Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas y sobre el papel la fantasía militar
Ángel Viñas
Ya he señalado en el post anterior que el gran “fasciculógrafo”, hagiógrafo y hermeneuta de Franco que fue el profesor y exministro Ricardo de la Cierva anunció en la biografía -obviamente fascicular- de 1982 que en el Servicio Histórico Militar había examinado un “exhaustivo” expediente sobre la muerte de Balmes. No dio el menor detalle y ninguna de las referencias que proporcionó se encuentran en él. Pero sí hubo un expediente no sobre la muerte del general en sentido estricto sino sobre la concesión de una pensión a su viuda por haber fallecido su esposo “en acto de servicio”. En este expediente figuraron algunos papeles bastante desorganizados, pero sobre todo uno que muestra la fantasía que desplegaron los militares para ocultar el asesinato. En paralelo es instructivo meditar sobre los comentarios de algunas personas que se manifestaron de inmediato en las ediciones digitales de los medios de comunicación tan pronto como EL PAIS, amablemente, publicó un anticipo de EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO. No lo habían leído, pero como es habitual en el equivalente actual de los grafitis de los urinarios de antaño (caracterización que debo a Fernando Hernández Sánchez) pontificaron, despotricaron e insultaron. Una manera de mantener incólumes las esencias franco-patrioteras.
Cuando la imprenta iba ya a tirar el texto de nuestro libro un amigo nos facilitó una foto. No era de muy buena calidad, pero nos pareció tan importante que la introdujimos en lugar de otra prevista. Procede de un archivo privado en Canarias. El propietario prefirió que no se le identificara. Muestra a Franco en un pequeño edificio en el cementerio esperando a que los forenses practicasen la autopsia. Tiene el gesto serio, adusto. Como correspondería, dirán algunos, por la pérdida de un compañero con quien contaba para llevar a cabo la sublevación unas cuantas horas más tarde. (Cabe pensar, sin embargo, que también podría haberlo adoptado por lo aliviado que estaría tras haberse quitado un peso de encima y por la necesidad de guardar las apariencias).
Este “guardar las apariencias” me trae a la memoria una cancioncilla que berreábamos los críos en el colegio en los años cuarenta cuando nos sacaban de excursión: “Ahora que vamos al campo, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, tralará” (bis). Es la única estrofa que recuerdo. Franco y algunos de los militares que con él estaban sabían lo que había pasado, pero había que encubrirlo. ¿Cómo? De una forma muy simple. Dado que la autopsia era preceptiva y el no practicarla hubiese despertado sospechas, era preciso llamar a los forenses (dos mejor que uno), pero poniendo a su lado otros dos médicos militares para que les “echaran una mano”.
Los cuatro galenos se fueron al campo”santo” y a los uniformados se les ocurrió una brillante idea. (A lo mejor ya entonces se entonaba la cancioncilla de mi niñez). No había que redactar una autopsia, ni mucho menos un certificado de defunción. Eran tareas engorrosas, que debían atenerse a ciertas normas de forma y procedimiento. ¿Qué se ganaría con tanto despilfarro de tiempo? A los forenses se les dijo que con una declaración oral suya bastaba. Así que se fueron a ver a los señores juez y secretario del juzgado del distrito que correspondía al sitio en donde había tenido lugar el “accidente”. No sabemos si, tomando unas tazas de café o alguna copa, los médicos dictaron (si es que lo hicieron) sus conclusiones al secretario. Hay que suponer que los eminentes representantes de la jurisdicción ordinaria les creyeron religiosamente y los cuatro intervinientes (los militares se habrían excusado, sin duda por motivos urgentes) firmaron el papelín. Lamentablemente, este no tiene el menor valor probatorio ni mucho menos legal. Tampoco se han visto las firmas ni el original que, por si las moscas, no figura en el expediente. En definitiva, LO QUE ALGUNOS EMBARULLANDO LOS TEMAS HAN DENOMINADO AUTOPSIA, NO ES TAL.
