El caso Cifuentes o el embriagador efluvio de los laureles académicos
Ángel Viñas
No puedo resistir la tentación de escribir unas palabras sobre este caso que, con toda razón, viene atrayendo desde hace semanas tan gran importancia mediática. Al fin y al cabo, a pesar de una vida un tanto azarosa, nunca he dejado de sentirme académico. No pretendo descubrir el proverbial “huevo de Colón”. Todo lo que, por el momento, pueda decirse sobre el caso ya se ha dicho, declinado en múltiples variantes y enriquecido a medida que han ido transcurriendo los días. Saldrán, probablemente, más cosas una vez que concluyan las investigaciones académicas y fiscales en curso.
La primera pregunta que se me ocurre tiene que ver con la trayectoria profesional de la interesada. Quizá en ella se encuentre algún atisbo de respuesta. Según las informaciones difundidas por los medios, la hoy todavía presidenta de la Comunidad de Madrid y, por ende, de la corona de entre las comunidades dominadas por el Partido Popular, empezó su carrera profesional como funcionaria de gestión en la UCM antes de ascender a la escala superior. Es decir, la Excma. Sra. Cifuentes se vio expuesta desde sus comienzos tanto al PP como al medio universitario, aunque no en el escalón académico. ¿Le produjo eso alguna sensación de déficit formativo? ¿Una añoranza hacia los laureles que florean en la carrera académica?
Como es notorio, entrar en el mundillo académico no es fácil. Menos lo es ascender en él. No lo era en la época de las “trincas”, es decir, el equivalente “intelectual” de las carpetovetónicas corridas de toros, con sus banderillazos de fuego y sus consiguientes riesgos letales para la reputación de los que fueran “trincados” con éxito. Sin embargo, no creo que fuera tan difícil entrar en el mundillo del funcionario no docente en el que, al menos en mi época, se daban cita funcionarios procedentes de diversos cuerpos. Uno de los más importantes era el de técnicos de Administración Civil (TACs), hoy Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado.
Con todo, parece ser que la Excma. Sra. Cifuentes no tardó en dejar su cuerpo de origen en favor de su actividad política en el PP (en cuya escala de méritos fue ascendiendo progresivamente). En la medida en que ello se produjo en el marco de la Comunidad de Madrid, con sus connotaciones localistas, no es de extrañar que quisiera dorar sus blasones. Pero, ¿cómo se apañó? Desde luego, no haciendo cursos, cursillitos de verano o estancias más o menos apuradas en Universidades extranjeras de manera sistemática. Se centró en su “almita mater”.
Hoy sabemos que no fue el único caso, ni en el PP, ni en el PSOE clásicos (¡oh!, el inolvidable Roldán) ni, a lo que parece, entre los “nuevos”. El ejemplo celtibérico (añoranza aquí es de rigor a Luis Carandell) es curioso y, por ejemplo, completamente diferente del británico en el que los políticos no tienen mucho que ver con la Universidad y llevan vida aparte. Con frecuencia lejos de cualquier intento de dorar su curriculum con títulos aparentes o no. Con tal de haber ido a alguna de las grandes public schools (es decir, escuelas privadas, con matrículas controladas y niveles de precios astronómicos, pero en las que uno aprende a “comportarse” como si ya fuera parte de la élite) y luego, en lo posible, culminando en Oxbridge (abreviatura para las Universidades de Oxford y de Cambridge) donde suele pasarse por las filas de los alevines de tories, es más o menos suficiente para empezar a pensar en una carrera política. También es muy diferente del caso alemán, en el que sin embargo un doctorado es de rigor o, por lo menos, sienta muy que retebién. Pone a prueba la capacidad intelectual de los interesados.
Aquí, en la meritocracia del sistema democrático, el abanico ha ido ampliándose a sectores no propiamente universitarios (que era uno de los suministradores del personal político de alto nivel de la dictadura, sobre todo en su vestidumbre “tecnocrática”). Hoy parece que es conveniente mezclar fidelidad política, seguridad “ideológica” y títulos universitarios.
Así que el caso de la Excma. Sra. Cifuentes debe entenderse como representativo de un proceso más amplio y que ha calado entre algunos de los aspirantes que sueñan en situarse en primera fila. No siempre. En el actual gobierno ni el presidente ni sus ministros (con la relevante excepción del titular de Hacienda, de curriculum académico limitado, pero al fin y al cabo catedrático de Universidad) parecen haber sentido la necesidad de adornarse de títulos universitarios que no sean los estrictamente necesarios. Es en un nivel inferior, de aspirantes, en el que la “titulitis” parece haberse extendido peligrosa y, si se me apura, un tanto casposamente.
