Un capitán traidor a la República

7 octubre, 2014 at 7:34 am

En los días de ocio de las ya casi olvidadas vacaciones me dediqué esencialmente a leer. Entre los libros que me ocuparon figura uno que me parece ser un excelente aperitivo para el plato fuerte que nos promete en un próximo futuro el profesor Ángel Bahamonde. Está relacionado con las discusiones en torno a las razones por las cuales los republicanos perdieron la guerra, unas discusiones que han levantado sangre en el pasado y que, verosímilmente, continuarán levantándola en el futuro.

Ángel Bahamonde ha partido de una idea brillante. Examinar los expedientes de los consejos de guerra incoados a los militares republicanos del Ejército de Tierra terminada la guerra civil. Su hipótesis, perfectamente plausible, es que en ellos aparecerían datos sobre actividades anti-republicanas en el curso del conflicto. La noción de que el Ejército Popular  albergó a numerosos traidores en su seno se remonta a los días sangrientos de la guerra civil y desempeñó un cierto papel en las querellas del exilio. Se vio, claro está, estimulado por el traicionero golpe del coronel Segismundo Casado.

El tan denostado SIM fue una de las piezas claves montadas (lo hizo Indalecio Prieto en su época de ministro de Defensa Nacional) para atajar tal tipo de actividades subversivas. Las repetidas llamadas de los dirigentes comunistas sobre su proliferación en las filas del Ejército Popular han solido achacarse a la paranoia estalinista y, ciertamente, en los informes de los asesores soviéticos enviados a Moscú las quejas sobre traiciones, reales o inventadas, son continuas.

Ahora, gracias al profesor Bahamonde, pueden precisarse aspectos poco conocidos o totalmente desconocidos. De él tomo el ejemplo que más me ha impactado. Por ejemplo, cuarenta ocho horas antes de que los republicanos lanzaran la ofensiva sobre Brunete sus planes habían llegado a conocimiento del Cuartel General de Franco. Es un tema importante, porque a la luz de esta nueva información habrá que examinar la actuación comandada por el tan ensalzado Generalísimo. No es lo mismo hacer frente a una ofensiva sin saber a ciencia cierta lo que persigue el enemigo que tener en mano sus planes de batalla. Aun así, y por razones que en algún momento se descubrirán, si es que han quedado papeles, el ejército franquista se vio sorprendido e, inicialmente, desbordado.

Recordemos que tanto los plumillas franquistas y neo-franquistas, amén de algún que otro historiador, han atribuido la ofensiva de Brunete a incitaciones soviéticas. Uno de los últimos en hacerlo es el conocido autor británico Antony Beevor. Está ya demostrado que no fue así y que fue el Gobierno republicano, compuesto de civiles, el que preconizó la acción. Tras la caída de Bilbao, la moral estaba por los suelos. Brunete fue, en puridad, la primera gran ofensiva republicana. Se saldó más bien con un empate y no logró su proclamado objetivo estratégico de detener el arrollador avance franquista en el Norte. El consejero militar jefe soviético recomendó a Moscú un estudio detenido de la operación, que plantea toda una serie de cuestiones tácticas y logísticas de la mayor importancia.

Ahora bien, ¿quién, de entre los lectores, ha oído hablar del capitán Agustín Delgado Cros? Este caballero, nos dice Bahamonde, era próximo a Falange. Conocía la trama conspirativa de cara a julio de 1936. Fue considerado desafecto y estuvo incluso detenido en la cárcel de Ventas, en Madrid, hasta enero de 1937. Se reincorporó, gracias a los buenos oficios de un familiar suyo, al Ejército Popular y sus jefes inmediatos no ignoraron sus predilecciones. ¿Hicieron algo para neutralizarlas? Parece ser que tal no fue el caso. Gracias a su amistad con alguno de ellos Delgado se hizo con documentación reservada y, ¡zas!, en cuanto se perfilaron los planes de la ofensiva de Brunete los hizo llegar al otro lado. En diciembre de 1937 el SIM lo detuvo. Las acusaciones probablemente hubieran debido llevarle al paredón pero, por razones que ignoro, el hecho es que pasó el resto de la guerra en la cárcel. Terminado el conflicto se incorporó tranquilamente a los vencedores. Tan tranquilo. Incluso combatió en Rusia.

El capitán Delgado Cros es un mero ejemplo. Por las páginas del libro de Bahamonde (Madrid, 1939. La conjura del coronel Casado, ediciones Cátedra) desfilan otros caracteres que le superaron con mucho. Entre ellos figura el general Manuel Matallana, íntimo de Rojo, del que algunos investigadores ya examinaron su expediente personal hace varios años. Tras ello llegaron a la conclusión de que igualmente había traicionado a sus compañeros. Pour la bonne cause. Bahamonde lo ratifica.

La traición no hizo estragos solo en el Ejército de Tierra. También se dedicaron a ello muchos de los no muy numerosos mandos profesionales de la Flota que se quedaron con la República. Uno de sus objetivos estribó en reducir las actividades de la Armada al mínimo imprescindible y alejarla en lo posible de las zonas de riesgo. Encontraron una excelente coartada en la imperiosa necesidad de proteger los convoyes que transportaban armas, medicinas, alimentos, petróleo y materias primas para el esfuerzo de guerra republicano. En cuanto se refugiaron en Bizerta, tras la doble traición de Buiza a Casado y a Negrín,  se apresuraron a hacer valer sus méritos a los vencedores. Los lectores no ignorarán que, durante la primera parte de la segunda guerra mundial, uno de los papeles más importantes de la Royal Navy fue proteger las rutas marítimas en el Atlántico por las que transitaba el apoyo material (en armas, materias primas y alimentos) norteamericano.

Naturalmente, nada de ello significa que la República perdiera la guerra solo a causa de la traición pero si se tiene en cuenta que, como ya señalaron en su día muchos combatientes, los emboscados y sospechosos tendían a concentrarse en los Estados Mayores y mucho menos entre los mandos combatientes, es verosímil que el daño fuese considerable. Stalin tomó nota y la aplicó con fruición y salvajismo inaudito a sus sangrientas purgas del Ejército Rojo.

La única arma en donde, al parecer, menos traidores hubo fue la Aviación. Era la más joven y más tecnificada y sus integrantes atravesaron en gran medida por los cursos de aprendizaje en la URSS. Los aviadores republicanos se batieron con arrojo hasta el amargo final. No extrañará que la furia de los vencedores se desatara sobre sus componentes.

Aviso a futuros investigadores: en el archivo histórico del Ejército del Aire, en Villaviciosa de Odón, próximo a Madrid, se conservan todos los expedientes de los consejos de guerra montados a los aviadores. Constituyen la materia idónea para, en relativamente poco tiempo, preparar una tesis doctoral sobre la represión de la postguerra en las FARE. Por desgracia, nunca he tenido tiempo de emprender un estudio sobre tal tema. A buen seguro que daría lugar para interesantes conclusiones.

¿Se anima alguien?

La Iglesia contra Juan March (y II)

30 septiembre, 2014 at 7:23 am

La semana pasada comenté brevemente la nota elevada a Franco sobre los riesgos que algunos de los sectores más ultramontanos de la dictadura percibían en el proyecto del banquero Juan March de crear la fundación que lleva su nombre. Me abstuve de cargar las tintas, evidentemente negras, que la nota suscita. Dejo que otros lo hagan. Dado que la nota es fácilmente reproducible, se ha incorporado a este post. Se agradecen comentarios, no sea que me haya dejado llevar por prejuicios inconfesables.

