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Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (II)

16 junio, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Es posible que, para algunos lectores, la afirmación de que para el presidente de la República en septiembre de 1936 la República ya no tenía posibilidades de victoria les parezca inaudita. No era el único que así pensaba. Si sus Apuntes son dignos de crédito, otros políticos republicanos no diferían mucho de su diagnóstico. Debo destacar entre ellos el nombre del destacado dirigente socialista Julián Besteiro. Uno podría argüir (quien esto escribe no lo hace) que quien entraba en la guerra con tales ánimos difícilmente saldría de ella con los opuestos. En este post demostraré, con EPRE que creo desconocida, que un testigo importante de la guerra de España también auguraba una derrota de la República y que lo hacía poco más o menos al mismo tiempo que Azaña.

 

El 26 de septiembre de 1936 el nuevo agregado militar francés, el teniente coronel Henri Morel, llegado a España el 18 de julio, envió una nota importante a su superior, Edouard Daladier, a la sazón  ministro de Defensa Nacional y de la Guerra en el Gobierno Blum del Frente Popular francés. Morel suele aparecer en los informes políticos y militares relacionados con la contienda y, desde luego, en lugar destacado en el caso de las relaciones bilaterales. Como agregado militar no solo estaba a cargo de las tareas de información político-militar habituales que pudieran interesar al Gobierno de París. También coordinaba en España la actividad de los agentes del Deuxième Bureau sobre el terreno y de sus colaboradores. Es decir, tenía una visión más en profundidad como la que procedía de los servicios secretos militares, con frecuencia erróneos. En muchas otras ocasiones, no.

Morel había experimentado la guerra en vivo y una guerra más encarnizada que la española: la  mundial. En ella había logrado la codiciada Legión de Honor y sobrevivido, que ya es, a los combates en torno a Verdún. Después, había caído prisionero de los alemanes que lo habían deportado a Alemania. No regresó a Francia hasta 1919. De orientación monárquica nada menos que en la muy poco monárquica República Francesa, ingresó en la Escuela Superior de Guerra y, tras brillantes estudios, entró después, ya capitán, en el Deuxième Bureau, donde se le consideró como un oficial altamente prometedor. Pasó por la sección inglesa y en 1933 se hizo cargo de la Sección del Mediterráneo. En este puesto muy delicado no dudó en criticar la política mussoliniana y tampoco tardó en romper con la Action Française.

A lo largo de su estancia en España, prácticamente hasta casi el final de la guerra, fue desarrollando primero una comprensión y luego una clara simpatía hacia la causa republicana que no siempre encontró buena acogida en el EM parisino. Mantuvo en lugar primordial una concepción constante de los intereses franceses. A pesar de algunos roces, no se le llamó al orden. Cuando llegó el conflicto mundial, del que sus interlocutores republicanos tanto le habían prevenido, estaba destinado en Africa del norte. Amigo de larga fecha del posteriormente famoso general de Lattre de Tassigny, fue detenido por la Gestapo en junio de 1944 y deportado a Alemania. Murió tres meses después en el campo de concentración de Neuengamme.

Existe una excelente biografía sobre él y yo mismo me hecho eco de algunos de sus despachos en varias de mis obras.  Es necesario que el lector tenga en mente lo que antecede, porque  desde el primer momento de su llegada a España dio muestras de un espíritu crítico que no siempre fue del gusto de la colonia francesa, de su embajador (que veía los acontecimientos desde la barrera, instalado en Francia) y a veces de sus superiores.

En su informe del 26 de septiembre de 1936 Morel expuso cómo veía el futuro de la guerra desde el punto de vista militar, teniendo en cuenta la evolución de las operaciones hasta aquel momento. Consideraba como posible, si no probable, la victoria de los rebeldes. En esto su valoración no fue muy diferente de la del presidente de la República. No tenemos, sin embargo, constancia de que se hubiesen encontrado y mucho menos de que Azaña le hubiera hecho objeto de ninguna confidencia. La distancia jerárquica era tal que a pesar de sus conocidas proclividades hacia Francia no creo que Azaña en aquella época lo hubiera pensado.

Morel dejó sentado de entrada que no era un ignorante del marco general de las relaciones hispano-francesas. “Dejando de lado las naturales simpatías de orden político y social que Francia pueda tener en favor de un Gobierno análogo al suyo y por una organización social que tiende a aproximarse a la organización propia mediante el desarrollo progresivo de una clase media urbana y campesina era evidente que, desde el comienzo de la crisis, la actitud de las potencias en Europa trataría de afirmarse y que las simpatías de origen no servirían sino para encubrir las pugnas de interés en el plano internacional”. Así empezó su despacho.

Esto no significaba sino afirmar que en el momento mismo del estallido de la sublevación la fundamental variable internacional iba a hacer acto de presencia. Morel, por supuesto, ignoraba que un sector de  los futuros rebeldes ya llevaba conspirando desde hacía años con Mussolini precisamente para orientar en su favor el resultado de su futuro recurso a las armas. Queda por ver si hubieran sido menos diligentes de haber creído que, con sus propias fuerzas, hubieran podido derrotar fácilmente al Gobierno republicano. Lo cierto es que casi toda la literatura ulterior, salvo la de origen izquierdista o ultraizquierdista, así lo presentó. Con fuerzas italianas y alemanas sobre el terreno Morel tenía ya la impresión de que el hundimiento del régimen republicano constituiría para las potencias fascistas un éxito de amor propio y de prestigio que, naturalmente, tratarían de explotar al máximo. Como así fue.

Lo que Morel trató de hacer llegar a sus superiores fue que, en su opinión, tal éxito permitiría que el Ejército sublevado albergase inicialmente sentimientos muy favorables hacia italianos y alemanes. Por el contrario, a la desconfianza tradicional de los sectores conservadores españoles para con Francia se uniría la procedente de los partidos de derechas, falangistas y tradicionalistas que los republicanos solían denominar genéricamente como “fascistas”. Morel no creía que este movimiento de simpatía fuese duradero. En aquellos momentos (recordemos que Morel no podía saber que Franco estaba ya inmerso en una pugna por convertirse en Generalísimo y Jefe del Estado, haciendo todo tipo de promesas a los italianos en el sentido de seguir, ¡cómo no!, sus orientaciones) tampoco suponía que fuese un sentimiento muy profundo. Los militares, “superada la primera represión ciega y sin límites”, reservarían su ferocidad contra sus adversarios tachados de marxistas, de socialistas comunistizados y de comunistas puros y duros. Sin embargo, los anarquistas, una vez que se deshicieran de los elementos criminales que se habían introducido entre sus filas, podrían encontrar algo en común con los militares. (Precisemos que si no entre los militares, más bien entre los falangistas).

Italia no tenía, en la opinión de Morel, grandes posibilidades de ejercer una influencia duradera en España y sería probablemente la primera víctima del nacionalismo español. Los vencedores se negarían a reconocer la superioridad italiana porque en España existía un menosprecio profundo hacia Italia. Una vieja nación guerrera no podía sentir otra cosa hacia un parvenu como el fascismo. La idea italiana de dominar, gracias a España, el Mediterráneo occidental [recordemos: una de las ideas maestras del dúo Mussolini-Ciano] podría ser un sueño de la política, pero chocaría frontalmente contra el sentimiento casi unánime del Ejército y del pueblo españoles. Morel veía perfectamente lo que iba a producirse: Franco se arrastraría un poco en demanda de ayuda, pero no estaría dispuesto a enajenar la soberanía española (y su propia soberanía) por deferencia hacia Mussolini. Le fortalecería en ello el comportamiento italiano en Baleares.

Otra cosa era la influencia alemana. Los nazis no se esforzarían demasiado por influir en España.  Se concentrarían en obtener ventajas en campos menos susceptibles de despertar el orgullo y el nacionalismo españoles. A los alemanes se les respetaba mucho en los campos intelectual, económico, militar. Por eso, en todos ellos su influencia se dejaría sentir en mayor medida.

Hasta entonces la guerra civil había puesto de manifiesto la pobre calidad estratégica y táctica del Mando español, tal y como la juzgaba Morel. Una de las lecciones que cabría esperar sería que Francia no tenía demasiadas razones de temer o desarrollar un sentimiento de grave amenaza sobre su frontera sur en el caso de una victoria rebelde. Porque, y esta fue la conclusión del flamante agregado militar, lo que había que esperar era que los sublevados se alzaran con la victoria. Tras ella las buenas relaciones con Francia que habían caracterizado los años republicanos se disiparían. El Ejército español no era germanófilo en sí salvo porque tradicionalmente había sido antifrancés.

Hacer pronósticos a largo plazo, cuando el fenómeno observado solo tenía dos meses de antigüedad, siempre es peliagudo. Morel no podía anticipar hasta qué punto la ayuda material y técnica alemana penetraría en un ejército que solo tenía como experiencia bélica las campañas un tanto pedestres de Marruecos. También creyó que la contienda no tardaría mucho tiempo en dirimirse.

Mucho de lo que atisbó al poco tiempo de llegar a España fue cumpliéndose. Minusvaloró el deslumbramiento que algunos generales, incluído Franco, sintieron por el Tercer Reich, pero lo que es significativo de este informe fue que, en contra de lo que se afirmaba en la propaganda de los contendientes y en la prensa de la época, de uno y otro signo, el nuevo agregado militar tenía claro que la República difícilmente iba a ganar la guerra y que los condicionantes internacionales tendrían un impacto decisorio sobre la evolución de las hostilidadesEn este sentido, Morel -aunque llegando a sus conclusiones por una vía diferente a la de Azaña- alcanzaba un resultado similar.

He querido acercar, en lo posible, las posturas de ambos, un jefe del Estado sin la menor experiencia militar y un observador extranjero que había hecho sus armas en las batallas de la primera guerra mundial y en el mundo de los servicios de espionaje, porque los dos apuntaban a un denominador común: la influencia del vector exterior sobre los acontecimientos que se producían en España. Lo hicieron prácticamente en el mismo período de tiempo.  A tales análisis, que prefiguraban la derrota republicana, les faltaba otro vector: la posibilidad de una intervención soviética. La pregunta que ha de hacerse todo historiador a la altura del mes de septiembre es doble: ¿cómo se llegó a tal situación? ¿cómo se salió de ella?

(continuará, pero atención a la siguiente advertencia:

En mi próximo post voy a plantear un jueguecito. Daré a conocer unas reflexiones metodológicas elementales sobre cómo enmarcar la famosa carta de Franco a Casares Quiroga de junio de 1936. Me incita a ello la afirmación un tanto rotunda hecha por un amable lector de que su texto fue conocido por los ingleses. Espero no tener que tragarme mi interpretación. Pero si hay que hacerlo, hay que hacerlo.)

