PIRUETAS HISTÓRICAS: Ucrania, Rusia, años treinta, actualidad

10 mayo, 2022 at 8:30 am

Ángel Viñas

Un amigo me ha enviado hace poco copia de una biografía de E. H. Carr. Como muchos lectores quizá sepan, se trata del autor de un corto ensayo (¿Qué es la historia?) que hizo furor entre los estudiantes de mi generación. Lo escribió en 1961 y lo publicó Ariel en 2010 en traducción de Joaquín Romero Maura, otra figura para quienes habíamos leído La rosa de fuego. Este estudio sobre la Barcelona anarcosindicalista lo hizo instantáneamente famoso. El libro de Carr ha sido reeditado en inglés con un prólogo de Sir Richard Evans, pero no veo que se haya republicado en castellano.

La biografía a la que aludo la escribió hace más de veinte años uno de sus discípulos, Jonathan Haslam, a quien no conozco personalmente, aunque sí he leído algunos de sus libros. Es, como lo fue su mentor, un destacado sovietólogo.  La biografía es uno de los puntales en los que se basa la entrada sobre Carr en la versión en inglés de Wikipedia.

Lo que aquí deseo es llamar la atención sobre el hecho que Carr llegó tarde primero a la historia y después también a la sovietología. Diplomático durante veinte años (1916-1936) uno de sus primeros libros versó sobre las relaciones internacionales del período de entreguerras. En su versión inicial y en numerosos artículos de prensa y de revistas coetáneos se declaró abiertamente partidario de la línea de “apaciguamiento” de Hitler y del Tercer Reich. A ambos los consideró volcados en deshacer las trabas impuestas a Alemania en la Paz de Versalles a petición de los dirigentes franceses. Luego se pronunció en favor de un acercamiento entre el Reino Unido y la URSS. Desconfió un tanto de los norteamericanos.

Su inicial faceta proalemana a mí siempre me dio de patadas, pero reconozco que no me interesé en serio -es decir, en archivos- por el Tercer Reich hasta los 30 años cuando empecé a investigar en serio para lo que sería mi tesis doctoral. Entonces era más que obvio que la política hitleriana había sido descifrada en otra clave: la de la expansión territorial de la raza superior (la Herrenrasse) a costa de los eslavos, considerados como una raza inferior, casi de subhumanos (Untermenschen).

El Tercer Reich ayudó a Franco (teóricamente para impedir que el comunismo soviético sentara pie en la península ibérica, ¡qué generosidad!) y se engulló después, en passant, Austria y los Sudetes. Ya en Mein Kampf había declarado abiertamente que Alemania necesitaba buscar su expansión hacia el Este con el fin de hacerse con los ricos territorios agrícolas (ucranianos en primer lugar) y petrolíferos en manos soviéticas. Después, los nazis (doctores, médicos, politólogos, economistas, etc) siempre en  primer tiempo de saludo ante el Führer, ponían a punto los planes de esquilmación y genocidio correspondientes. Había que reducir a los Untermenschen eslavos a la condición de esclavos de la raza superior que colonizaría tan inmensas superficies una vez ejercitado su derecho de conquista, marcado por la exclusividad de la posesión de la única sangre buena y aristocrática.  Polonia, lógicamente, desaparecería.

Dadas tales circunstancias, la guerra europea empezó por dos errores de cálculo. En primer lugar, de Hitler. El Führer inmarcesible, todavía respetado por algunos descerebrados españoles, entre muchos otros, creyó que el Reino Unido y Francia contemplarían impasibles su ataque a Polonia en septiembre de 1939. Las garantías dadas a los polacos se las pasó por la entrepierna.  En segundo lugar, no cabe desconocer el egregio error de Stalin (también supuestamente infalible) que tampoco creyó que los arios atacarían a la Unión Soviética en junio de 1940. Incluso se equivocaron los japoneses lejanos que creyeron poder contener a los norteamericanos tras el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941.

¿Moralejas? No hay que creerse demasiado lo que piensan o dicen los déspotas.  Se equivocan como todo el mundo. Eso sí, sus errores pueden tener, y han tenido, consecuencias devastadoras.

La URSS, antes de 1939, se había esmerado en dorar sus credenciales antifascistas, algo que terminaría llamando la atención de Carr. Su ayuda a la República española no fue un intento de sovietizar España (como siguen afirmando -impertérritos, el paso al frente, firme el ademán- variopintos historiadores, muchos periodistas y un número infinito de cantamañanas, pro-franquistas o, por lo menos, de las derechas contemporáneas más aristadas). Sí buscó, por el contrario, un acomodo con las potencias democráticas occidentales (Francia primero y el Reino Unido después).

