Franco, ejemplo de diplomacia y de ‘savoir-faire’ internacional ¿émulo para Vox? (III)

17 noviembre, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Una de las características de la dictadura de Franco que no suele ponerse de manifiesto, con todo lo que de ella hemos aprendido a medida que han ido abriéndose los archivos, es que se cuentan con los dedos de la mano los secretos secretos que fue incapaz de guardar. Los británicos, por ejemplo, se enteraron del contenido de la conferencia de Hendaya en octubre de 1940 a las veinte y cuatro horas. Cortesía del agente T, incrustado en el séquito de Serrano Súñer. En enero de 1957 (la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa) el fundamento del plan secreto secreto que Franco y su fiel escudero, el ministro de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo, habían pergeñado para aprovechar la bendición del cielo que representaron los papeles de Negrín, lo expuso a todos los vientos en  The New York Times.

Su corresponsal en Madrid, Benjamin Welles, no dijo cómo se había enterado. Las fuentes no podían ser muchas. Los iniciados al gran secreto de El Pardo no abundaban. Mariano Ansó, por ejemplo, no pudo enterarse en París. Había sido un peón fundamental en el juego que probablemente había apalabrado con el abogado del Estado Antonio Melchor de las Heras, pero no le veo contactando con Welles. El ilustre intermediario, ¿lo supo? Lo más probable es que sí, pero sus papeles no aparecen por ninguna parte. ¿Se fue de la lengua el ministro? Es verosímil. Pero si hubo una fuente interna no acudió a la estación de la CIA, sólidamente implantada en Madrid. Acudió a un periodista reputado. ¿Para qué? Probablemente para sabotear el plan que, ya adelanto, era algo más que absurdo. Quizá porque se diseñó  rápidamente, a no ser que ya antes del fallecimiento de Negrín el abogado del Estado hubiera discutido sus líneas generales con Martín Artajo o incluso quizá, ¡oh, honor de los honores!, en El Pardo. También pudo ocurrir, claro, que fuese una operación maquiavélica con fines que soy incapaz de identificar.

Pienso en la primera alternativa  porque cuando llegaron los papeles a mitad de diciembre de 1956 a Madrid es verosímil que su impacto inmediato fuera una profunda decepción, a no ser que Melchor de las Heras ya hubiera estado sobre aviso. Como ya he indicado el dossier Negrín no solo contenía el acta definitiva de recepción del oro en Moscú fechada el 5 de febrero de 1937, sino también un montón de órdenes de disposición y otros papeles colaterales. Es decir, el metal amarillo, a pesar de su considerable peso, había “volado”. ¿Se readaptó un posible plan previo? Si existía, la respuesta es negativa. Si no existía, Franco decidió que había que echar un órdago a los malvados comunistas. ¿Acaso le gustaba el mus? Lo ignoro. Y, así, tras el anuncio bomba de la OID, el embajador en París, conde de Casa Rojas, se entrevistó el 4 de enero de 1957 con su colega soviético para tratar de sondear por dónde pudieran ir los tiros. En términos de regalo de Reyes, los resultados fueron descorazonadores.

Fue poco después cuando Welles dejó caer, como quien no quiere la cosa, su bombita. La presentó de la forma adecuada:

“El fallecimiento del Señor Negrín antes de que se completara la entrega había provocado una seria preocupación en los medios del Gobierno madrileño. Se temía que los importantes documentos que constituyen la base jurídica de que dispone la nación española para conseguir recuperar el oro por medio de renovados esfuerzos internacionales pudieran destruirse o entregarse a los soviéticos, con lo cual desaparecerían”.

Obsérvese la astucia del informador, si “vendió” a Welles esta inverosímil alternativa. Sabemos que Melchor de las Heras llevaba tiempo tratando de convencer a Ansó para que a su vez convenciera a Negrín de la necesidad de entregar los papeles. Después del fallecimiento, “alguien” quizá había dicho al periodista que, a lo mejor, los papeles pudieran destruirse en París o, maldición de las maldiciones, llegar a manos soviéticas. Afortunadamente no fue así. La sutil sombra que “alguien” arrojó sobre el hijo del expresidente del Consejo se disipó. Ningún historiador (tampoco de entre los devotos de VOX) ha parado mientes en este capitulito.

Para Welles lo importante tuvo que ser la revelación del plan que “alguien” había ido preparando en las covachuelas ministeriales madrileñas, incluídas o no las del Pardo. Lo dijo sin pelos en la lengua:

“Los documentos le ofrecen [al Gobierno español] lo que considera una base jurídica a prueba de bomba para demostrar que el Gobierno soviético recibió las reservas de oro. Hasta ahora, la pretensión española se fundamentaba únicamente en la palabra del Gobierno español. Con la nueva evidencia documental se espera que Madrid someta su demanda para la restitución del oro al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya y a las Naciones Unidas así como por canales diplomáticos”.

