (¿de qué?: del liberalismo, socialismo, comunismo, anarquismo, de la masonería, de los librepensadores y de todo lo que oliera a moderno y no a la Santa Inquisición o al, como nutriente, nazifascismo arrollador). Aceptó con gusto y regusto el de “Cruzada”, de rancio sabor y olor cristianos y medievales. Y la Iglesia (todavía trentina y por todavía muchos años) le abrió sus brazos y sus palios y lo cubrió de incienso en sus templos y de alabanzas a través de su amplia red de publicaciones.  

Las características señaladas, entre otras posibles, de la contienda (en la que, como ha documentado Ferran Gallego, se desarrolló la vertiente específicamente española del fascismo) discurrieron en paralelo a su correlato ineludible: una represión organizada por medio de todos los poderes del Estado. A la mayor Gloria del Señor, como murmurarían los altos prelados.  ¡Había que salvar España!

Y de los malvados bolcheviques, ¿qué? Aparte de Volodarsky, Rybalkin, Schauff y Kowalsky (ya traducidos al español) y un servidor, mi próximo libro aportará nuevos datos, como siempre basados en EPRE pura y dura. Opuesta a lo que todavía siguen perorando ilustres historiadores de lengua inglesa. No hay historia definitiva.

(continuará)

Los camelos políticos e históricos de hoy no son cosa nueva: tienen antecedentes directos en la publicística española (V)

13 diciembre, 2022 at 8:30 am

ESTA SERIE ESTÁ DEDICADA A LA MEMORIA DEL PROFESOR RICARDO MIRALLES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA UPV, EN EL RECUERDO Y CON MI ADMIRACIÓN

Ángel Viñas

La impresión que surge tras la lectura de las informaciones que he reproducido en entregas anteriores es que la supuesta decisión del Politburó del PCUS (no había otro: no se trataba de una decisión de la Comintern) se “construyó” a posteriori. Esta noción se acentúa porque tampoco encaja con el ulterior desarrollo de los hechos (materia prima de cualquier historiador que se precie). El programa de la coalición de Frente Popular no recogía muchos de los puntos que aparecían en el “documento” milagrosamente exhumado por el diligente autor ya identificado.

De todas maneras, es igualmente obvio que tampoco en febrero de 1936, a los pocos días de las elecciones y en espera de una segunda vuelta, se habría planteado en Moscú la “eliminación” de Alcalá-Zamora. No estaba en las manos de los dirigentes moscovitas otear el futuro español a la manera de un conjunto de Nostradamuses de los tiempos soviéticos.  En el momento del triunfo de la coalición de Frente Popular eran otros los problemas que en España se suscitaban de inmediato, aunque naturalmente muchos de sus integrantes estaban descontentos (con razón) con la actitud previa de Don Niceto que había metido la pata hasta el corvejón adelantando las elecciones y destruido las esperanzas y proyectos de un Gil Robles, más inteligente y sinuoso.

En todo caso los amables lectores comprenderán que el vocablo “eliminación” tiene siniestras connotaciones. Lo que surgió fue la deseabilidad de sustituir a Don Niceto por otra persona más acorde con las sensibilidades de la coalición que había ganado las elecciones. Esto ha dado origen a numerosas discusiones. El gobierno, de entrada, lo asumió Azaña (en el cual no se lució demasiado) y después de muchos conciliábulos se planteó la posibilidad de que pasara a la presidencia de la República. Azaña pensó que Prieto podría colocarse al frente del Ejecutivo. Que los soviéticos (que no pintaban nada en la alta política republicana) dibujasen en su gélido invierno moscovita tal escenario a los diez días de las elecciones de febrero es de auténtica carcajada.

Las medidas del Gobierno que surgió, un tanto inesperadamente tras la deserción inmediata del hasta entonces presidente del Consejo, Portela Valladares, se orientaron en otra dirección: proceder al cambio de destino de dos de los jefes militares de quienes las izquierdas no podían fiarse lo más mínimo. Los generales Franco y Goded. No fueron oprimidos. Simplemente se les trasladó a lugares donde siguieron conspirando (sin que las autoridades movieran un dedo). Al general Cabanellas, que había declarado el estado de guerra en la V Región Militar (cabeza en Zaragoza), no le pasó nada. Quizá lo protegieron los tan cacareados masones, pero allí se quedó y siguió conspirando.