 De la nota elevada a Franco se desprendía que el Estado no podía desentenderse de la futura Fundación. Había que asegurarse de que estuviese inspirada por la Iglesia, “única sociedad perfecta” ya que “por misión divina” atendía al bien común. Había que estudiar cuidadosamente los estatutos y, llegado el caso, intervenir. Los autores, haciendo gala de una orientación preocupada por el futuro de la PATRIA, terminaron  encareciendo la necesidad de encargar “misas y oraciones para mejor acertar” y con el trascendente objeto de “obtener la ayuda de Dios, Nuestro Señor, en su ulterior desarrollo”.

No sabemos lo que el inmarcesible Jefe del Estado pensara de la nota. Pero sí podemos decir algo acerca de la reacción de Juan March (es impensable que no se enterase de tal tipo de prevenciones). Fue doble. La primera estrictamente legal. Las disposiciones de la escritura de constitución de su Fundación determinaron que no podrían alterarse o modificarse en modo alguno. Evidentemente ello traducía la percepción clara de algún tipo de riesgo. Si el Estado u otro organismo o autoridad pretendieran modificar o no cumplir la voluntad del fundador, el Patronato de la Fundación se opondría. Uno se pregunta, ¿por qué se opondría? Caso de no tener éxito, la Fundación quedaría extinguida automáticamente. Nada de tirar por la calle de en medio.  La segunda reacción fue táctica y en consonancia con las mores de la dictadura. Al Patronato pasaron, entre otros, el tan alabado cardenal Eijo y Garay, clérigo duro entre los duros; el almirante Salvador Moreno y el exministro de Gobernación, y no de los blandos precisamente, Blas Pérez González. Suponemos que para tranquilizar.

No conocemos las relaciones que March tuviera con aquel prelado de infausta memoria pero sí sabemos algo de las que mantuvo con los dos últimos. Se remontaban a los años de la guerra civil y se habían fortalecido durante el período de neutralidad/no beligerancia/neutralidad en la segunda guerra mundial. Están documentados, gracias a Manuel Ros Agudo y a Richard Wigg, significativos contactos que March tuvo con el Ministerio de Marina en 1939/40 en conexión con operaciones muy secretas tanto con nazis como con los británicos. Quien juega doble, puede ganar por los dos lados.

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Después March había dado pruebas de lealtad al régimen, si bien protegiendo cuidadosamente un margen de actuación autónoma. Como ha escrito Mercedes Cabrera, había financiado el traslado de Don Juan de Borbón desde Suiza a Portugal. Menos conocido es que March mantenía excelentes relaciones con la embajada británica (no por casualidad ya que había sido uno de sus más importantes agentes, si no el más importante, durante el conflicto mundial). En consecuencia, no tuvo inconveniente en informar a Franco de las impresiones que en reinaban en dicha embajada con respecto a la dictadura en los primeros años del tan abombado “cerco internacional”.

Sin olvidar que March había sido el gran financiador de la sublevación del 18 de Julio y que gracias a él los monárquicos alfonsinos (al frente de los cuales se encontraba el “proto-mártir” José Calvo Sotelo) habían podido pagar a tocateja los aviones que Pedro Sainz Rodríguez contrató con la Italia fascista el 1º de julio. No precisamente para que apoyasen el golpe sino para que ayudaran a los militares insurrectos a encarar una guerra presumiblemente corta.

En comparación con quienes querían acudir a las preces y misas para evitar que la futura Fundación pudiera descarriarse, Juan March era un hombre no moderno sino supermoderno. La Iglesia, no. Lo había demostrado en los albores del 18 de julio y lo consagró definitivamente en la Carta colectiva del episcopado español de 1937. Pero se llevó el gato al agua y el Concordato de 1953 plasmó definitivamente sus privilegios en materia económica y educativa. Todavía conserva una parte.

¿Y la Fundación?  Pues cumplió con creces las esperanzas y deseos que su fundador expuso en la escritura de constitución, consultable fácilmente en el portal de la misma en Internet.

Laus Deo.

La Iglesia contra Juan March (I)

23 septiembre, 2014 at 7:19 am

En los archivos del franquismo se encuentran auténticas joyas. Muchos de ellos, no todos, forman el núcleo de los de la benemérita Fundación Nacional Francisco Franco (benemérita porque es una máquina de producción de historiadores anti-franquistas). Se trata de fondos que, en lo que se me alcanza, no siempre han sido demasiado explorados con ojo suficientemente crítico. Hoy, por fortuna, se encuentran digitalizados –aunque no sé si en su totalidad o solo en parte- en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca.

Buscando otras cosas, que daré a conocer el año que viene en un libro (ya terminado a reserva de lo que escriban Stanley G. Payne y Jesús Palacios en su biografía de Franco), me topé con una nota reservada sobre la Fundación Juan March. Se elevó, por lo que cabe pensar, a conocimiento del Jefe del Estado/Caudillo/Generalísimo/presidente del Gobierno/ Jefe Nacional del Movimiento, etc. etc. No tiene firma ni fecha, pero dado que la Fundación se creó a finales de 1955 tuvo que ser de antes y datar del período que convencionalmente se denomina de “nacional-catolicismo”.

El autor o autores (integristas o ultramontanos católicos) vieron en el proyecto de la Fundación todo un peligro. No era para menos. Constituía una novedad en el siniestro panorama educativo y cultural de la época. No extrañará que se apresuraran a alertar a su amado JEFE. Entre los factores que les mosquearon figuró el que la proyectada Fundación iniciaría su andadura con una dotación de recursos significativa en aquellos años oscuros de pobreza y de introversión generalizadas.

La idea de financiar la formación de una élite cultural, científica o artística era más que sospechosa. ¡No había hecho algo similar, con menos fondos, la malhadada Institución Libre de Enseñanza!  ¡Y qué decir de la Junta de Ampliación de Estudios! Por inspiración divina, sin duda, las había sustituido una institución, el CSIC, absolutamente controlado por el Opus Dei. Pero ¿quién controlaría la Fundación? Obsérvese el planteamiento que se elevó al inmarcesible Jefe del Estado. ¿No habría peligro de que cayera en manos de la “secta”? (entiéndase la MASONERÍA). Con quince millones de pesetas anuales, argumentaron los meapilas, que era lo inicialmente previsto, sería posible cambiar la faz de España en quince o veinte años. ¿Qué país tendríamos entonces si la élite expuesta a la posible influencia maléfica se apartaba de los cánones y postulados establecidos por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana?. ¿Quién elegiría a los agraciados? Puntos muy sensibles.

Lo interesante es la justificación de las contramedidas. Según los autores de la nota, el Ministerio de Educación Nacional tenía que guiarse por normas objetivas sobre la importancia de los expedientes académicos. Eso sí, existían otros criterios no desdeñables: las propuestas de las autoridades y de los mandos de Falange. No debió  de considerarse necesario poner negro sobre blanco que tales “incitaciones” eran órdenes para los funcionarios del Ministerio. ¡Para qué detenerse en explicarlo a Franco! No en vano las autoridades y Falange velaban por la salud y salvación de la PATRIA. (Así siguieron haciéndolo, de cara a los funcionarios de Educación, hasta mucho después de la muerte de Franco).

En resumen. En el horizonte los redactores de la nota oteaban riesgos, peligros, la influencia masónica.

