Sir Paul Preston y los embustes tras el golpe de 1936
Ángel Viñas
Ha salido hace unas semanas, justo para los regalos de Navidad y Reyes, el hoy por hoy último libro de Sir Paul Preston. En esta ocasión ha acudido a una fórmula que ya habia utilizado con éxito en otras obras previas: un conjunto de pequeñas biografías enmarcadas en un análisis inicial y unas conclusiones sobre el tema general al que los biografiados se refieren. Son dos: Fake news y guerra civil y Una guerra civil interminable. Tiene la gran ventaja de poder saltar de una figura a otra o leerlas por delante o por detrás. Los biografiados no aparecen con sus nombres en el índice sino en el texto mismo. Así, el policia resulta ser Julián Mauricio Carlavilla del Barrio. El sacerdote el reverendo padre Juan Tusquets (que difícilmente llegará ya a los altares). El poeta facilón, pero Toisón de oro, José María Pemán. El mensajero, y asesino guillado, Gonzalo de Aguilera. El genocida del Norte Emilio Mola y el sicópata del Sur Gonzalo Queipo de Llano.
Todos ellos han aparecido, de una u otra manera, en la extensísima obra de Preston. Ahora lo hacen en función de dos variables: sus comportamientos antes de la guerra de 1936 y su influencia asesina después (salvo en el caso de Mola que murió en accidente de aviación en junio de 1937). Son representativos de su tiempo y del país que querían crear. Todos lo consiguieron, con gran “éxito” en el primero y último casos, y como manipuladores también de las circunstancias que contribuyeron a configurar el segundo. Todavía vivimos bajo sus efectos mefíticos. Son, en su totalidad, viejos conocidos del autor, presentados ya en portada como “artífices del odio” o “arquitectos del terror”. Sin excepción, deberían figurar por derecho propio en una historia española de la infamia en el siglo XX, aunque todavía hay gente en este país que se resiste. No hay que perder la esperanza.
A servidor nunca le ha llamado la biografía. Si el año que viene publico un libro con dos colegas en el que me hago cargo de la parte biográfica de otro de los desalmados de la época ha sido porque alguien debía hacerla y mis dos compañeros tenían ya otros temas de que ocuparse. Así que he leído con interés las sucintas biografías de los personajes elegidor por Sir Paul, en algunos casos con mayor curiosidad que otros.
Me ha llamado la atención la combinaciónn de fuentes primarias cuando ha sido necesario con las secundarias. En este particular libro las secundarias son extremadamente importantes. Se publicaron en los años de la preguerra, en la guerra y a lo largo de la dictadura. Constituyen una serie de gran continuidad y consistencia argumentales. Versan sobre un tema central, el más importante para la historia del siglo XX español: ¿Quiénes fueron los responsables de la guerra civil?.
La respuesta que da la bibliografía secundaria escrita por los vencedores y sus asociados es unívoca: fueron los comunistas, los judíos y los masones. No es nueva. Lo que Preston muestra es la continuidad en un relato, penoso de leer, que abarca desde los albores de la República al principio de los años treinta hasta el final de la dictadura franquista. Con el añadido en esta, bien conocido, de las plumas de prohombres de la misma fuera de toda sospecha: un tal Francisco Franco y un tal Luis Carrero Blanco.
Ahora bien, aquella argumentación, bendecida y “milagreada” con frecuencia por ciertos príncipes de la Iglesia Católica española, siempre fue falsa de toda falsedad. La mantengan (adaptada) instituciones tan señeras como la FNFF, elementos ligados a movimientos tan “progresistas” como los falangistas residuales o militantes de VOX y parte del PP, destacados o no, desde sus muchachos pero también sus viejitos y militantes o votantes de edad intermedia.
El libro de Preston puede leerse en paralelo con mis dos últimos trabajos (¿Quién quiso la guerra civil? y ¿El gran error de la República?). Los tres representan análisis de la gran estafa, de proporciones épicas, que sigue sobreviviendo a pesar de todos los pesares, sobre las responsabilidades involucradas en el estallido de la mayor y más duradera catástrofe española del siglo XX. No fueron los comunistas, judíos apenas si había y, naturalmente, no tenían nada que decir al respecto, y de los masones ya se cuidaron las derechas católicas en el período 1933-1935, con la complacencia de los autodenominados radicales, de apartarlos en todo lo posible de las posiciones de mando en el Ejército.
Preston es muy generoso al afirmar que incluso algunos de entre ellos se lo creyeron. Como si eso les eximiera de responsabilidad. ¿Acaso no tenían informaciones al respecto? ¿De dónde podrían proceder estas? Naturalmente de los órganos de seguridad. Sobre todo los de naturaleza interior. Es decir, la policía, la guardia civil y los elementos responsables en el Ministerio de la Gobernación. En este sentido, hace muy bien el autor en poner en primer lugar de entre sus personajes a un policía corrupto, asesino y mentiroso como fue Carlavilla, más conocido con el seudónimo que manejaba de “Mauricio Karl”.