Naturalmente hubo después otros movimientos, pero ¿qué jefes y oficiales fueron coaccionados y reprimidos? Son palabras mayores. El diligente autor de la preciada Universidad privada y católica parece ignorar que incluso Ricardo de la Cierva, mucho antes de 2011, había alumbrado a varios de los más importantes: se estaba desarrollando una conspiración en ciertos sectores del Ejército que -afirmó mendazmente- se había relanzado poco antes de las elecciones.

¿Y qué decir de las expropiaciones y nacionalizaciones de la propiedad, incluido el propio Banco de España? En primer lugar, el programa del Frente Popular se había constituido formalmente el 15 de enero de 1936. Se hizo público (es fácil encontrarlo en Internet en el ABC del día siguiente).  Lo han comentado numerosos historiadores. Muchos de los planteamientos más extremistas no se le habían incorporado. Que después de las elecciones el Politburó incidiera en, por ejemplo, la nacionalización de la banca hubiera sido incomprensible. Ni siquiera se hizo durante la guerra, cuando supuestamente la mano de Moscú se abatía sobre la desgraciada España. ¿Se cerraron por lo demás iglesias y casas religiosas en la primavera de 1936? Cuando hubo asaltos fue por motivos y exasperaciones bien documentados.

No hablemos de la independencia de Marruecos, la declaración de guerra a Portugal, la creación de la República Soviética Ibérica, etc, etc ¿Cómo fue posible publicar tan egregias estupideces en 2011? Por una razón muy sencilla: el tan distinguido catedrático de la Universidad privada madrileña absorbió glotonamente una leche nutricia pero que estaba envenenada de raiz. Es la misma leche que alimentó, en su momento, las fobias de la derecha más carpetovetónica y que acudió a las banderas golpistas en el verano de 1936.

Nuestro autor quiso probablemente reivindicar, contra centenares de títulos escritos y millares de documentos, la probidad, supuestamente impoluta, de quienes se situaron tras la sublevación. Es decir, salvar el honor -es un decir- de las partes del Ejército rebeldes, de Falange, de los carlistas, de los monárquicos, de la Iglesia (sobre todo, de la Iglesia), unidos contra una banda de “facinerosos” al frente del gobierno del Estado. Que eso tenga que ver algo con los hechos y con las pulsiones que aletearon detrás es algo que no le preocupa.

Es decir, se aplica la técnica del despropósito justificativo después de la sublevación desvirtuando esta de manera tal que la lista pudiera servir de “explicación” ex ante de la imperiosa necesidad de prevenir una “revolución prosoviética” ex post. Es la misma lógica que estuvo en la base del famoso Dictamen de 1938 de la comisión montada por el inefable abogado del Estado y ministro de la Gobernación, también cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer (otro embustero de armas tomar) sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en 18 de julio de 1936. No en vano figuraron en ella destacados conspiradores de los que prepararon el golpe de Estado. Algunos desde casi el comienzo de los años republicanos.

Como bazofia “histórica” los amables lectores admitirán que la supuesta decisión del Politburó de febrero de 1936 es difícil de superar. No es de extrañar, pues, que desde hace años numerosos historiadores y servidor vengamos sosteniendo que las pretensiones de la sedicente “historiografía” neofranquista con respecto al origen de la guerra civil no están respaldadas por evidencia documental solvente.

Tampoco crean, en ningún caso, que el tan ilustre catedrático (de una Universidad confesional) objeto de este sucinto comentario es un caso aislado. En este mismo blog he tenido ocasión de abordar las últimas producciones (de 2019 y 2021: no me acusarán de no estar al día) de dos incluso más ilustres generales -de Brigada y de División- que abordan la cuestión bajo las mismas, o parecidas, perspectivas: constitución -¡en Asturias!- del Ejército Rojo, sovietización de España, peligro existencial para la PATRIA.