¿La idea? Reforzar la seguridad colectiva a través de la Sociedad de Naciones. Sin el menor éxito. A pesar de todos los esfuerzos (hoy ampliamente documentados) del embajador soviético en Londres, Ivan Maisky, no logró deshacer las prevenciones de los Gobiernos británicos del período, con los franceses a rastras en su época de máxima decadencia en política exterior y de seguridad, como despiadadamente la caracterizó Duroselle.

Así, pues, todos se equivocaron: los alemanes, los soviéticos, los británicos y los franceses. No la República, que fue la primera en pagar los platos rotos porque en puridad perdió la guerra en sus mismos comienzos, dada la incipiente, pero duradera, no intervención. Los rojos del Este eran el peligro máximo.  

Las piruetas de la actualidad que presenciamos boquiabiertos, entre preocupados y preocupadísimos, son una inversión completa de las de los años treinta. El malo de la película no es Hitler sino Putin. Frente al Drang nach Osten del pasado nazi se suscita hoy el Drang nach Westen ruso, bendecido por el patriarca de la patria rusa. El papel de la República le toca desempeñarlo a Ucrania, tildada de “nazificada” por la propaganda del Kremlin. El de Austria y los Sudetes corresponde actualmente al Donbas, a la costa ucraniana del Mar Negro y, quizá, a Transnistria. Hay donde escoger. La historia se está haciendo y todavía no ha empezado ni a escribirse. Algunos están como el Carr de, por ejemplo, 1935.

¿Qué ha cambiado? En un plano puramente abstracto, los tres términos de la ecuación inserta en la crisis de los años treinta.

El primero, que las potencias democráticas occidentales (a la cabeza Estados Unidos) apoyan a Ucrania (cosa que no hicieron con la República, supuestamente en manos de políticos dedicados al pillaje, no como Franco y sus secuaces, patriotas impolutos por encima de todo).  El segundo que aquella crisis reflejó una pugna entre las ideologías dominantes en la época (nazi-fascismo, comunismo, liberalismo). Hoy los dos primeros han casi desaparecido (sustituidos por un nacionalpopulismo más o menos virulento, según los casos, pero profundamente reaccionario en todos ellos). El tercero que una eventual deriva hacia un conflicto armado entre Rusia y la OTAN puede llegar a convertirse en lo que púdicamente suele denominarse un “intercambio nuclear”, es decir, una confrontación dirimida con armamento que en nada se parece al utilizado en la segunda guerra mundial.

Los resultados de las equivocaciones de los treinta se conocen. Los que pueda legar a la posteridad la presente noventa años después se desconocen. Un estado de la cuestión podía leerse hace unos días en el Financial Times

https://www.ft.com/content/a1a242c3-9000-454d-bec7-c49077b2cc6c?desktop=true&segmentId=7c8f09b9-9b61-4fbb-9430-9208a9e233c8#myft:notification:daily-email:content

Mentes preclaras (en los Gobiernos, los Estados Mayores, los centros de reflexión sobre seguridad internacional, la prensa, los medios digitales) hacen cábalas. Comparan “activos”, diseñan escenarios, baten a rebato en algunos casos a la moderación y en otros (por ejemplo, la TV rusa) al pavor que deberían inspirar nuevas armas casi de ciencia ficción.  Pero ¿quién es capaz de determinar con un ciento por ciento de seguridad el panorama del futuro?

Los españolitos (quizá también los europeos o los norteamericanos de pie) podemos consolarnos con dos proposiciones. Una se debe a un antiguo primer ministro japonés: en política, adelantarse un paso es ya penetrar en terreno desconocido. La segunda está sólidamente establecida en la sabiduría popular de la España eterna e inmortal: los experimentos, con gaseosa.

Soy muy consciente de que aludir al relato típico de los “historiadores”, publicistas y políticos españoles en relación con la cantinela de la “sovietización” de España en los años treinta toca una cuerda sensible. Como he escrito varios libros en los que la he abordado, más o menos intensamente, y acabo de terminar otro sin repetirme demasiado, me interesaría recoger manifestaciones en contra de aquel aserto. Podrían servirme para incrustar una tonalidad colorista a la obra que saldrá, previsiblemente, el año próximo. Es deber de todo historiador enseñar sobre el pasado a quienes no lo conocen, incluidos quienes lo deforman o interpretan a su gusto y placer.