 

Referencias:

La única biografía de Morel que conozco (pero que no menciona el anterior despacho) es la de Anne-Aurore Inquimbert, Un officier français dans la guerre d´Espagne. Carrière et écrits d´Henri Morel (1919-1944), Presses Universitaires de Rennes/Service Historique de la Défense, 2009.

El informe de Morel se encuentra en los archivos del Service Historique de la Défense, Vincennes, París, pero afortunadamente no hay que ir allí (aunque servidor lo ha hecho por otras razones). El Centro de Documentación del Bombardeo de Gernika dispone de un ejemplar.

Septiembre de 1936: la República tiene perdida la guerra (I)

9 junio, 2020 at 10:45 am

Ángel Viñas

En este blog he escrito en ocasiones sobre las escasas posibilidades de la República de salir con bien de la guerra civil. En los comentarios de los amables lectores en la página equivalente de Facebook se han reflejado recientemente ideas que me parecen un tanto desenfocadas. Voy, pues, en vez de dar respuestas directas a elegir un camino indirecto en este y en los próximos posts. Combinaré temas conocidos con EPRE desconocida. No pretendo, por supuesto, escribir algo final. Solo los incautos, los prepotentes o los estúpidos creen en la historia definitiva. Personalmente, después de haber cambiado tantas veces de opinión sobre ciertos temas en función de nuevas evidencias, estoy a prueba de sorpresas y por ello procuro mantener la mente abierta a lo que pueda descubrir u otros descubran. Únicamente hay dos cosas superseguras en la vida: hay qe pagar impuestos y hay que viajar, en tren rápido o lento, según los casos,  al más allá (remedando a B. Franklin).

 

Para prevenir que algunos lectores me tiren a degüello por el título de este post tengo que empezar diciendo que la afirmación de que la República había perdido la guerra en septiembre de 1936 no es mía. Es una forma impactante de traducir en lenguaje de nuestros días lo que pensaba el presidente Don Manuel Azaña en aquellos momentos. Él lo escribió, por supuesto, con mayor donosura: “LA VICTORIA ES UNA ILUSIÓN”.

No lo dijo, por supuesto, en uno de sus escasos discursos de la época. El primero que había dado, tras la sublevación, contenía tonos heroicos. Fue una alocución por radio, en la noche del 23 de julio. Dirigió sus palabras, de aliento y gratitud, a todos los defensores de la causa de la ley, que era la de la República, y de admonición grave y severa a los culpables del “horrendo delito que tiene destrozado el corazón de los españoles”. El pabellón nacional, aseguró, ni se había arriado ni se arriaría. Del esfuerzo y sacrificio colectivo saldrían la República y España más “fuerte e indisolublemente unidas con sus libertades”.

Expresó su gratitud a quienes combatían por la libertad y la República y mencionó específicamente a los cuerpos y unidades del Ejército que se habían mantenido fieles al régimen, a la Guardia Civil, a otros institutos gubernativos, a la aviación republicana y a las muchedumbres populares.

En lo que se refería a los sublevados, a quienes habían desgarrado el corazón de la Patria, a los culpables de que se vertiera tanta sangre, ¿no veían que su empresa había fracasado? Responderían ante la conciencia nacional, “como un día han de responder ante la historia”.

Pero mes y medio más tarde las cosas habían cambiado. La rebelión no se había extinguido. Al contrario: avanzaba impetuosa hacia Madrid.  El Gobierno del 19 de julio se había tambaleado. No era representativo de la nueva correlación de fuerzas ni de la situación tal y como había ido desarrollándose. El partido principal de la oposición, el PSOE, estaba fuera del gobierno; las masas anarcosindicalistas no estaban representadas en él; el hundimiento de la autoridad del Estado era un hecho. Y, naturalmente, se había desatado la violencia, en los frentes y en la retaguardia. ¿Qué había pasado?

Una primera respuesta la dio Azaña tres semanas después a un escritor francés, judío, de orientación socialista y ya en un camino que le acercaba al PCF, Jean-Richard Bloch. Fue presciente. El 15 de agosto le explicó que una derrota del Frente Popular en España no solo representaría la derrota del francés sino también la de la propia democracia francesa. Como Azaña ni era un mago ni un alquimista y tampoco podía ver en una bola de cristal lo que sería el futuro, cabe conjeturar que divisaba en el horizonte graves peligros para ambos regímenes. ¿De dónde podrían proceder? Solo de ciertos países que no identificó: Alemania e Italia. Eran los que ya habían empezado a intervenir en España.

El mes siguiente empezó con un cambio de Gobierno, acercándose a la idea de formación de un auténtico Frente Popular. Como es sabido, para este período Azaña no mantuvo un diario. Lo que pensó hay que inferirlo de unas notas apresuradas, tomadas quizá como recordatorio, sobre la marcha y espontáneas.  Normalmente, el lector normal acudirá, como ha hecho servidor, al volumen VI de las Obras Completas de Azaña, en la edición más reciente que es la que hizo el añorado profesor Santos Juliá. En ellas se encontrará con que tan destacado azañista incurrió en el mismo error que Enrique de Rivas, hijo del cuñado de Azaña, en sus comentarios y notas a los “Apuntes de memoria”. Una parte de ellos, que ambos autores sitúan en 1937, no corresponde a este año sino, precisamente, al verano del año anterior, es decir, los tan poco conocidos, en la perspectiva de Azaña, meses de agosto y septiembre. La única explicación que encuentro es que Rivas los pusiera -si es que no los había encontrado juntos- con los apuntes del año siguiente. Pero he de confesar que me sorprende que ninguno de ambos se hubiera dado cuenta de ello. Ruego a los amables lectores que no tomen esta afirmación como sentada ex cathedra. Servidor no las hace nunca. Puedo equivocarme. Y si me equivoco, estoy siempre encantado de reconocerlo.

Sin embargo hay alusiones en esos “Apuntes” que no permiten otra interpretación que la mía. La más clara y evidente dice así: “En septiembre nuevo gobierno”. Como es obvio, no hubo gobierno nuevo en septiembre de 1937, luego tuvo que ser en el año anterior. Añádase una referencia a Ossorio y Gallardo que habría dicho “se ganará la batalla de Talavera”. Esta no se ganó ni fue propiamente una batalla. Talavera cayó en poder de los sublevados el 3 de septiembre de 1936, la víspera de la entrada en acción del nuevo Gobierno. En el mismo mes se inició una remodelación de embajadores y Azaña citó los casos de Ossorio y de Fernando (de los Ríos).

Con todo, hay un tercer ejemplo que es para nosotros más interesante para nuestros propósitos. El nuevo Gobierno, presidido por Largo Caballero que también asumió la cartera de Guerra, había preparado de inmediato una serie de notas diplomáticas de extrema dureza a remitir a las embajadas de las potencias fascistas. En ellas se detallaban las pruebas en poder de los gubernamentales acerca de sus intervenciones respectivas en favor de los sublevados. Azaña pidió que le mostraran los borradores. Así se hizo. Su impresión fue que se trataba de auténticos ultimátums.

Así lo explicó, pues, en sus Apuntes, sin que ni Rivas ni Juliá se dieran cuenta de la ucronía:

“Los proyectos de notas a Alemania e Italia aprobadas en Consejo. No me dan cuenta. Viene Vayo. Me explica su tenor, pero no literal.  Viene Álvarez Buylla en audiencia. Me habla del tenor durísimo de las notas. Le pregunto a Vayo si las ha transmitido. “Aun no; esta tarde”, “Quiero conocer el texto. No las envíe”. Las recibo a las 2.30. Eran dos ultimátums. Reflexiones. Al Presidente [Largo Caballero]. Se reúne el Consejo. “Ustedes quieren declarar la guerra”. ¿Y si no nos hacen caso?”. Las modifican”.

Azaña, con cierta mala uva, añadiría para sí: “Una cosa es periodismo, y otra democracia”.  Los amables lectores podrán pensar que lo antecede no es importante. Lo es y mucho. No solo determinan el momento temporal a que se refiere esta parte de los “Apuntes de memoria”, sino que explican con toda claridad lo que Azaña anotaría, apresuradamente, acto seguido.

Pensando todavía que Ossorio y Gallardo iba a ir de embajador a Ginebra, a la Sociedad de Naciones, aprovechó la ocasión de una conversación con él para atemperar su optimismo sobre la marcha de la guerra. Es cuando el presidente de la República afirmó LA VICTORIA ES UNA ILUSIÓN.

No sabemos si la reacción siguiente que Azaña consignó fue de Ossorio o una reflexión propia. Si la victoria era una ilusión, “entonces hay que tratar con Franco”. Obsérvese la referencia a Franco. Todavía no había sido nombrado cabecilla de los sublevados, pero ya en las alturas republicanas se le identificaba como tal. ¿Problema? ¿Quién iba a decírselo a la gente?

Azaña, antes de que Ossorio fuera a Ginebra (se le destinó a Bruselas y la delegación ante la Sociedad de Naciones quedó sin embajador, un error gravísimo que debe ponerse con letras más que superrojas en el debe de Largo Caballero y de Álvarez del Vayo, ministro de Estado,  como responsables inmediatos), le habló de su “proyecto de mediación y plebiscito. Dificilísimo, creo yo, pero el único camino”.

¿Conclusión? A mitad de septiembre, más o menos, Azaña no creía en la victoria republicana. Habló de ello a Besteiro y a Sánchez Román. Ambos estuvieron de acuerdo. También habló con Prieto, nuevo ministro de Marina y Aire, que lo estimó “irrealizable e inútil”. Seguidamente con Álvarez del Vayo, “que no lo toma en consideración”. Finalmente habló con Araquistáin, consejero áulico de Largo Caballero y próximo embajador en París: “a las primeras palabras, hace una mueca de extrañeza”.  Azaña volvió a hablar con Ossorio que, entonces, rechazó el proyecto y añadió “si no hay victoria no queda más recurso que morir”. Muy dramático pero, para muchos, tremendamente acertado.

Todo lo que antecede demuestra dos cosas: en septiembre de 1936 Azaña no veía posibilidades de victoria. Evidentemente, no exteriorizó en público sus sentimientos. Se plantean dos cuestiones. La primera es la siguiente: ¿Estaba solo Azaña en sus dudas? ¿No las tendrían otros también? La segunda es el por qué. ¿Qué había pasado para que en menos de dos meses se hubieran desplomado sus primeras esperanzas?

A estas dos preguntas tratarán de responder los posts siguientes. Dejo sin responder una pregunta que no hago: ¿Qué hubiera ocurrido de haber exteriorizado Azaña sus temores?

 

Referencias (por orden de fecha de publicación: 1990, 2006, 2008).