Es como si no se hubiera escrito nada al respecto desde que los historiadores dejamos de pasar por una censura destinada a guardar las doctrinas intangibles de la dictadura. Quizá cuando salga mi próximo libro, tengan algún sobresalto adicional.

 ¡Ah! ¿Y Negrín? El tan denostado Negrín, a la derecha y a la izquierda, demonizado por los franquistas, los anarquistas, los conservadores, los “liberales” y los poumistas. No seré el único en 2023 en recuperar su memoria. Otros (entre ellos, por añadidura, algún extranjero) lo harán también. Con papeles. No con inventos en los que tan consumados son algunos políticos, comentaristas y periodistas del montón en las tierras de Dios que son ESPAÑAAAAA.

(continuará)

Los camelos políticos e históricos de hoy no son cosa nueva: tienen antecedentes directos en la publicística española (IV)

7 diciembre, 2022 at 10:09 am

ESTA SERIE ESTÁ DEDICADA A LA MEMORIA DEL PROFESOR RICARDO MIRALLES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA UPV, EN EL RECUERDO Y CON MI ADMIRACIÓN

Ángel Viñas

Una de las características de la historiografía profranquista, derechista, falangista, profascista, o como quieran denominarla los amables lectores, es que no acude a fuentes primarias y profundiza en ellas como suelen hacer hasta los historiadores normalitos. No me refiero, naturalmente, a los investigadores de pro. Pero la primera, cuando toma referencias, suele distorsionarlas à gogo. Abundan las obras que se basan en otras y, en particular, abundan la prensa o las revistas. También relatos de quienes sufrieron bajo las izquierdas republicanas. No suelen faltar Asturias y, sobre todo, Paracuellos, aunque en los últimos veinte años el abanico se ha ampliado. En este blog he citado a autores militares (aparte de los del SHM, a algunos generales, ya sean de brigada, de división e incluso tenientes generales) y a autores civiles, pero he sido más comedido con estos últimos, salvo la excepción norteamericana todavía en activo a la que he dedicado los correspondientes posts en diversos momentos del tiempo.    

En cuanto a sus orígenes, hay que pensar sobre todo en lo que se ha escrito acerca del período entre 1933 y 1935. Desde el punto de vista de aquella publicística barata no fueron tiempos de preparación para parar el golpe definitivo que afirman iban a propinar las izquierdas. Es lógico, dado que desde otoño de 1933 se sucedieron varios gobiernos de signo diferente. Ya a principios de los años sesenta del pasado siglo Herbert R. Southworth propinó un duro golpe a dicha subliteratura que proliferó durante el primer franquismo y sentó, literalmente, cátedra y cátedras. Ni que decir tiene que son escasos los cantamañanas que hoy citan a tal autor. Con frecuencia, incluso lo hunden en el ludibrio. Pero Southworth tenía razón y ha sobrevivido.

En la presente ocasión me centraré en un ejemplo señero, de principios del segundo decenio del presente siglo (dejo de lado el libro de un general de división aparecido en 2021, pero volveré a él si interesa a los lectores). Al primero le otorgo importancia y, desde luego, más que a cualesquiera periodistas o gacetilleros porque su autor es relativamente joven (no pertenece a las generaciones “heroicas” de quienes hicieron frente al desconocimiento extranjero sobre la “verdad de España”). Es también catedrático en una universidad (confesional). Dado que, como señaló Ricardo de la Cierva, la KGB introdujo numerosos agentes solapadamente en la estatal, quizá pudo haber pensado que fuera de ella estaría más seguro.  Ha escrito varios libros, en general biografías de militares sublevados. Incluso ha trabajado de guionista o coguionista en una serie, en mi opinión ramplona, sobre la guerra civil. Viene aquí a cuento porque también ha escrito una historia sobre ella. La publicó en una connotada editorial madrileña. En puridad, no puede pedírsele más. Es, lo reconozco humildemente, una autoridad para los propósitos de estos posts. Su nombre es Luis E. Togores.