Afortunadamente uno de los coautores de ELPRIMER ASESINATO DE FRANCO es un patólogo reputado, con cincuenta años de experiencia haciendo autopsias. Si algún comentarista en las redes duda de los resultados de su análisis, lo mejor es que saque pecho patriotero y escriba su veredicto, siquiera en forma digital pero con su nombre y apellidos y el número de colegiado si es médico. Lo leeremos muy atentamente. En el bien entendido que la sedicente “autopsia” no es el único documento que nos induce a acusar a Franco de haber incitado un asesinato. Y la pregunta que uno ha de plantearse y que gacetilleros y brillantes autores o comentaristas pro-franquistas no parece que se hayan planteado, aunque el papelín se conoce desde 2015, es porqué un juez y su secretario firmaron que dos forenses habían dictado lo que es una auténtica paparrucha anatómica.
Para nuestra buena fortuna, en marzo de 1940 la Superioridad militar decretó que había que confirmar que Balmes falleció en “acto de servicio”. Como todo es subsanable en esta vida menos esquivar sistemáticamente los impuestos y la muerte, tal confirmación exigió un nuevo expediente informativo que, obvio es decirlo, jamás se hizo público. Franco podía haber decidido conferir la pensión directamente, al fin y al cabo era fuente de Derecho. Su palabra era ley en el superdegradado ordenamiento jurídico impuesto por los vencedores. Sin embargo, quizá se le hubiera podido tratar de favoritismo o, más bien, de querer acallar los rumores que ya habían corrido sobre el “accidente”. En tal expediente figura una copia del papelín sobre la “autopsia”. Repitieron secretario y el juez. Hay que suponer (aunque nosotros no lo creemos) que la copia la hicieron correctamente. En esta ocasión no llamaron a los forenses. Se les escapó, eso sí, un pequeño error. Tal vez las prisas. Fecharon la copia el 21 de abril de 1936.
Uno la lee y, si no es al menos enfermero/a, no se entera mucho de lo que significa. El titulado INFORME DE AUTOPSIA está lleno de detalles anatómicos pero lo que el lego capta con toda claridad es que en la transcripción se afirma claramente que el orificio de entrada del proyectil estuvo situado en la región epigástrica. Si tiene curiosidad va a Wikipedia y verá que dicha región contiene el estómago. Y, claro, el lego se dirá: no necesito más. Cuestión resuelta.
Sí, pero no. Se detectan, en realidad, muchos, muchos peros. Por ejemplo, si el proyectil hubiese penetrado por el estómago se habrían producido ciertos destrozos en el cuerpo del general. Ahora bien, las lesiones que los forenses describieron son anatómicamente incompatibles con la trayectoria que exponen. Para que se produjeran, la bala tendría que haber entrado por otro sitio. Este lugar fue identificado correctamente en la primera noticia que del “accidente” dio un vespertino, el Diario de Las Palmas, en la misma tarde del 16 de julio, a las pocas horas de ocurrido. Como no tenemos constancia de que ningún intrépido periodista hubiese presenciado la recepción del malherido en la Casa de Socorro, probablemente alguien se lo comunicó desde ella. La bala, explicó el periódico, había entrado por el hipocondrio izquierdo. El lector se rasca la cabellera, busca en Wikipedia y lee que el hipocondrio es la región abdominal superior, a cada lado de la epigástrica, y que en el izquierdo se encuentra el bazo. Y resulta, vaya por dios, que el bazo fue uno de los órganos más dañados, según la declaración verbal que firmaron los forenses y que la lesión se produjo de arriba a abajo.