Enrique de Rivas: Apuntes de Memoria (inéditos), pp. 208-211.

Angel Viñas, La soledad de la República, pp. 258s.

Santos Juliá: Obras completas de Azaña, vol. VI, pp. 4-7, 282.

(seguirá)

Frente Popular, ¿hoy, 2020, en España?

2 junio, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Vaya por delante que servidor no forma parte de aquellos autores que por lo general se niegan a aceptar las analogías como instrumentos conceptuales para caracterizar importantes fenómenos históricos. Hace algunos meses la muy intelectual (y algunos dirán un tanto elitista) New York Review of Books publicó un intercambio de opiniones en favor y en contra. La ocasión la deparó la utilización del término HOLOCAUSTO. En España tuvimos ya un remedo (algo aguado, todo hay que decirlo) cuando Sir Paul Preston lo usó para referirse al caso español y más particularmente a la represión efectuada, en la guerra y la postguerra, por el régimen franquista contra los vencidos y heteróclitos republicanos (amén de masones, librepensadores, socialistas, comunistas, liberales, ateos, es decir, de poco menos de todos los que no comulgaran con los valores españoles desde los tiempos de Viriato y, con certidumbre total, de la época de los Reyes Católicos y de Trento).

 

Las analogías pueden ser un recurso útil en historia porque en la vida de las sociedades el futuro, hasta cierto punto previsible, a grandes o grandísimos rasgos, en particular ligados a la evolución científico-técnica, es, en realidad, incognoscible (vid. el caso de la pandemia actual y sus debatidas posibles consecuencias que nadie ha visto todavía). La forma tradicional de aprender de la experiencia vivida la da, hasta cierto punto, la historia. Esto es, al menos, algo reconocido desde los clásicos (Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis), pasando por Cervantes (émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de los presente, advertencia de lo por venir). Ahora bien, que la Historia enseñe algo no significa que el aprendizaje sea automático y que las situaciones pasadas se repitan (una imposibilidad) o sean suficientemente comparables con las de nuestra actualidad o, menos aún, de las que puedan suscitarse  en el futuro. Cada situación traduce el palpitar de una época y el juego de las fuerzas económicas, sociales, políticas e ideológicas que en ella se dan cita. (Advierto que esta prelación es intencionada, aunque ciertamente discutible).

Viene a cuento lo anterior porque entre las sorpresas que nos deparan todos los días las noticias y comentarios que esmaltan la prensa (en España y fuera de España) hay una que me ha causado particular sorpresa, quizá porque como ya escribí en el post anterior llevo tiempo dando vueltas al manido tema de la segunda República española. El comentario objeto del presente post es la afirmación rotunda contenida en un artículo publicado por el venerable diario ABC (pinchar aquí: https://www.abc.es/opinion/abci-jaime-mayor-oreja-frente-popular-obviedad-202005232302_noticia.html) Su autor afirma con rotundidad que en la maltrecha España de nuestros días está instalado un Frente Popular. ¡Guau!

Servidor se inclina rendidamente, desde luego, ante la experiencia política de tal autor. Ni por asomo se me ocurriría competir con él en terreno tan resbaladizo. Recuerdo, eso sí, que en el preciso momento en que volví a empezar a dar clases en la Complutense con, entre otros, un curso sobre la guerra civil levantaron polémica unas declaraciones suyas en las que apostilló que, para muchos, el franquismo había sido un período de extraordinaria placidez (pinchar aquí: https://elpais.com/diario/2007/10/16/espana/1192485613_850215.html). Ciertamente lo fue, por ejemplo, para la familia y la “Corte” de Franco y, desde luego, para los que se deleitaron con las mieles que la VICTORIA y la corrupción les proporcionaron. Pero, ¿realmente para los españoles en general?

Hoy me asombra más, en realidad, que tan eminente y, sin duda, cultivado político  pueda creer que es posible transferir (no digo comparar: digo transferir) el concepto de Frente Popular a la situación española del corriente año. Que servidor sepa, el concepto se creó en el decenio de los treinta del pasado siglo y tuvo, también que yo sepa, muy escasas plasmaciones históricas: una en España, la segunda en Francia y la última en Chile. Cada una con sus características, sus antecedentes, sus consecuencias y su historiografía.

La que versa sobre cada caso es extensa. Recuerdo que con motivo del cincuentenario referido a los dos primeros países se publicó un libro de ensayos que tuvo mucho éxito entre la grey de historiadores. Lo  dirigieron los profesores Helen Graham y Paul Preston y contenía capítulos referidos a los ejemplos logrados y a los no logrados (Alemania y Austria). Los Frentes Populares fueron un fenómeno producto (o subproducto) de una época muy convulsa. Representaron un intento por parte de las variopintas izquierdas de la época de parar lo que parecía incontenible ascenso del fascismo (un término que el distinguido político o expolítico español no menciona ni por asomo en el artículo que comento).

Pero no solo fueron eso. En mayor o en menor medida hubo otra cosa detrás de la idea de establecer una alianza entre las fuerzas burguesas de izquierdas y los partidos proletarios. A saber, el giro copernicano en la estrategia de la Komintern tras su VII congreso en el verano de 1935. Como deberían saber hasta los chicos del Bachillerato (aunque ignoro si en el actual lo aprenderán) este giro obedeció a su vez a un cambio estratégico en la postura de la Unión Soviética (es decir, esencialmente de Stalin). Consistió en abandonar el funesto tercer período de “clase contra clase”. En esta etapa “tercerista” el más importante partido comunista de Europa (el alemán) estuvo siempre a la greña contra su equivalente socialista (el alemán), caracterizado de “socialfascismo” en un ejemplo paradigmático de innovación terminológica. Gracias a ello fue posible en gran medida la expansión del nuevo enemigo de ambos y también de la democracia: el nacionalsocialismo. Para algunos pocos todavía un movimiento muy simpático.

¿Subsisten hoy las fuerzas políticas concretas y sus soportes sociales tal y como se manifestaron en los años treinta? Aunque cabe acudir a un debate muy rico respecto a la resurgencia o no del fascismo adaptado a las condiciones de la actual época, nuestro eminente político o expolítico no va por ahí. Su categorización es firme y rotunda: el Frente Popular ha vuelto a España, con las connotaciones que, en general, las derechas siguen atribuyendo a la previa experiencia española. Algunas de ellas las he expuesto en mi último libro.

En el caso español, desde las malhadadas elecciones de noviembre de 1933, las “bondades” de los gobiernos del denominado “bienio negro”, los sucesos de Asturias de 1934 y la represión  tous azimuts subsiguiente, incluyendo la supuesta “sublevación” de Azaña en Barcelona, era obvio que la única forma de parar la amenaza de un nuevo período de hegemonía de las derechas (incluídos sus sectores más reaccionarios como los carlistas, alfonsinos y falangistas) estribaba en bregar por el rassemblement de las izquierdas al menos con propósitos electorales. El denominado Frente Popular español no fue otra cosa. Casi como en Francia, que manifestó  sus particularidades locales.

El pacto electoral subsiguiente, como ya escribió hace “siglos” Santos Juliá (Orígenes del Frente Popular en España, 1934-1936, Madrid, Siglo xxi, 1979), apoyó un programa en el que las demandas más “a la izquierda” del PSOE no tuvieron cabida y en el que no participó la poderosa corriente anarcosindicalista, aunque sí lo hizo todo un grupo de organizaciones y partidos, entre medios y pequeños, incluído el PCE (pinchar aquí: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1936/01/16/pagina-23/33126503/pdf.html). Si se aspira a nota, hay que mencionar su, más o menos, equivalente catalán del Front d´Esquerres (pinchar aquí: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1936/02/05/pagina-7/33129073/pdf.html?search=Front%20d%C2%B4Esquerres).

Ahora bien, tras las elecciones de febrero de 1936 ambas coaliciones electorales no ejercieron el poder. El poder lo blandieron tres partidos: Izquierda Republicana, Unión Republicana y ERC. Los comunistas (con un puñado de diputados) no participaron. Tampoco los socialistas (grave error, muy denunciado y poco defendido, aunque Julio Aróstegui dio una explicación bastante convincente).

La dirección de la política gubernamental desde febrero de 1936 hasta finales de agosto del mismo año (ya estallada la sublevación) corrió a cargo de tales partidos en el Gobierno central. Solo en septiembre, en condiciones un tanto desesperadas, se avino Largo Caballero a incorporar el PSOE como el partido mayoritario, junto con representantes de los anteriores, más el PNV y el PCE, este último sin el menor apoyo por parte de Stalin.

De señalar es que, a diferencia del caso español, el “coco” comunista no participó en el Gobierno francés porque en este caso Stalin sí impuso su criterio y eso que la idea, que se anticipó un pelín al congreso de la Komintern, la había adelantado Maurice Thorez, el líder del PCF.

En la España republicana, en lucha por su supervivencia frente a los ataques de la coalición Franco-Hitler-Mussolini, quedó descolgada la CNT en los dos meses siguientes. Así, pues, si para España puede hablarse, con propiedad, de un Gobierno de Frente Popular hay que precisar que duró solo desde noviembre de 1936 a mayo de 1937 (con cuatro carteras para la CNT/FAI). En esta última fecha los anarcosindicalistas dejaron de participar. Juan Negrín los dejó de lado tras su negativa a seguir en el Gobierno, pero con menos carteras. El abanico se repitió a partir de mayo de 1938 (con una sola para la CNT y otra para Acción Nacionalista Vasca) hasta el final de la guerra. Duró, pues, en total unos dos años y pocos meses. En Francia, la coalición “frentepopulista” (socialistas y radicales) duró menos: de junio de 1936 a abril de 1938. En este último momento, bajo Daladier, los socialistas abandonaron el Ejecutivo y, en general, la historiografía francesa ya no habla de Frente Popular.

Es decir, si el señor Mayor Oreja desea aplicar tal concepto al primer gobierno central de coalición español desde 1939 está, naturalmente, en su buen derecho, aun cuando históricamente se columpie de forma alarmante. Pero sus lectores, entre los que me cuento, también tenemos derecho a reivindicar un mínimo de respeto a los hechos y a expresar nuestro desagrado ante interpretaciones históricas insolventes.

