UNA PUGNA CONTRA LA DISTORSIÓN: INVESTIGANDO EL PASADO (VI)
Ángel Viñas
Los historiadores españoles han abandonado, por lo general, los archivos italianos, salvo algunas notables excepciones pero que no se han concentrado demasiado en los antecedentes de la intervención fascista. Es lógico. La participación en la guerra es más interesante y cuenta con masas documentales, no siempre descifradas en su totalidad. Tal no es el caso de la historiografía de lengua inglesa que no ha tenido dificultades en confrontar muchas de las tesis sobre Mussolini y su régimen corrientes en Italia en relación con sus sueños imperiales. Sin embargo, no se han centrado en España sino en Etiopía y en los planes hacia el Mediterráneo oriental y el Oriente Medio. Es lógico. El caso español parecía mucho más conocido ya que daba la impresión de que Coverdale y de Felice lo habían aclarado en cuanto a sus antecedentes. De lo contrario no se explica que, por lo que sé, ningún historiador italiano hubiese entrado a saco en los documentos desclasificados después de las visitas de Coverdale y de Renzo de Felice.
Como a servidor lo que le ha interesado siempre son las deformaciones que la dictadura impuso sobre el pasado español, después de encontrarme con los contratos de 1º de julio de 1936 y terminar algunas investigaciones en las que llevaba tiempo invirtiendo tiempo, dinero y energías, pasé a ocuparme del trasfondo de los mismos. Salvo por Morten Heiberg,no se habían registrado avances conceptuales y documentales significativos. Como siempre, imaginé que si había alguna clave para explicar la génesis de tales contratos debería estar en Italia (si es que la EPRE pertinente no se había destruido, lo cual ha ocurrido con aspectos importantes) no me sorprendió sobremanera encontrarme con lo que me encontré en mi viaje a los archivos romanos en 2018. Lo hice tan pronto como terminé EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO y me recuperé del susto que me había producido caerme como un imbécil de una escalera al intentar cambiar una bombilla.
Hice dicho viaje tras empaparme, dentro de lo posible, de lo que había visto en varios archivos españoles. En primer lugar, los relacionados con la conspiración carlista y con los manejos monárquicos. Ni la una ni los otros eran desconocidos. Numerosos investigadores españoles y extranjeros habían trabajado en ellos, pero con otras intenciones. Lo que yo perseguía había quedado opacado. Personalmente, y siguiendo en las huellas de Heiberg, indagué sobre Carpi en los papeles de Sainz Rodríguez y recopilé las informaciones republicanas más importantes en torno a la conspiración monárquica.
En los fondos del antiguo Ministerio de Estado (hoy AGA) había material abundante. Tan pronto como me hice con un paquete respetable de documentación (gracias a Miguel I. Campos) fui a husmear en los archivos italianos. No me quedé en los de La Farnesina (Ministerio de Asuntos Exteriores) pero he de confesar que me dejó estupefacto el que nadie hubiese mirado en los papeles que se habían desclasificado a finales del pasado siglo. Sin duda, se pensaría que en ellos no habría mucho nuevo relacionado con el caso español. Debo reiterar una tesis. Para los historiadores de lengua inglesa o italiana las aportaciones ya conocidas eran probablemente suficientes. Para quienes se interesaban por España tenían también a Saz, González Calleja y Sánchez-Asiaín, con sendos trabajos en los que a lo largo del tiempo se había puesto a punto todo lo que iba sabiéndose sobre el caso. Además, los Documenti Diplomatici Italiani, explorados por sir Paul Preston, ya estaban on line. Parecía que el caso estaba, pues, cerrado.
Adepto, no obstante, del concepto de “representaciones” dejé cuidadosamente de lado todo lo que figuraba en la literatura secundaria para centrarme en la EPRE. Repito que no soy como Payne que ha escrito varias veces el mismo libro sin jamás poner los pies en un archivo. Lo confiesa él mismo implícitamente al exponer las muy sesgadas fuentes y bibliografía que añade a cada una de las variantes. Sin embargo, tengo la impresión que los dioses sonríen a los niños y, a veces, a los trabajadores honrados y laboriosos. Aun así, me gustaría poder afirmar y vanagloriarme de que me dejé las pestañas en La Farnesina, como en el Auswärtiges Amt en Bonn, en los archivos británicos o en los franceses. Mentiría. Una nueva catalogación de fondos había hecho grandes progresos y en unos cuantos días encontré lo que buscaba. Es decir, lo que hice tardíamente podría haberse hecho muchos años antes.
También me interesaron los archivos de la Aeronaútica militar. Si los contratos se ejecutaron en algún momento pensé que de ellos quedarían huellas en los fondos operativos. De nuevo aquí tuve suerte. La catalogación de las masas de papel relacionado con la intervención en la guerra de España es excelente. Como en La Farnesina, los archiveros fueron extremadamente amables, más aun si cabe porque el número de investigadores en la sala era minúsculo, al menos cuando estuve allí. Había dos o tres y uno era un oficial de Aviación. La Dra. Monica Bovino se desvivió abrumándome con legajos y papeles en los que ni siquiera había pensado. En algún momento me sentí sumergido, pero aguanté el torrente. El director, el teniente coronel Massimiliano Barlattani, se molestó incluso en indagar en fondos que no estaban tan bien catalogados. Además, no puedo sino cantar parabienes de la organización de los archivos del Ejército de Tierra y del Central del Estado aunque en estos últimos orientarse por la catalogación vía ordenadores no es siempre sencillo.
