La guerra lenta de Franco (V)

22 mayo, 2018 at 9:08 am

Ángel Viñas

Para demostrar cómo Franco regaló a la República casi un año más de vida, lo que le permitió continuar destruyendo sistemáticamente al Ejército Popular y seguir masacrando a los desgraciados que iban cayendo en sus manos a medida que se rumiaban kilómetros cuadrados de territorio hay que explorar su comportamiento. No tanto las explicaciones dadas por sus guerreros y sus hagiógrafos. También por algunos historiadores poco atentos. Claro es que no siempre resulta fácil escudriñar comportamientos conscientemente desfigurados y ocultos. Como me autodeclaro persona interesada en hacerlo (véanse su asesinato por persona interpuesta de Balmes o su enriquecimiento personal a la mayor gloria de sí mismo durante la Cruzada), verteré alguna dosis de sarcasmo en este y en los posts venideros. Confío en que los amables lectores me lo perdonarán. Me atengo a una máxima de todo un Papa, León XIII. Aunque muy discutido, dijo algo con lo que servidor no discute: “La primera ley de la historia es no osar mentir. La segunda, no tener miedo a decir la verdad”.

 

La situación que nos interesa se describe brevemente. El 15 de abril de 1938 las tropas franquistas (cruzados de la fé y de la “nueva España”) cortaron por Vinaroz (Castellón) el territorio republicano. A partir de entonces desapareció la continuidad geográfica de las partes de la península en que persistía la resistencia a los sublevados de 1936. Al norte de la divisoria quedaron los restos desgastados de las mejores unidades del Ejército Popular. En esto me apoyo en historiadores militares pro-franquistas de reconocido prestigio, para que no se me acuse de prejuzgado, y tomo como testigos a Ramón Salas y a José Manuel Martínez Bande. Al sur de la divisoria permanecieron la mayor parte del Ejército de Maniobra y todo el Ejército de Levante, que se encontraban en mejor estado.

Franco tenía tres opciones ante sí. La primera consistía en atacar hacia el norte por la línea de la costa hacia Tarragona y Barcelona. La segunda en avanzar desde Lérida, después de haber tomado algunas de las principales centrales hidroeléctricas que suministraban energía a la capital catalana y sus núcleos industriales. La tercera era lanzar las dos operaciones al mismo tiempo. Gabriel Cardona sintetizó estas tres posibilidades. Sus generales, victoriosos hasta el momento, esperaban que Franco se decidiera por una o por otra. Lo mismo esperaban sus aliados alemanes e italianos.

¿Qué hizo Franco? Jugar a lo Houdini, es decir, aplicar un juego malabar para pasmo de unos y otros, a tenor de lo que cabía esperar de una eminencia estratégica como la suya. Ordenó que el avance se realizara hacia el sur, hacia Valencia. Es un tema conocido.

¿Qué implicaba? Disminuir la presión sobre Cataluña. Sin embargo, no hay que olvidar que, tras la toma de Lérida días antes, había habido grandes posibilidades de penetración hacia la capital catalana por lo que los republicanos habían tratado de obstaculizar tal eventualidad. Dado que no se había producido avance alguno desde Lérida por parte de las gloriosas tropas “nacionales” habían tenido algún tiempo para reorganizar el EP, disciplinar la retaguardia y, aspecto no menos importante, continuar obteniendo a través de la frontera franco-catalana los materiales bélicos y no bélicos que tanto necesitaban.

Innecesario es decir, aunque a veces se olvida, que durante unos meses sobre la frontera, y a ambos lados de la misma, se habían enfocado los ojos atentos de varios servicios de espionaje: franceses, ingleses, italianos, alemanes, soviéticos y, por supuesto, franquistas. Todos ellos concentrados en la tarea de estimar lo que pasaba y en qué cantidades. Franco no lo desconocía. Tampoco su Estado Mayor y alguno de sus invictos generales.

No extrañará por ello que la insólita, y suponemos bien madurada decisión de Franco haya suscitado una cierta discusión historiográfica. Los detalles de la que se planteó en el seno del EM y de los generales y altos mandos franquistas está, por desgracia, menos documentada. En los archivos españoles existe una tendencia a no guardar documentos que de alguna u otra forma puedan ser directamente deletéreos para la inmortal imagen del simpar Caudillo.

Pero la discusión historiográfica es más abierta. Por un lado, había que dar coba a SEJE. Por otro había que protegerle de las insidias de sus enemigos, todos marxistas, rojos y adversarios de su “Santa Causa” (no en vano estaba siendo apoyada por la SMIC con millones de preces, hisopos y litros de agua bendita).