Algo no cuadra. El orificio no podia estar a la altura del estómago. ¿Qué hacer? Pues lo que cualquier historiador normalito haría en este tipo de casos. Buscar información fehaciente. De aquí que en el librito (650 páginas) dos de los capítulos relacionados con el análisis de la supuesta autopsia lleven la autoría del Dr. Miguel Ull Laíta. Su prosa, puesta en la medida de lo posible de forma tal que sea comprensible para los no médicos, va de la página 175 a la 239. En estos dos capítulos se pasan en revista las condiciones legales exigidas en la práctica de las autopsias en 1936, las condiciones en que se llevó a cabo la conducción del general desde el campo de tiro a la Casa de Socorro y al Hospital Militar, las declaraciones de algunos intervinientes -a veces contradictorias- y el análisis técnico-anatómico del supuesto INFORME. Y ¿qué encontrará el lector?
Simplemente que el orificio de entrada presuntamente indicado por los forenses no se corresponde con las lesiones que ellos especificaron y que faltan otras, que tuvieron que producirse necesariamente y que tampoco reseñaron. Es decir, las producidas por un disparo cuando el general se apoyó, según se trataba de “demostrar”, la pistola contra su cuerpo. Se corresponden, por el contrario, con las que generó un balazo disparado casi a quemarropa en el hipocondrio izquierdo, la parte del cuerpo situada en la región que más o menos está por debajo de la axila izquierda.
Los forenses, obviamente, tuvieron que advertir este pequeño detallito, que probablemente no se le pasara al médico más recientemente salido de la Facultad, pero declararon (si es que lo hicieron) un origen congruente con la leyenda inventada por los militares, sueltos como sardinas por el monte. Como los forenses tenían vida, familias y hacienda en Canarias, en donde al día siguiente iba a producirse una sublevación militar de la que ya corrían rumores (a no ser que Las Palmas viviera en otro mundo), hicieron lo normal: dejar que la fantasia de los galenos uniformados se plasmara sobre el papel, como las liebres corretean por los mares. Alternativa: ¿habría que pensar que el juez y el secretario se inventaran una barbaridad anatómica?
Evidentemente es difícil que todos los lectores del periódico tuviesen mucha idea de la ubicación del hipocondrio pero habría entre ellos médicos civiles y, desde luego, los galenos militares sí la tenían. Ergo, hubo que improvisar sobre la marcha y maldecir para adentro al periodista de El Diario de Las Palmas que dio la noticia. Si en algún momento se pensó -no lo sabemos- en obviar el trámite de la autopsia, la mascarada exigió practicarla, pero en condiciones estrictamente controladas. Para mayor seguridad, “alguien” se apresuró a telegrafiar al venerable diario anti-republicano, el ABC madrileño los resultados de la supuesta autopsia. Esto significa que entre los conspiradores de la capital, por muy nerviosos que estuvieran ante la inminencia de la sublevación, no faltarían quienes se diesen cuenta de que el “asunto Balmes” se había “arreglado”.
Si el profesor Ricardo de la Cierva, químico y jesuita de profesión, llegó a ver el papelín médico es verosímil que consultara con algún amigo. Y, naturalmente, hizo lo que debía hacer: no mencionar ningún dato correcto e incluso pasar por alto el lugar en el que se encontraba, que no es el SHM sino la Dirección General de Personal del Ministerio de Defensa. Esto es, el centro administrativo en el que se remansa la documentación sobre algo muy importante para los funcionarios militares: las pensiones.
Ahora bien, tampoco crea el lector que fue solo la viuda del general Balmes la única en tener problemas o dilaciones a la hora de cobrar una pensión extraordinaria derivada de un óbito en acto de servicio. En nuestro libro encontrará referencias a otros casos y, en particular, al de los apuros monetarios de la señora viuda del capitán general (a título póstumo) Don José Sanjurjo y Sacanell, marqués del Rif. La persona que debía asumir el mando supremo del “Glorioso Movimiento Nacional”. Cositas de Franco. ¿Conoce el lector algún historiador o gacetillero de derechas que se haya detenido en este pequeño detalle? ¿Y qué dirán ahora los comentaristas digitales? Quizá que, malvados como somos, se nos ha ocurrido inventar cosas para mancillar, ennegrecer o incluso destruir el honor de Franco.
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