El lado negro del «Imperio» franco-falangista
Ángel Viñas
Mientras en Madrid Franco y Serrano se entregaban a los sueños de la lechera para ver si de la milagrosa botella de tan digna campesina salían las arenas y riquezas de los territorios norteafricanos que los malvados franceses se obstinaban en conservar, los británicos empezaron a pasar a la segunda fase de su identificación de las condiciones alimenticias reales que existían en la España franquista. No les bastaron los informes consulares o de personas relacionadas con el circuito diplomático. Una segunda oportunidad se la deparó el control de correspondencia que llegaba al Reino Unido. Esta durísima medida se había introducido tan pronto como estalló la guerra en 1939. Las cartas de los ciudadanos británicos y de otros países que, desde la Europa no ocupada por los nazis, escribieran a sus familiares y amigos podían dar pistas muy importantes sobre las condiciones reales que en ella existían. De pronto, la España de Franco subió rápidamente los peldaños en la escalera de atractividad. Las cartas, naturalmente, se abrían. Se copiaba lo que interesaba y luego se cerraban y enviaban a sus destinatarios. Se hacían informes periódicos. Por desgracia, no se conservan -o no he localizado- todos, pero algunos de los que fotocopié sirven para dar una idea.
Los redactores de un informe fechado el 29 de octubre de 1940, fecha que he escogido como la más próxima a la reunión de Hendaya, se disculparon por reiterar hechos y comentarios en torno a las horribles condiciones económicas que prevalecían en España y que se acumulaban de forma monótona. No olvidaron destacar que, después de unas cosechas bastante pobres, en particular de trigo, el racionamiento del pan se había intensificado y que las penurias alimenticias no podían sino empeorar. El coste de la vida había aumentado en términos alarmantes; el mercado negro crecía exponencialmente; si bien la gente rica podía obtener todo lo que necesitaba las clases medias y trabajadoras se las veían y deseaban para sobrevivir. Añadiré que esta era la España social que uniría a todos los españoles, en los desvaríos falangistas, en la búsqueda del Imperio.
Una persona que había visitado España escribió desde Lisboa:
No es exagerado afirmar que la mitad de la población pasa hambre, que casi una tercera parte no come lo necesario y que el resto vive como reyes sin preocuparse un comino de los demás.
En dichas circunstancias muchos miembros de la colonia británica tenían que desplazarse a Portugal para adquirir productos de cara al invierno. Temían que, de no hacerlo, sus hijos también pasaran hambre.
En las zonas de Cádiz y Algeciras la situación era particularmente desastrosa. Un marinero que llegó a finales de septiembre escribió que cuando puso su ropa a secar se la robaron durante la noche. Añadió:
este viaje a España me ha abierto los ojos (…) En Cádiz tuvimos que regalar la mitad de nuestras provisiones. En Algeciras se nos da media cesta de pescado por una cucharada de azúcar o de té o un cigarrillo. La gente hace cualquier cosa con tal de que les demos un par de rebanadas de pan blanco (…) En lo que se refiere a vestimenta, todos van en harapos[1].
Esto era, sin duda, cierto. Entonces y después. Así, por ejemplo, el 27 de octubre de 1941 el gobernador civil y jefe provincial de Abastos escribió a la CAT y al ministro de Gobernación indicando que Cádiz era una de las provincias más desabastecidas de España. El número de defunciones se había elevado a límites insospechados. Se necesitaban víveres urgente y desesperadamente. El lector incrédulo podría desconfiar de la carta del marinero, pero ¿de una comunicación tan oficial?
Incluso en Canarias, las islas afortunadas, había carencias enormes de alimentos y otros productos. Apenas si se podía obtener azúcar. El pan era escaso y de muy mala calidad. La situación no había. De nuevo los lectores que no se fíen de la carta que contenía estos datos pueden acudir a las investigaciones del historiador canario Juan José Díaz Benítez y verán muchos más.
Otro informe de los censores, fechado el 26 de diciembre, constató sobriamente que no se había producido la menor mejora en las condiciones económicas, sobre todo en lo que se refería a la situación alimenticia. Continuaba causando enormes sufrimientos a los pobres y generaba preocupación en la Administración. Según un observador norteamericano las condiciones variaban:
Las mayores necesidades se ubican en la zona que se sitúa al sur de la línea que va desde Badajoz (…) y pasa por Madrid y el noroeste, entre Barcelona y Lérida (…) En Almería hay mucha mayor evidencia de hambre que en ningún otro lugar.