En esa “historia” (las comillas son ahora intencionadas y las añade servidor) tal autor hace un diagnóstico “preciso” de los orígenes de la guerra civil. Acude, sin que al parecer se le haya rebelado el ordenador, a una FUENTE DOCUMENTAL para demostrarlo.

Descúbranse e inclínense los lectores. Nada menos que una decisión del Politburó moscovita del 28 de febrero de 1936. Afirma con toda seriedad que los gerifaltes soviéticos aprobaron entonces nada menos que un programa político para España.  Tiemblen los lectores. Contenía los siguientes puntos (cito literalmente para lo cual pongo las correspondientes comillas):

  • “La eliminación del presidente de la República Alcalá-Zamora
  • El empleo de medidas especiales, de coacción y opresión, contra los jefes y oficiales del Ejército.
  • La expropiación y nacionalización de toda clase de propiedad privada, tanto en fincas rústicas como en consejos (sic) industriales y económicos.
  • La nacionalización de la banca.
  • El cierre de iglesias y casas religiosas.
  • La independencia de Marruecos y su transformación en un estado soviético independiente.
  • El terror dirigido para el exterminio de la burguesía.
  • La creación del Ejército Rojo.
  • El asalto del proletariado al poder y, no en último término,
  • La creación de la República Soviética Ibérica y la declaración de guerra a Portugal”.

La Internacional Comunista (Comintern) contaba, además, hacer la revolución en España con el apoyo de los socialistas de Largo Caballero, Prieto y Negrín.

Ruego a los amables lectores que no se rían y que se tomen la cosa en serio. Me he limitado a transcribir. No crean, por favor, que me he inventado algo. Ahora bien, ¿qué habría hecho ante tales paparruchadas un historiador normal y corriente, incluso si me apuran medianillo?

En primer lugar, se preguntaría en dónde el autor en cuestión ha encontrado tal catálogo de decisiones que, sin duda alguna, auguraban no un negro sino negrísimo porvenir para la católica e inmortal España. En realidad, no solo para ella sino también para Portugal y para Marruecos (supongo que en su versión del Protectorado español porque el francés era otra cosa). Se trataría de una pregunta razonable, habida cuenta de la enormidad de los indeseables escenarios que encerraba tan malvado y peligrosísimo programa. (Los lectores pueden añadir los adjetivos que estimen más oportunos o sustituir los anteriores).

El historiador en cuestión no da explicación alguna. Lo toma como si fuera una revelación del libro negro del Maligno (perdón por la analogía). A mí, francamente, me sorprendió. Para cuando publicó su magna obra en 2011, el conocimiento de los pormenores del proceso que condujo a la intervención soviética en España había dado pasos de gigante gracias a varios historiadores españoles y extranjeros. Entre ellos figuraban ingleses (E. H Carr, J. Haslam), norteamericanos (D. Kowalsky) y alemanes (F. Schauff). Entre los españoles A. Elorza, M. Bizcarrondo y un servidor. (No citaré a los que ya abordaron el tema antes, como D. Cattell, en los años cincuenta). Todos los mencionados fuimos a Moscú en busca de evidencias primarias o, en los casos de Cattell, Carr y Haslam, consultaron las ya disponibles (también en ruso) en el mundo occidental. Podría haber acudido a la colección documental que editó un norteamericano, R. Radosh, que terminó viendo la luz hoy diríamos trumpiana, pero tampoco figura en sus fuentes.

Los demás investigadores hemos buceamos en los archivos de la Comintern, del Politburó y de otros repositorios moscovitas. ¡Cielos! Ninguno encontró el menor rastro de aquella decisión del 28 de febrero de 1936. Así que no es exagerado afirmar que tan distinguido autor simplemente se la inventó. (Tampoco ofrece la menor referencia, pero en esto no destaca ya que no da ninguna, absolutamente ninguna). 

