Cuando a Castiella se le negó el placet como embajador en Londres (y II)

16 mayo, 2014 at 8:04 am

El 18 de enero de 1951, 48 horas después de la presentación oficial de la petición de placet, la burocracia del Foreign Office había llegado a la conclusión que el sentido último de la política británica no se compadecía demasiado bien con el rechazo a Castiella pero aue, lógicamente, la decisión estaba en manos de la Superioridad. El 22 de enero, el ministro, el laborista Ernest Bevin, consideró que el tema suscitaba toda una serie de engorrosos problemas y que era lo suficientemente importante como para elevarlo a la consideración de Clement Attlee, el primer ministro. Attlee no había estado demasiado de acuerdo con la política de Chamberlain hacia la guerra civil, había visitado la España republicana  y era un  hombre que tenía escasas simpatías personales o ideológicas para con Franco.

La decisión final se tomó en una reunión entre Attlee y Bevin el 24 de enero. Fue claramente negativa. Castiella no parecía la persona adecuada y se le denegó el placet. La noticia se filtró y la publicó el Daily Telegraph londinense. El periódico conservador, si no claramente de derechas,  indicó por error que la decisión se había tomado el 27. Fue a raiz de su publicación cuando la embajada española se enteró. Por razones que no están explicadas en el expediente, pero que probablemente tenían que ver con la delicadeza del tema, la decisión no se había dado a conocer previamente a los demás miembros del Gobierno.

No sabemos cómo se lo tomó Franco. Sí se sabe lo que hizo.  A los pocos días, no conocemos tampoco las razones, decidió sugerir el nombre de Miguel Primo de Rivera, hermano del fundador de la Falange. Esto nos hace pensar que tal vez había llegado a la conclusión de que si los británicos se negaban a aceptar a un falangista como Castiella, quizá mostrarían sus auténticas luces respecto a Falange de cara al sustituto.

Nuevamente, el tema del placet para el duque de Primo de Rivera se elevó al primer ministro. Ya era el 9 de febrero. En esta ocasión, la información que se le proporcionó fue que las razones personales que se daban cita en contra de Castiella no lo hacían en el segundo caso. Obviamente el nuevo candidato era un hombre del régimen y, encima, falangista preeminente. Falange, según noticias, había apoyado el nombramiento. Ahora bien, era evidente que para un puesto como el de Londres no iba a nombrar Franco a alguien de quien no pudiera fiarse. Esto, en sí, no era negativo ya que desde el punto de vista británico era mejor contar con un embajador al que verosímilmente Franco escuchara.

En esta ocasión, el Foreign Office tenía la impresión de que la decisión de Franco había recaído sobre una persona que probablemente fuera aceptada en Londres. Dado que para entonces ya se había solicitado el placet español para Balfour, de no aceptar a Primo de Rivera podría pensarse que el Gobierno británico no tenía interés en intercambiar embajadores y ello podría conducir al no restablecimiento de relaciones diplomáticas normales con España.

Por lo demás, había que tener en cuenta que a Primo de Rivera lo había salvado de su ejecución en 1936 el cónsul británico en Valencia en circunstancias muy dramáticas. La Royal Navy lo había evacuado de España. Desde entonces había mostrado simpatía hacia los británicos durante la segunda guerra mundial. En 1941, en un momento difícil, había seguido cultivando sus contactos en la embajada y colonia británicas en España.

El Foreign Office examinó sus dosieres. Primo de Rivera había, al parecer, solicitado participar en la División Azul pero, como ministro de Agricultura, no había podido hacerlo. Tampoco había salido de España hasta el final de la segunda guerra mundial. Un periódico había publicado que los alemanes le habían condecorado pero no podía haber sido con una medalla de carácter militar, como era el caso de Castiella. [Imagine el lector el alborozo y mordacidad de la izquierda británica si la noticia de su cruz de hierro se hubiera divulgado en Londres].

En esta ocasión Attlee siguió la sugerencia. Miguel Primo de Rivera fue el embajador  que Castiella no pudo ser.