Utilizar la expresión “Frente Popular”, con una connotación que no es el caso elucidar aquí, trastoca la comprensión del pasado y del presente. Quizá lo haga con fines de propaganda barata, a lo Bannon, contra fuerzas políticas e ideológicas que difieren de las que él representa. Quizá por deformación profesional también me parece advertir en su articulo un cierto regustillo schmittiano, muy típico de “aquellos tiempos” tan placenteros para algunos. Si me equivoco, presento por anticipado a él, a ABC y a los amables lectores mis más sinceras disculpas. Con todo, tengo la impresión de que tan celebrado político o expolítico no sigue los preceptos ciceronianos o cervantinos que deben darse por sentados en la educación de personas

El ABC, la República, don Niceto Alcalá-Zamora y un ruego

26 mayo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Hace unos días subí a mi página de Facebook un artículo de esos que no se sabe a qué vienen a cuento, porque no celebran nada, no conmemoran nada, no coinciden con ninguna efemérides y pueden parecer (no afirmo que lo sea) el resultado de una noche de jarana. Como no tengo ganas de entrar en discusiones sobre algunos de los temas que en dicho artículo se abordaron (y volveré al tema de la República, desde una perspectiva muy concreta, en el libro en el que ahora estoy trabajando, en medio del confinamiento bruselense que mantengo con un rigor superespartano) me limito a hacer unas pequeñas consideraciones. Reflejan mi sorpresa y apuntan hacia una metodología. No creo que sirvan para nada, pero como es bien sabido un precepto evangélico recomienda enseñar al que no sabe. Coincide con mi veta profesoral.

 

En la primavera del año 1936 el venerable diario ABC publicó toda una serie de artículos sincronizados con la marcha de la conspiración militar. Su propietario, el señor marqués de Luca de Tena, estaba muy al corriente de ella. En parte, la habían inspirado correligionarios suyos, civiles y militares. Monárquicos alfonsinos. De entre ellos algunos  formaban parte del comité de dirección de la sedicente Unión Militar Española (UME). Con el fin de caldear el ambiente y excitar a los militares rehacios, necesitaban estimular los ánimos cuarteleros. Para ello, siguieron dos líneas de conducta:

  • La primera estribó en allegar fondos para pagar a pistoleros falangistas (y de otros colores) a fin de que, con sus asesinatos y provocaciones, generaran las reacciones correspondientes. No tardaron en materializarse. Se logró detener a varios que habían cometido, o querido cometer, delitos de sangre, no en personas de poca monta, sino en representantes del establishment político, judicial y militar. No fueron tantos como los que cayeron víctimas del GRAPO o de la ETA en la Transición, pero la situación política era infinitamente más lábil en la primavera de 1936.
  • La segunda línea estribó en aprovechar a tope la posibilidad de que la prensa podía publicar, en longitud variable, las intervenciones de los diputados en Cortes. El ABC fue uno de los que las desgranaron y comentaron profusamente. A los eminentes políticos José Calvo Sotelo (al frente de la conspiración monárquica por la parte civil) y José María Gil Robles (que llegó a enterarse de lo que se tramaba), que andaban un poco a la greña por cuestiones de liderazgo de las masas antirrepublicanas, la prensa de derechas les hizo todos los honores. Los ecos todavía retumban hasta nuestros días.

El venerable ABC tiene, afortunadamente, una excelente hemeroteca digital que durante muchos años ha estado abierta a todo el mundo sin ningún problema. Siempre le he felicitado por ello sin reparo alguno. Ahora tampoco suscita problemas insuperables, pero su uso se ha hecho algo más complicado. En comparación el periódico de siempre de la burguesía catalana LA VANGUARDIA mantiene igualmente una hemeroteca digital no menos excelente pero sin las dificultades de la de su homólogo madrileño. Es la simplicidad misma.

Hace ya muchos años que una catedrática de la Universidad del País Vasco, Mari Cruz Mina, escribió un ensayo en un libro dirigido por el profesor Manuel Tuñón de Lara. En él abordó, a tenor de diversas categorías analíticas, los contenidos ideológicos de los artículos de opinión publicados por el diario ABC en aquella primavera. Desgraciadamente el libro está agotado pero recuerdo que, cuando servidor daba clases en la Complutense, era uno de los más utilizados en la biblioteca por alumnos y profesores.

Con ello simplemente quiero señalar una verdad de Perogrullo. La beligerancia antirrepublicana de tan venerable cabecera periodística está bien establecida y es susceptible de fácil contrastación por cualquier interesado. En todo caso, en mi último libro ¿QUIÉN QUISO LA GUERRA CIVIL? he reproducido algunas de las muestras más representativas de sus comentarios y noticias en la medida en que estuvieron sincronizadas con los momentos culminantes de la conspiración monárquica y militar que se desarrolló en la primavera de 1936. Naturalmente siempre podría conjeturarse que fue una casualidad, pero no sería demasiado verosímil.

Es sorprendente que algunos de los rasgos de tal propaganda, que no información,  los haya recuperado un reportero de dicho periódico que se ocupa, al parecer, de la sección de Historia. Y que haya seleccionado, sin ton ni son, algunas afirmaciones de quien fue primer presidente de la República Don Niceto Alcalá-Zamora.

A un periodista, sobre todo si es desconocido, no hay que pedirle que dé ninguna muestra de erudición. Dicho esto, no deja de asombrar que la única referencia que se hace a un libro académico (se han escrito sobre la República algo más de 5.000 títulos, según el profesor Eduardo González Calleja) sea a un best-seller que ha recuperado, como el artículo, muchas de las afirmaciones que se hicieron en 1936, que formaron la espina dorsal de la “historiografía” franquista sobre la República y que,  en el período en que dirige los destinos de la nación un gobierno que no es del PP, han vuelto a reverdecer. ¿Casualidad? Porque el artículo en cuestión, además de afirmaciones un tanto curiosas, no hace sino repetir las más incombustibles de entre las mismas.

Como es lógico, tratándose de un vulgar artículo de periódico que no pone ui una sola pica en Flandes, el autor no da otra referencia. Sin embargo, el Sr. Alcalá-Zamora no es un desconocido. Tiene dos libros de memorias, muy diferentes entre sí (solo cita uno). El primero se publicó en los años iniciales de la Transición (y, ¡horror!, es bastante grueso). El segundo salió hace pocos años, bajo la responsabilidad de un editor (en el sentido anglosajón del término) de quien es mejor no decir mucho. Alcalá-Zamora ha sido también objeto de varias biografías. Como el resto de los grandes personajes republicanos, de derechas o izquierdas, según ya he indicado en alguno de los posts precedentes.

Una de las bifurcaciones históricas, de las varias que se dieron en los tiempos de la Segunda República, la constituyó el cambio de gobierno que tuvo lugar en diciembre de 1936. De no haberse producido, o de haber aceptado Alcalá-Zamora al posible candidato a la presidencia del Consejo en la persona de  Don José María Gil Robles, no habría habido necesidad de convocar nuevas elecciones. El presidente de la República no llamó al jefe de la mayoría parlamentaria. El aprendiz de historiador, pero astuto periodista, lo explica así:

“Heredero de una cultura política elitista y oligárquica, el cordobés, sentía una profunda antipatía hacia la CEDA y, particularmente, hacia su líder José María Gil-Robles. No creía que fuera sinceramente demócrata y, además, le identificaba como un obtáculo para la creación de un centro político más próximo a sus ideas”.

Es como para inclinarse rendidamente ante tal casi inimaginable intuición y soberbia aprehensión históricas. De haber querido hacer un artículo que que razonablemente pudiera sostenerse debería haber acudido también, aunque fuera de pasada, a tres textos fundamentales: las memorias de Gil Robles, las memorias de Chapaprieta y las memorias de Portela Valladares. Habría observado disonancias, diferencias, puntos de vista distintos. Lo normal. Es más, de haber aspirado a nota podría haber recurrido también a las de un Lerroux hiper-rencoroso para acabar de liarla. Y entonces consultar alguna de las numerosas obras que han explicado la lógica de la situación y escribir un par de folios bien articulados e incluso,  si no hubiera sido mucho pedir, con algún que otro destello analítico.

No me cabe duda de que los buenos periodistas saben distinguir el trigo de la paja, que saben consultar a los expertos y que no van por el mundo aireando de haber pasado por la Facultad de Ciencias de la Comunicación y estar en posesión de un título de máster de ABC. Dicho esto, claro está, con todo mi respeto hacia dicha Facultad, en la que han enseñado y enseñan varios amigos míos (también en la parte de Historia), y hacia los másteres de ese períodico que no conozco pero que estimo decentes.

En el supuesto que el señor director de ABC desee que su periódico siga publicando artículos sobre los avatares de la Segunda República con una calidad semejante a la que tiene la prensa conservadora francesa, británica o alemana -que son las que sigo en la medida de mis posibilidades- para los tiempos turbios de sus respectivos países sugiero respetuosamente la adquisición de uno o dos volúmenes de referencia. Por ejemplo el de Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez (Pasado&Presente) o el de Angel-Luis López Villaverde (Sílex). Son de lectura fácil y accesible. Su redactor podría haber acudido, en cualquier caso, a la crítica académica de la única obra que ha mencionado y que se encuentra en la referencia siguiente, al alcance de todo ordenador:

https://www.ehu.eus/ojs/index.php/HC/article/view/19831.

Tal vez se dé cuenta entonces que no todo el monte es orégano. Personalmente, oso esperar que los lectores del diario, cuyas noticias flash recibo diariamiente en mi ordenador, se lo agradecerán.

Exploraciones en archivos (y X)

19 mayo, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Por lo señalado en el post anterior (al que por despiste puse un VIII, en vez del IX de esta serie) no es de extrañar que un catedrático de Historia Económica como fue Alberto Ullastres tuviera alguna dificultad en “tragarse” ese tipo de tan “sesudos” estudios procedentes del santo de los santos que era entonces la Presidencia del Gobierno. Además, como es notorio, el hombre propone y los dioses disponen. SEJE, Carrero Blanco y los equipos que ayudaron a este último a redactar las gansadas contenidas en sus discursos y su introducción al estudio sobre lineamientos de la deseable política económica a seguir en el futuro no tuvieron en cuenta algunas cosas. No porque carecieran de información, que no era el caso, sino porque la ideología que emanaba de aquella rutilante lumbrera que fue el general Francisco Franco las excluía.

 

El primer dato que hubo que tomar en consideración fue que la economía española, a pesar de todo el orgullo oficial que sobre ella recaía, se dirigía inevitablemente hacia el precipicio. Los militares -y Franco lo era en grado sumo, como también Suanzes- no acababan de darse cuenta de que el aparato económico se vería estrangulado rápidamente.  A ello coadyuvaban numerosos factores. Por ejemplo, la falta de importaciones de productos de primordial necesidad para la industria, la agricultura y el consumo. La exportación iba cuesta abajo. La posición de divisas descendía no ya a números rojos sino rojísimos (dicho esto sin la menor acepción ideológica). ¿Consecuencias previsibles? La reintroducción de las cartillas de racionamiento a los veinte años casi de terminada la guerra civil.

