En capilla con un nuevo libro, lanzo un desafío
Angel Viñas
Mañana, 25 de enero, sale a la venta mi nuevo libro. Trata de las relaciones entre la República española y la URSS en el tiempo de Stalin, es decir, entre 1931 y 1939. No es la primera vez que me acerco al tema. Debuté en 1976/77 con El oro español y la guerra civil; seguí en 1979 con El oro de Moscú; continué con el “vil metal” en el punto central en mi trilogía, La soledad, El escudo y El honor de la República. También escribí algo en Las armas y el oro. Todos en el mercado. Nadie podría decir de mí que, en este tema, sea un novato.
Ahora hago algo diferente y desde el principio enseña bandera. El libro comienza y termina con dos afirmaciones rotundas. No hay historia definitiva. No hay historiadores definitivos. Creo que las casi 500 páginas que median entre el principio y el final demuestran sobradamente lo bien fundado de tan rotundas declaraciones. Avanzar en historia depende, en gran medida, de las evidencias que se manejen y de su interpretación. Claro es que cualquier historiador puede equivocarse en el análisis de un documento. Es más difícil cuando 400 o 600 apuntan en una sola dirección.
Pero es que, además, a la provecta edad que ya es la mía también he llegado a otra conclusión. Aunque las interpretaciones de qué es la historia son abundantes, disimilares, contradictorias etc., en general en casi todas ellas termina abordándose la acción de los hombres (y en los últimos decenios crecientemente también de las mujeres) en el pasado.
Este es un pasado en el que, como ya afirmó un reputado pensador del siglo XIX (abominado para la derecha), los seres humanos actúan en condiciones dadas, es decir que no son las que quieren sino aquéllas en que nacen, viven y mueren. Condiciones, pues, objetivas y sobre las que influyen, independientemente de la voluntad de quienes las soportan, fuerzas de muy diversa índole: económicas, políticas, sociales, culturales. Ha habido, hay y probablemente seguirá habiendo grandes debates en cuanto a su génesis e importancia relativas, pero esto es otra cuestión.
En este libro he explotado documentación soviética que apenas si se ha rozado en Occidente. Que yo sepa (aunque puedo equivocarme), tan solo dos autores lo han hecho, pero muy superficialmente (uno es inglés, el segundo norteamericano). Es posible que en otros idiomas (francés, alemán, ittaliano y por supuesto rusos otros lo hayan hecho también, pero no en castellano ni en inglés). Todos los voceros e historiadores españoles más o menos enfeudados al PP y a VOX han ignorado a uno y al otro olímpicamente. Uno se pregunta por qué será.
Quizá (esta una suposición mía susceptible de refutación con facilidad) sea porque, como sus respectivos partidos con cuyos principios y políticas comulgan en mayor o menor medida, están en posesión de la verdad suprema, a ella se atienen. No existe, ni puede existir, debelación posible.
Un vistazo a las estanterías de las librerías o un pequeño recorrido por algunas de las cabeceras de la prensa española, escrita y digital, basta para salir corriendo si de lo que se trata es de echar luz sobre un pasado turbio.
Servidor siempre ha tratado de acercarse al caso español con la mente muy abierta. A veces me he equivocado (nunca adrede). Pero si he caído en el hoyo con cierta frecuencia, porque no he dispuesto de toda la información relevante, cuando ha llegado a mis manos he ampliado o rectificado.
Ahora estoy trabajando, casi como siempre, en dos libros futuros a la vez. Cuando me canso de uno, paso al otro. El no salir con frecuencia de casa ayuda. Espero poder terminar ambos.
En uno de ellos abordo un temita que fue el cogollo de mi primer libro, publicado en 1974. Muchos lo citan, aunque mucho menos alguna de sus dos rectificaciones. Ahora acometo una tercera. ¿Por qué? Porque nueva EPRE ha llegado a mi conocimiento. Y también porque ha aparecido un nuevo motivo para emprender tal tarea.
Subrayo que esto no lo considero ningún mérito. Es una obligación ética y profesional. Lo que no hago, cuando aparecen nuevos papeles que a ello incitan, es no rectificar. Tampoco dejo de lado otros trabajos publicados si llegan a mi conocimiento y son importantes para el trabajo entre manos. Hacer lo contrario me parece poco profesional y servidor siempre (o casi siempre) ha aspirado a comportarse con profesionalidad. En el trabajo corriente, y nunca sometido a decisiones del ser o no ser, he aplicado la máxima norteamericana: I stand where I sit.
En el libro que aparece mañana no critico a muchos autores, pero sí a varios. Son de diversas categorías. En una propia aparece, ¡cómo no!, el profesor Stanley G. Payne. Nadie podría decir que lo esquivo. Cada vez que se cruza en mi camino (no le busco) le dedico algunas palabritas. En otra, surge un colega y amigo. Le tengo mucho aprecio, pero como dijo alguien lo tengo mayor a la verdad (en el sentido nunca finalista de la documentable). Finalmente, menciono a otra colega que se ha dejado llevar a afirmaciones para las cuales la evidencia primaria relevante de época (que siempre hay que analizar y contextualizar) no ampara varias. He tratado de evitar que pueda aplicárseme a mí la misma fórmula que aplico a otros.
¿Significa esto que he llegado a determinar la verdad de lo ocurrido? En absoluto, pero sí he intentado poner el listón lo suficientemente alto para que quienes vengan detrás (que vendrán) se vean obligados a esforzarse un pelín. Como probablemente no lo veré, tampoco podré discutir con ellos.
En el ínterin, no levanto la guardia en lo que se refiere a la historiografía franquista, pro-franquista y, si se me apura un poco, de derechas. En mi modesta opinión pontifica sobre la República y la guerra civil, con sus causas, su desarrollo y sus consecuencias, desde un punto de vista viciado de origen por su falta de utilización de las nuevas evidencias ya disponibles.
Tal historiografía está, en mi opinión y como he dicho tantas veces, de afectada en origen por un permanente síndrome de proyección. Es decir, evacua hacia el adversario un tipo de comportamientos que fueron, en realidad, los propios. Como si los militares, policías, juristas, funcionarios y leguleyos del franquismo hubieran recibido del Altísimo la única comprensión posible, y deseable, del pasado.
Sugiero a mis amables lectores un nuevo jueguecito: ¿por qué no echan un vistazo al libro y me hacen las preguntas que deseen o me planteen las razones de su eventual desacuerdo?
Nadie, que yo sepa, lo ha hecho hasta ahora con los dos libros anteriores (¿Quién quiso la guerra civil? y El gran error de la República) en que más intensamente me he preocupado por ilustrar aquel síndrome, no solo sicológico, sino también político, ideológico y cultural.
Este libro es, en cierta medida, y en al menos en lo que se refiere a dos capítulos (el primero y el último) una continuación de mis dos trabajos anteriores.
Dicho lo que antecede, me agradaría mucho si el nuevo libro agradase a los lectores. Lo he escrito en condiciones materiales poco habituales, casi sin salir de casa salvo cuando era imprescindible, con limitaciones totales de acceso a bibliotecas y a archivos y solo con el único recurso a la mía, a los papeles que tenía (en ocasiones desde hace muchos años) y a los documentos que ha ido suministrándome desde Madrid una excelente colaboradora, la Dra Pilar Sánchez Millas.
Por lo demás, los lectores verán que la lista de mis agradecimientos es larga y, en particular, a muchos de los mentores, colegas y amigos que por desgracia ya no están entre nosotros.