¿Qué conclusiones pueden extraerse de este incidente? En primer lugar, que no hay materia que justifique, en mi opinión, los plazos de cierre, ya sea el original o el recortado en veinte años. No nos imaginamos, por lo demás, a Castiella exhibiendo la cruz de hierro en la Corte de San Jaime. Ahora bien, tampoco parece que la “hábil prudencia” de Franco refulgiera esplendorosamente. A pesar de que el Foreign Office se inclinó, por la mínima, a favor de la aceptación de Castiella, el primer ministro se negó de inmediato. La cruz de hierro era una alta condecoración militar y  para los británicos equivalía a mentarles la bicha.

Whitehall no estaba solo. También los alemanes tuvieron que echar marcha atrás. Cuando por aquellas fechas, el Auswärtiges Amt parecía inclinarse por un determinado diplomático como embajador en España y éste, en una fiesta privada, prorrumpió medio borracho un ¡Heil Hitler!, los alemanes se echaron atrás inmediatamente.

No solo había que ser buenos [que la dictadura casi nunca fue]. También había que aparentarlo. En los años cincuenta, y sobre todo después de los “Pactos de Madrid”, el “régimen del 18 de julio” emprendió una marcha presentada como “triunfal” en política exterior. Suele indicarse que Castiella fue uno de sus adalides. Pero siempre hubo una cortina sutil que separó a la política franquista de la del resto de los países de la Europa occidental.  Muchos de ellos no querían recordar mucho acerca de los años oscuros que habían pasado bajo la bota nazi.  Los norteamericanos tuvieron menos escrúpulos. Otra historia.

Cuando a Castiella se le negó el placet como embajador en Londres (I)

13 mayo, 2014 at 8:03 am

No conozco, indudablemente por ignorancia, ninguna biografía de Castiella. Mi buen amigo Manuel Espadas Burgos señaló hace ya mucho tiempo que en 1951 Franco le propuso como embajador en Londres pero que la Corte de San Jaime se negó a darle el placet. Las razones se desvelan en un expediente de los Archivos Nacionales británicos (PREM 8/1532) que, en principio, debía estar cerrado hasta el año 2020. Por razones no explicadas su apertura se adelantó a 2002. Esto significa un plazo de cierre de cincuenta años, en mi opinión escandalosamente largo y sin que haya sido capaz de divisar ninguna justificación racional. El expediente suscita, de entrada, dos imágenes contrapuestas. Por un lado la dictadura metió escandalosamente la pata (lo más probable). Por otro, Franco podría haber intentado jugar un farol y sondear las intenciones británicas. Si fue el caso, le salió mal.

1951 fue un año pivotal. El mes de noviembre anterior la Asamblea General de la ONU había levantado las cosméticas “sanciones” al franquismo, de las que tanto provecho propagandístico interno extrajo la dictadura. Aquellos países que habían retirado sus embajadores de Madrid (no fueron todos) pudieron enviarlos de nuevo (sus embajadas las habían desempeñdo hasta entonces encargados de Negocios, como si tal cosa). Londres propuso a un diplomático hispanófilo, John Balfour. Madrid sugirió a Castiella y creó un problema.

La petición la presentó formalmente el encargado de Negocios José Ruiz de Arana y Bauer [grande de España, duque de Sanlúcar, duque de Baena, conocido durante la guerra civil como vizconde de Mamblas y con larga trayectoria diplomática en el Reino Unido] el 16 de enero de 1951. Dijo que no la entendía. Martín Artajo, el ministro, le había escrito informándole que la decisión se había tomado por razones de “oportunidad política”. Ruiz de Arana estaba desilusionado porque unas cuantas semanas antes había visto a Franco y este le había dado a entender que el puesto de embajador sería para él. No hay que ser mal pensados y aducir que Baena/Sanlúcar  “hacía la cama” a Castiella porque señaló el pasado falangista, el servicio en la División Azul y la co-autoría de las Reivindicaciones. No reveló ningún secreto. Todo ello era bien conocido en Madrid y no podía mantenerse oculto.