En tales condiciones no era preciso ser un Keynes redivivo ni un mago de la economía. Bastaba con tener una pizquita de sentido común y pensar en cambiar de estrategia. Una estrategia que, entre otros aspectos, pasaba por contener la inflación; abrir la economía al exterior y, ¡oh, cielos!, también a la inversión extranjera. Como todo eso produciría paro porque, por ejemplo, las empresas no podrían sostener en un principio la competencia extranjera, a lo mejor convenía exportar mano de obra a los países que la necesitaban, como Bélgica (minas de carbón), Francia (de todo tipo, incluído el servicio doméstico) y Alemania (lo que fuese: al fin y al cabo eran los “viejos camaradas”).

Dado que los ministros del Opus ocupaban carteras claves, que sus equipos técnicos eran infinitamente mejores que los de la vieja guardia falangista, fascista, militar y carpetovetónica, que a lo largo de 1957 se había ido poniendo en marcha un mecanismo de política exterior para salvar al régimen, aun en contra de la voluntad y querencias de muchas  de sus elites, las ideas de Carrero Blanco fueron a parar a la basura y el cambio  de rumbo empezó a despuntar, a pesar de Franco y, a veces, sin apoyo de Franco.

Luego, como es frecuente en la historiografía franquista, se dio la vuelta a la tortilla y ¿quién apareció como el gran genio del despegue económico?. No hace falta recorrer mucho trecho: el Generalísmo. Lo reconoció hasta el propio Ullastres.  Es una historia bien estudiada y a la que dediqué mucho tiempo y muchas páginas.

No extrañará que durante años me haya reconcomido sobre cuál habrá sido el destino de aquel discurso de Franco anejo a la reunión de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos de marzo de 1957. Como he señalado, no lo ví antes de que termináramos el libro para el Banco Exterior de España. Lo vi después. Más tarde todo hace pensar que Tusell vio las actas de algunas reuniones, pero no el discurso mismo. De lo contrario lo hubiese mencionado.

En mi opinión, existen dos posibilidades. La primera es que en el período de tiempo que medió entre mis investigaciones y las de Tusell, alguien pudo ver el acta que llevaba anexo el discurso y, aterrado, informó y se eliminó. La segunda es que cuando la profesora Paloma Villota preguntó por él en el Archivo de la Presidencia del Gobierno algún avispado funcionario o contratado lo buscara y dio, en efecto, con él. En este caso alguien no tardaría en darse cuenta de que se trataba de pura dinamita. ¿Qué hacer con un documento que podría utilizarse para sacar los colores a SEJE? Pues, simplemente, destruirlo o llevárselo a casa.

Siempre he creído que la segunda posibilidad es la que más visos de verosimilitud tiene, habida cuenta del color del Gobierno de la época cuando tuve la maldita idea de rogar a Paloma que fuese a Presidencia. Aunque reconozco la alternativa de una desaparición anterior, me cuesta trabajo pensar que alguien hubiese husmeado en aquellas actas. Por otro lado, también es perfectamente posible que Tusell no viera todas.

Mi creencia se ha robustecido con el paso del tiempo y no me extraña ya tanto pensando, por ejemplo, en la actitud del PP ante lo que fue la novela negra de la exhumación de los restos mortales de SEJE. Así, con golpes en el pecho de todas las intensidades, me fastidia la posibilidad de haber podido ser el instrumento de la pérdida de una pieza fundamental para la historia económica de la dictadura en su primera etapa (más larga que la segunda).

Por otro lado, mi conciencia debería estar objetivamente tranquila. Entre los documentos que me apañé para incrustar en el libro del Banco Exterior de España figuró uno (que espero no haya desaparecido) en el que el ministro subsecretario de la Presidencia y posterior presidente del Gobierno dejó clara su visión del acontecer internacional. Lo hizo en una carta a Fernando María Castiella el 21 de febrero de 1961. Lo reproduzco parcialmente. Los comentarios que me suscita podrían dar lugar para otro post pero no creo que sea necesario.

Afirmó aquel distinguido marino y eminente aprendiz de brujo:

“En el mundo existen tres internacionales poderosas, con enormes medios de captación y de propaganda, que tienen repartido su dominio por la casi totalidad de los órganos de información, prensa, radio, televisión, editoriales, etc, que cada una por su cuenta y con sus fines propios, pretenden dominar al mundo y ejercer un totalitarismo universal: la internacional comunista, cuya dirección lleva Moscú aunque la (sic) ha salido un peligroso competidor en China; la internacional socialista y la internacional masónica. Para las tres, la situación más favorable para ejercer su influencia y su dominio sobre los distintos estados, es que estos tengan regímenes democráticos a base de partidos políticos y de una serie de libertinajes en los órganos de expresión que consientan las más escandalosas propagandas en contra de los particulares intereses de la nación en cuestión, pero al servicio, claro está, de la internacional de turno. Con partidos políticos, entre los que tiene que existir el socialista y el comunista, y entre cuyos miembros pueden infiltrarse gran cantidad de masones, los gobiernos acaban estando formados por hombres que, por unas razones u otras, están al servicio de cualquiera de estas tres internacionales y la nación acaba perdiendo de hecho su libertad, en lo económico y en lo político. La realidad de la inmensa farsa en que vivimos es que no interesa la democracia por lo que ella afecta a la libertad del individuo y de las naciones, sino por cuanto esta, bajo el sistema de los partidos políticos, favorece a la dominación de las naciones

Por eso, cuando un régimen democrático no encaja exactamente en esta fórmula tan querida, y tan conveniente, de los grandes totalitarismos internacionales, se da el enorme sarcasmo de que se le califica de régimen totalitario y se le ataca a fondo por todos los medios, con mentiras, calumnias, con falsedades para tratar de derrocarlo. ¿Que los individuos tienen bajo ese régimen todo género de libertades, que viven en paz, que la nación prospera, que en ella hay orden y positivas realizaciones sociales? Poco importa: cuanto mejor sea el régimen para los administrados, más interés hay en derrrocarlo, porque cuanto más fuerte sea más difícil será dominar a la nación de que se trate. Con la bandera de la libertad lo que se pretende es todo lo contrario a la libertad; esgrimiendo el estigma del totalitarismo, lo que se intenta es conseguir el más bárbaro de los totalitarismos. Es cierto que los tres totalitarismos (Comunismo, Socialismo y Masonería) tienen objetivos finales distintos, pero los tres, que son en lo espiritual ateos y en lo político pretenden dominar el mundo, tienen el objetivo común de hacer desaparecer los regímenes que, como el nuestro (católico, antisocialista, anticomunista, anticapitalista y rabiosamente independiente), son impermeables a su acción de dominio”.

Confieso que al llegar a las últimas líneas casi me ahogué del susto. Pensar que uno de los mandamases de la España de Franco caracterizara al régimen nada menos que de “anticapitalista” casi me cortó la respiración. Por no hablar de la “independencia rabiosa”.

Los amables lectores extraerán sus propias conclusiones, pero no quisiera terminar esta serie sobre exploraciones en archivos sin dejar de advertir que argumentos muy similares a los carreroblanquistas pueden leerse, o escucharse, en nuestros días en esta España, según algunos manipulada por fuerzas oscuras a las que solo una vibrante FORMACIÓN DEL ESPÍRITU NACIONAL puede oponerse. Franco, Carrero Blanco, epígonos, ¿sucesores?…. ¿quién pide más?

 

FIN

Exploraciones en archivos (VIII)

12 mayo, 2020 at 7:44 am

Ángel Viñas

Voy a seguir dando un poco la tabarra con Franco y los orígenes del “milagro económico español”. Fue, en parte, español y desde luego fue económico, no político. Lo del “milagro” se tergiversa habitualmente. El “milagro” consistió en doblegar la testuz del general Francisco Franco. No suele comentarse ni mucho menos documentarse. Aquí me permitiré hacer un par de consideraciones, ligadas a la exploración de archivos, que es en la perspectiva desde la cual escribo esta serie de posts.

 

En primer lugar quisiera dar a los amables lectores mi palabra de honor (personalmente me la tomo muy en serio) que comienzo este post con, exactamente, lo que me contó el profesor Manuel Varela, secretario general técnico del Ministerio de Comercio y a las órdenes directas del profesor Alberto Ullastres en el período que antecedió y siguió al plan de estabilización y liberalización de la economía española de julio de 1959.

Este plan cambió de forma bastante radical la estrategia preconizada por Franco tan solo dos años antes tal y como la había expuesto en su desaparecido discurso ante la Comisión Delegada del Gobierno de Asuntos Económicos. Como si hubieran transcurrido veinte, pero telescopados en, como máximo, veinticinco meses cruciales. Lo que me dijo Varela  lo presento aquí en plan de aperitivo.

En el Ministerio de Comercio de aquella época, como en muchos otros antes y después, se reunían todas las semanas, o casi todas, los altos cargos del Departamento. Pues bien, en tales encuentros un tanto formales desde el primer momento o inmediatamente después, esto ya no lo recuerdo, el ministro Ullastres cogió la costumbre de no llamar a Franco por su nombre, su título o su cargo. Se sirvió de una fórmula elíptica: “ese señor”. Varela nunca supo por qué. Hay que imaginar escenas del tipo “he ido al Pardo y ¨ese señor” me ha dicho que…”. O “esta mañana en Consejo, “ese señor” ha indicado que… “.

Así, dale que te pego, semana tras semana. Al año y pico o dos años tras la puesta en marcha del plan, que tuvo un éxito inimaginado, de la noche a la mañana Ullastres sin la menor explicación cambió de tono: “he ido al Pardo y me ha dicho el Generalísimo…” Por razones nunca explicadas, o que al menos Varela no conoció, el señor ministro había visto la luz.

Debió de ser que el Ángel del Señor descendió sobre su la augusta cabeza de SEJE, porque lo que el historiador puede documentar es otra cosa.  El discursito a que me he referido en el post anterior tuvo consecuencias. El señor subsecretario de la Presidencia, almirante Carrero Blanco, dio órdenes a sus servicios, entre los que destacaba la primera promoción del entonces diminuto cuerpo de Economistas del Estado recién creado, para, en posición de firmes ante las taumatúrgicas ideas de Franco, que las mismas se desarrollaran adecuadamente. Los funcionarios (supongo que también hubo de otros Cuerpos) lo hicieron a conciencia, aunque para mí tengo que también el señor almirante debió de poner algo de su propia cosecha.

El resultado se plasmó en tocho (destinado poco después a la papelera, ¿quién lo hubiera pensado al confeccionarlo?) que llevaba el rimbombante título de INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO DE UN PLAN COORDINADO DE AUMENTO DE LA PRODUCCIÓN NACIONAL. La longitud era casi germánica.