Una circunstancia agravaba la situación que podría crearse:  el Ejército, el Partido, el Ministerio de la Gobernación y las Universidades tenían que fijarse en el corto plazo pero ¿quién se ocupaba del “mañana”? ¿Quién y cómo configuraría el futuro? El futuro pertenecería a quienes se preocupasen de él. De esta vacuidad se desprendía que había que tener en cuenta que los soportes económicos y sociales del régimen se comportaban de manera incierta, cubriéndose las espaldas por lo que pudiera ocurrir. ¿Cómo, pues, se perpetuarían las esencias de la España inmortal, de la España nacional-católica?

Continuará la semana próxima. No se lo pierdan.

Franco y la rentrée (y II)

16 septiembre, 2014 at 7:24 am

Este post ofrece unos cuantos ejemplos de las opiniones que Franco despertó en su época a algunos de sus más íntimos colaboradores. Forman parte de las que daré a conocer, con sus referencias documentales, en dos próximos libros. Las más lejanas en el tiempo se basan en las memorias inéditas de un personaje hoy olvidado pero que siguió de cerca la actuación de Franco, y de su hermano Nicolás, en los  primeros meses de la guerra civil. Saldrá a finales del mes próximo. Las menos lejanas las reproduzco en el libro previsto para el XL aniversario del fallecimiento. Se basan en documentos conservados en archivos plenamente accesibles. Me llevaré una grata sorpresa, y felicitaré públicamente a sus autores, si pudiera leerlas en la nueva biografía que sobre Franco anunció Manuel Rodríguez Rivero en Babelia hace unas cuantas semanas.

 

Una de las características que destacan en los innumerables elogios que políticos de derechas, tertulianos, periodistas, plumillas de diversa índole y hasta historiadores siguen, de manera más o menos directa, vertiendo sobre Franco se refiere a su sagacidad galaica, a su “hábil prudencia”, a su capacidad por guiar con mano segura la nave del Estado en tiempos turbulentos, sobre todo en la segunda guerra mundial y en la postguerra. Las alabanzas, a veces babosas, abarcan una amplia gama, desde las menos matizadas a las que lo son en grado extremo. Hoy ya es extravagante, por ejemplo, considerarlo como un “enviado de Dios” o “el salvador de España” (a pesar de que ilustres prelados comulgaron con tales ideas), pero sigue aludiéndose a sus grandes logros: evitar que España cayera de cabeza en la trituradora de la segunda guerra mundial, “pacificar” a los españoles y abrir la puerta al crecimiento económico de los años sesenta. Sin este, se afirma, no hubiera sido posible la transición española. En definitiva, Franco fue un titán.

Los historiadores hemos hecho todo lo posible por identificar lo que hay detrás de esos logros, muchos de los cuales tienen que ver no tanto con él como con factores ajenos a su voluntad.  La comprensión del personaje puede y debe completarse desde otro ángulo. ¿Cómo vieron al Caudillo/Generalísimo/presidente del Gobierno/Jefe del Estado/líder del partido único (entre otras cosas más) algunos de sus más íntimos colaboradores?

El malogrado Javier Tusell fue uno de los primeros en abordar el tema desde la óptica de memorias, varias de entre ellas desconocidas hasta que él las consultó. Le siguieron más autores. Los escritos de, entre otros, Beigbeder, Gómez-Jordana, Kindelán, López Rodó, Navarro Rubio, Queipo de Llano, Serrano Suñer y una impresionante serie adicional para los años del tardofranquismo han arrojado luz, con frecuencia contradictoria. Cuando se ha tratado, como en varios casos, de ediciones preparadas por autores que de ellas se han responsabilizado no tenemos la seguridad de que no fuesen manipuladas. Hoy, por ejemplo, está muy de moda ensalzar a Gómez-Jordana. Yo no he trabajado en sus papeles pero me sorprenden, por ejemplo, las omisiones que figuran en su diario. Y eso que un diario, por definición, no equivale a memorias. De las de Queipo, mejor no hablar. Personalmente he seguido un enfoque distinto, gracias a la amabilidad de numerosas personas a quienes he consignado, donde corresponde, mi más profundo agradecimiento.

El resultado, a veces, cubre un vacío. Otras no. ¿Cuáles son, por ejemplo, los escritos que iluminen la atmósfera, el ambiente y las relaciones humanas en el Cuartel General durante la guerra civil? Quizá se conserven los de Antonio Barroso, Lorenzo Martínez Fuset, Blas Pérez González, Fidel Dávila, etc., pero si se conservan, no han salido a la luz.

Lo que se haya escrito en la biografía de Franco próxima a aparecer habrá que contrastarlo con lo que arrojan las memorias que escribió para su familia, y no para publicación, quien fue el primer secretario de Relaciones Exteriores de Franco. Por así decir el “proto-ministro” del ramo. Se llamaba Francisco Serrat y Bonastre y estaba a la cabeza del escalafón de la carrera diplomática antes del 18 de julio de 1936. El lector que eche un vistazo a su nombre en Wikipedia no encontrará muchos datos sobre él y los más importantes son erróneos. En lo que escribió para conocimiento exclusivo de su familia dejó constancia de algo de lo que había visto en Burgos y en Salamanca hasta que se eclipsó en circunstancias nunca esclarecidas.  Ningún historiador franquista o antifranquista ha sentido la menor curiosidad por hacerlo y un aficionado que a ello se atrevió se echó prudentemente atrás. La solución no dejaba en buen lugar al inmarcesible Jefe del Estado.

Franco aparece, en las memorias de Serrat, como un hombre vacilante, carente de toda formación para hacer frente a las complejidades del entorno internacional, manejado por su hermano Nicolás (un bribón corrupto de tomo y lomo), proclive a relajarse en discusiones interminables con sus amigotes (entre ellos Barroso), dependiente de los favores de alemanes e italianos, etc. ¿Y en el plano personal? Teniendo en cuenta lo que sucedió a Serrat, y que no se desvelaré aquí, Franco se revela como un tipo rencoroso, vengativo y mezquino. Documentable.

Otro próximo colaborador de Franco, en este caso militar, se refirió a él caracterizándolo de vanidoso, proclive a rodearse de aduladores, gustoso de que se le quemase incienso en cantidades tales que daba náuseas. Había llegado a creer que era un ser superior a los demás y que sus caprichos eran leyes. [Algo no del todo exacto: Franco copió a Hitler en ciertas aspectos importantes para él y su dictadura]. El colaborador, que no identificaré aquí, subrayó que Franco era por naturaleza desconfiado y rencoroso y que hacía caso de todas las insidias venenosas que le pusieran por delante. Bajo su mando la inmoralidad y la injusticia lo invadían todo y habían llegado a profesiones en donde nunca antes habían aflorado. No le agradaba en absoluto que le contasen la verdad y solía postergar a quienes se atrevían a hacerlo. ¿Resultado? El desastre, el imperio de la desvergüenza y la corrupción. En una palabra, la España de Franco.

Añadiré que tales observaciones respondían a una realidad documentable. El inmarcesible Caudillo, desde los años de la guerra civil, actuó como un corruptor nato. Sus palancas fueron las habituales: honores, favores y dádivas. No tanto en metálico como en especies que valían su peso en oro. Tal vez haya algo de eso en la próxima biografía.

Pronto lo veremos.

 

Franco en la rentrée I

9 septiembre, 2014 at 7:18 am

¡Vuelta al tajo!

En los casi últimos,  ¡ay!, días de las vacaciones un escritor cuyos artículos siempre son lúcidos e interesantes, Manuel Rodríguez Rivero, publicó en BABELIA una referencia sobre algunas de las novedades editoriales que nos esperan en este próximo otoño relacionadas con Franco. El comentario era un tanto ácido, como se merece el tema.