Como es lógico, el Foreign Office solicitó informes a la embajada británica. El encargado de Negocios en Madrid, Robert Hankey, telegrafió que Castiella se había ocupado en 1940 de las representaciones falangistas en el extranjero; que parte de su tiempo en la División Azul lo había pasado en Berlín y que se le había condecorado con la Cruz de Hierro [el lector puede colegir de este dato lo que quiera, yo no tengo evidencia en ningún sentido]. Hankey señaló también que Reivindicaciones de España era un libro que defendía ardorosamente el deseo de recuperar Gibraltar y de promover la expansión en el norte de África [eran objetivos centrales de Franco desde el final de la guerra civil y había tomado medidas para, en su momento, ponerlas en práctica]. El texto, afirmó Hankey, estaba salpicado de las habituales críticas a las democracias que formaban parte del repertorio falangista de la época. Había tenido una difusión inmensa, incluso en el bachillerato y la enseñanza universitaria [fue también Premio Nacional] pero se retiró de la circulación en 1944. [Hoy es una rareza]. El entonces embajador británico, sir Samuel Hoare, tenía, continuó informando el encargado de Negocios, buena impresión de Castiella. También Walter Starkie, el famoso director del Instituto Británico. Como buen diplomático, Hankey expuso varias razones a favor y en contra del otorgamiento del placet.

En el Foreign Office se interpretó la decisión de Franco como un intento de forzar la mano a los británicos. Con solo tres años en Perú de embajador [un puesto entonces nada pero que nada difícil], y dados sus antecedentes, era obvio que Castiella carecía de experiencia diplomática de altura. Ello no obstante, en Londres se examinaron minuciosamente los pros y los contras y se entrecomillaron los argumentos suministrados por Hankey.

A favor del rechazo a Castiella militaba el hecho de que “Franco hubiese podido encontrar otra persona con un pasado menos controvertido, caso de haber querido hacerlo”. Por consiguiente, era verosímil que deseara ignorar de antemano las eventuales reacciones británicas. Londres se exponía a perder prestigio no solo con la oposición española sino también con el propio régimen [tomaría a los británicos como el pito del sereno], Francia y, probablemente, Estados Unidos. En el Reino Unido se produciría un movimiento de indignación generalizada. Castiella lo tendría difícil a la hora de realizar una labor útil. Quizá sesgase su información en el sentido de lo que Franco quisiera oir [una inclinación en la que cayeron más de unos cuantos diplomáticos de la época]. En varios círculos oficiales no sería bien visto e incluso podría actuar en sentido contrario a los intereses británicos hacia España. Por otro lado, Franco podría haber prometido el puesto a un falangista pensando que Londres no otorgaría el placet.

Los argumentos a favor de Castiella eran de doble índole, negativa y positiva. Podía por ejemplo aducirse que el no dar el placet quizá obstaculizara la mejora de las relaciones bilaterales. Esto haría el juego a los falangistas que podrían presentar a los británicos como dispuestos a negar el pan y la sal a la “nueva España” [ya menos “imperial” que tras la guerra civil]. Tal vez contribuyera a aumentar la influencia falangista, cuando lo deseable era que disminuyese. A lo mejor Franco se negaba a encontrarle un sustituto y dificultaba el placet de Balfour. Entre los argumentos positivos figuraba que un embajador político como Castiella podría tener mayor peso en El Pardo que un monárquico con no demasiado peso como Ruiz de Arana. Es más, Hankey había indicado que, según sus fuentes en Madrid, el Gobierno franquista no esperaba el rechazo. En el Foreign Office se pensó, por último, que las dificultades personales que suscitaba Castiella podrían atenuarse. El tiempo, en definitiva, había pasado desde los años de la División Azul. Tal fue, en resumidas cuentas, la contraposición de argumentos. ¿Qué decidió la cosa?

