Sobre las justificaciones primarias del 18 de Julio (y X) Conclusión: ¿sandeces? No. ¡Proyección y lagunas!
Ángel Viñas
A lo largo de los últimos dos meses los posts anteriores a este han reflejado, todo lo fielmente que es posible en escritos breves de tales características, el núcleo de las justificaciones que eminentes representantes del bando vencedor utilizaron para, ante Dios y ante la Historia, convencer de la imperiosa necesidad de la sublevación a las generaciones que la organizaron o padecieron y a las que vinieron después. Tales representantes empezaron con la traca correspondiente (cortesía en general de la trama civil) antes de dicha felonía. La reelaboraron en los primeros años de la dictadura gracias a la ayuda de propagandistas de medio pelo y de los especialistas del Servicio Histórico Militar. La ampliaron por la vía de testigos tan ensalzados como Félix Maiz y Bolín. Basaron en ella la «legitimidad» de origen de la dictadura. Todavía hoy la defienden, en parte o en casi todo, algunos historiadores insensibles al desaliento.
La tentación de caracterizar tal traca de mera sarta de sandeces es grande. Pero constituiría un error garrafal e históricamente inadmisible. Desempeñó un papel absolutamente esencial: el de justificar lo injustificable y el de constituir la base de un corpus de doctrina que duró tanto como la dictadura. La traca de entonces sigue arrojando sombras sobre la España democrática y, en especial, sobre la enseñanza de la historia contemporánea. Es necesario profundizar algo más en lo que representa.
En primer lugar, es la traducción operativa de un mero ejercicio de proyección. Es decir, la imputación al otro de la conducta propia. Como esta fue execrable se la endilgaron a los adversarios. Sin embargo, no fueron los «rojos» (republicanos burgueses, socialistas, anarquistas, comunistas) quienes complotaron con una potencia extranjera (la URSS) para hacer la revolución y asentar una dictadura. Fueron los monárquicos quienes lo hicieron para facilitar la contrarrevolución y restaurar la Monarquía merced a la intensificación de sus lazos con la Italia fascista que desembocaron en los «contratos romanos» para el suministro de material de guerra moderno el 1º de julio de 1936.
Fueron los carlistas quienes, temporalmente, se aliaron con los anteriores aunque luego tuvieran un pequeño zipizape por cuestión de enseñas, símbolos y, más importante, por la determinación de quien se llevaría el gato al agua en la ansiada restauración monárquica.
Fueron los falangistas quienes, financiados por el dinero fascista, se prestaron a servir de pistoleros en remedo de los grupos de acción directa que tan útiles fueron a Mussolini en su camino hacia el poder.
Fueron los representantes más acrisolados de la oligarquía financiera, encabezados por Juan March, quienes aparte de poner a salvo una gran parte de sus dineritos en bancos franceses, ingleses, alemanes y suizos, no dudaron en añadir su ayudita financiera para la creación de un «estado de necesidad» que en último término justificase la sublevación.
Fueron distinguidos militares como el general Sanjurjo y el teniente coronel Beigbeder quienes, sin demasiado éxito, aspiraron a ampliar su red de contactos internacionales en la Alemania nazi.
En segundo lugar, abultar gracias a los diaristas o testigos la importancia del general Mola como cerebro de la conspiración ha permitido que otros conspiradores pasaran a un segundo o tercer plano. Ante todo Franco. Ciertamente iluminar sus maniobras en Canarias es difícil, aunque no imposible. Ya se preocupó él, con el vital apoyo de su ayudante, el entonces teniente coronel Francisco Franco Salgado-Araujo, de dejar el menor rastro posible. Pero como su primo hermano fue un embustero consumado (no hay mejor mentira que la que se basa lo más posible en la verdad pero la modifica en puntos estratégicos) no podemos tomar como palabra de Evangelio las muchas páginas que escribió para ocultar o distorsionar aspectos críticos. (Tampoco, incidentalmente, las memorias de Pedro Sainz Rodríguez o del señor marqués de Luca de Tena o de su hijo).
Franco Salgado-Araujo se vio apoyado por el silencio de otros. ¿Conoce algún lector memorias del general Orgaz? ¿O de un diplomático escurridizo y venal como el futuro embajador José Antonio Sangróniz, para más inri miembro distinguido de la Real Academia de la Historia? ¿Y qué decir de los papeles de Mola, desaparecidos misteriosamente? ¿O los de Yagüe, que eluden todo lo relativo a la conspiración?
¿Dio Mola, por ejemplo, instrucciones para aplicar en los consejos de guerra («quien no esté con nosotros, está contra nosotros») la espuria interpretación de la Ley Constitutiva del Ejército? ¿O descendió el arcángel San Gabriel sobre los jurídicos militares y se la insufló? ¿Acaso flotaba la idea en el ambiente cual libélula mágica? ¿Escribieron algo personajes importantes en la época como Felipe Acedo Colunga, Lorenzo Martínez Fuset o Blas Pérez González? ¿Dónde están sus papeles si conservaron algunos? Lagunas. Lagunas. ¿Cabe, por ventura, fiarse de las del posterior preceptor del príncipe Juan Carlos, el también jurídico militar Eugenio Vegas Latapié?
En tercer lugar, dado que los nazis justificaron el incendio del Reichstag inducido por los comunistas con la localización de inmensas cantidades de documentación que «probaba» que estaban a punto de propiciar una revolución, ¿quién o quiénes sirvieron de canal para transmitir tal idea a los conspiradores españoles, algo menos sofisticados? ¿Periodistas imaginativos que visitaron Berlín? ¿El nazificado corresponsal de ABC en la capital del Tercer Reich, tal vez a sueldo del Ministerio de Cultura Popular y Propaganda? Más lagunas…
En una conspiración, se conspira. Sobre todo si es fácil y no hay que movilizar grandes recursos financieros (salvo para adquirir armas extranjeras). Al escribir su historia, los autores franquistas o neofranquistas mienten. Es una constante que ya empezó con Arrarás y que continúa impoluta, aunque adaptada, hasta los momentos actuales. ¿Sabe alguien de los descubrimientos genuinos que sobre la conspiración haya hecho, por ejemplo, el profesor Payne? ¿O el profesor Suárez Fernández? ¿O el difunto profesor de la Cierva y Hoces?
¿Conoce algún lector si, por casualidad, la familia Franco sigue teniendo papeles de su tan enaltecido ascendiente que arrojen luz nueva sobre su ascenso al poder? Porque, ciertamente, no es un tema baladí. Lo dejó sembrado de cadáveres cuya sombra sigue planeando sobre la sociedad española, escindida entre la que prefiere no recordar y la que desea saber. Mientras tanto, la mitología subsiste. La verdad rankiana se oculta y los historiadores neo-franquistas proclaman, implícitamente, que ya se conoce toda la historia y, ¡ay de quien se atreva a desenterrar entuertos y, sobre todo, muertos!
Confío en que la pequeña serie de posts que con este termina haya sido de interés para los lectores. Y también confío en que algún historiador neo o parafranquista se digne seguir «descubriendo» cosas todavía ocultas que den la razón a Félix Maiz o a Bolín o a Arrarás o a Aznar o a Lojendio. O al SHM.