Reanudo hoy  este blog con una apostilla informativa. Al tiempo recuerdo a mis amables lectores que si tienen cuestiones que desean que aclare o sugerencias para enriquecer este diálogo que es, en lo posible, un blog que aspira a ser desmitificador, les agradecería mucho que me comunicasen sus ideas.

Son cuatro las obras que destaca Rodríguez Rivero. Entre ellas figura una nueva biografía del dictador que han escrito al alimón el profesor Stanley G. Payne y el conocido periodista Jesús Palacios. No es su primera aventura conjunta. Hace algunos años tuvieron la brillante idea de escribir una obra preliminar sobre el mismo tema. En su primera parte se basaron en las memorias la actual duquesa de Franco. No fue, en mi opinión, una obra rompedora. Tampoco, en ausencia de documentación contrastable de época, creo que son siempre aceptables las opiniones sobre “papá” de la hija. Me sorprendió,   eso sí,  que tampoco dichos autores, cuyas simpatías y antipatías profundas son suficientemente conocidas, tuvieran acceso a los papeles “privados” del dictador.

Espero que, con su excelente entrada en la familia Franco, hayan colmado tal laguna en la obra que ahora se anuncia. Seré uno de los lectores que la estudiarán con detenimiento. Siempre me ha parecido no ya chocante sino inaudito que los papeles “privados” de una persona que se situó al frente de los destinos de España durante casi cuarenta años no fueran públicamente accesibles.

Supongo que han existido obstáculos infranqueables. La situación nos ha puesto, ¿hasta ahora?, por detrás de Rusia en un imaginario ranking de accesibilidad a fuentes. Al menos en Moscú hace ya muchos años que se abrió la mayor parte de los papeles de Stalin. No sé, sin embargo, si ahora su consulta se ha restringido o no.

En cualquier caso, España está decididamente a la cola de países (Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Portugal) cuyas figuras determinantes para su historia contemporánea pueden estudiarse desde hace años en base a su documentación privada. Aquí lo único que podemos oponer (aunque no sea nada desdeñable) son los papeles conservados en la Fundación Nacional Francisco Franco (FNFF). Se me dice que accesibles con ciertas dificultades (no he estado nunca en ella, a diferencia de Payne que no ha citado en su extensísima obra más de media docena de legajos procedentes de la misma, único archivo que parece haber visitado). De todas formas es sabido que, al haber contado con una ayuda estatal para su catalogación y digitalización, tales papeles están hoy disponibles, al alcance de cualquiera, en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca. Un gran progreso por el que hay que dar las gracias al extinto ministerio de Cultura y a su Dirección General de Archivos.

En los últimos años he invertido bastante tiempo tratando de documentar algunos rasgos personales y de comportamiento del general Franco. Lo he hecho en base a documentos que están en el dominio público y que, por consiguiente, son fácilmente consultables sin cortapisa alguna (salvo, en la actualidad, las derivadas de la genial idea de nuestro ilustre ministro de Asuntos Exteriores de trasladar al AGA los archivos de su Ministerio desde 1931). Imagino, no obstante, que Payne y Palacios habrán hecho lo que cualquier historiador hace y es servirse de una importante base documental para sustentar su investigación, si es que aportan conocimientos o tesis novedosos.

Mi libro está  ya terminado. Mi idea es lanzarlo el año próximo, cuando se cumple el XL aniversario de la muerte del dictador. Ahora lo he dejado encima de la mesa. Es evidente que resulta preciso comprobar si, y cómo, los dos autores mencionados tratan los temas que en mi trabajo he abordado específicamente. Entre ellos figuran los preceptos canónicos de la tergiversación del pasado que siempre promovió la dictadura, el carácter de esta, lo que hay detrás de algunos de los supuestos grandes éxitos del general en política exterior y, no en último término, las líneas esenciales del aparato de disuasión interna y externa que logró montar tras su victoria en la guerra civil y que se mantuvo hasta el final.

Franco no es una figura escasamente tratada. Aunque toda obra de historia es susceptible de mejora, los dos ensayos biográficos que le dedicó Paul Preston me parece que hasta el momento no han sido superados. Uno está basado en la evidencia disponible en el momento en que se redactó y el segundo es de carácter más interpretativo. Ni Preston ni quien esto escribe pretendemos escribir historia definitiva pero eso tampoco significa que cualquier obra ulterior supere necesariamente a otra anterior.

Los avances historiográficos se valoran según ciertos criterios: la relevancia o no de nuevas fuentes documentales, la habilidad por penetrar en dimensiones ya conocidas pero en las que cabe encontrar nuevas facetas, la capacidad por despejar las incógnitas que existan en la bibliografía y, no en último término, los resultados del diálogo que los historiadores establecen de forma directa o indirecta con sus pares.

Este último criterio es importante. En España chocan una tradición franquista/neo-franquista y una masiva literatura poco franquista o antifranquista. Mi percepción, a tenor de los asuntos que la primera ha tratado y en la medida que coinciden con los que he abordado,  es que en general resulta de escasa calidad.

El amable lector observará que el párrafo que antecede contiene una antinomia: a favor y en contra. Responde a un hecho evidente en la España de nuestros días. La mayor parte de los trabajos de autores que se autoproclaman objetivos, neutrales o científicos (que de todo hay en la Viña del Señor) no responden a tales pretensiones. Es más, la tergiversación, la manipulación, la distorsión y el “olvido” de fuentes esenciales o de bibliografía “no conforme” son bastante habituales.  En estas condiciones, ¿qué hacer?

Vuelven las brigadas

29 julio, 2014 at 8:00 am

Me refiero a las Brigadas Internacionales. En realidad, nunca se fueron. Como se pondrá de manifiesto en el número especial  de la revista STUDIA HISTORICA de la Universidad de Salamanca sobre la bibliografía reciente de guerra civil y que aparecerá este próximo otoño, una gran parte de la literatura no española ofrece un lugar de honor a aquellos voluntarios de medio mundo que lucharon en las filas republicanas. En este post, el último de antes de las vacaciones de verano, me hago eco de dos noticias.

La primera se refiere a la publicación de un folleto con el título de D´Spueniekämpfer. En luxemburgués. Se traduce por los luchadores de España y está dedicado a la memoria de los voluntarios que partieron del pequeño ducado de Luxemburgo en los años de la guerra civil. Me llegó hace unos meses. Está editado por los Amis des Brigades Internationales luxemburgueses y lleva un prólogo de Jean-Claude Juncker, primer ministro a la sazón del Grand Ducado y hoy presidente designado de la Comisión Europea.

A los lectores les sorprenderá saber que un primer ministro socialcristiano, no precisamente de izquierdas, prologue un folleto sobre tal temática. No soy de quienes ven a un presidente del Gobierno español lo haga con un libro sobre la guerra civil pero probablemente han tenido o tienen cosas más importantes en qué pensar.

Pues bien, un un prólogo emocionante, Juncker elevó un recuerdo muy sentido hacia aquellos voluntarios “que se batieron por la España auténtica, la del pueblo, y por una patria que se llama libertad”. Esta expresión, “la España auténtica”, sin duda hará rechinar los dientes a los evocadores de la sublevación contra la revolución inminente que todavía entrevén en la España de la época.