(Continuará)

Manuel Fraga Iribarne, Londres, noviembre de 1975 (y II)

9 mayo, 2014 at 10:56 am

La conversación ocurrió en la residencia de lord Mountbatten. Wilson llegó a las 3 de la tarde. Fraga (que se hizo el “sorprendido” al ver al primer ministro) apareció cinco minutos más tarde. Wilson se quedó aproximadamente unos cincuenta minutos y, deliberadamente, dejó a Fraga que hablara todo lo posible. El todavía embajador no ocultó en ningún momento su deseo de convertirse en presidente del Gobierno a la muerte de Franco, que consideraba ya como inminente. Reconoció que era fácil confundir ambición y wishful thinking [tomar deseos por realidades] pero afirmó que él creía tener un papel que desempeñar en España y que disponía de los contactos necesarios para alcanzar sus ambiciones. Wilson no parece que entrara al trapo.

Fraga describió sus famosos tres grupos de opinión. No pudieron sorprender al primer ministro. Un grupo lo componían todos aquellos que divisaban en la reforma algo peligroso y que creían que cualquier paso a favor de la liberalización política llevaría a la revolución y al caos. Por consiguiente, estaban decididos a evitarla. [Se trataba, obviamente, del franquismo casposo, encerrado en sus fantasmagóricas convicciones].  El segundo grupo, en el que Fraga figuraba, creía que era necesario continuar las reformas graduales que ya habían empezado a realizarse en los años sesenta y confiaban en que el príncipe Juan Carlos impulsara dicho proceso. El tercero y último grupo estimaba que todas las instituciones y personalidades del régimen de Franco deberían desaparecer lo más rápidamente posible.

Fraga describió la posición del príncipe. Contaba, sin la menor duda, con el apoyo del Ejército y de la Armada así como con el de la amplia mayoría de la clase media, que ya representaba el 50 por ciento de la población (sic). Con su viaje al Sáhara español y con las medidas de “devolución” a favor de los saharauis adoptadas en las últimas dos semanas Juan Carlos ya había demostrado hasta qué punto estaba dispuesto a actuar.

En este punto intervino lord Mountbatten para señalar que en varios viajes a España había podido apreciar por sí mismo la popularidad de Juan Carlos.

Fraga continuó afirmando que, en su entender, lo más importante estribaba en no “achuchar” al príncipe más allá de lo que este considerase necesario. Se necesitarían por lo menos entre dos y tres meses para presentar sus propuestas de reforma que después exigirían de dos a tres años para surtir efecto. [¡Qué rapidez!].

En respuesta a una pregunta muy propia de la época Fraga se extendió sobre las diferencias entre la situación española que se produciría tras la muerte de Franco  y la portuguesa. La primera diferencia era que los españoles y portugueses eran pueblos muy distintos. La segunda era que las Fuerzas Armadas españolas no habían tenido que hacer frente (ni estaban dispuestas a ello) al tipo de conflictos coloniales que habían tenido las portuguesas [mejor callar el episodio marxiano – en el sentido de los hermanos Marx- de Ifni-Sáhara, que han estudiado, entre otros, un general franquista, Casas de la Vega, y un teniente coronel y doctor en historia poco franquista como Gabriel Cardona]. La tercera diferencia estribaba en la economía: la española era más próspera que la de Portugal. Wilson no dejó de observar que en el caso portugués las Fuerzas Armadas habían experimentado derrotas coloniales y que, en último término, se habían contagiado de los eslóganes revolucionarios de sus adversarios.

En respuesta a otra pregunta Fraga dijo que tenía muy buenas relaciones con Mario Soares. Por desgracia, no había un Soares en España. Los socialistas estaban divididos en tres grupos. Él confiaba que los socialistas europeos harían todo lo posible para unirlos (sic). Wilson respondió que quizá pudiera emprenderse algo por la vía de los partidos. Sus líderes se reunirían en algún momento para abordar la cuestión. Significativamente afirmó que el régimen que siguiera a la muerte de Franco debería estar en contacto con los socialdemócratas europeos y estrechar lazos con ellos [una advertencia que no se le olvidó a Fraga durante su breve ejercicio como vicepresidente del Gobierno y ministro de la Gobernación en los meses ulteriores].