La siguiente referencia a los estragos del hambre provino de Bilbao y confirmaba las observaciones de Starkie en el post anterior:
Se ha estado reacondicionando la calle principal y la semana pasada dos hombres se desplomaron muertos mientras trabajaban por falta de alimentación.
De algo similar, pero referido a la capital, informó el embajador alemán en Madrid en un despacho del 11 de diciembre.
Un inglés escribió desde Huelva:
Pagamos a una asistenta para que nos limpie el gallinero todos los días pero la pobre apenas si puede andar, mucho menos trabajar, por falta de comida. Algunos hombres casi no pueden tenerse en pie pero deben ir al tajo porque de lo contrario no ganarán nada. No hay seguridad social ni ayuda de ningún tipo.
Este es uno de los ejemplos que también ha mencionado Miguel Ángel del Arco en un artículo en el que ha recopilado una selección de florilegios extraídos igualmente de los archivos británicos.
Desde Málaga se afirmó:
Es horrible ver una larga procesión de gente hambrienta que viene a mi casa todos los días para mendigar unos mendrugos de pan. Con mucha frecuencia acuden hasta treinta.
De una multitud de cartas interceptadas se dedujo en Londres, correctamente, que lo que más se necesitaba era pan. Cuando aparecía seguía siendo negruzco y estaba muy adulterado. Las autoridades acentuaban el racionamiento y dividían a la población en tres categorías. Los de la primera, que tenían ingresos por encima de cierto nivel, no recibían nada. El trabajo, si lo había, estaba muy mal organizado y los suministros de alimentos no se distribuían bien. No se practicaba ningún tipo de control para que los pobres recibieran vitaminas. Obvio: menos bocas que alimentar. Los sistemas eran extremadamente primitivos y carentes de higiene. Sin embargo, en Madrid la gente con dinero comía bien y muchos preferían irse habitualmente al restaurante.
Abundaban los rumores de que los alimentos se exportaban a Alemania en pago de la deuda de guerra. Era cierto. La gente reaccionaba mal. Algunos suministros procedían de Portugal, a pesar de la vigilancia de las autoridades del país vecino. El contrabando era generalizado. En el sur podía obtenerse algo de Gibraltar y también de Tánger.
Puede verse a montones de españoles pobres que cruzan la frontera todos los días a trabajar en Gibraltar y que regresan a sus casas por la noche. Todos llevan paquetes o cestas con comida. No es exagerado decir que son millares.
Desde Barcelona se insistió:
Todo está encareciéndose por días. Faltan muchas cosas. Otras se estropean. Apenas se puede ir en tranvía sin que se pare. Pasan semanas antes de que lo arreglen y como no hay piezas de repuesto no tarda en escacharrarse totalmente.
Son estas unas meras pinceladas de carácter impresionista. Si los observadores extranjeros veían los estragos del hambre en la población en libertad, ¿qué pasaría con las masas de reclusos? Aquí la obra de Moreno Gómez ha ensamblado datos escalofriantes. Los informes sobre la dieta hipocalórica que se practicó, por ejemplo, en la cárcel de Córdoba son literalmente espeluznantes. Los reclusos debían «subsistir» con una dieta oficial de 800 calorías diarias pero que con frecuencia se reducía a 400. Los directores de la prisión y muchos de los carceleros, los médicos y los guardias (a veces identificados, para su eterna infamia, con nombres y apellidos) hacían su agosto con el estraperlo y las sisas a costa de los detenidos. Las condiciones sanitarias eran con frecuencia infrahumanas, comparables a las de los campos de concentración más duros del Tercer Reich y, en algunos casos, se acercaban peligrosamente a las de los campos de exterminio. La gente moría como moscas.
Los condenados a muerte que fallecían en la prisión rendían un último servicio a la PATRIA pues así se evitaba tener que malgastar balas para liquidarlos. Algo parecido a lo que hacían los Einsatzgruppen en la URSS matando de un solo tiro a la madre y al niño. En una docena de cárceles se han contabilizado, calculando hacia lo bajo, más de 6.000 muertes por enfermedad, básicamente derivadas del hambre. Como hacían los nazis en los campos de concentración más duros y, por supuesto, en los de exterminio.
¿Por qué iban a preocuparse los cancerberos y sus jefes franquistas, militares o civiles? De lo que se trataba era de romper la moral, la espina dorsal y la voluntad de resistencia de la anti-España antes de proceder, cuando fuese necesario, a su aniquilación física. Habrá que suponer que “alguien” (¿de la ACNP tal vez? y desde luego de la CAT) tendría una migaja de responsabilidad por lo que acontecía. Que yo sepa, pocos son los autores que se la han exigido. Ya se sabe: “por el Imperio, hacia Dios”.