Inventarse cosas es, por lo demás, algo muy habitual en la tradición en que hunde sus raíces tan sugerente catedrático (en ella sobresalen autores muy renombrados como Joaquín Arrarás, Manuel Aznar, Burnett Bolloten, Ricardo de la Cierva, Juan Manuel Martínez Bande, Luis Suárez, etc, entre otros menos conocidos, pero no menos sesgados y siempre ayunos de fuentes soviéticas).  Si bien, en general, proporcionan referencias e incluso notas a pie de página, a tan estimable investigador le basta una discusión de unas cuantas páginas sobre literatura “relevante” para encontrar la savia necesaria y producir, en tipos generosos, un libro de 370 páginas de texto de gran interlineado. Quizá para facilitar la lectura a los no acostumbrados.

No oculto que también cita a servidor, a quien bautiza de una manera muy incorrecta: ”el nuevo Arrarás del siglo XXI, pero abiertamente escorado a favor de una de las facciones existentes en el Frente Popular”. Hay formas menos crípticas de expresión. Arrarás fue un autor vomitivo y turiferario de Franco. No ignoro que menciona a Jackson y a Thomas. Es un alivio, aunque solo relativo. Escribieron en tiempos en que el acceso a archivos, españoles y extranjeros, no era posible. No hay referencia a ningún otro. Ni siquiera a Sir Paul Preston. 

Al examinar el invento del Politburó cualquier licenciado en Historia normalito pensaría que tan distinguido catedrático es algo descuidado. Ignoró lo que suele aprenderse en el primer curso de prácticas (al menos en muchas facultades extranjeras; en la que él estudió lo veo algo más difícil en su tiempo, pero no imposible). Cuando uno se basa en un solo documento hay que examinarlo cuidadosamente desde el punto de vista externo e interno. Ubicarlo, por así decir, con precisión: orígenes y contexto. También la utilización que de él se ha hecho, porque él, evidentemente, no fue a Moscú a ver papeles..

Al proceder de tal manera se observa que hay ciertas cosas que no cuadran. En el plano externo, ¿qué autor ha alumbrado que el Politburó siguiera tan de cerca la evolución política española como para tomar una decisión de tanta trascendencia a los pocos días de las elecciones de febrero de 1936? Nuestro autor ni se plantea la cuestión. Cuando él escribió ya se habían identificado las reacciones moscovitas a la evolución política española. Un servidor había incluso acudido a los mensajes enviados desde Moscú a la antena del PCE en Madrid. Eran descifrados sistemáticamente. Están en Kew, al alcance de un corto vuelo y, en aquellos años, a un precio módico. Luego fueron gratuitos si se hacían en los propios archivos. Además, existían compendios documentales (en ruso) y una parte del fondo cominterniano podía ya, creo, consultarse hacia el año 2010 desde el AHN en la calle de Serrano madrileña, (Innecesario es decir que el autor en cuestión no menciona ningún archivo). Servidor aportó incluso los informes del GRU (el servicio de inteligencia militar soviético) que llegaron a la mesa de Stalin y describí pormenorizadamente el proceso de deslizamiento en el cual se produjo su decisión. Lo hice ya en 2006 en La soledad de la República, pocos años antes. Nadie me echó a los perros.

Ahora pasemos al lado interno de tan amenazadora decisión. En febrero de 1936 no había socialistas de Largo Caballero, Prieto y Negrín. El PSOE estaba más o menos dividido entre seguidores del primero, del segundo y de un tercero que no era Negrín sino Julián Besteiro. Negrín no se había perfilado lo suficiente y se situaba inequívocamente dentro de la corriente del segundo. Que la derecha lo haya maldecido en la guerra y después de la guerra es comprensible. Negrín siempre fue el hombre a abatir. Tampoco tenía, al filo de las elecciones de febrero, la estatura política que después llegó a alcanzar. Que su nombre fuera conocido antes de ellas de los grandes prebostes del Politburó requiere, pues, aportar evidencia específica. Y aun así habría que demostrar que se utilizó en o de cara a la supuesta reunión. En definitiva, me temo que tan curioso y trascendente investigador, al menos en lo que se refiere al conocimiento de la dinámica política republicana al filo de las elecciones de 1936, cometió un pifio mayúsculo.

(continuará)