Entonces, y un tanto sorprendentemente, Fraga pidió consejo sobre cómo abordar el problema sindical. Gente de la que él se fiaba tenía opiniones muy diversas sobre si convenía desmantelar la organización sindical y empezar de nuevo  o más bien trabajar sobre la existente. Wilson respondió que tenía grandes dudas a la hora de hablar sobre un tema que no conocía. [Era verdad y el dossier que le había llegado no había dicho una palabra al respecto]. Sin embargo no se privó de señalar que su inclinación sería tener cuidado con el desmantelamiento ya que esto podría abrir las puertas al trotskismo y a los maoístas dentro del movimiento obrero. [Sin duda reflejaba su conocimiento de la situación británica y un profundo desconocimiento de las raíces fascistas de la española, combatida desde hacía años por CCOO dentro de los propios sindicatos verticales].

Fraga se refirió brevemente a la deseabilidad que a la ceremonia de proclamación de Juan Carlos como rey pudieran asistir representantes de alto nivel del Reino Unido y de otros países europeos occidentales. Aludió a la importancia estratégica de España a caballo entre el Mediterráneo occidental y el Atlántico oriental e hizo varias alusiones a las relaciones con la Comunidad Económica Europea. Wilson replicó que tanto él como sus colegas comunitarios estaban dispuestos a extender su mano de amistad y de cooperación con España y ayudarla a convertirse en una sociedad democrática. No hizo la menor referencia a temas internos. Tampoco utilizó la información sobre la situación española que se le había suministrado. Salvando el lapsus sindical, Wilson había ido a escuchar.

Algo de lo que percibió, y de lo que no hemos encontrado reflejado por escrito, se tradujo después en orientaciones. No nos interesan aquí. Lo que sí es destacable en este encuentro es que Fraga acudía a la España post-franquista con deseos, esperanzas y proyectos que poco o nada tuvieron que ver con lo que terminaría siendo realmente la Transición. No es de extrañar que la gestión del fugaz Gobierno de Arias Navarro estuviese condenada al fracaso. De notar es que Fraga tampoco demostró demasiada mano izquierda en su conversación con Wilson pero para demostrar esto un post no es suficiente.

Fuente: TNA, PREM 16/1128.

Manuel Fraga Iribarne, Londres, noviembre de 1975 (I)

7 mayo, 2014 at 1:55 pm

Como es notorio el exministro de (Des)Información y Turismo fue nombrado embajador en Londres en 1973. Unos días antes del fallecimiento de Franco, lord Mountabatten, primo de la reina Isabel II y tio de su esposo el duque de Edimburgo, maniobró para organizar un encuentro entre Fraga y el primer ministro laborista Harold Wilson. En aquellas circunstancias tan especiales, este último se declaró dispuesto. Naturalmente solicitó información sobre el embajador. Un presidente del Gobierno no puede hablar con un representante extranjero en una situación políticamente límite sin haber echado, por lo menos, un vistazo a unos cuantos papeles preparados especialmente. Debían contener lo esencial sobre el interlocutor.

De entrada se dijo a Wilson algo evidente para quienes seguían de cerca los asuntos españoles. Fraga tenía en España numerosos seguidores, sobre todo en la derecha y en el centro-derecha. Cualesquiera que fuesen los acontecimientos que se produjeran tras la muerte de Franco, era altamente probable que tuviese gran influencia en los seis meses siguientes (acertaron). Menos seguro era que pudiese llegar alcanzar una posición de máximo poder (acertaron) porque ello dependería en gran medida de aspectos que escapaban a su control (acertaron). Su puesto en Londres le había cogido fuera de España cuando se produjo el asesinato de Carrero (cierto) y no tardó en darse cuenta de que algunos “liberales” le habían arrebatado su ropaje mientras él se paseaba por Hyde Park.

En febrero de 1975 Fraga había viajado a Madrid con la esperanza de lanzar una asociación política. Encontró que las condiciones para hacerlo eran demasiado restrictivas incluso para él. En julio había montado con algunos allegados políticos una sociedad (FEDISA) para difundir sus ideas. Ello le permitió mantenerse con un perfil elevado de cara a la opinión pública sin comprometerse más con un régimen absolutamente moribundo (sic).