También para Juncker (no es necesario decirlo para muchos políticos e historiadores de izquierda) los “Spueniekämpfer” fueron igualmente “Fräiheetskämpfer”, combatientes por la libertad. Y Juncker, al escribir, se rebeló contra el olvido en el que parecen haber caído hoy el totalitarismo, el fascismo y la opresión. No creo que sean numerosos los políticos españoles de derechas que manejen este tipo de lenguaje. Aquí el “18 de julio” se ha visto rememorado por algunos como la ocasión en que se salvó a una patria en peligro, que ahora -según dicen- vuelve a estarlo.

Lo que es muy interesante del folleto es su orientación didáctica y divulgadora. Está profusamente ilustrado con fotografías de documentos de época y con las de 29 de los 87 voluntarios identificados con nombres y apellidos de entre un centenar. La mayoría eran luxemburgueses pero también hubo italianos y  alemanes amén de algún polaco, francés y sanmarinense. Sobre los orígenes profesionales de los brigadistas se ha discutido largo y tendido. En el caso luxemburgués se trataba de obreros (metalúrgicos, mineros, albañiles, herreros, pintores, carpinteros, panaderos) más algún que otro empleado y hasta un peluquero. Hubo varios legionarios (supongo que de la Legión Extranjera francesa) y un  ingeniero. Como se ve, la clase obrera antifascista no es que estuviera bien representada. Constituía la práctica totalidad.

En muchos casos se determina su destino: nueve o diez murieron en España, una docena fallecieron en el curso de la guerra aunque no necesariamente en ella (hay identificados casos de muertes en prisión o en campos de concentración alemanes). Una gran parte de los “Fräiheetskämpfer” pasó la segunda guerra mundial en cárceles o en algunos de los campos más infames (Dachau, Sachsenhausen, Auschwitz, Natzweiler).

Durante muchos años tampoco en Luxemburgo a los excombatientes se les agradeció su aportación a la lucha antifascista. Fueron excluidos de la ley de reconocimiento de la resistencia de 25 de febrero de 1967, limitada a los hechos que tuvieron lugar en la guerra mundial misma tras la invasión por los alemanes del Gran Ducado.

Como ocurre con frecuencia, fue la sociedad civil la que se puso en vanguardia, en particular a partir del LX aniversario del estallido de la sublevación militar en España. En 1997 se inauguró un monumento, erigido por suscripción popular, y se multiplicaron los actos de reconocimiento que desembocaron en la aprobación, tardía pero unánime, de la ley de 27 de julio de 2003 que derogó la de 10 de abril de 1937. Fue esta la que prohibió la participación de extranjeros en la guerra civil. Los brigadistas quedaron rehabilitados tras 66 años de espera.

¿Una gota de agua? Más vale tarde que nunca.

La segunda noticia es que el conocido historiador norteamericano Adam Hochschild (autor de, entre otras numerosas obras, un tremendo alegato contra la infame ´colonización´ del Congo como propiedad personal del soberano belga Leopoldo II que llevó a un holocausto que algunos cifran en diez millones de personas) está trabajando en un nuevo libro sobre los voluntarios norteamericanos en la guerra civil. Es un tema ya explorado pero Hochschild aportará una nueva visión y un nuevo encuadre.

De entrada, se está interesando por temas que no han figurado prominentemente en obras previas de otros autores. Como los lectores de este blog saben, quien esto escribe es de los que creen que no se hace historia definitiva. Nueva evidencia empírica, nuevas perspectivas de análisis y las preocupaciones de los autores de generaciones sucesivas conducen necesariamente a nuevos resultados, con otras técnicas, o a la confirmación/rechazo de afirmaciones pasadas.

Me he absorbido durante los últimos quince días en preparar el índice analítico de mi próximo libro, ya en segundas pruebas.  Un trabajo penoso y aburrido pero, espero, útil para los lectores. Como saldrá a finales de octubre o principios de noviembre, a la vuelta del verano me permitiré escribir algo sobre él. No tanto para hacer publicidad sino para demostrar otra faceta del trabajo del historiador. No versará sobre la República en guerra sino sobre su adversario.

Deseo a todos los lectores un feliz verano, dentro de lo que cabe, y prometo volver en septiembre. Y si en el interín me hacen llegar sugerencias respecto a los temas que deseen que trate, miel sobre hojuelas.

De nuevo el caso Balmes: carta abierta a un amigo lector

22 julio, 2014 at 8:00 am

Como he dicho en este blog, y he defendido en todos y cada uno de mis libros, no creo que exista historia definitiva. He estado siempre en las antípodas de algunos historiadores pro-franquistas como, por ejemplo, Ricardo de la Cierva. Los historiadores podemos equivocarnos como todo el mundo. Nadie es ajeno al error, como ya previene un adagio clásico. Ahora bien, hay una distancia sideral entre equivocarse y engañar. Un servidor no engaña.

El caso Balmes, que ya ha surgido en este blog, es algo paradigmático para aproximarse al comportamiento real de Franco. Lo que la prensa de la época, y toda la historiografía subsiguiente, presentó como un accidente, no me parece que lo fuera en modo alguno. Se trató de un asesinato en toda regla que, en los términos del código penal y del código de justicia militar imperantes el 16 de julio de 1936, hubiera debido poner al posterior Caudillo en el sillón de los justiciables.

El asesinato se produjo en tiempo de paz y sin que ni siquiera se hubiera proclamado el estado de guerra (de manera ilegal e ilegítima) que cubrió con su tenue velo todos los desmanes y barbaridades a que se entregaron inmediatamente los sublevados en Canarias, Marruecos y allí donde triunfó la rebelión en la Península.

El “régimen del 18 de julio” nunca reconoció su origen ilegal e ilegítimo. Fundó en él su propia legitimidad. Todavía hoy pagamos las consecuencias.

Algún historiador (por ejemplo, Stanley G. Payne) se ha limitado a decir que no he ofrecido pruebas de que Franco ordenase el asesinato de Balmes. Es una argumentación indigna de un historiador como él. Los asesinatos, en general, no suelen ordenarse por escrito. Hay excepciones, pero el de Balmes no figura entre ellas. Argumenté y argumento que, mientras no se desmantelen los indicios que presenté (y otros que cualquier historiador puede allegar, por ejemplo siguiendo las pistas que dí), mi investigación tiene un altísimo grado de probabilidad. Afortunadamente, ya hay gente que está explorando en esa dirección.

Uno de los lectores de este blog, rastreando por el internet, ha encontrado –escribe- informaciones que “debilitan” mis tesis. Aduce, por ejemplo, que el Dragon Rapide tenía justificado el no volar al aeródromo de Los Rodeos porque en él había dificultades de aterrizaje. Yo señalé, por el contrario, que ir a Los Rodeos era lo más simple si de lo que se trataba era de sacar a Franco de Tenerife y llevarlo a Marruecos para que se pusiera al frente de la sublevación. La argumentación sobre los riesgos de Los Rodeos había sido ya utilizada por algunos historiadores pro-franquistas. Gracias a la inapreciable ayuda de mi primo hermano, expiloto, que voló cientos de veces a Los Rodeos en los años sesenta, dejé claro que, en su autorizada opinión, no era válida. Pues bien, el amable lector a quien me refiero la ha impugnado refiriéndose a unas declaraciones del director de LAPE (Líneas Aéreas Postales Españolas) en las que, al parecer, afirmaba la “peligrosidad” del aeródromo. Tales declaraciones se hicieron a principios de junio (supongo que en Madrid) a un periodista de La Gaceta de Tenerife y, según dice el lector a quien me refiero, no se publicaron hasta pocos días antes de la sublevación militar. Silencia que se trataba de un periódico de tendencia clerical y, si se me permite la expresión, “meapilista”.

