UE-USA: Una relación comercial complicada. Prehistoria
Me pregunta un amable lector si no puedo decir algo sobre el TTIP. Es decir, sobre lo que en castellano se denomina formalmente Asociación Trasatlántica de Comercio e Inversión (ATCI) pero que casi todo el mundo conoce por su acrónimo inglés. Hay una entrada en Wikipedia en español a la que remito. No me basaré en ella. Supongo que dicho lector lo que quiere saber es lo que pienso como antiguo funcionario de la Comisión. Es notorio que el tema ha generado multitud de discusiones y una amplia literatura. Fuera de las políticas sectoriales (agrícola y tal vez pesquera en primer lugar) quizá sea uno de los temas que más ha penetrado en la sociedad europea y más pasiones ha levantado. No es de extrañar porque la Comisión Europea no ha tenido demasiada mano izquierda en su presentación y porque son legítimos algunos de los temores que suscitan diversos aspectos del proyecto. Trataré de exponer mi punto de vista en cuatro posts. Los problemas complicados no admiten respuestas o soluciones simples. Por supuesto, no pretendo tener razón. Trataré de enfocar el tema en base a algunas lecturas y a mi propia experiencia como negociador comunitario durante muchos años.
En el complicado nudo de relaciones transatlánticas destaca una cierta antinomia. Los Estados Unidos apoyaron, por un lado, la construcción europea. Deseaban que la naciente Comunidad fortaleciera las economías y sociedades de la Europa occidental frente al peligro comunista. Además, los países de ambos grupos (más Canadá y menos Irlanda) participaban en un mismo esquema de seguridad anclado en la OTAN. Adicionalmente, un país con peso, Reino Unido, tenía y tiene una relación especial con Estados Unidos, independientemente de la que le une con Canadá. Por otro lado se levantaron mil y uno obstáculos, diferencias, controversias, tensiones, etc. de naturaleza comercial. Los norteamericanos, negociadores durísimos, siempre entendieron que una cosa era la política y la seguridad y otra los negocios. Poco a poco fueron solventándose los problemas más urgentes, en parte acolchados por la participación de la UE y de los Estados Unidos en las rondas comerciales multilaterales donde la Comisión negoció por la Unión. Como era lógico y estaba previsto en los Tratados. En el curso de esta larga relación que se inició en los años sesenta las dos partes aprendieron a conocerse mejor, con sus defectos y con sus virtudes. Las tensiones siempre se encauzaron.
La idea de intensificar los intercambios bajo una nueva fórmula, compatible con el GATT y luego con la OMC, la intentó la Comisión (durante el período de gestión del presidente Jacques Santer) y no llevó a ningún resultado. Fue un tema que generó ríos de tinta y que es fácil rastrear en las hemerotecas. Lo impulsó la ambición de uno de los vicepresidentes de la Comisión, sir Leon Brittan (después lord Brittan, recientemente fallecido). Quiso construir una diluida zona de librecambio entre las dos orillas del charco allá por los comienzos de 1997 bajo la llamativa vitola de «Un nuevo mercado transatlántico».
Este empeño tuvo tres características notables. La primera que no figuró en el programa político de la Comisión para 1998, algo sorprendente. La segunda que tampoco lo mencionó el presidente Santer en su discurso sobre el estado de la Unión ante el Parlamento Europeo en octubre de 1997. Cosa no menos sorprendente. La tercera que el Parlamento no lo recogió en su resolución sobre el programa de trabajo de la Comisión aunque sí apoyó explícitamente el proyecto de cumbre UE-América Latina, por el que otro de los vicepresidentes de la Comisión, Manuel Marín, bregaba incansablemente.
Brittan improvisó. Él alude en sus memorias al proyecto en un tono de innecesaria autocongratulación y levantó una algarada cuando lo dio a conocer a los dos meses y pico después. La algarada estaba, en mi opinión, justificada. El proyecto implicaba una reducción considerable de los obstáculos técnicos a los intercambios, el compromiso político de suprimir los derechos aduaneros sobre los productos industriales antes de 2010, la creación de un espacio de librecomercio para los servicios y una amplia liberalización en los ámbitos de las licitaciones públicas, la propiedad intelectual y las inversiones. Con el fin de no agitar fuertemente el trapo rojo ante los franceses, Brittan dejó fuera los sectores agrícola y audiovisual.
Si no recuerdo mal, la reacción fue fulminante. El resultado hubiese revolucionado las relaciones económicas y comerciales internacionales y afectado de manera radical a la economía europea cuando se disponía a prepararse para lanzar la moneda única, el euro, ya de por sí un shock de consecuencias no siempre previsibles. Naturalmente fue inevitable que muchos especularan sobre si Brittan seguía la estrategia británica tradicional de querer aguar la construcción comunitaria. Él lo negó siempre.
Hubo batallas intensas en el seno de la Comisión. Los entonces dos comisarios franceses se destacaron por su oposición. El proyecto se aguó más y el colegio terminó aprobando una versión edulcorada. No sirvió para nada. En París el propio presidente de la República, entonces Jacques Chirac, se encargó de torpedear los planes de Brittan y de la Comisión y atacó ferozmente al vicepresidente. Es obvio que en tales condiciones la unanimidad necesaria no podía conseguirse en el Consejo de Ministros. A la resistencia numantina de Francia se asociaron varios Estados miembros que mostraron su desazón ante las ideas de la Comisión.
Suele afirmarse (antes y ahora) que la Comisión es un organismo técnico dirigido por tecnócratas y con un ideario neoliberal poco menos que fijado en sus genes. Por supuesto que la Comisión tiene que proponer soluciones técnicas a problemas o cuestiones veces muy técnicas. De lo contrario, ¿quién lo haría? Pero esto no es toda la historia. Los comisarios no siempre son técnicos. Con frecuencia ocupan carteras de cuyo contenido no tienen demasiada idea previa. Al igual que sucede con los ministros en los Gobiernos nacionales. Casi siempre son políticos que se basan en una cultura adquirida en duras pugnas en los países de que proceden. En los últimos años el perfil político de los comisarios se ha incrementado. Ya no es extraño ver, por ejemplo, a exprimeros ministros entre sus filas. Por otro lado, no ha habido en la historia de la Comisión colegios más políticos que en las épocas en que Hallstein o Delors fueron presidentes y ninguno de ellos fue primer ministro en su país. Todo esto tiene consecuencias y no es difícil que los planteamientos tecnocráticos de los funcionarios se recorten. Como en las Administraciones nacionales.
(Continuará)