Sobre la «hábil prudencia» de Franco (III)
Ángel Viñas
No desearía que los amables lectores de este blog creyeran que lo utilizo para hacer publicidad de mis trabajos. Así que no trataré de sintetizar los resultados de mi último libro. Sí espero que me permitan realizar algunas consideraciones sobre comentarios que he leído en los medios digitales en donde se han publicado conversaciones conmigo acerca de SOBORNOS. Reflejan con frecuencia una forma curiosa de entender la historia y el trabajo del historiador. Hoy me limitaré a unas breves consideraciones por razón de categorías.
Quienes más han comentado son los denigradores. Lo han hecho desde dos puntos de vista. El primero, el de los sabihondillos. El segundo, el de los cargados de ideología.
El primero es el más interesante. Huelga decir que no han leído el libro, pero ya exponen sus argumentos con supuesta autoridad. Digo supuesta porque se hacen siempre desde el anonimato. Yo solo me he sentido impelido a hacer un comentario una vez. Lo hice para contestar a un artículo de un distinguido columnista de ABC en el que me achacaba (junto con otros colegas, entre ellos Julián Casanova) que con lo que escribíamos jamás entraríamos en la Real Academia de la Historia. Me limité a responder, con mi nombre y apellidos, que nunca había sentido tal deseo. Por supuesto, no hubo la menor reacción.
Pues bien, abundan quienes afirman que “eso de los sobornos” ya es cosa sabida. Tienen, por supuesto, razón. Se conocen desde 1986. Los dio a conocer el profesor Denis Smyth, entonces en Cork College. Se hizo famoso instantáneamente. Es amigo mío y hoy está feliz en la Universidad de Toronto. Lo señalo en el prólogo de mi libro. Y, como historiador profesional, también indico a todos los demás autores que han retomado la referencia a los mismos. Solo hay, entre ellos, un español que haya encontrado algo que haya enriquecido mínimamente las referencias de extranjeros, aparte de Smyth (entre los cuales destaca David Stafford). Ni que decir tiene que, al publicar en 2016, añado nuevos autores, hasta al menos el año anterior.
Pero, que yo sepa, los sobornos no constituyen la pieza fundamental de ningún otro trabajo que los haya examinado desde los aspectos operativos, tácticos y estratégicos. Así que me perdonarán tales sabihondillos si no puedo tomarles en serio.
La segunda categoría dice más de quienes opinan que del libro. Sus comentarios, en los que se me achaca una ideología que no llegan a concretar, se hacen desde una postura de quienes se sitúan au-dessus de la mêlée, es decir, de ciudadanos que presuntamente solo se preocupan de una no menos presunta actitud, la de la objetividad.
Aparte de que ello no se compadece con los dicterios con que esmaltan sus comentarios creo que lo que demuestran es que se ven afectados por una cierta confusión conceptual. Y esto es, para mí, lo más significativo.
Tales comentaristas ignoran que no hay, ni puede haber, historia sin ideología. Quien afirme lo contrario simplemente no sabe de que habla. Todos los seres humanos contemplamos el mundo que nos rodea, y también el que ha rodeado a nuestros antepasados, a través de lo que uno de mis maestros, el profesor José Luis Sampedro, solía denominar una “retícula axiológica”. Es decir, los seres humanos filtramos nuestras percepciones por nuestros valores. Quienes no lo reconocen confunden objetividad con imparcialidad.
Aplicada esta confusión al campo de la historia se olvida en qué consiste el objetivo el historiador. Desentrañar o iluminar parcelas de algo que ya no existe, el pasado. Lo hace, sin embargo, ateniéndose rígidamente a unas reglas destiladas a lo largo del tiempo. Sobre todo desde que el escudriñamiento de ese pasado se configuró como fundamento del conocimiento específico que llamamos “historia” en tanto que disciplina (algo que ocurrió en Alemania, Francia e Inglaterra esencialmente en el siglo XIX).