No se identifica al autor de tales declaraciones. Mi primo hermano me ha aclarado quién era. Se llamaba César Gómez Lucía y no ha encontrado evidencia documental de que hubiese volado al citado aeropuerto. Según informaciones de internet, fue retirado de la dirección de LAPE en abril de 1936 y sustituído por el comandante Carlos Núñez Mazas, quien desempeñó un papel descollante en las FARE durante la guerra civil. Después de ésta Gómez Lucía fue director gerente de IBERIA. No podía ser un “rojo” peligroso. No ya en internet sino en los Anuales Militares de España que tengo en casa, los de 1934 y 1936, Gómez Lucía no estaba ya en activo, como aparece en el de 1927, que también tengo. En cualquier caso, las presuntas declaraciones de Gómez Lucía no coinciden con la realidad.

Que Los Rodeos fuese un campo de tierra no era un problema para el aterrizaje o despegue del Dragon Rapide, un avión pequeño y muy versátil sin problemas para operar en Tenerife. Respecto a las condiciones meteorológicas, que examiné detalladamente en mi investigación, es cierto que a veces hay en Los Rodeos viento fuerte del norte (turbulencia) y que también se forman nubes bajas (efecto niebla), pero esto es bien conocido, sin problemas irresolubles para la operación, excepto los retrasos que puedan ocasionarse. Al piloto, que no está sólo para operar con sol, se le exigía ya en 1936 cierto grado de pericia y buen criterio. El capitán Webb era un buen profesional y podría haber volado a Los Rodeos. La calificación de que se tratase de un aeródromo peligroso es excesiva. Casos complicados son La Palma (antigüa), Funchal, Guatemala, Bilbao con viento sur (amén de un largo etcétera), pero siempre se ha operado en ellos con la precaución y las limitaciones necesarias.  Si lo hubiera requerido el «plan de ruta» el Dragon Rapide hubiese aterrizado en Tenerife pero siendo obligado, de acuerdo con el plan trazado, acudir adónde iba a producirse un futuro entierro, ¿qué objeto tenía ir a Los Rodeos?

 

Franco no podía airear su plan y la prensa, controlada suavemente por los militares (luego por la fuerza) no hizo el menor hincapié en la posibilidad de que no fuera un accidente. Sus versiones inmediatas solo tenían que cubrir 24 horas. Sí conoció el plan el asesino –a quien el inmarcesible Caudillo siempre dispensó después un trato de favor que nadie ha explicado. También es probable que lo supiera el general Orgaz, residenciado en Las Palmas por el Gobierno y con quien es posible que  Franco hablase de las posibilidades en su visita a la capital grancanaria a finales de mayo. Al fin y al cabo, alguien expuso públicamente durante su transcurso cómo el Ejército podría oponerse a una revuelta izquierdista.  Orgaz, no lo olvidemos, también había tratado de contratar un avión del servicio postal de la Lufthansa (matrícula D-APOK, bautizado con el nombre de “Max von Müller”), por si el Dragon Rapide no acudía a tiempo.

 

Puestos a jugar al ratón y al gato, algo de lo que siempre disfruto cuando se trata de abordar los mitos franquistas, ¿quién me puso sobre la pista del asesino?. Pues un historiador proclive a mantenerlos. La encontré leyendo uno de los numerosos libros del académico de la Historia e insigne medievalista profesor Luis Suárez Fernández al cotejar una de sus habituales, ¿cómo llamarlas?, distorsiones. Si a estas horas no lo ha identificado habrá dado prueba de escasa sagacidad. Un colega y amigo mío, a quien ya he citado en este blog, tardó exactamente diez minutos en hacerlo tras leer las informaciones que ofrecí en mi investigación.

 

Laus Deo. 

Historia: empujan las nuevas generaciones

15 julio, 2014 at 8:21 am

Son tres los fenómenos detectados, todos positivos y muy estimulantes. El primero es que la historiografía sobre la contemporaneidad española avanza con fuerza, adentrándose en nuevas temáticas y nuevos tiempos. La guerra civil, aunque siempre presente de alguna u otra manera, se ha convertido en un punto de partida, no de llegada.

El segundo es la absorción, por parte de una nueva generación, de un principio por el que algunos autores de la mía hemos pugnado durante muchos años. Es preciso disociar analíticamente República y guerra civil. Esta última, por el contrario, debe formar núcleo con el franquismo. Los libros y manuales que tratan en el mismo golpe República y guerra civil están desfasados.

El tercero fenómenos se deriva del enriquecimiento que supone la coexistencia de tres o cuatro generaciones de historiadores, como ocurre ahora en España, que trabajan sobre los períodos que definen nuestra contemporaneidad: República, guerra civil, franquismo, transición.

De entre las nuevas temáticas la que más me ha impactado en El Escorial es el estudio de los mecanismos de control social utilizados durante la larga dictadura. Que de los aplicados en la guerra civil se pasó a los que se emplearon sin solución de continuidad en la segunda es evidente. Lo mismo ocurrió en otras áreas de las políticas públicas: educativa, cultural, represiva y agraria, por no citar sino unas cuantas.

Un joven doctorando ha empezado a estudiar los mecanismos de control social en Madrid en la inmediata posguerra. El volumen de documentación que ha encontrado es, sencillamente, asombroso. Lo que escriba, que no conozco, es difícil que no esté en consonancia con mi insistencia de que sin EPRE no habrá avances historiográficos profundos. Para el caso en cuestión debe combinarse la de naturaleza militar, política, social y policial.

La disociación del tan abroquelado binomio guerra-República también promete avances interesantes. Plantea, entre otros temas, los fundamentales: la legitimidad o ilegitimidad del “régimen del 18 de julio” y la responsabilidad inmediata en el descenso a los infiernos que fue la guerra civil.  A los políticos y funcionarios (también historiadores) que se socializaron en la dictadura o que no han logrado evadirse del canon que tan visceralmente promovió, ambos temas les provocarán urticaria. No en vano apuntalan una conceptualización que se ha abordado, sin menos EPRE, en muchas obras modernas: el franquismo como régimen rupturista en la evolución “normal” de la historia de España. Las consecuencias son aterradoras para los historiadores de derechas, españoles y extranjeros (que de todo hay en la viña del Señor). No extraña que se hayan lanzado a combates de retardamiento.

Para los historiadores de la generación más senior, es decir la de quien esto escribe, el futuro no tiene por qué ser preocupante. Sin ir más lejos, dos jóvenes historiadores (David Jorge y Miguel Íñiguez) están rastreando detenidamente los mil y uno escollos por los que hubo de atravesar la fenecida República a la hora de enfrentarse, sin el menor, con el cerco internacional que formó la política de no intervención. ¿Un tema manido? Quizá, pero nueva documentación pondrá en aprieto a quienes siguen, erre que erre, disminuyendo la eficacia de ese cerco entre los factores que condujeron a la derrota republicana. (Citar nombres equivaldría a darles una publicidad que, en mi opinión, no merecen. Quizá estén haciendo méritos para convertirse en los nuevos porta-estandartes extranjeros de una versión que no choca demasiado con las interpretaciones de la derecha autóctona).

Mi generación no está en la misma situación en que se encontraron los historiadores de la que nos precedió. Observen los lectores que no menciono a “nuestros maestros”. No lo fueron, por lo menos en los temas relevantes de la que para muchos de nosotros era entonces historia contemporánea (es decir la que se inicia tras la quiebra del sistema de la Restauración). Yo  nunca aprendí nada de ellos. ¿Qué podían enseñarnos si se habían estancado en las delicias, goces y honores académicos que les proporcionó la dictadura? En el mejor de los casos, prefirieron revisar algunos ámbitos del siglo XIX y de sus continuidades en la primera parte del XX. Siempre fue más seguro.

