CORROMPIDO Y CORRUPTOR: EL CASO DE ADOLF HITLER
Quien corrompe suele, a su vez, estar corrompido. Más aun si quien se dedica a tales afanes dispone de poder absoluto. Nuestros estimados historiadores, el profesor Stanley G. Payne y su coautor, niegan este principio general en el caso de Franco. Ya se verá. Se confirma ciertamente en el de Hitler. No es que tenga demasiada importancia para enjuiciar a uno de los mayores criminales de la historia pero sí llama la atención que los historiadores no hayan penetrado profundamente en el tema, apasionante, de las finanzas personales del Führer del autoproclamado imperio que debía durar mil años.
Los británicos, que siempre siguieron con atención el rearme alemán en los años treinta, exploraron las finanzas personales de los líderes de la Alemania nazi. En el caso de Hitler sin demasiado éxito. Al menos a juzgar por los documentos, otrora muy secretos, que hoy son consultables en los Archivos Nacionales de Kew. Andaban totalmente desenfocados, lo cual no es de extrañar porque el tema fue uno de los mejor guardados en el Tercer Reich y porque supongo que, cuando estalló la guerra, el MI6 y los servicios de inteligencia adicionales tenían otras cosas más importantes de las que preocuparse.
Poco a poco, después del hundimiento nazi, las investigaciones de los servicios norteamericanos, británicos, franceses y quizá soviéticos fueron extrayendo datos que tardaron en salir a la luz pública. Muchos biógrafos de Hitler pasaron sobre el tema muy superficialmente o hicieron afirmaciones contradictorias sin base documental directa. Überschär y Vogel ofrecieron datos muy concretos basados en evidencia primaria relevante de época pero su preocupación no fueron las finanzas personales de Hitler sino su papel como corruptor.
Subrayaron, eso sí, algunos rasgos del comportamiento de Hitler que no tienen desperdicio. Por ejemplo: desde fecha temprana el Führer fue un avezado evasor de impuestos. Al español de nuestros días, acostumbrado a los horrores que han venido destapándose en este ámbito en los últimos años, la noticia no le impresionará. Sin embargo pensar en la (remotísima) posibilidad que la canciller o el presidente de la República Federal pudieran no pagar los impuestos que les correspondan es, si se me permite, un oxímoron impensable. Equivaldría por lo menos al derrumbamiento de su carrera política. España, claro, es diferente.
Hoy está absolutamente documentado que la Agencia Tributaria bávara reclamó una y otra vez el pago de los impuestos a un político que decía subsistir con lo que cobraba por su libro, sus discursos y sus artículos pero que llevaba un envidiable tren de vida. Hacia 1932 sus deudas a Hacienda ascendían, se ha estimado, a unos 400.000 marcos, que no eran una fruslería. En su última declaración indicó unos ingresos en 1933 de 1,2 millones de marcos de los cuales 861.146 fueron por derechos de autor. Una vez que se convirtió en canciller e implantó la dictadura, sus subordinados, «trabajando en el sentido que quería el Führer», como ya advirtió su biógrafo sir Ian Kershaw, se esforzaron en conseguir que las autoridades fiscales bávaras cesaran en sus esfuerzos. El Ministerio de Finanzas del Reich, cuyo subsecretario era un exprofesor en una escuela de Comercio y nazi redomado, eximió al Führer de toda tributación. ¡Faltería más!.
La fortuna personal de Hitler subió como la espuma. Aunque en contra de lo que se ha dicho la gran patronal no le había dado un apoyo financiero desmedido antes de llegar a la Cancillería, las cosas cambiaron cuando se hizo con el poder. Los industriales, nazis convencidos o no, se apresuraron a crear un fondo de apoyo financiero (la Adolf-Hitler-Spende) que se convirtió en una de sus mayores fuentes de ingresos.
La propaganda goebbelsiana inmediatamente trompeteó a los cuatro vientos que se destinaría a obras sociales. Por cierto, también anunció que, en un rasgo de generosidad muy loable, el sueldo como canciller se destinaría a otras actividades del mismo tenor. Naranjas de la China. En cuanto la novedad dejó de ser novedad, Hitler se embolsó los ingresos tranquilamente. Ni que decir tiene que los funcionarios que supieron del tema hicieron carreras brillantes en el Tercer Reich. Uno de ellos, por ejemplo, se convirtió en el presidente del Tribunal de Cuentas. Había que pagar a los leales y el Estado alemán se convirtió en un Estado de gángsters.
Es más, los secuaces de Hitler encontraron formas innovadoras para acrecentar la fortuna de su jefe. El ministro de Correos y Comunicaciones tuvo la feliz idea de destinar un porcentaje de las ventas de sellos a su amado Führer en concepto de derechos de autor por la utilización en los mismos de su retrato (desde 1941 la mayoría de los sellos). Una perita en dulce que se transformó en cheque anual, también «para obras sociales».
Todo lo que antecede es conocido a grandes rasgos. Menos conocido es que ya antes de llegar a la Cancillería Hitler se había hecho con las acciones de la editorial del partido nazi, la Eher Verlag, que después se convirtió en una de las más potentes y más modernas de Europa. Sus variopintos productos se vendieron como rosquillas y el Führer, en toda legalidad, se embolsó los dividendos.
Por si las moscas, los derechos de autor comprendieron también las ventas de Mein Kampf. El regalo de este ilegible tocho constituyó una muestra del favor del Führer a todas las parejas que contraían matrimonio y como Alemania era un país bastante poblado ya puede imaginar el lector la suculenta fuente de ingresos que ello representó porque, claro, las autoridades civiles corrían con los desembolsos que suponía su adquisición. El año en que Hitler llegó a la Cancillería las ventas del mamotreto habían llegado a ser de 854.000 ejemplares. Más tarde se dispararon.
Cris Whetton pasó muchos años indagando en las fuentes de la fortuna personal de Hitler. Su libro ha pasado un tanto desapercibido pero no es desdeñable. Tras penosas estimaciones llegó a la conclusión de que los ingresos entre 1933 y 1945 oscilarían entre un mínimo de 600 millones de marcos y un máximo de 1.749 con una cifra probable intermedia de 919 millones. Su traducción a términos actuales es problemática. El historiador alemán Götz Aly utilizó a una tasa de conversión fácil de aplicar. Un marco = 10 euros. El lector comprenderá que unos ingresos probables de más de nueve mil millones de marcos solo en los escasos doce años de duración del Tercer Reich no pueden considerarse una niñería.
Y ¿adónde fueron a parar? En grandísima medida a propiedades inmobiliarias y obras de arte. Dinero en cuentas bancarias no se depositó mucho y una parte lo fue a nombre de testaferros en Suiza y Holanda. Varias se han localizado. Quizá sigan existiendo, otras, dormidas.
En resumen, además de gran criminal de guerra Hitler fue un supermillonario gracias al desvergonzado aprovechameinto de la «ley» y a la aplicación de truquitos propios de un trilero. ¿Podría ocurrir que algún otro dictador contemporáneo más próximo a nosotros hubiese imitado, mutatis mutandis, sus pasos? La respuesta dependerá de alguna investigación fiable.