Tales reglas hacen que la investigación histórica tenga una cierta pretensión de “cientifismo”, no como el de las ciencias naturales sino que se acerca más al de las ciencias sociales. Son reglas que permiten diferenciar entre afirmaciones banales, sin sustento salvo en las propias opiniones, y las que son resultado de un trabajo de exploración de las fuentes. Estas son, lógicamente, muy diversas (desde restos de obras arquitectónicas, pasando por las piedras talladas, los papiros y pergaminos hasta una variada gama de artefactos culturales).
Es decir, son fuentes que manifiestan en concreto la acción de los seres humanos en el tiempo, sometidos a influencias económicas, sociales, tecnológicas y culturales en contextos en cambio, y que tienen o han tenido existencia fuera de ellos. Las afirmaciones de los historiadores genuinos son objetivas porque dependen crucialmente de algún tipo de soporte, del cual las han extraido siguiendo una metodología, inductiva o deductiva, consolidada en la discusión inter pares de generación en generación.
Quienes alegremente se desatan en descalificaciones e improperios, sin base en un examen crítico de las fuentes, no son objetivos sino parciales. Aventan opiniones que pueden no tener base alguna salvo la que componen sus emociones, posturas axiológicas o preferencias políticas e ideológicas.
En mis investigaciones, por el contrario, reivindico la estricta referencia a la base, apoyaturas o sustento en fuentes que existen, con independencia de mis valores. De hecho, una gran parte del trabajo del historiador, y del mío propio, estriba en buscar e identificar esas fuentes que suelo denominar evidencia primaria relevante de época.
Al analizar esa evidencia trato de ser objetivo en la medida en que no suelo ir muy por delante de lo que la misma permite inferir siguiendo por lo general un procedimiento inductivo. Esto no quiere decir que sea imparcial. No puedo serlo porque tengo, como todo ser humano, ciertos valores. ¿Cuáles son? Esencialmente los de la Ilustración, con el imperativo categórico al frente aplicado a la búsqueda de la verdad (al menos la documentable). ¿No suele decirse que “la verdad nos hará libres”?
En SOBORNOS, como en numerosas obras anteriores, doy ejemplos de autores que no se atienen a las reglas de la metodología histórica y que no dudan en manipular, tergiversar o distorsionar la evidencia, primaria e incluso secundaria (las “fuentes”). Hasta reciben prebendas y alguno ha logrado la proeza de introducirse en la Real Academia de la Historia.
Y porque mis valores son, en general, los de la Ilustración confieso que no me gustan ni Franco ni su régimen. Gracias a la desaparición de la censura (vigente en su España desde 1936 hasta 1976) toda una serie de historiadores españoles y extranjeros han tenido la posibilidad de demostrar que ambos fueron una mancha negra en la historia española, un tiempo de mentiras, de deshonor y de represión multifacética y multimodal.
Así, pues, confieso que no hay otro deber más importante para el contemporaneista interesado por España que poner al descubierto todas las facetas de dicho régimen y de la persona que lo dirigió y en torno a la cual autores enajenados por el dinero, honores, influencia o ideología tendieron una tupida red de tergiversaciones.
SOBORNOS, y el libro -esta vez colectivo- que le seguirá el próximo año, no son sino una pequeña muestra de lo que hubo detrás de aquel régimen y de su fundador. Ahora bien, cuando he encontrado alguna evidencia que puede resultar favorable a Franco no la he desdeñado. Al contrario, me he deleitado en destacarla para demostrar que trato de ser objetivo y me atengo, críticamente, a los documentos. No como algunos de los historiadores que afloran, con no demasiada buena luz, en mis libros.
(Continuará)
Dstinguido profesor Viñas:
En primer lugar quiero mostrar mi agradecimiento por su generosodad al compartir sus invetigaciones. En segundo lugar, además de ser un gusto poder leerlas, también valoro la tenacidad y el esfuerzo de tratar sobre un tema tan duro como apasionante.