En este sentido el caso del Señor Vicesecretario General del PP Pablo Casado (supongo que le corresponde el tratamiento de ilustrísimo, pero si fuera excelentísimo ruego perdón por mi ignorancia) es paradigmático. Se ha adornado con varios certificados que suenan muy bien -y, además, ¡extranjeros! – pero que los curiosos e inquisitivos periodistas han reducido a sus justos límites. No son excesivos. Sus supuestos laureles no le han hecho perder mucho tiempo en afanes no relevantes para su brillante carrera política.
La Excma. Sra. Cifuentes eligió otro camino. Quizá más seguro. Que se sepa no ha acudido a Harvard, o a Columbia, o alguna otra prestigiosa Universidad para obtener algún que otro certificado de cursos de unos cuantos días o de un par de semanas. Con una Universidad pública, y cercana, le ha bastado. Claro que no se fijó en la Complutense, en la Autónoma, en la Carlos III o en la de Alcalá. Proyectó sus pesquisas hacia otra más, ¿cómo diríamos?, “manejable”. La Rey Juan Carlos.
Los medios tienen toda la razón en haberse concentrado en tal entidad. Un acierto indudable porque, al amparo del escándalo del “máster”, han desvelado lo que parece haber sido un pozo negro o una ciénaga de corrupción administrativa y académica, protagonizado nada menos que por todo un señor catedrático. Tal Universidad ya saltó a imperecedera fama con el escándalo de los plagios de su rector, hijo por cierto de uno de mis historiadores favoritos, y que parece que va por la vida como de rositas mientras los tribunales competentes dilucidan la dimensión jurídica de los mismos gracias a los recursos interpuestos por algunos de los plagiados. ¡Quiera Dios que veamos en tiempo útil las decisiones de la Justicia!
Ahora, como el rector actual no se espabile (se recordará que uno de sus contrincantes en la elección ya denostó un entramado de chapuzas) puede ocurrir que el supuesto prestigio de lo que algunos llaman la “Universidad del PP” se adentre en un proceso de degeneración incontenible. Quienes pagarán por tal desaguisado serán, inevitablemente, sus estudiantes. Ciertamente los diplomas, títulos y demás laureles académicos concedidos por uno de sus institutos (hoy en entredicho) se lo ponen difícil.
Lo que hasta ahora nadie, que yo sepa, ha dilucidado de manera convincente son las razones por las cuales una política en alza, delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, se vio impelida a cometer, según dicen, alguna que otra tropelía para ilustrar, dorar, enaltecer, enriquecer (hay varias formas de decirlo) su curriculum (que en términos estrictamente académicos no parece haber sido muy brillante: ¿concluyó su licenciatura al menos con un sobresaliente, con un premio extraordinario, con un premio nacional fin de carrera o equivalente?) cuando en puridad, ya metida en la marea política ascendente, no lo necesitaba para nada. ¿Es una añoranza del mundo académico en el que no quiso entrar? Misterio.
¿Podría, acaso, haber pensado que sus posibilidades futuras iban a depender de tener un máster en temas que se acercaban a su gestión a nivel de comunidad autónoma? ¿Le dio un “telele” y lo entrevió como paso a un doctorado? (El “ejemplo” del Dr. Camps de la Comunidad Valenciana viene a la memoria). Incluso no hubiera sido un caso único en su Comunidad: ahí está el ejemplo de un vicepresidente económico de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque sí recuerdo el de algunos brillantes académicos que no tuvieron inconveniente en darle, si no me equivoco, un cum laude.
A mí me parece que, con independencia de cuál sea la salida política que se dé a la Excma. Sra. Cifuentes, su deshonor académico es tal que lo mejor que puede hacer es, como en la época y épica clásicas, retirarse por unos años del mundanal ruido y dedicarse a expiar sus pecados. Son graves, pero no solo por su contenido, sino esencialmente porque son idiotas.
Sería conveniente que la sociedad española estatuyera un ejemplo en un caso en el que la interesada ha ido cometiendo error tras error, retrocediendo con una sonrisa retorcida en los labios y buscando refugio, en último término, en los acogedores brazos del Excmo. Sr. Presidente del Gobierno. Porque si la Excma. Sra. Cifuentes fuese perdonada, el mal ejemplo que ya ha dado este Gobierno olvidándose de una Ley que está en el BOE, como es la de la Memoria Histórica, potenciaría -si necesario fuera- la tentación de algún otro político y muchos ciudadanos a saltarse la ley más alegremente que de costumbre. Mala cosa.
Y ya que hablamos de Universidades. ¿Existen informaciones fidedignas acerca de lo que pasa en muchas de las privadas que han surgido como setas tras las lluvias de otoño? Porque los rumores que circulan en las públicas hacen de algunas de ellas poco menos que focos de iniquidad.
Quien piense que el futuro académico español está asegurado es mejor que reflexione dos veces. Al paso que vamos, con descensos acumulados en investigación y desarrollo, nos dirigimos, con paso altanero y firme el ademán, hacia la indigencia más absoluta, aunque los laureles académicos sigan, entre nosotros y de puertas adentro, floreciendo y continúen emitiendo su embriagador efluvio.