En el Archivo de la Presidencia del Gobierno, donde lo encontré, no me pusieron objeciones a que lo fotocopiara. Encajaba perfectamente con el tema económico que me había llevado hasta aquel santo de los santos. Por ello no me sorprendió un año o año y pico después leer el discursito de Franco. Comprendí que aquella introducción probablemente fue un intento de poner en práctica las alucinantes ideas primigenias de SEJE o de sus lejanos mentores nazis. Más o menos así lo insinué cuando un extracto de aquel esfuerzo titánico de Carrero y de sus muchachos vio la luz del día (por primera que yo sepa) en el libro conmemorativo de las bodas de oro del Banco Exterior de España. He de decir que la mala uva que en el libro afloró  (y de la cual servidor se hizo únicamente responsable) no parece que topase con demasiado entusiasmo entre historiadores y economistas. Quizá pocos llegaron, exhaustos, a la página mil del libro donde lo desarrollamos. El hecho, ¡ay!, es que no se cita con frecuencia.

Por desgracia, en el archivo no encontré documentación sobre las circunstancias en que se produjo dicho engendro, pero sí hallé un oficio en el que el profesor López Rodó se lo transmitió a su homónimo, el profesor Varela Parache, el 10 de diciembre de 1957. Afirmó claramente que la autoría correspondía a su jefe, el señor subsecretario. Como el oficio lo había visto antes de que saliera el libro del Banco y a él lo incorporé no tuve ningún reparo en dar la signatura de ambos. No sé si habrá seguido en el mismo archivo o si fueron también víctimas del hambre de alguna serpiente venenosa. Servidor los había localizado en la serie SG, caja 4, Expediente 115/7, tel tan mencionado archivo.

La introducción al estudio del que se sintió dueño y responsable el ilustre almirante  se inició con una proclama de una densidad conceptual y científica tal que uno casi se caía rendido ante la sapiencia del señor subsecretario de la Presidencia del Gobierno. Por ejemplo,

La política social que el Régimen persigue tenazmente, tiene, en el orden material, un objetivo perfectamente claro, asegurar el bienestar de todos los españoles, lo que, en un orden práctico, estará logrado cuando, existiendo trabajo para todos, el jornal del obrero tenga poder adquisitivo para satisfacer las necesidades de vida de su familia. El problema que esta política entraña está, pues, en lograr un equilibrio entre la capacidad adquisitiva de la masa de la población española y las disponibilidades de artículos de consumo y la solución de este problema hay que buscarla aumentando la producción y no reduciendo la capacidad de compra de la masa trabajadora”.

Casi se me paraliza el corazón al reelerlo cuarenta años después. Desde que Marx y Engels denunciaron la miseria de los trabajadores del sector textil en el Manchester del capitalismo británico decimonónico varias organizaciones sindicales (algunas de infausta memoria para el régimen como la UGT y la CNT -CCOO todavía no había aparecido-, sabia y sangrientamente desmanteladas) habían procurado mejorar la más que deplorable situación obrera en el primer tercio del siglo XX en España. Sin duda, en la autocomprensión que de sí tenía el Régimen (con mayúscula) no habían logrado nada, pero ahí estaban quienes ganaron la guerra, redentores, para aliviar la situación en 1957, casi veinte años después de la VICTORIA. Como dice el refrán, nunca es tarde si la dicha es buena.

La cuestión estribaba en cómo llevar a la práctica aquellos sanos propósitos. Arrinconada por decreto, y con la preciosa ayuda de la Brigada Política-Social, la lucha de clases, era obvio que para lograrlo no eran precisos grandes conocimientos técnicos. Siguiendo los preceptos de economía cuartelera tan apreciados por SEJE, lo que era preciso era forzar a todo trapo la producción agrícola nacional una vez que, gracias a la generosidad del camarada Girón de Velasco (debidamente decapitado en el Gobierno precedente como ministro de Trabajo), se había acelerado más de la cuenta el proceso inflacionista. ¿Qué para ello se necesitaban insumos que la economía española no generaba? No problem: se importaban. ¡Ah! pero había que pagarlos. Los países extranjeros no regalaban mucho y la US Aid no satisfacía todas las necesidades alimenticias españolas. ¿Con qué se pagarían, pues, aquellas importaciones tan necesarias? No problem tampoco: con las exportaciones. ¡Ah!, pero estas eran raquíticas. No generaban las divisas suficientes para financiar las necesidades de importación. ¡Ah!, ¡en qué cosas pensabann los economistas!  El camino estaba claro y era evidente. El señor subsecretario había descubierto la lámpara de Aladino y cuadrado el círculo:

“Cuando se hayan agotado todos los recursos, de la técnica y del trabajo, en poner al máximo de producción el total de la superficie explotable del pueblo español, podremos hablar de si España es rica o pobre, pero para llegar a esto queda aún  mucho camino que recorrer y nuestro deber está en recorrerlo lo antes posible y con el máximo rendimiento”.

Se transparenta a la luz de tan rotunda afirmación la sombra ominosa y alargada del guayule. Exportaciones, sí, pero solo las indispensables. Lo ideal: la economía cerrada, solita en el amplio mundo. Es decir, Carrero Blanco seguía al pie de la letra las prescripciones del sumo sacerdote, perdón, de Su Excelencia el Jefe del Estado. Claro, la economía no podía cerrarse totalmente:  “habrá que importar todo cuanto haga falta para satisfacer sus necesidades, aunque esto sea una pesada servidumbre para el comercio exterior”. ¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!

 

(continuará)

Exploraciones en archivos (VII)

5 mayo, 2020 at 11:37 am

Ángel Viñas

Me da un poco de apuro hacer la confesión que plasmo en este y en el próximo post. Tiene que ver también con el Archivo de la Presidencia del Gobierno. Por muchos que sean los reproches que se me hagan, no llegarán a la altura e intensidad de los que me hecho yo mismo. Procederé por orden cronológico, aunque advierto que mis recuerdos son en ocasiones un tanto difusos o confusos. Procuraré señalarlo en vista de las inevitables críticas que algún amable lector me dirigirá. He de señalar que con toda razón.

 

El Archivo fue, para mí, muy enriquecedor. Para otros, quizá menos. Yo no sobrepasé en mis investigaciones el año 1959. Después, la política comercial exterior española entró por otros derroteros y debía tratarse de forma diferente. Este es un aspecto que en el libro del Banco Exterior de España asumieron los técnicos comerciales y economistas del Estado Julio Viñuela y Fernando Eguidazu esencialmente, quienes a lo mejor leen incluso estas líneas. No obstante, después de se cerrara el tiempo para entregar el manuscrito de cara a su publicación, creo que lo hice antes del verano de 1979, seguí todavía husmeando en el archivo de Presidencia durante algún tiempo. Encontré varias cosas, pero cuando descubrí algo interesante (debió de ser en el otoño) ya era imposible incorporarlas al libro, que tenía que salir imperativamente en diciembre, cuando el BEE celebraría con toda solemnidad su L aniversario Como así fue.

Ahora bien, ya sin premuras de tiempo, extendí mis exploraciones y llegué, más que nada por azar, a las actas de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos. Esta fue una de las aportaciones del entonces secretario general de la Presidencia, el catedrático de Derecho Administrativo Laureano López Rodó, hombre muy significado del Opus Dei.

No se trataba, en puridad, de un nuevo invento. Había habido antes comisiones de tal tipo. Que yo recuerde una, en cuyos papeles también husmeé, fue la creada para el seguimiento de la ejecución de los convenios con Estados Unidos (por cierto los papeles correspondientes, masivos, se habían arrinconado en unos despachos del Ministerio de Comercio en Goya 3, sede en la cual había empezado diez años antes mi carrera de funcionario). Otra comisión parecida se estableció después para el estudio de las sedicentes Leyes Fundamentales. La propuesta de López Rodó tendía a descargar las reuniones formales semanales del Consejo de Ministros de temas económicos en los cuales muchos de sus componentes no tenían grandes cosas que aportar.

Se consideró, eso sí, una propuesta muy significativa. Creo recordar que la primera reunión del nuevo órgano tuvo lugar en marzo de 1957, a las pocas semanas de haberse constituido el octavo Gobierno de la dictadura. En algún momento, pero ya no recuerdo si fue en la primera reunión, en la segunda o en la tercera (desde luego no más tarde) Franco dirigió la palabra a sus ministros reunidos en ella y les aleccionó sobre las orientaciones estratégicas para que las siguiera la política económica española. A mí me pareció tan importante su discurso, que se había anexado al acta de la reunión, que me apresuré a fotocopiarlo sin ningún problema. Lo guardé, por cierto, como oro en paño porque pensé que podría serme útil en algún momento determinado, después de la publicación del libro del Banco Exterior de España.

Los hombres proponen y los dioses disponen. Después de aquel libro me apresuré a escribir los Pactos secretos de Franco con Estados Unidos (que tienen una historia aparte). Después vinieron otros desafíos y otras ocupaciones. A finales de 1982 me llamó Fernando Morán para que fuese con él a Exteriores. Luego me marché a Bruselas. Me llevé una parte de mis libros y papeles. Otras la dejé en Madrid, en casa de unos amigos. Una tercera fue a parar a la Biblioteca de la Escuela Diplomática donde se conserva. De Bruselas me fui a Nueva York, pero obviamente no me llevé papeles sobre España.

Mientras estaba en Nueva York un conocido, Christian Leitz, catedrático de Historia en Nueva Zelanda, se puso en contacto conmigo porque quería reunir a varios historiadores que escribieran artículos para un libro que pensaba coordinar con otro colega (cuyo nombre no me sonaba, David J. Dunthorn, pero que no contribuyó a la obra). Leitz había escrito sobre las relaciones económicas entre la España franquista y el Tercer Reich durante la guerra civil, algo que había sido la idea de Fuentes Quintana que hizo que me sumergiera en archivos y que luego solo continué en parte, singularmente en el libro del Banco Exterior.

La idea de Leitz era examinar varios capítulos de la inserción de España en el contexto internacional  entre los años 1936 y 1959. Ya había contactado con varios autores, españoles y extranjeros, y acudía a mí para que aportara mi granito de arena. Inmediatamente pensé en hacer algo basándome en la lenta marcha de la dictadura hacia la apertura económica, que no política, de 1959. Lo que no recuerdo es cuándo le envié mi trabajo. Pudo ser al final de mi estancia en Nueva York o algo después, tras mi regreso a Bruselas. Por cierto que de nuevo aquí me pasé casi un año reorganizando mi biblioteca, diseminada entre Madrid, Bruselas y Nueva York, amén de una masa inmensa de artilugios que habíamos ido adquiriendo a lo largo de los años. Lo que sí recuerdo es que consulté una biografía de Carrero Blanco que había publicado Javier Tusell en 1993 y que probablemente me habían enviado a Nueva York.