Lo que se sabía en el Foreign Office de las aspiraciones de Fraga se enunció sucintamente como sigue:

  1. Dividía el complejo espectro político español entre ultras (que no querían cambios), evolucionistas (entre quienes se auto-incluía) y la izquierda (que preconizaba la ruptura con el pasado).
  2. En los dos primeros años tras la muerte de Franco consideraba necesarias varias medidas. Al embajador norteamericano en Londres le había dicho que, tal y como  había recomendado a Juan Carlos, en una primera tacada tres serían imprescindibles: a) un cambio de gobierno para demostrar quién mandaba; b) revisar la estructura de las Cortes y crear dos cámaras –una elegida y la segunda de tipo “corporativo”, en la que figurarían miembros de designación real. Habría que hacerlo rápidamente por decreto-ley y someter la modificación a referéndum; c) liberalización política, con legalización de todos los partidos, salvo el comunista, y elecciones a celebrar en un plazo de año y medio. Como el lector apreciará no acertó en ninguna.
  3. En relación con el PCE, pensaba que no debería ser legalizado en los cinco a diez años siguientes.  Su continuada prohibición permitiría echar raíces a los demás partidos y al nuevo sistema. En el Foreign Office se ignoraba lo que Fraga pudiera pensar acerca de cómo tratar a los comunistas durante tan largo período.

Sobre las perspectivas inmediatas del todavía embajador era muy remota, se informó a Wilson, la posibilidad de que Juan Carlos le eligiese como presidente del Gobierno. No se creía que disfrutase ni de la confianza ni del respeto del futuro monarca. El propio Fraga reconocía que sus posibilidades no dependían de él. Dependerían de la evolución y, sobre todo, de dónde radicasen las dificultades principales, si a la derecha o a la izquierda. Su mantra era que “si lo que se necesitaba era alguien que hiciese colaborar a la derecha y al centro, y que se comportasen sensatamente, él era el hombre”.  Sin embargo, Fraga reconocía también que el escenario podría ser tal que su papel resultase menos decisivo. No se había granjeado apoyo alguno con las fuerzas políticas a la izquierda del centro y ello limitaba sus posibilidades.

No faltó un toque mínimo sobre la persona para completar el amplio currículum. Fraga era despiadado (ruthless) y extremadamente ambicioso. Tenía rasgos profundamente autoritarios, a pesar de que muchas de sus manifestaciones se hacían en términos “liberales”. La opinión pública en España estaba muy dividida con respecto a él pero se le reconocía un futuro político importante. Hablaba inglés, atropelladamente, en cascada y sin parar. Muy propio del personaje.

(continuará)

Hay que releer el 18 de Julio

15 enero, 2014 at 11:35 am

Angel Viñas*

En la fiesta exultante de la dictadura franquista se celebraba la renovación de España y su salvación de los horrores de la revolución. Fue el símbolo del esfuerzo por superar los males de una República supuestamente dogmática, excluyente, dominada por la izquierda y proclive a las salvajadas que no quiso contener el Frente Popular. Terminó con el vil asesinato (en su momento se afirmó que con la connivencia del Gobierno) de José Calvo Sotelo, jefe de Renovación Española y líder del Bloque Nacional. El protomártir.

De todo ello apenas si ha quedado algo. Se ha analizado la interacción entre los círculos civiles de la conspiración (¿no dijeron los historiadores franquistas que se trató de un “movimiento cívico-militar, cosa que ahora ya parece que olvidan algunos?) y el encrespamiento dialéctico de la situación política. Se han escudriñado el número y significado de las víctimas de la violencia. Se han buscado vanamente los preparativos para una revolución de las izquierdas. Se ha contrapuesto la retórica de las derechas (destinada a justificar una sublevación que empezó a prepararse tras las elecciones de febrero de 1936) y el comportamiento real de las fuerzas políticas y sociales representadas en el Gobierno. El de Largo Caballero ha sido objeto de una biografía magistral del lamentado Julio Aróstegui. Finalmente, se han descubierto los contratos que para el suministro de material de guerra moderno firmó con los italianos uno de los allegados a Calvo Sotelo, Pedro Sainz Rodríguez, el 1º de julio de 1936. Pero ya se han levantado voces que, naturalmente, reducen su significación.