El decano de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, Luis Enrique Otero Carvajal, ha dirigido un equipo pluridisciplinar que se ha especializado en el estudio de las quiebras en las distintas ramas del quehacer científico en España. Un primer avance de su trabajo se publicó hace un par de años sobre la destrucción de la ciencia en España. Hace unos cuantos meses se ha publicado un masivo estudio por él coordinado sobre la Universidad nacional-católica. La perspectiva analítica escogida ha estribado en el desbrozamiento y contextualización de los expedientes de oposiciones a cátedras universitarias en el decenio de los años cuarenta. Nombres “gloriosos” de la Universidad española de la postguerra pasan por la trituradora de la confrontación con la EPRE en aquel momento culminante de su trayectoria que era el espaldarazo que suponía obtener una cátedra. He de confesar que en Historia el resultado confirma lo dicho. Salvo excepciones, como la de Vicens Vives, posteriormente un tanto exagerada, no hay grandes nombres. El franquismo nos descoyuntó de la evolución que la disciplina seguía en el exterior.

En el seminario de El Escorial las críticas a la llamada “Ley de Memoria Histórica” fueron constantes. No es de extrañar. Sus defectos son numerosos. Sus pretensiones nunca se tradujeron consistentemente en hechos. “Zapaterismo ligero en estado químicamente puro” fue una de las lindezas que se le soltaron. La pérdida de una oportunidad.

También salió a relucir el continuismo en las percepciones de algunos altos cargos del aparato judicial de nuestros días. Ya habían hecho sus primeras armas en la represión franquista. El tratamiento del caso Puig Antich que promete el profesor Gutmaro Gómez Bravo en un  libro a él dedicado será apasionante y sumamente revelador. Un crimen de Estado sin reparar.

En resumen: no hay nada que deba incitarnos a la tristeza. A pesar de todas las dificultades objetivas (en particular de las interpuestas por el actual Gobierno con su negativa a desclasificar nueva documentación y el cierre de un sector de la que ya se conocía), las generaciones que vienen empujando mantendrán a la historiografía española en el recto camino.

 

¿Quién mató a Dag Hammarskjöld? De las dificultades de clarificar un asesinato político

8 julio, 2014 at 7:26 am

En la noche del 17 al 18 de diciembre de 1961 el avión que llevaba a DH al aeropuerto de Ndola,  en lo que hoy es Zambia, se estrelló poco antes de aterrizar. Perecieron todos sus ocupantes, salvo uno que murió –aparentemente de complicaciones por las heridas sufridas- unos cuantos días más tarde. A diferencia de lo que ocurrió con el general Balmes, el accidente se investigó repetidamente. Lo hicieron en dos ocasiones las autoridades competentes de lo que entonces era la Rhodesia del Norte  (parte de una Federación en que también figuraban la Rhodesia del Sur, hoy Zimbabwe, y Nyassalandia, hoy Malawi, bajo dominio británico) y las propias Naciones Unidas.

La primera y segunda investigación determinaron que la causa del accidente fue debida a un error del piloto. La tercera no se pronunció y dejó abierto el caso. Este ha generado varios libros, numerosos programas de televisión e incontables artículos de prensa. En ello se diferencia del caso Balmes, rápidamente olvidado. También se diferencia en que la muerte de DH ha dado origen a las más variadas teorías conspiratoriales en las que figuran como motores la CIA, el MI6, los belgas, varias multinacionales de la época, mercenarios contratados por el Gobierno secesionista de Katanga (una parte del Congo recién llegado a la independencia), los partidarios del apartheid sudafricano y los colonos británicos opuestos a la descolonización.

Dado que en este blog uno de sus amables lectores me ha regañado por mis presuntos fallos en la investigación del caso Balmes, he recordado que tenía sin leer un libro que me regaló mi mujer las últimas Navidades. Me he precipitado, pues, sobre él para contrastar técnicas de análisis en la investigación del “accidente” en el que pereció DH. No soy criminalista y entiendo que uno no cesa de aprender hasta que le visita la negra parca o le atrapan el Alzheimer o la demencia senil.

La autora del libro, Who Killed Hammarskjöld? The UN, the Cold War and White Supremacy in Africa, publicado en 2011, es Susan Williams, una investigadora senior en la Escuela de Estudios Avanzados de la Universidad de Londres y experta en temas de descolonización.

Williams ha escrito un libro fascinante. Conoce muy bien el marco estratégico general y los problemas económicos, políticos y militares conectados con la operación de mantenimiento de la paz que DH lanzó en el Congo con la preceptiva autorización del Consejo de Seguridad. Esta parte la resume de mano maestra pero los planteamientos generales solo sirven para encuadrar el “accidente”.

Durante años ha escudriñado los documentos generados por las dos investigaciones. Ha destacado en particular las incongruencias de la más sospechosa, la primera. Ha buscado datos complementarios en tres continentes. Ha tejido una red de complicidades con antiguos miembros de varios servicios de inteligencia. Ha visitado archivos oficiales (y a veces privados) en Bélgica, Estados Unidos, Inglaterra, Naciones Unidas,  Noruega, Portugal, Sudáfrica y Suecia. Ha interrogado a personas que tuvieron alguna conexión con el caso o con sus descendientes. Ha expurgado memorias y literatura secundaria. En definitiva, ha hecho obra de detective y sacado a la luz documentación o informaciones que no se conocían, que se habían desdeñado o que se habían distorsionado. Un lugar importante corresponde a los análisis comparativos de textos, debidamente contextualizados. Salvando las distancias, es más o menos lo que hice en relación con el caso Balmes. No extrañará, claro, que las claves no se encuentren en los artículos de prensa de la época, en parte porque muchos de ellos fueron sometidos a una campaña consciente de desinformación. Como con Balmes.

La conclusión de una monografía de casi trescientas páginas no lleva a poder determinar quién mató a DH. Demasiada documentación se ha destruído. Sí lleva a establecer que no se trató de un accidente. El avión sueco se vio obligado a descender de la altura en la que se había situado para aterrizar unos minutos después. Dos escenarios son verosímiles: bien otro avión le forzó a ello y le lanzó una bomba o bien se activó otro explosivo, oculto en el tren de aterrizaje.

El director del aeropuerto lo cerró sin indagar lo que hubiera podido ocurrir cuando el avión se retrasó; las comunicaciones con el avión no se grabaron o desaparecieron; se “pasó por alto” que en la torre de control probablemente hubo personas que no querían demasiado a DH; se retrasó todo lo posible la investigación sobre el terreno; se omitieron testimonios oculares (de nativos) que habían llegado al lugar del “accidente” mucho antes que las fuerzas de seguridad, etc.

En realidad DH se había convertido en una persona cuyo compromiso con la integridad territorial del Congo molestaba a los Gobiernos británico, belga y sudafricano, a poderosas multinacionales que se las prometían muy felices ante la posibilidad de explotar los inmensos recursos minerales de una Katanga independiente y, no en último término, a las autoridades de la Federación de las dos Rhodesias y Nyassaland. Los archivos de su presidente (Sir Roy Welensky) y del alto comisario (Lord Alport) no han desaparecido pero sí se han “peinado”. También los de la CIA y, probablemente, los de la NSA, uno de cuyos funcionarios captó en una estación de escucha de Chipre conversaciones de un segundo avión que no se registraron. Mutatis mutandis, es lo que ha ocurrido con ciertos papeles de la Presidencia del Gobierno y de las autoridades militares españolas o de los fondos del Foreign Office y de los archivos del MI6, todavía cerrados a piedra y lodo.

