Inseguridad colectiva. La república y la sociedad de naciones (y II)
Ángel Viñas
Uno de los grandes méritos del libro de David Jorge es que también hace honor a su subtítulo. No es la SdN “contra” la República. Es igualmente la República en la SdN. Para ello ha tenido que bucear, naturalmente, en archivos republicanos. Algo que pocos historiadores de los que han escrito en el contexto de la SdN han hecho. A decir verdad, David Jorge ha sido, si no me equivoco demasiado, el primer historiador en arramplar documentación de una amplia gama de archivos de tal procedencia.
Generalmente hasta ahora se había escrito sobre la República en la SdN en base a la glosa de los discursos pronunciados por parte de representantes cualificados del Gobierno republicano. O acudiendo a obras de credibilidad dudosa, como las memorias del cuñado de Azaña, Cipriano Rivas-Cherif. O a las de Álvarez del Vayo, en sucesivas y no siempre armoniosas versiones.
En realidad, aunque instrumentos necesarios, tales fuentes no solo no agotan el tema. A veces ni siquiera identifican problemas fundamentales. Algunos fueron internos. Otros externos. David Jorge, como excelente historiador, no se ha movido en la superficie del oleaje del pasado. Ha buceado en busca de fuentes primarias. El abanico de archivos, españoles y extranjeros, en media docena de países, así lo testimonia.
Para mí, que nunca he mostrado demasiada simpatía por Rivas-Cherif en tanto que memorialista y diplomático aficionado, lo que David Jorge ha aflorado a la superficie sobre él es, simplemente, dramático. Director de teatro, y representante improvisado del Gobierno republicano en Ginebra en su calidad de cónsul general, su comportamiento fue un auténtico desastre. Cometió estropicio tras estropicio, indujo a error a su cuñado el presidente de la República en numerosas ocasiones sobre las perspectivas desde las cuales podría “remediarse” la situación según él la veía y mantuvo una relación algo más que tensa con el Ministerio de Estado. Es como si un embajador jugara a la contra con respecto a sus jefes. Naturalmente pudo permitírselo por ser pariente de quien era. Que Azaña obstaculizase los intentos para quitarle de aquel puesto es humanamente comprensible. Pero muestra un lado oscuro poco congruente del presidente con su tan alabada (aunque no siempre por mi) comprensión operativa de la escena internacional y de las necesidades que se planteaban a la República. Brillante analista, el mundo exterior no era el fuerte de Azaña. Al final, Negrín, cuando llegó a la Presidencia del Gobierno, se deshizo de Rivas-Cherif.
¡Ay! A la lenidad de Azaña se añadieron las deficiencias del Ministerio de Estado y aquí los responsables fueron los ministros correspondientes: Álvarez del Vayo (en dos turnos) y José Giral, expresidente del Consejo de Ministros e íntimo amigo de Azaña. Por lo demás, un hombre cumplidor e injustamente ignorado hasta fecha muy reciente. Siendo Ginebra un puesto del máximo interés político y diplomático para la República, sorprende que no se enviara allí a un peso pesado (como ocurrió con Londres, Moscú y, después de algunos endebles representantes aunque uno de ellos vociferante (Araquistaín), con París).
Es curioso, y no está suficientemente explicado, que la República enviara a amateurs sin especiales cualificaciones a Ginebra y a Washington (Fernando de los Ríos) para ambos puestos. En modo alguno estuvo ninguno a la altura de sus responsabilidades. Cuando Negrín decidió enviar un peso pesado a Ginebra (la elección recayó en Jiménez de Asúa) fue ya demasiado tarde. Que en situaciones desesperadas se podía trabajar bien, y a veces superbien, en lo bilateral lo demuestran los casos de Praga, Estocolmo y México, entre otros, cuyo entorno por lo demás era muy diferente en cada uno.
También es sorprendente que la República atendiera a los asuntos de la SdN con una representación parca y limitada. David Jorge ha sacado a la luz, sin embargo, el brillante papel del jefe de Sección correspondiente en el Ministerio de Estado, un profesor titular de Derecho Internacional, que por razón de su empuje y consistencia política e intelectual abogó por una línea razonable que presentar en Ginebra pero no fue suficientemente aprovechado. Se llamaba Miguel Ángel Marín Luna. Ha buceado en su archivo. Marín Luna se exilió a México y uno de sus hijos terminó siendo un distinguido diplomático mexicano.
Cabría señalar que las circunstancias internacionales en que se desarrolló la guerra de España fueron tales que incluso los mejores embajadores de que dispuso la República no pudieron hacer mucho. El ejemplo paradigmático es, naturalmente, Pablo de Azcárate en Londres. Pero dejar la delegación en Ginebra tanto tiempo en manos de un advenedizo como Rivas Cherif y luego descabezada es, literalmente, incomprensible.
Con todo, el papel de la República en Ginebra no fue desairado. Si aceptó el papel del Comité de No Intervención, si no luchó ferozmente contra la imposición de un sistema de control que impidiese la llegada de extranjeros y de material foráneo a España y si no logró focalizar su atención en la SdN hasta que Negrín cogió las riendas por su cuenta, queda con todo el hecho de que se batió por la defensa del derecho internacional de la época y que siempre presentó la guerra en España como lo que era: el primer zarpazo nazi-fascista en tierras europeas.
La República tampoco estuvo totalmente sola. La URSS, México y Nueva Zelanda fueron aliados constantes. Los dos primeros casos se han estudiado exhaustivamente. No así el tercero que es, por lo demás, muy significativo. Nueva Zelanda no siguió como los restantes Dominios británicos el carro del que tiraba Londres. El equipo que formaron su primer ministro Michael J. Savage (laborista) y su embajador (alto representante en Londres) William J. (Bill) Jordan, delegado ante la SdN, constituyó un apoyo permanente que debería haber sacado los colores de las viejas élites del Foreign Office y, en particular, también de Chamberlain. Por lo demás, no hay que recurrir a David Jorge para hundir en las catacumbas al ministro de Asuntos Exteriores británico de la época, Anthony Eden, que curiosamente apenas si dice algo veraz sobre España en unas memorias tituladas, de forma abusiva, Facing the Dictators.
En resumen, si los lectores que siguen amablemente este blog quieren sumergirse en un período que no ha perdido un ápice de relevancia en materia de enseñanzas que pueden extraerse de la historia, les recomiendo muy encarecidamente que echen mano de la obra de David Jorge. Bienvenida es. Hacía falta. Mucha falta.