En mi contribución al libro colectivo de Leitz hice mención a ella. Tusell había también consultado para entonces los papeles de Carrero que había en el Archivo de la Presidencia del Gobierno amén de otros a los que le dio acceso la familia. Quizá por ello a su biografía le faltaba algo de la mordaz crítica que el difunto presidente del Gobierno se había ganado por méritos propios. Tusell no prestó ninguna atención al discursito de Franco, lo que me dejó un poco perplejo. Aunque nunca se interesó demasiado por los temas económicos, Tusell ya había dado a conocer en Historia 16, noviembre de 1985, cuando yo estaba todavía en España, un papelín de Franco de 1939 o 1940 que le había dado un ministro del segundo Gobierno de la dictadura, y que había titulado, con toda razón, como “La autarquía cuartelera. Las ideas económicas de Franco a partir de un documento inédito”. Era una sarta de pamplinas, propia de alguien que no tenía la menor idea del tema (lo cual era rigurosamente cierto, por mucho que Franco se pavoneara de haber leído intensa y extensamente sobre la materia cuando regresó de Marruecos a la península, una mentirilla que hay que perdonarle, en comparación con muchos otros camelos que escribió sobre su trayectoria).

Pero, desde Nueva York o recién llegado a Bruselas, no estaba yo en condiciones de buscar el discursito de 1959. Así que, como es lógico, mencioné tal carencia en mi contribución al libro de Leitz diciendo que “unfortunately, at the moment of writing, I do not have Franco´s presentation before me. I photocopied it some years ago from the of the Comision Delegada in the AGP”. Nadie hubiese podido objetar a esta formulación y, que yo sepa, nadie objetó. También es verdad que ni el artículo ni el libro han sido muy citados, a pesar de la calidad de los participantes en el mismo.

Igualmente hice algunas consideraciones complementarias en las que, por razones que expondré en el post siguiente, no deseo entrar aquí. Como se trata de una de mis “meteduras de pata” de las que más me he arrepentido a lo largo de mi carrera como investigador y husmeador de archivos prefiero dejarlas para después.

Las referencias del libro son Spain in an International Context, 1936-1959, Berghahn Books, Nueva York, Oxford. El panel que reunió Leitz era impresionante: Paul Preston, David W. Pike, Enrique Moradiellos, Peter Jackson, Geoffrey Roberts, Martin S. Alexander, Norman J. W. Goda, Martin Thomas, Glyn Stone, Qasim Ahman, Geoffrey Swain, Boris N. Liedtke y José Luis Neila. Cada uno experto en su tema y algunos reconocidos internacionalmente.

(Continuará)

Exploraciones en archivos (VI)

28 abril, 2020 at 8:30 am

Ángel Viñas

Después de dos semanas de interrupción por la aparición de otros temas, uno de ellos desgraciadamente muy luctuoso, vuelvo a los archivos. No todas las experiencias acumuladas en muchos años de investigación fueron positivas. Sin contar las horas perdidas buscando y no encontrando, también he contado con ejemplos de fracasos rotundos, a veces no por mi culpa, en ocasiones por haber sido idiota. Exitos y fracasos forman parte ineludible en la vida del investigador. Es más, me atrevo a decir que uno aprende más de los segundos que de los primeros. Toca, pues, señalar algunos de los fracasos.

 

Es curioso que los dos fracasos que más han influido en mi carrera de investigador hayan estado relacionados con el mismo archivo: el de la Presidencia del Gobierno. Entré en él por primera vez cuando buscaba documentación sobre la política económica y comercial española en los años del franquismo puro y duro. Fue hacia el año 1978. Todo apuntaba hacia la necesidad de consultarlo. No quiero pavonearme en modo alguno si señalo que, por lo que sé, fui el primer historiador en penetrar en dicho archivo, gracias como siempre al apoyo del profesor Rafael Martínez Cortiña y la persuasiva potencia del Banco Exterior de España. Yo me las prometía muy felices.

Al llegar, lo primero que recuerdo fue la inmensa decepción que sufrí. Estaba al frente del archivo una funcionaria del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios del Estado. Ahora no recuerdo su nombre de pila, pero sí que era hermana de Ramón y de Jesús Salas Larrazábal. Ramón era entonces muy conocido gracias a su obra magna sobre el Ejército Popular de la República, que había publicado la Editora Nacional en cuatro gruesos volúmenes (dos de ellos de documentación). Nos habíamos hecho buenos amigos y, naturalmente, su hermana me recibió con los brazos abiertos.

No tardó en contarme que encontraría muchos huecos en la documentación sobre una parte del período que me interesaba porque allá por los años cuarenta la documentación del archivo había sufrido grandes desperfectos a resultas de una inundación. Al parecer, en un invierno muy frío las cañerías se habían roto con consecuencias muy desgraciadas en los sótanos en donde se conservaban los papeles. Y, en efecto, lo que quedaba de la documentación de la Junta Técnica del Estado (años 1936 y 1937) era poca cosa.

Por el contrario, para los años posteriores sí había documentación abundante. A mí lo que me interesaba eran los años cincuenta. Fueron años de introversión económica y comercial. En los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores había enormes masas de papel al respecto, pero mucho se refería a aspectos operativos, negociaciones comerciales y era difícil elevarse desde los detalles al plano de los principios u orientaciones estratégicas de la política económica exterior. Por lo menos en el período más oscuro, en torno a finales de los años cuarenta.

Encontré otras cosas. En aquella época empezaba, muy tímidamente, el acercamiento hacia los Estados Unidos y de estos hacia la España de Franco, después de años de enfriamiento en las relaciones bilaterales. Había que superar numerosos escollos, algunos de tipo económico, los más de índole política. Entre estos últimos uno de los más importantes estribaba en el trato que la dictadura dispensaba a la minoría protestante en España. El presidente Truman, creo que baptista, tenía en este tema opiniones muy firmes.

En el Palacio de Santa Cruz se comprendía muy bien la importancia del acercamiento. Si llegaba a materializarse representaría un espaldarazo para el régimen que no podía encontrar en otra parte. El hombre que llevaba el peso de los contactos era un diplomático, hoy olvidado, llamado Pedro Prat y Soutzo, marqués de Prat  de Nantouillet. Yo no había oído hablar de él jamás. Luego, cuando me familiaricé con la política exterior del régimen y sus protagonistas, extraje con delectación toda la información que pude recopilar sobre él. Para los franco-falangistas debió de ser una figura de proa. Para el historiador, un personaje poco recomendable. Para los compañeros, alguien que era mejor olvidar. Cuando, tras su período norteamericano, fue enviado como embajador a Brasil, se vio envuelto en algún asunto turbio que era incluso más negro que los que esmaltaban la carrera de varios conocidos diplomáticos de la época. Sobre él ha caído un tupido velo.

Esto no significa que el señor marqués no fuera listo. Antes al contrario. Era un diplomático muy vivo y curtido en mil batallitas. En agosto de 1949 no tardó en redactar un memorándum para conocimiento del ministro Alberto Martín Artajo en el que exponía los pros y los contras, desde la perspectiva de las relaciones con Estados Unidos, de una relajación de las disposiciones en vigor contra las “sectas” protestantes. Con toda la precaución del mundo, él favoreció la introducción de un mínimo de libertad religiosa.

¡Ah! Nantouillet no sabía que iba topar con la Iglesia o, si lo sabía, debió de parecerle que merecía la pena. En el archivo de la Presidencia del Gobierno se encontraban algunas pruebas de la reacción de la Jerarquía. Recuerdo una de ellas. Una carta firmada por el Cardenal Primado de Toledo y por el Arzobispo de la diócesis de Madrid-Alcalá. Leerla fue como recibir un electroshock. No me atreví a fotocopiarla  (gran error) aunque no sé si la amable directora del Archivo lo hubiese permitido ya que la misiva, obviamente, no tenía nada que ver con política económica o comercial.

Sí recuerdo, porque los efectos del electroshock fueron duraderos, que tan ilustres y eminentes varones se opusieron a la posibilidad de la relajación del tratamiento a las minorías protestantes. Lo hicieron envolviendo su postura, clara y terminante, en todo tipo de expresiones de buena voluntad, de respeto a SEJE y a los principios fundamentales de la política del Estado y blablá, pero en último término fundamentaron sus objeciones de forma taxativa. La Iglesia reconocía, ¡cómo no!, el sacrosanto principio de respeto a la libertad humana, sí,  pero no al de la libertad para “difundir el error”.

En puridad, nada nuevo, pero a mí me impresionó que allá por finales de los años cuarenta, período negro por antonomasia, dos príncipes de la Iglesia se atrevieran a cortar por lo sano cualquier posibilidad de liberalización del trato que el Estado dispensaba a las minúsculas iglesias protestantes. En la España católica, apostólica y romana no cabía la posibilidad de abrir puertas al “error”.

No sé si la carta de tales ilustres eclesiásticos seguirá conservándose en los archivos de la Presidencia del Gobierno. Lo que sí sé es que durante muchos años me he arrepentido amargamente de no haberla fotocopiado. Con lo que fui aprendiendo después, y con muchos otros descubrimientos que realizaría en archivos españoles y extranjeros, tengo la seguridad que hubiera podido extraer de ella mucho jugo. Si se conserva, a lo mejor otro podrá hacerlo.

Como es notorio, los intereses geoestratégicos norteamericanos terminaron imponiéndose a las concepciones politicas y religiosas de Truman. Se encontró la fórmula de aceptar la llegada y permanencia en la España católica post-concordatoria de protestantes norteamericanos del más variado pelaje, ¡incluso de masones! de la misma nacionalidad, pero para los desgraciados protestantes españoles -quizá por reminiscencias de Trento, o de la guerra de los Treinta Años, o de la influencia de  las enseñanzas menendezpelayistas-  hubo que esperar todavía a que pasaran muchos años. Hasta que después de largos y complicados debates internos, azuzados desde fuera por las consecuencias del Concilio Vaticano II, ni siquiera la supercatólica España pudo resistir los embates. Tras casi diez años de pugnas, en el verano de 1967 se aprobó por fin un primer estatuto que reconocía el derecho a la libertad religiosa. Ciertamente no tenía mucho que ver con los trabajos que se desplegaron en el Ministerio de Asuntos Exteriores tras la llegada diez años antes al Palacio de Santa Cruz del único ministro del ramo de talla que dio la España franquista.

 

Nota: un análisis del memo de Prat de Nantouillet me di el gusto de incluirlo en Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos. Bases, ayuda económica, recortes de soberanía, 1981. También en una revisión profunda del mismo, En las garras del águila, CRITICA, 2003, que todavía puede encontrarse en el mercado. No aludí a la carta de los príncipes de la Iglesia.