Personalmente recuerdo, cuando era un chaval de 17 o 18 años, el éxito que tuvo uno de sus libros (en este caso sobre Malenkov) que incluso llegué a comprar. Debió de ser allá por los tiempos tras la revolución húngara y, si mi memoria no me es infiel, lo tiré a la papelera. Innecesario es decir que yo no sabía de “historia” de España mucho más de lo que me habían enseñado en el colegio pero ya había salido al extranjero y entrevisto otros horizontes. Preston es muy duro con Carlavilla. Servidor lo habría sido infinitamente más.
El capítulo dedicado a Pemán es todo un “poema”, como corresponde a un político, asesino por inducción y embustero impenitente que también se dedicó a la poesía y ocultó sus discursos de la guerra civil. En mi juventud era un personaje importante. Recuerdo que fui a ver su obra El divino impaciente (si mi memoria no me es infiel al Teatro Lara). No sé si figuraba en él o no un versito que no he podido olvidar: “Veremos si es igual hacer la guerra a Jesús cuando está junto a su cruz la espada de Portugal”. A lo mejor fue de otro, pero yo siempre lo entendí como una llamada, antes de la guerra, a la posterior Cruzada. Que a los japoneses no les interesaba el cristianismo, peor para ellos. Había que imponérselo por la fuerza. Y si no querían, a espadazo y tente tieso. Como a los descreídos republicanos, masones, comunistas, liberales, etc. y gentes de similar ralea. La religión verdadera se imponía así, fueran las víctimas indios sin cultura o portadores de una cultura mucho más antigua que la española. Años después lei a Southworth y sus análisis sobre el Poema de la bestia y el ángel. Literalmente vomitivo. Este capítulo debería ser objeto de comentario en las escuelas públicas del Ayuntamiento de Cádiz.
Por el contrario no sabía mucho más del reverendo padre Joan Tusquets que lo que Sir Paul había escrito en algunos de sus libros anteriores. ¡Vaya personaje! Fiel exponente del pensamiento más repelente de la Iglesia española de la época. Hay que tener un estómago a prueba de bombas para leer sus escritos. ¿Por qué habrá desaparecido su nombre de entre las glorias de la Iglesia católica?
En cuanto a Mola y Queipo ¿qué más podría decirse? Para la preparación de uno de mis libros releí la magna obra del primero “El pasado, Azaña y el porvenir” (se adquiere fácilmente en Internet, porque ya no figura -sin que se hubierda dado explicación alguna- en sus denominadas Obras Completas) . Siempre me he preguntado acerca de las razones por las cuales cuando tras febrero de 1936, cuando Azaña tuvo que asumir rápidamente la presidencia del Gobierno, se le ocurrió enviarlo al frente de la guarnición de Pamplona. ¿Pensó que convendría mostrarse generoso para que no le acusaran de buscar una venganza torticera?
Ahora la pregunta del millón: ¿por qué los autores de derechas y de extrema derecha no acometen la tarea, ingente desde luego, de rebatir a todos aquellos que como Sir Paul Preston vienen desgranando desde hace más de cuarenta años una visión de la República que está en las antípodas de tales personajes, infumables, arteros, embusteros, mentirosos, con frecuencia criminales de hecho o de inducción, y siempre engrandecidos, y de los cuales se desparramó durante tantos años su ponzoña para “educar” a las sucesivas generaciones de españoles en las “verdades” eternas de la dictadura de Franco?
Es una pregunta sin respuesta, ya lo sé, porque de lo que se trata es de contrarrestar los motivos que indujeron a un sector, minoritario, de la sociedad española de la época. El autor los indica ya en la primera página del texto:
“Tras esta idea fraudulenta de amenaza mortal a la nación, el alzamiento militar ocultaba el objetivo menos apocalíptico, y materialmente más rentable, de revertir las numerosas reformas con las que la Segunda República había planeado modernizar España”. No en vano “había desafiado a la Iglesia católica, los militares, la élite terrateniente, los banqueros y los industriales con un ambicioso programa de reformas sociales, económicas y educativas”.
La contrarreforma había, pues, de correr a cargo de los militares, los policías, los eclesiásticos y los últimos llegados, los falangistas y, como en los mejores tiempos de las guerras de religión, ahogarlas en la sangre y en el fuego. Todo por la España inmortal que ya inspiró a Viriato.
Un pensamiento final: ¿hasta cuándo yacerán los restos del general Queipo de Llano en su tumba de La Macarena en virtud de su condición de antiguo cofrade? ¿Es que los partidos políticos andaluces siguen sin tener la menor pizca de vergüenza después de transcurridos cuarenta años?
Recomendación en este puente de la Constitución: para quienes no hayan leído antes a Preston, un excelente compendio de una parte de su obra. Para quienes la conozcan, un recordatorio. En ambos casos, pongan un ejemplar en el belén o bajo el árbol de Navidad, según gustos, para alguno de sus seres queridos.