La noticia fue publicada el 10 de enero de 1957, bajo un título aún más espectacular: “2 Spanish Envoys arrive in Soviet Russia”. No hay la menor dificultad en descolgarla de internet. De todas maneras, lo pondré fácil:

https://timesmachine.nytimes.com/timesmachine/1957/01/10/93204768.html?pageNumber=1

En un libro publicado en 2013 recorrí con cierto detenimiento, pero con escaso regodeo, las peripecias del plan. Lo que subyacía al mismo era la creencia fundamental del inmarcesible, pero proteico, Caudillo de España. Ahora sí acudo a la ironía pesada.

Franco (fuente y manantial de autoridad suprema) no tuvo empacho en insinuar unos cuantos meses después los datos esenciales de tan singular creencia a su fiel ayudante, primo hermano y confidente de larga fecha, conocedor de sus fechorías financieras y otras. Lo hizo el 6 de mayo de 1957, a pesar de que los soviéticos le habían aplicado, vía Pravda, un pequeño zurriagazo dialéctico que examinaremos en el próximo post. Habló así SEJE:

“No le supone nada a Rusia (sic); en España la opinión se interesa mucho por este asunto y en cambio no aprecia lo que significa la pérdida de una cosecha, como ocurrió el pasado año con la naranja a consecuencia de las heladas, con una pérdida que supone la mitad del oro enviado a Rusia. El documento (sic) está en nuestro poder y estoy seguro de que no habrá necesidad de recurrir al Tribunal Internacional de La Haya, pues, repito, los rusos lo han de entregar sin que tengamos que hacer para ello grandes esfuerzos”.

No sé cómo Franco había llegado a tales conclusiones. La más significativa era su aparente fé  en las virtudes taumatúrgicas del acta de recepción del depósito (el documento); en segundo lugar, habría que pensar en su creencia implícita en que todos los demás papeles de Negrín -más de un centenar- no servían para nada; había una tercera, la esperanza (sin duda imbuída por la ayuda de los ángeles que siempre le habían protegido desde el paso del Estrecho veinte años antes) de que los soviéticos fuesen a hacerle graciosamente un favorcillo, a pesar de Pravda, regalándole lo que todavía en 1957 era un fortunón. Por último, que no iba a ser necesario acudir al TIJ porque la cosa se arreglaría antes, poco menos que entre amiguetes. Pensar que Franco era un titán intelectual que penetraba, gracias a su privilegiada mente, en los más recónditos vericuetos de la escena internacional en uno de los períodos más lábiles de la guerra fría es una suposición que no llegamos a hacernos, con disculpas a VOX. 

Naturalmente esta confesión ante el general Francisco Franco Salgado-Araujo no trascendió a la prensa. El Ministerio de (Des)información y Turismo no daba abasto. Aquello de  controlar rígidamente las noticias que se diseminaban por la prensa internacional y que se filtraban,  debidamente adaptadas y con cuentagotas, en los regimentados medios del régimen, absorbía todos sus quehaceres.

Si todavía estuviese activo en la Universidad haría una sugerencia a alguno de mis alumnos. Que en cuanto amainase la pandemia que corroe nuestra vida social, académica y política, se precipitara a la hemeroteca. Podría en primer lugar localizar en aquellos periódicos que no pueden consultarse en línea las noticias que aparecieron en la primavera de 1957 sobre el “oro de Moscú”; después podría encuadrar sus resultados en el contexto económico y político de la España de aquellos años y, en particular, en la naciente pugna entre “tecnócratas” y “falangistas” por determinar el rumbo que debía seguir la estrategia económica de un país que no tardaría muchos años en acercarse peligrosamente a la suspensión de pagos internacionales. Y luego, que mirase por detrás de los hechos y tratase de aquilatar la distancia sideral que, en la dictadura, siempre existió entre imagen y realidad, entre lo que se decía y lo que se hacía, entre el pasto ideológico que se suministraba a las masas y lo que se discurría en las olímpicas alturas de la Administración.

El “oro de Moscú”, tras la recepción de los papeles de Negrín, es una de las vías que conviene transitar para comprender la importancia de los relatos, entonces y hoy. Que tuvieran que ver algo con la realidad o no es lo menos significativo. Gracias al Sr. Trump, a sus asesores y a sus émulos españoles, el tipo de enseñanzas que se extraigan de tales análisis no dejaría de ser útil para el ciudadano normal y corriente. Siempre será bueno indagar, con permiso de la exconsejera del ya en sus últimas presidente norteamericano, la inmortal Kellyanne Conway, en los “hechos alternativos”.

(continuará)