Gracias por mencionarnos Regina! 🙂
Es muy interesante que reflexione sobre el “móvil del crimen”, por así llamarlo. Efectivamente, frente a la corrupción de ciertos sectores privilegiados, una de las preguntas que el sentido común acaba dictando es: “¿qué necesidad había?”
Pero ¿acaso no podemos preguntarnos lo mismo de Urdangarín? Y quien dice Urdangarín, dice tantos y tantos otros. En realidad, lo que nos sugiere este comportamiento generalizado de nuestras élites es el absoluto sentimiento de impunidad en el que se mueven. Sin duda, a medida que van avanzando en su trayectoria, a medida que ascienden socialmente, estas personas que constituyen nuestra clase dirigente deben ir convenciéndose de que cuanto más alto se llega en la sociedad española, cuanto más importante se es dentro de ella, menos explicaciones se tienen que dar. Y ese convencimiento tiene que nacer necesariamente de lo que ven cada día a su alrededor, en los círculos sociales en que se mueven. Lo que nos hace temer que este tipo de comportamientos sean generalizados, y que lo excepcional no es que se cometan, sino que se conozcan.
En “El tercer hombre”, en una memorable secuencia, el personaje interpretado por Orson Welles, Harry Lyme, hace una reflexión mientras contempla a los asistentes a un parque de atracciones. Él las contempla desde lo alto, desde la cabina de una noria, por lo que las personas se han convertido en puntos deshumanizados que se limitan a moverse por el suelo. “¿Sentirías compasión por uno de esos puntos del suelo si dejara de moverse para siempre?” le pregunta a su amigo. “¿Y si te ofreciera 20.000 libras por cada punto que se detuviese? ¿Seguirías sintiendo compasión? ¿O comenzarías a calcular cuántos puntitos serías capaz de detener?” Es una reflexión escalofriante, pero lúcida. En el ambiente de la Europa de posguerra, la vida humana tenía poco valor. Era fácil dejar de sentirse culpable, dejar de exigirse a uno mismo el cumplimiento de ciertos estándares morales. ¿No habían sido asesinadas millones de personas en nombre de los más altos ideales? ¿Qué importaba unos cuantos muertos más? Cuando uno llega a la conclusión de que todo el mundo hace lo mismo, de que uno es tonto si no lo hace, si no se aprovecha de la situación, acaba por suprimirse el sentimiento de culpa. Y el de vergüenza. Se produce entonces el deslizamiento moral, la degradación, y cosas que socialmente hubieran sido inadmisibles se vuelven tolerables y hasta normales.
Un viejo dicho afirma: “La traición no prospera. ¿Por qué? Porque si prospera, nadie se atreve a llamarla traición”. Lo mismo se puede aplicar a la corrupción en España. Ha “prosperado” tanto , está tan generalizada, que ya nadie se siente obligado a dimitir. ¿En base a qué concepto moral exigimos la dimisión de tal o cual cargo, si basta con decir ante un juez “no sé, no me consta, no me acuerdo” para salir indemne?
En la radio pública hay un programa de radio que escucho con alguna frecuencia los fines de semana. Tres de sus más eminentes y veteranos colaboradores han «enchufado» a sus respectivos hijos en el programa. Pero no se piense que los han «colocado» como aprendices, no, ni como meritorios. Uno ha heredado una sección, y los otros dos colaboran con sus padres ante el micrófono como presentadores de sus respectivas secciones. Es sólo un ejemplo. Parece que a nadie le escandaliza. Está bien: uno tiene que mirar por su familia. A fin de cuentas, ya lo decía la Ley Orgánica del Estado franquista: la familia, junto al municipio y el sindicato, era uno de los tres elementos encargados de canalizar la «participación política». Para el Opus Dei, inspirador de aquel texto, esta forma de funcionar es moralmente admisible. Será la «santa desvergüenza», supongo.
Yo, pecador, soy culpable más bien de «frescura laica». En España, la verdadera revolución consistiría en implantar una verdadera meritocracia. Una economía eficiente, capaz de promover el esfuerzo y el talento, más allá de apellidos y privilegios económicos y sociales. No hay más que ver el porcentaje de españoles que dicen deber su primer empleo a amistades o parientes (mucho mayor que en otros países europeos) para entender que tras el fin del franquismo se democratizó la educación, pero no la estructura socio-laboral del país.
Si la educación no sirve para compensar las crecientes desigualdades económicas, si no sirve para ofrecer oportunidades a quienes no las tendrán de otro modo, ¿qué nos queda a los millones de ciudadanos de origen humilde que no contamos con influencias ni contactos para progresar? ¿qué incentivo podemos poseer para esforzarnos, para estudiar, para ser honrados, signifique eso lo que signifique en un país como España? Es realmente desmoralizador.