Así que, con los libros de historia en la mano, podemos distinguir tres categorías. En la primera encontramos a los autores que no se plantean cuestión alguna o no identifican el episodio. Son el equivalente de los ns/nc de los estudios demoscópicos de hoy en día). A la segunda quienes encuentran la decisión del inmarcesible Caudillo un tanto inexplicable en puros términos militares y no se aventuran a hacerlo desde esta perspectiva. Lo hacen desde otras, no militares. Estos historiadores abren la puerta a los de la tercera categoría que para mí es la más significativa y que ha demostrado una gran vocación de longevidad.

Los autores de la primera categoría empezaron a escribir nada más terminada la “Cruzada”. Son los casos paradigmáticos de Luis María de Lojendio y de Manuel Aznar (abuelo de quien todos conocemos de nuestros días). Se distinguen por sus abundantes loas al genio militar, incomparable, inconmensurable, de Franco. El plan de las operaciones que diseñó el nuevo Alejandro Magno pareció a Lojendio “luminoso”. Aznar no le fue a la zaga. Incluso le superó (no en vano estaba llamado a más altos destinos): pura “operación matemática”. Franco, nuevo Einstein de la guerra. Señaló, eso sí, que “anunciaba el golpe contra la organización militar de Cataluña” (Aznar era listo, pero no idiota). Lojendio tampoco pudo negar lo innegable. Era en Cataluña donde radicaba la base fabril de la “España marxista”.

Lo que es interesante es que ninguno de los dos entró en el tema. Ignoramos las razones. Quizá ellos, católicos y tal vez de misa y comunión diarias, no estaban muy familiarizados con la máxima de S.S. León XIII.  Sabemos desde luego que Lojendio era un católico muy fervoroso (Aznar quizá menos) y que cuando se convenció de que su vida no era de este mundo ingresó en la Orden Benedictina en la que, suponemos, encontró mucho mayor consuelo que en su papel de propagandista de Franco.

Esta primera categoría admite una variante. La ofrece el teniente general Rafael García Valiño, imaginamos poco sospechoso de veleidades “marxistas”. Estuvo, además, implicado en las operaciones militares al sur del Ebro, así que no se nos ocurre dudar ni de sus capacidades técnicas ni de su memoria. Enunció la decisión de forma somera y le dio una explicación que no lo era menos: implicaba, reconoció, un reajuste completo del despliegue (menos mal, esto es algo que ni los más lerdos, los más propagandistas o lo más obtusos podían negar) pero, y este pero muestra que el distinguido teniente general tan condecorado no era idiota, hubo razones de tipo político “que solamente el Mando Supremo podía valorar”.

En la misma línea se manifestó en un principio el coronel Martínez Bande, autor de una monografía de la que han bebido numerosos autores posteriores. Tan insigne historiador militar se limitó a indicar (obsérvese el cuidado en la elección de los términos) que “quizá influyeron (…) otros factores, cuyo estudio excede los límites de esta monografía”. Actitud quizá un poco obtusa, pero prudente. Por desgracia no persistió en ella, aunque -eso sí- continuó cubriéndose. Por si las moscas. Lo veremos en otro post.

En esta primera categoría cabe también incluir a un autor, el periodista José Semprún, quien se limitó a constatar el hecho y la divergencia de opiniones entre los mandos, actitud un tanto sorprendente en alguien que páginas antes había enunciado una verdad de Perogrullo: en este mundo, en verdad, hay pocas cosas “inexplicables”.

Finalmente llegamos a nuestros días. En una obra publicada en 2016 (la adquirí hace dos años en la Feria del Libro) dedicada a la historia militar de España desde la prehistoria y la antigüedad (lo que da idea de sus ambiciones) hay un tomo sobre la edad contemporánea (subdividido en dos gruesos volúmenes). El segundo abarca el período entre 1898 y 1975. Está coordinado por el fallecido profesor Gonzalo Anes (a la sazón director de la Real Academia de la Historia) y Hugo O´Donnell, duque de Tetuán, numerario de la misma y especialista reputado en temas militares, no en vano es vicepresidente de la Comisión Española de Historia Militar.

Es una obra muy interesante que recomiendo vivamente, aunque este no es el lugar para explicar mis razones. En ella un coronel de Artillería y Diplomado de Estado Mayor (cualidades profesionales por las que, cela va sans dire, siento el máximo respeto) aborda las operaciones terrestres en la guerra civil. Al llegar al punto que aquí nos interesa, reconoce que Franco hubiera podido “conquistar fácilmente Barcelona y toda Cataluña. No obstante, tomará una decisión sorprendente incluso para su propio cuartel general: continuar el avance hacia la costa y atacar Valencia”. No podemos sino estar de acuerdo con él.

Ahora bien, dicho autor acude a un truco muy conocido en los círculos académicos. Establece un hecho innegable. Sin embargo, no entra en él y se refugia en la opinión de otro autor, en este caso la del coronel Martínez Bande. No en la que hemos expuesto anteriormente sino en otra posterior. La abordaremos en un próximo post.