¿Ante un punto de inflexión histórico?
Ángel Viñas
Escribo este post el domingo 8 de octubre. Cuando se publique el martes el panorama político de nuestro país puede apuntar, o no, a un cambio trascendental. La forma es controvertida, aunque la dirección está identificada. Quienes me han hecho el honor de leer mis posts hasta el momento habrán, confío, comprobado que no he utilizado este blog que es una cortesía de CRÍTICA, la editorial en donde suelo publicar mis libros, con fines de endoctrinamiento o con propósitos crematísticos. He tratado de atenerme a su máxima de que la historia no se escribe con mitos. Sin duda me habré equivocado en alguna ocasión, pero de haber ocurrido así no lo he hecho con mala intención. Siempre he creído en los valores de la Ilustración, si bien ahora es habitual despreciarlos. Pero, ¿qué otra cosa puede hacer un profesor universitario que ha vivido durante muchos años en realidades diferentes a la española?
Los historiadores, cuando escriben sobre el pasado, siempre juegan con ventaja. Conocen lo que haocurrido. Su tarea estriba en comprender el cómo y, sobre todo, el porqué. Desde que la historia dejó de sermera narrativa o la acumulación de biografías de los grandes hombres (las mujeres tardarán mucho en aparecer) y aspiró a generar conocimiento siguiendo pautas como otras ciencias sociales una gran parte de la labor del historiador se ha visto aderezada de querellas epistemológicas y metodológicas. Con razón. Repugna a la conciencia humana creer que la historia es una amalgama, dispersa y sin orden, de acontecimientos sin sentido. Cómo encuadrarlos, comprenderlos y categorizarlos es del todo punto necesario.
La tendencia, hoy, es pedir prestados instrumentos a otro tipo de saberes: los de la sociología, la politología (prefiero este término al más pretencioso de “Ciencia Política”), la antropología, la sicología, entre algunos más. A la barahúnda a veces resultante se une un problema fundamental que explicó con gran perspicacia Carlos Marx en una frase constantemente repetida:
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa (…) Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias [a veces se dice condiciones utilizando la expresión francesa] con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje, prestado, representar la nueva escena de la historia universal.”
La cita no siempre se desarrolla en el trabajo de los historiadores, en parte porque es difícil hacerlo en todas circunstancias; en parte porque el autor está hoy fuera de moda salvo en círculos que lo veneran con fervor cuasi-religioso; en parte porque lleva a preguntas incómodas, para quienes las hacen y para aquellos a quienes se dirigen. En cualquier caso, lo que subyace es la compleja relación entre acción humana y las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales en que tal acción se desarrolla.
Así, pues, ante un punto de inflexión histórico como el que podría avecinarse en España, no creo exagerar si escribo que el acontecimiento que ha venido esperándose en los últimos días, la declaración unilateral de independencia de Cataluña por parte del demediado Parlament y en sesión suspendida por el Tribunal Constitucional, desencadenaría una serie de decisiones que configurarán el porvenir de los catalanes y, por ende, del resto de los españoles. No sabemos cómo. El proceso de traslado de las sedes sociales por parte de numerosas empresas ya ha dado comienzo. Es posible establecer diversos escenarios, tanto en lo político como en lo económico, pero servidor se abstendrá de hacerlo aquí y ahora porque, como alguna vez dijo Mark Twain (otros afirman que fue Einstein), “never forecast, if you can help it, especially the future” (no hagas predicciones si puedes evitarlo, en particular del futuro). Ya no me gano la vida escudriñando el inmediato futuro.
Constataré simplemente que, si la proclamación de una República catalana en 1931 y 1934 ha generado ríos de tinta, cabe pensar que la de 2017, abortada o no, dará bastante que hacer a varias generaciones de historiadores, españoles y extranjeros.
Las circunstancias son, desde luego, radicalmente diferentes. En aquellas fechas España no estaba tan imbricada en las redes económicas, políticas, sociales y culturales que la rodean como ahora. Lo que ocurrió en 1931, en 1934 y, a fortiori, durante la guerra civil tuvo escasas repercusiones en comparación con las que hoy desataría: una catástrofe de inmensa magnitud en el interior de la Península y un golpe brutal al esquema de cooperación e integración intra-europeo. Cualesquiera que fuesen los resultados, nada volvería a ser igual. La UE no puede animar el nacionalismo excluyente. Todavía no se sabe cuándo acogerá, amante, en su seno a la mayoría de los Estados que surgieron de la destrucción de la antigua Yugoslavia.
La tarea de los historiadores consiste en explicar los cómo y los porqués se ha llegado a tal punto de inflexión y a su inmediato corolario. Para ello dispondrán de mucha información circunstancial: incontables páginas de prensa escrita y digital, innumerables imágenes, discursos de toda laya, comentarios por millares tanto en España como en el extranjero, memorias -siempre sesgadas- de algunos de los protagonistas, construcciones o elaboraciones culturales, históricas y antropológicas de todo tipo, etc. Cabe prever una abrumadora repetición de la lucha por la hegemonía entre las diversas interpretaciones. Y, claro está, para determinar responsabilidades.
¿Cuándo se perdió Cataluña, si es que llega a perderse?, preguntarían algunos. ¿Por qué un sector de la sociedad catalana decidió “liberarse” de un Estado presentado como opresor y depredador?, sería la pregunta-respuesta de otros. Aclarar la forma más congruente de explicar los hechos ocurridos generará una literatura de inmensas dimensiones.
Esto será así porque si algunos han creído o siguen creyendo que la ruptura del Estado español se haría sin dolor en mi modesta opinión se equivocan profundamente. Habría dolor, como lo hubo en los años republicanos en los que se debatió la dirección que tomase la España del futuro. Esperemos que no haya dolores semejantes a los que salpicaron la guerra civil porque una guerra civil es impensable hoy, aunque voces extranjeras como todo un comisario europeo se haya visto obligado a advertir de tal supuesto peligro. La Unión Europea no lo permitiría y, me atrevo a pensar, la OTAN tampoco. Pero sí podría haber víctimas. Las hubo ya, en número reducido, en 1934. ¿Sabe el lector de algún divorcio a lo bestia en el que no se hayan roto, figurativamente, los platos?
Hoy se conoce bastante bien la dinámica que condujo a julio de 1936. Grandes sectores de la población no lo creyeron posible. Los historiadores hemos ido determinando los factores que concurrieron para desmentirlos. Entre ellos la miopía del Gobierno, desde el presidente de la República a unos ministros que nunca quisieron poner contra las cuerdas al presidente del Consejo y titular de la cartera de guerra. Existen lagunas en nuestro conocimiento, pero van cerrándose. En los últimos años me he dedicado, con algunos amigos, a colmar alguna más en relación con el desfigurado papel del general Franco.
Los historiadores, en particular los del futuro, lo tendrán más difícil a la hora de establecer y demostrar las sutiles pero complejas relaciones entre la acción humana y las envolventes estructuras a las que aludió Karl Marx. Tampoco el posible papel del “sostenella y no enmendalla” (el miedo a perder cara y la presión de egos desbordados). Veo difícil que olviden el entremezclamiento de exultación y lágrimas porque, acudiendo al lamento y al clamor de un gran poeta, comunista,“si la madre España cae, digo, es un decir”, ¿quién la levantará?
El próximo post contendrá una lista de artículos aparecidos en diversos medios de comunicación, españoles y extranjeros, que me parecen acertados para otear la profundidad del tema. Algunos serán sobradamente conocidos. Otros, no. Servidor no los comentará. Que cada uno haga lo que puede o lo que quiera.