Personalmente, me siento muy satisfecho de que, con las naturales diferencias, las técnicas de investigación y análisis que utilicé en mi estudio acerca del “accidente” del general Balmes sean, en el plano metodológico, muy parecidas a las que Susan Williams ha seguido en su fascinante estudio. Con una diferencia. El caso DH fue muchísimo más complejo y plantea las responsabilidades de importantísimas personas en la esfera política y económica de varios países. De aquí que no haya podido determinar con total exactitud quiénes fueron los causantes.  En el caso Balmes puedo reafirmar que, con un 99 por ciento de probabilidad, el nombre de su asesino es identificable.

Para los interesados: la entrada de DH en la edición en español de Wikipedia es paupérrima y admite la teoría del accidente; la de la versión en inglés es más completa pero no menciona el estudio de Williams. Tampoco cree en un asesinato aunque expone las teorías que discrepan del accidente.

Lo que cuesta averiguar ciertos hechos…

Por la religión y por la patria. La iglesia y el golpe militar de julio de 1936

1 julio, 2014 at 8:36 am

Utilizo conscientemente la fórmula con el “quizá” porque dicho libro lo singularizan tres rasgos: a) aborda una tema que se ha querido oscurecer por la amplitud de la campaña mediática de la Iglesia para recordar el martirio de los religiosos, del clero secular y regular, durante la guerra civil y que se ha materializado en los últimos años de involución eclesial en masivas operaciones de beatificación; b) presenta la “otra cara” de la moneda: la participación activa, indecorosa, vil, de numerosos clérigos en el asesinato y persecución que efectuaron los militares, la guardia civil, la policía, la falange y las demás fuerzas “cívicas” en una operación destinada a sembrar el terror en los territorios bajo control de los sublevados y a liquidar físicamente a la “anti-España”; c) acumula casos probados, bien documentalmente bien por referencias de historia oral verificadas en lo posible, que permiten, por un proceso inductivo, establecer hipótesis generales contrarias a las versiones eclesiales que, ciertamente en mi generación, se nos impusieron a golpes de propaganda que subrayaban las malísimas artes de todos los demonios enemigos de “Dios y de la Patria”.

Se trata de un libro relativamente corto. No tiene mucho más de 150 páginas de texto y una veintena para notas. Son las suficientes para leerlo en unas cuantas horas. La brevedad refuerza un mensaje que no es nuevo pero que ahora queda abrumadamente probado. Lo expuso ya, en plena guerra civil, el prominente político católico vasco Manuel de Irujo cuando profetizó que la Iglesia  española aparecería en el futuro como víctima (lo cual es indudable) pero también como verdugo (papel siempre aminorado cuando no silenciado).

El libro establece una tipología de las formas de participación de los clérigos en la violencia. La más desaforada y vomitiva fue la directa. Fue la que ejercieron el “cura de Zafra”, Juan Galán Bermejo; el bravo Padre Vicente, capellán castrense de la Legión; el jesuita Bernabé Copado, capellán militar de la columna Redondo; otro capellán legionario, el también jesuita José Caballero; el coadjutor de la parroquia de la Concepción de Huelva, Luis Calderón Tejero; el párroco de Rociana, de la misma provincia, Eduardo Martínez Laorden; el párroco superfascista de Encinasola, Eugenio López Martín; un excapellán de la cárcel de Huelva, Pablo Rodríguez González, etc. Nombres todos que deben formar parte de la historia mundial de la infamia. (No he verificado por cierto si han encontrado acogida en las páginas del Diccionario biográfico español de la RAH). Se trata de una selección tan solo de un frondoso ramillete. Otra forma de participación fue más sutil: consistió en dar testimonios falsos sobre el comportamiento de izquierdas y malvados de toda laya de tal forma que su ejecución o su condena a largos años prisión se hacían inevitables. Fue la más rastrera, si es que cabe hacer distinciones en terreno tan resbaladizo, pues aquellos (¡oh!) santos varones solían ocultar con  frecuencia que a ellos debían su propia salvación. Ejemplos  poco en consonancia con las tan ensalzadas virtudes de verdad, prudencia y templanza.

El libro, para escándalo de eventuales píos lectores, no exonera a la propia jerarquía que demostró un tipo de comportamiento alentado por los señores obispos (a quienes Dios, en su infinita bondad, quizá haya abierto las puertas de su gloria porque el historiador debe cerrárselas). Dejemos la palabra a una de las lumbreras de la Iglesia española, monseñor Eijo Garay, duro entre los duros, fascistizado entre los fascistizados: “Dios está entre nosotros. Dios está con Falange. Y la Falange, que ayuda en los frentes a ganar la guerra y prodiga en la retaguardia la caridad cristiana, salvará a España”. ¿Exabruptos de la época? No extrañará que hubiese sacerdotes como Miguel Franco Olivares a quienes le agradara la consoladora tarea de dar tiros de gracia a los ejecutados. Para que llegasen más rápidamente al juicio divino.

Se ha hablado mucho de las charlas radiofónicas de Queipo. Menos de los curas que participaron en tan modernas actividades tan resaltadas en la entrada de dicho general en el Diccionario de la RAH. Se conservan, por ejemplo, los alocados deseos de fray Jacinto de Chucena: “Es preciso, de toda precisión, que a esta degenerada y venenosa semilla del marxismo se la quebrante y desarraigue del patrio suelo, hasta que no queda ni rastro de ella”. Emitida el 14 de agosto de 1936. Pour encourager les autres.

Un capítulo entero se dedica a una actividad algo más sofisticada. Fue la fabricación de informes político-sociales en base a los cuales se fundamentó ulteriormente la represión militar y fascista. Estuvieran basadas en hechos, rumores, inventos o incitaciones militares y policiales que de todo hubo en la Viña del Señor. Un ejemplo: “no puedo precisar si cometió desmanes pero es de suponer por haber sido detenido”. Tan tranquilo. Es un argumento que solía utilizarse también en los consejos de guerra. ¡Algo habrían hecho y no habría sido nada nuevo!

La purga del magisterio republicano, que tanta atención ha despertado con toda razón en los últimos años, y bajo la responsabilidad última de aquel genio de la literatura patriótica que se llamó don José María Pemán, contó siempre con el apoyo entusiasta de la Iglesia y de sus huestes negras, no en vano jamás perdonaron a la República los intentos de sustraer la enseñanza a su histórico dogal.  Finalmente, los autores también abordan el mito del “cura bueno”, de la mano del de Mérida, César Lozano,  aunque “bueno solo por un día”, a la vez que enfatizan los casos de religiosos que permanecieron fieles a su ministerio y no dudaron en ayudar a su grey, situándose del lado de la República. Ni que decir tiene que muchos de ellos lo pagaron con la vida.

Un libro abarrotado, pues, de datos, fuentes y testimonios que cuenta otra historia, en contraposición a las miríficas visiones que siguen hoy propagando la Iglesia y sus plumillas y a  las que tan buena acogida ha dado la RAH.  Si hay que ganar la batalla por la Historia, libros como este son más que necesarios. Son imprescindibles. Gusten o no gusten. Al escrutinio del historiador no puede quedar vedado ningún ámbito de la acción humana en el pasado. Tampoco la de la Iglesia con toda su espiritualidad.