Esta es clara según los inefables criterios que el diario ABC expuso el 11 de enero de 1936 en un editorial. Lo tituló Alta traición y suponemos que representaba la opinión de su propietario, el marqués de Luca de Tena, mezclado hasta el tuétano en la posterior conspiración. Alta traición implicaba contribuir a que la Patria cayera en manos extranjeras, aliarse con Poderes foráneos, aceptar dinero y jefes de allende las fronteras. En resumen, “hacer pachas” con ¡Moscú!.

En “prueba” se acudió a la mejor propaganda nazi, orquestada por el maestro Goebbels, y se ampararon planes conspirativos “soviéticos” como los que desmontó Southworth. O escribieron otros adicionales para dárselos a los británicos mientras Calvo Sotelo  tronaba en las Cortes contra la “anarquía”.

Los autores franquistas y neoconservadores (cuando no neofranquistas) nunca repararon en que, gracias al dinero girado en marzo de 1936 a los conspiradores monárquicos por Juan March desde el extranjero, podían dar comienzo las negociaciones con los fascistas. O que Sainz Rodríguez ya se rodeaba de asesores militares. O que en el núcleo de la conspiración en Madrid figuraba un frecuente viajero a Roma, el general Alfredo Kindelán, experto en temas de aviación, que era el tipo de material que necesitaba Mola. Por desgracia se le olvidó citar el material italiano en sus famosas instrucciones. Omisión “probatoria” de su insignificancia aunque al redactar las últimas todavía no habían concluído las negociaciones en Roma y temía que alguna hubiese caído en manos del Gobierno.

Mientras tanto, tampoco otros monárquicos se habían parado en rositas. Nadie menos que Sanjurjo visitó Berlín en marzo de 1936. No para tomar el té de las cinco en el Hotel Adlon. El viaje, coincidente con la remilitarización de Renania, nunca pareció que diera muchos resultados. Hasta ahora.

Gracias a unos documentos que me ha proporcionado amablemente el historiador durangués Jon Irazabal Agirre sabemos que el 24 de julio de 1936 un millonario norteamericano hasta hoy desconocido, William Taylor Middleton, recibió la visita en su casa parisina, en el Quai d´Orléans, detrás de Notre Dame, del comandante Antonio Barroso. Este agregado militar acababa de pasarse a los sublevados y denunciado a la prensa derechista francesa la petición de armas hecha el 19 por el presidente Giral. Barroso pidió a Middleton que, dada la labilidad de la situación militar, convenía que se dirigiera inmediatamente a Alemania para hablar con Joachim von Ribbentrop, entonces consejero aúlico de asuntos exteriores de Hitler, y le recordase el envío de la “ayuda prometida”.

Middleton era un personaje poco recomendable. Tenía, sin embargo, una cualidad inestimable. El y la madre de Baldur von Schirach, jefe de las Juventudes hitlerianas, compartían un antepasado común, signatario de la declaración de Independencia de Estados Unidos. Cabe pensar  que en alguno de sus viajes a Berlín, Middleton, casado con una dama francesa aun más reaccionaria que él, pudo a través de su lejana pariente conocer a von Ribbentrop.

Está por determinar a quién se prometió la ayuda nazi. Mola no pudo ignorar el viaje de Sanjurjo, de la misma forma que tampoco pudo desconocer –dados sus frecuentes contactos con Juan March en Biarritz y los que mantenía con el círculo en torno a Kindelán- la negociación con los italianos, lubricada por el dinero del banquero.

En ambos casos, con mayor fortuna (Italia) y con ninguna  (Alemania), es obvio que los conspiradores militares y civiles apuntaban hacia las potencias fascistas. Ocurrió, sin embargo, lo inesperado: Sanjurjo pereció en accidente y Franco, desde Tetuán, echó mano de un avión postal alemán, envió una minimisión a Berlín y esta, por los vericuetos del partido nazi, llegó a Hitler en cuestión de 24 horas. Al día siguiente de la visita de Barroso a Middleton, el Führer decidió ayudar a Franco. Cuando Mola envió otros mensajeros a Berlín la suerte ya estaba echada.