Como quien no quiere la cosa en los archivos de la Aeronáutica me encontré con los libros y papeles que documentaban la primera misión de guerra que los aviadores italianos emprendieron rumbo a Nador (Melilla) el 30 de julio de 1936. Los resultados los describí en ¿Quién quiso la guerra civil? Todavía hay gente que duda de mis conclusiones, pero a pesar de que es bueno imitar a Santo Tomás (abundan los faranduleros que se autopresentan como historiadores de pelo en pecho y que son simplemente de vía estrecha), a mi me pareció obvio que el ensamblaje, documentable, de una misión con hombres y aviones de diversas procedencias y de distintas unidades tuvo que llevar, lógicamente, algún tiempo. Además, ¿adónde irían los aviones antes del golpe? Los monárquicos habían jugado con planes para alojar avionetas en el sur de Francia o en Portugal, pero eso fue antes de que se negociaron los contratos y hubiera sido un proyecto absurdo, al menos en lo que se refiere a Francia. ¿Cómo pensar que la III República hubiese tolerado que aviones extranjeros, más o menos disfrazados, se asentaran en su territorio?
En las páginas 326 y siguientes del libro describí la misión y sus pormenores, en la medida en que podían documentarse, y di los nombres de los pilotos (nota 4 de la p. 127). Dudé de si a alguien les interesarían o no. Sin embargo, resultó ser una de mis precauciones más importantes. Nunca se sabe dónde y cuándo saltan las liebres.
He de confesar que estaba bajo la impresión de una información que había obtenido uno de mis antiguos doctorandos, David Jorge, al escribir un magnífico libro sobre la Sociedad de Naciones y la guerra de España. En los fondos ginebrinos había encontrado informaciones de que los italianos, antes del 18 de julio, habían desplazado aviones desde los aeródromos del norte a Cerdeña. En Roma comprobé que así había sido: todos los pilotos y tripulantes de los bombarderos Savoia-Marchetti 81, objeto del primer contrato, habían sido movilizados después de la firma. Lo lógico. No iban a hacerlo antes. Por lo demás, los papeles descubiertos por Miguel I. Campos en los archivos parisinos mostraban que el embajador de Francia había protestado ante Ciano en los primeros días de agosto tan pronto indagaron en los pormenores que rodearon del aterrizaje forzoso, el 30 de julio, de dos bombarderos en el Marruecos francés, un incidente que dio la vuelta al mundo.
En el curso de las entrevistas Ciano dejó caer el nombre de la empresa que, supuestamente, había enviado los aviones sin que, como explicó pormenorizadamente con una mala fé propia de tahures, se enteraran las autoridades italianas. Al yerno de Mussolini se le podrán reprochar muchas cosas pero no que no tuviera una cara de cemento armado. O incluso de titanio. La empresa era, ¡cómo no!, la Società Idrovolante Alta Italia. De destacar es que en los archivos de La Farnesina se encuentran también residuos de las entrevistas de Ciano con el embajador. Desgraciadamente están muy deteriorados, por el agua o por el fuego, pero han sido reconstituídos de manera impecable, aunque solo parcialmente. En todo caso, no encontré incongruencias.
Naturalmente quedé muy contento. Las cosas encajaban. El primer contrato, el más importante políticamente, había funcionado tal y como estaba previsto. Mussolini había hecho honor a su palabra de gánster internacional ante gánsteres nacionales: el 1º de julio se había comprometido a suministrar los primeros bombarderos en el mismo mes. Cumplió con el compromiso.
Lo que quedaba era, naturalmente, desmontar las estúpidas historias del embaucador nato que fue Luis Bolín y en las que todavía algunos creen. A ello me apliqué cuidadosamente. De cara a su relato de 1967, fuente inmarcesible de desinformación sobre la guerra civil y sus antecedentes, fui poniendo de relieve sus agujeros y sus mendacidades. No hay cosa más difícil de destruir que una mentira que contiene granos de verdad. El embustero suele exagerarlos para desfigurar todo lo demás. Los lectores encontrarán mi análisis en las pp. 315-323. Fue una continuación de la “descontrucción” a que ya habíamos sometido su relato sobre el episodio del Dragon Rapide. Me remito a El primer asesinato de Franco.
Destruir la versión bolinesca era necesario pero no suficiente. Había que aclarar por qué Sainz Rodríguez tuvo que volver a Roma después de su viaje del 1º de julio. Este fue otro episodio que el insigne conspirador y memorialista había desfigurado. También me había engañado como a un chino cuando nos vimos en su piso de la Avenida de América y engañó a los lectores de sus, por lo demás, interesantes memorias. Siempre he dicho que Sainz Rodríguez fue el más inteligente de los conspiradores.
Menos mal que, ¡alabados sean los archivos de La Farnesina!, en ellos descubrí que la superconocida y supermalinterpretada misión de Goiecoechea, Sainz Rodríguez y Zunzunegui a Roma había sido precedida por un telegrama del embajador fascista en España, entonces refugiado en Hendaya. Uno de sus funcionarios lo había enviado desde Burdeos. No contó en él lo que Sainz Rodríguez le había dicho (un mínimo de prudencia era imprescindible, porque el telegrama iría cifrado y era muy posible que los franceses lo descifrasen), pero sí alertó a Ciano de que la visita era extremadamente importante.
Es difícil que Bolín pudiera enterarse de esta “presentación” adicional. Él se autoatribuyó los inmarcesibles méritos de que Ciano lo recibiera. Con su labia e ingenio, afirmó que logró convencerle tras una, sin duda, apasionada argumentación de supuesto hombre de bien. Por lo demás, silenció silenció como un truhán de opereta que la misión monárquica se encontraba igualmente en Roma y no reconoció el menor papel al marqués de Viana, emisario especial de Alfonso XIII. Podríamos transformar el dicho español de que cree el ladrón… en su aplicación al caso en cuestión en la más apropiada de que “cree el trolero que todos son de su cuerdecilla”.
(continuará)