Entrevista en guernicagernikara.eus

26 abril, 2020 at 12:50 am

Entrevista realizada el 25 de abril de 2020.

Fallece un historiador de la aviación española

21 abril, 2020 at 8:30 am

Cecilio Yusta Viñas (1937-2020) in memoriam

Ángel Viñas

Este es un post que nunca hubiese pensado escribir. La pandemia se ha llevado por delante a mi primo hermano Cecilio Yusta Viñas. Esto, en principio, es algo que solo hunde en la más profunda tristeza a su familia y a sus amigos. Estamos padeciendo, dicen los entendidos, la pandemia que más muertes ha causado en la historia de España, ciertamente en un número muy superior a la de hace un siglo. Sin embargo, mi primo hermano fue algo más que un familiar muy cercano. Fue también uno de los grandes historiadores de la aviación española en sus dos ramas, la civil y la militar. Es esta cualidad la que, apesadumbrado, quisiera resaltar aquí.

 

Cecilio Yusta Viñas, como siempre firmaba, fue un aviador espléndido. Descubrió su vocación mientras hacía el servicio militar obligatorio en el Ejército del Aire como simple soldado raso. Nada le predisponía a aquella carrera. Con una tenacidad insuperable decidió hacerse piloto civil, no militar. Y lo hizo a las bravas. Controlador del tráfico aéreo por oposición, profesor de vuelo elemental en el Aeroclub de Madrid, piloto de transportes por la Escuela Superior de Vuelo de Salamanca, auxiliar de vuelo en Aviaco primero y en Iberia después. Voló todo tipo de aviones, desde avioncillos de escuela y avionetas de turismo a aviones de tipo estándar (Fokker, Douglas y Boeing), desde piloto elemental a comandante de grandes aviones a reacción en vuelos trasatlánticos.  Voló prácticamente hacia todos los aeropuertos del mundo. Un caso bastante raro.

A la par descubrió que la conquista del aire no era incompatible con otras ocupaciones. Escribió una historia de los auxiliares de vuelo en España, una historia de los controladores de vuelo en España, una historia de la compañía Iberia y multitud de artículos en revistas especializadas. Praxis y teoría. Escritura y experiencia. No es exagerado afirmar que siempre osciló entre estos cuatro polos.

No tardó en asociarse al Instituto de Historia del Ejército del Aire. Más tarde fue  miembro de número del Instituto de Historia y Cultura Aeronaútica, un club selecto.  En su recorrido expandió su círculo de contactos profesionales a los aviadores militares, desde los empleos más modestos a los más elevados. Con una pasión por la fotografía amasó una inmensa colección de imágenes de  máquinas, paisajes, aeródromos, hombres e infraestructuras desde los primeros años de la Aviación hasta los más recientes y adqurió un conocimiento enciclopédico sobre hombres y máquinas..

Dejando de lado sus trabajos en materia de Aviación civil[1] cuya historia completa en el caso de la española no le dio tiempo a terminar, tras unos ensayos previos se asentó en el terreno de la militar con un ensayo algo sorprendente: la biografía de un teniente, uno de los héroes poco conocidos de la guerra civil por el lado de los vencedores[2]. Fuera de los círculos profesionales ¿quién lo conocía? Cecilio unió tres artes en su primer libro de historia que sin duda le enseñó mucho: el suspense, la pulcritud del biógrafo y el manejo de las fuentes (familiares, militares, comerciales, personales, orales). Todo ello para describir los antecedentes familiares hispano-franceses, la formación profesional como ingeniero papelero en Suiza y en Alemania del protagonista, sus primeras aventuras comerciales en los años republicanos, la llamada del aire… y con ello para desembocar en un piloto excepcional en la guerra civil y uno de los pocos que voló en aviones alemanes de la Cóndor con tripulaciones alemanas, como si fuera uno más. A la par Cecilio se las apañó para descifrar las maniobras y las técnicas del manejo del material aéreo en situaciones de combate.

Ciertamente aprendió cómo arrostrar el difícil desafío de la biografía. Reconozco humildemente que servidor ni siquiera lo ha intentado. Sería un desastre. Cecilio lo puso de manifiesto en la biografía de una de las grandes figuras de la Aviación militar española, un primo hermano de Alfonso XIII[3]. Aquí introdujo ya otros vectores: la historia política, las intrigas cortesanas, la experiencia del destierro, la certera caracterización de ciertas figuras históricas (en primer lugar la del propio rey -que no salió muy bien parado), las peripecias en las campañas en África y en la guerra civil tras la que su biografiado llegó a ser el general en jefe de la Segunda Región Aérea (Andalucía), los denodados esfuerzos del Infante en favor del pretendiente Don Juan de Borbón durante la segunda guerra mundial (que lo llevó a la situación de disponible y a su procesamiento, con un Franco cerrado a toda posibilidad de oscurecerse en favor de la reposición de la dinastía), etc. En su trabajo Cecilio consultó un impresionante número de archivos y bibliotecas en varios países (he contado no menos de cincuenta) y demostró con creces que sabía manejar un ramillete de fuentes orales absolutamente envidiable. Todo escrito con una pulcritud estilística y un tono en que la simpatía hacia el biografiado no empaña en absoluto la objetividad del análisis, siempre apoyado en evidencias.

Fue también en la biografía donde recuperó la trayectoria del último director general de Aeronáutica de la República, el general de División Miguel Núñez del Prado[4], que permaneció leal a la misma y, en un último esfuerzo, intentó convencer al general en jefe de la 5ª División Orgánica, el felón Miguel Cabanellas, que no se sumase a la sublevación. Ilusión vana. Al llegar a Zaragoza fue detenido y poco después asesinado. También continuaba en la biografía cuando falleció. Tenía la intención de escribir un ensayo sobre los jefes de la Aviación española en sus primeros cien años.

Desde que dejé la Administración en 2007 y volví a temas relacionados con la guerra civil siempre acudí a Cecilio para que me ayudara cuando me encontraba en dificultades a la hora de interpretar una u otra situación en materia de aviación.  Fue él quien me llamó la atención sobre las incongruencias más palmarias que había identificado en el famoso vuelo del Dragon Rapide desde Croydon (en Londres) hasta el aeródromo de Gando en Las Palmas de Gran Canaria, pero que no se dirigió hasta el de Los Rodeos en Tenerife. Generalmente se había escrito (incluso por aviadores -y no digamos ya por el común de los historiadores que no lo somos) que no podía hacerlo por causa de las dificultades de aterrizaje en este último derivadas de las nieblas que lo recubrían. ¿Nieblas en julio? Cecilio se reía.

Durante su carrera como piloto había estado destinado tres años en Canarias. Conocía sus aeródromos, desde los que volaba casi diariamente, como la palma de su mano. También los del África occidental, a los que se dirigía constantemente. Para mí fue una inspiración. Algo, evidentemente, no cuadraba.  Cecilio también había sido muy amigo de un exmilitar y ulterior comandante de Iberia, Manuel Presa, que había estado presente en la toma del aeródromo de Tetuán al comienzo de la guerra civil. Presa, con varias distinciones a sus espaldas y una carrera brillante, fue expulsado del Ejército del Aire por masón. Había hablado mucho con Cecilio sobre lo que él sabía de la guerra civil y de Franco. Le comentó que, por aquella época, era archisabido en los círculos de los pilotos que Balmes había muerto asesinado.

No a causa de Presa, a quien no llegué a conocer, sino porque algo físico no cuadraba escribí La conspiración del general Franco, en la que planteé la tesis de que Franco quiso que el Dragon Rapide aterrizase precisamente en Gando. De lo que se trataba era de poder volar desde aquí a Marruecos tras el entierro del general Amado Balmes que, para ello, debía perecer. El tema dio pie para otro libro, El primer asesinato de Franco, en el que ya Cecilio tomó parte activa como coautor junto con  un eminente especialista en Anatomía Patológica, el Dr. Miguel Ull. Años después no quitaríamos ni una sola coma. Al contrario, en lo que a mí respecta ennegreceré aún más la figura del inmarcesible Caudillo cuando todavía no lo era en mi próximo libro.

También fue Cecilio quien destripó, por primera vez en la literatura, los camelos sobre el accidentado despegue de la avioneta de Juan Antonio Ansaldo en el terreno de tierra de la Boca do Inferno, cerca de Cascaes, en el que se empeñó en transportar al teniente general Sanjurjo a Burgos. Ansaldo, que era un narcisista importante, trató de encubrir o desfigurar lo ocurrido. De no haber muerto Sanjurjo, quizá la historia de España hubiese cambiado. No hubiera impedido la guerra civil, deseada por la cúpula de la sublevación, pero el panorama subsiguiente hubiese sido muy distinto. Quizás nos hubiéramos ahorrado la dictadura de Franco.

No he contado ni una sola anécdota en este breve recuerdo. La más rísueña es también significativa. Cecilio nació en Guadalajara, en 1937. Su padre lo inscribió en el registro civil con el nombre de México, una forma de expresar el reconocimiento a la República azteca por ser uno de los pocos países que ayudaba en todo lo posible a la asediada española. Naturalmente, al final de la guerra hubo que cambiarle el nombre. Siempre creyó que se llamaba Jacinto hasta que al llegar a la mili se enteró de que se había reinscrito en la festividad de Santa Cecilia y que el funcionario había, caprichosamente, decidido ponerle el nombre del santo del día.Tuvimos que acostumbrarnos.

Laura Gamundi, que desde CRITICA tuteló la publicidad de El primer asesinato de Franco, me escribe: “Una gran persona. Guardo un recuerdo imborrable. Tenía un sentido del humor que le hacía único, entre otras muchas virtudes”. Es cierto. Hombre bueno, investigador tenaz, lleno de energía hasta el amargo final cuando fue barrido, como tantos otros, por el coronavirus. Descanse en paz. Nunca le olvidaré.

 

Nota: la foto es cortesía del Dr. Miguel Ull Laíta, en el centro. Cecilio Yusta está a la derecha. Fue tomada en el Museo del Ejército del Aire.

[1] De azafata a TCP; Mirando al cielo; Las mujeres en la Aeronáutica así como numerosos artículos y capítulos de libros.

[2] José Ramón Calparsoro. Un piloto español en la Legión Cóndor, Quirón Ediciones, Valladolid, 2003.

[3] Alfonso de Orleáns y de Borbón, Infante de España y pionero de la Aviación española, Fundación Aeronáutica y Astronáutica Española, Madrid, 2011.

[4] En Javier García Fernández (ed.) 25 militares de la República, Ministerio de Defensa, 2011. Una segunda edición es de salida inminente.