Los contactos con fascistas y nazis permiten plantear quiénes eran los enemigos de la República y quiénes internacionalizaron los acontecimientos que iban a producirse. Permiten reinterpretar las aportaciones monárquicas a la preparación de la sublevación. Permiten presentar los alegatos sobre los presuntos designios bolcheviques como un mero ejercicio de proyección y, no en último término, permiten iluminar al protomártir como una suerte de conde Don Julián de la España del siglo XX. No en la acepción de Goytisolo.

Ello no obstante, personalmente me encantaría que o bien Stanley G. Payne, historiador tan querido de nuestras derechas, o alguno de sus seguidores aportasen evidencia primaria relevante de época que echase por la borda lo que lleva a una relectura radical del 18 de Julio.

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* Uno de los coautores de Los mitos del 18 de julio, coordinado por Francisco Sánchez Pérez, Crítica, y autor de Las armas y el oro, de publicación en septiembre por Pasado&Presente.

(Publicado en EL CONFIDENCIAL, 18 de julio de 2013: www.elconfidencial.es)

Bienvenida

20 diciembre, 2013 at 10:24 am

Pertenezco a una generación a la que el uso de los medios de comunicación digitales no se le da demasiado bien. Si ahora inicio este blog, para mi una aventura, es porque me he dado cuenta de la importancia de estar presente en ellos y Editorial Crítica también me ha impulsado.

A lo largo de toda mi carrera como historiador, que empezó allá por 1970, siempre he considerado que sin documentos no se escribe historia. Toda mi producción está basada en lo que llamo evidencia primaria relevante de época (EPRE). Cuando, en torno al año 2000, pude recomenzar a escribir  lo primero que hice fue volver a los archivos. Evidentemente no todo el pasado se refleja en documentos. La EPRE es un concepto elástico que depende de los objetivos de la investigación. Puede ser periódicos, fotografías y una variada panoplia de artefactos culturales.

He estado siempre interesado en desentrañar el porqué de los hechos y cómo ocurrieron. Hay que aproximarse con humildad, en el contexto apropiado e investigar sus dimensiones no banales. Son estas las que alumbran los procesos de decisión, en circunstancias dadas sí, pero con un cierto margen de maniobra de los agentes históricos. Teóricamente, la aspiración estriba en escribir una historia lo más total posible.

He partido de tres premisas que hago explícitas:

– La historia es, en gran medida, una construcción cultural. Es aquello que genera un amplio consenso entre los historiadores tras largos procesos de contrastación (de referencia a los datos) y de crítica intersubjetiva.

– No hay, en realidad, historia definitiva. Los historiadores somos productos de nuestra época. Nuestros paradigmas interpretativos están sometidos al cambio histórico.

– Ello no obstante, puede y debe avanzarse en historia. Para el período que a mí me interesa, que es la contemporaneidad española (República, guerra civil, dictadura franquista y transición) el progreso posible es la resultante de dos vectores: el descubrimiento o reinterpretación de EPRE y la aplicación de los paradigmas más adecuados para tratarla.

En este blog lo que me propongo (y quienes lo lean ya me dirán si acierto o no) es identificar algunos de los mitos que gravitan sobre esa contemporaneidad y, de vez en cuando, plantear sugerencias que se me ocurren tras la lectura de libros que creo interesantes.

Trataré de escribir posts con frecuencia (dos veces por semana, al principio). Señalo que en un primer momento me concentraré en aquellos mitos que he podido derrumbar con mi manejo de la EPRE. Hay, evidentemente, muchos otros que han abordado otros colegas. Siempre reconoceré mi deuda con ellos. Nadie trabaja aislado (aunque como llevo más de 25 años fuera de España, en mi caso la soledad es un tanto acentuada). Estaré abierto al diálogo con los lectores. He aprendido mucho de mis colegas y de mis alumnos. No veo por qué no podría aprender de ellos. Lo que ruego es que tengan en cuenta que, desde mi jubilación, lo único que hago como actividad intelectual es pensar en Historia.  A la larga, da resultados.