Recientemente leí mi tesis doctoral, y que inevitablemente tuve que contextualizar en el el marco que la originó. Para mi ha significado la apertura de una puerta pesada , cerrada a cal y canto, una puerta que se me resistía y y que me dejado psicológicamente machacada. Es difícil mantener la distancia y ser objetivo al mismo tiempo, es difícil no dejarse arrastrar por sentimientos de impotencia o desesperación. Esa es una de als razone por las que admiro a los histriadores como usted, el profesor Casanova, Preston u otro. Ustedes siguen investigando honestamente sin rendirse.
Estimada amiga,
no sabe Vd. cuánto le agradezco sus líneas. Tampoco es casual que le gusten mis buenos amigos Casanova y Preston. Con diferentes enfoques, con diferentes argumentos y con diferentes temas, todos buscamos lo mismo. Y, entiendo, somos leales a la evidencia y a nosotros mismos.
Creo comprender perfectamente lo que parece que pasó Vd. por su tesis doctoral. Yo no he olvidado la mía. El miedo, la desesperanza, la impotencia ante las lagunas documentales y, por si fuera poco, al final descubrí unos papeles que me hicieron reescribir todo.
No exagero si le digo que casi lo mismo me pasa con todo nuevo libro. Pero así es la vida del investigador. Le deseo mucho éxito y, no se preocupe, no creo que ninguno de nosotros nos rendiremos. Cordiales saludos
Angel Viñas
Le arreglan el cuerpo en la revista Zenda, profesor http://www.zendalibros.com/barullo-tanques-aviones-la-guerra-civil-angel-vinas/
muchas gracias. No conocía la revista. Un amigo y compañero también me ha enviado el mismo enlace. He estado en Londres y no he podido responder hasta el momento. ¿Qué quiere que le diga? El recensionista reitera como verdad inmutable lo que ha escrito en un par de libros, a los que yo mismo hago referencia. En general, no suelo olvidar a autores con quienes discrepo. No retiro una coma de lo que escribí hace un par de años excepto que ahora sería algo más rotundo. Un doctorando mío y de un colega, el hoy dr. Miguel Íñiguez Campos, dará cuando se publique su tesis (la está adaptando para publicación) un mentís a todas esas paparruchadas sobre las supuestas grandes adquisiciones de material de guerra por parte de la República en el primer año de guerra (el volumen de documentación de la que el recensionista no tiene ni la más remota idea es tan grande que tuvo que limitarse a dicho período) fuera de la URSS. Y en lo que se refiere a esta, no me parece que el recensionista se haya molestado en darse una vueltecita por Moscú.
Pues dicho sea con todo el respeto también le sacude a usted Francisco Olaya en «El oro de Negrín» y acusándole de lo mismo, afirmar dogmas con poca base documental y darlos por sentado bajo la exclusiva autoridad de su propio magisterio. Lo mismo resulta que no hay nadie perfecto en esta disciplina, profesor y ni siquiera usted, y la humildad profesional nos viene bien a todos. Un saludo.
Muchas gracias por su comentario. No recuerdo que «sacudiera» al señor Olaya. Se trata de un historiador aficionado (no tengo nada contra ellos), que ha escrito varios libros (tengo casi todos), con especial atención a la dimensión financiera exterior de la guerra civil. Pertenece a la generación que escribía cuando todavía los historiadores académicos no nos habíamos ocupado del tema. Yo le he dedicado varios libros, todos basados en evidencia primaria relevante de época (EPRE), que él ignoraba. Nunca he pretendido, ni pretendo, escribir historia definitiva. Los avances de hoy serán superados mañana, cuando aparezca nueva EPRE o se apliquen nuevos enfoques y/o paradigmas. Y, por supuesto, ni soy perfecto ni lo pretendo. Solo hacer un trabajo correcto. Aplico a los demás los mismos estándares que me aplico a mi. Cordiales saludos
Es Olaya el que le sacude usted, profesor. Un atento saludo.
Ah, bueno, eso ya lo sabía. No me preocupa en absoluto y no he tratado jamás de responder. Su base documental va de côté.
Cordiales saludos
AV