De mitos e historia a la Résistance (II)

18 octubre, 2016 at 10:29 am

Angel Viñas

Cuando me disponía a escribir este post me he encontrado con la grata sorpresa de que uno de los periodistas culturales más conocidos de EL PAIS, Guillermo Altares, publicó en la edición del 10 de octubre un artículo titulado “La Resistencia no fue tan francesa” sobre el libro de Gildea. En él figura la noticia de que Taurus lo publica inmediatamente. Ya estará en las librerías cuando aparezca este post. Me evita tener que glosarlo en más post. Hay que felicitar a la editorial.

crowds_of_french_patriots_line_the_champs_elysees-edit2También debo lanzar otra idea por si cae en terreno fértil: de la misma forma que el libro de Gildea es fundamental, para el lector español sería conveniente complementarlo con la otra visión, la de la Francia combatiente en torno al general De Gaulle. En este sentido, creo que el todavía reciente libro (apareció en versión ampliada de bolsillo en 2013 en Gallimard) de Jean-Louis Crémieux-Bilhac, La France libre. De l´appel du 18 Juin à la Libération, sería también imprescindible. El propio Gildea, refiriéndose a otro de sus obras anteriores, ha calificado a Crémieux-Brilhac como el historiador/resistente con mayor autoridad de su generación (falleció, si no recuerdo mal, el año pasado).

¿Por qué sugiero esto? En primer lugar porque Gildea ha hecho un notable esfuerzo en comparar el mito y la realidad de la Résistance francesa. Parte del supuesto, que acepto plenamente, de que los mitos son narrativas que se construyen para definir la identidad y las aspiraciones de grupos sociales o de países pero que no tienen porqué basarse rigurosamente en los hechos que interpretan. En este sentido, la parte más enjundiosa del libro de Gildea es la introducción, en la cual retraza los orígenes del mito nacional de la Résistance. Una lucha heroica del pueblo francés contra el invasor y en la que no hubo prácticamente solución de continuidad entre el 18 de junio de 1940 hasta el desfile triunfal del mismo protagonista, el general De Gaulle, por los Campos Elíseos en agosto de 1944. El mito no tuvo solo un origen gaullista. La izquierda, y en particular el PCF, también contribuyó a tal noción. La colaboración quedó reducida a las actuaciones de un grupo de traidores o de desgraciados, en minoría frente a la masa del pueblo francés que, por activa o por pasiva, había resistido al enemigo alemán. Como todo buen mito, este enfoque combinó hechos e interpretaciones con una base ciertamente débil. Un mito que careciera de esta vinculación no habría sido sostenible a lo largo del tiempo. Del general De Gaulle pueden decirse muchas cosas pero no que fuera idiota.

De lo que se trató fue de acentuar unos hechos con respecto a otros y sombrear adecuadamente estos últimos. Que la Résistance fue, en gran medida obra de una minoría, aunque amplia, no se negó. Simplemente se hipertrofió el apoyo popular a la misma. ¿Por qué?

Gildea muestra las razones: porque De Gaulle necesitaba situar a Francia, de nuevo, en el concierto de las naciones vencedoras. Debía devolver a la mayoría de los franceses (humillados, ocupados, “engañados” por unos cuantos traidores) el orgullo de serlo. De aquí la relativa disminución del peso de la ayuda extranjera. No deja de ser sintomático que la primera obra de un autor también inglés sobre el apoyo británico a la resistencia armada a través del SOE tuviera escasa difusión en Francia y tardara en traducirse y publicarse una enormidad de años.

También muestra Gildea cómo la versión comunista fue distanciándose de la gaullista tan pronto como el PCF se vio privado de la participación en el poder gubernamental. Esta narrativa acentuó hasta extremos paroxísmicos el papel de los antifascistas y judíos extranjeros en la lucha armada. Sin embargo, las responsabilidades del “Estado francés”, sucesor de la Tercera República, no fueron asumidas plenamente hasta 1995 cuando el presidente Jacques Chirac dio el definitivo paso al frente. La historia de la Résistance es indisociable de la historia de Vichy, que es también una parte de la historia de Francia.

¿Qué lecciones extraer?

La primera es que por mucho entusiasmo y mucha veneración que en algunos de aquellos años sombríos pudiera despertar la figura del mariscal Pétain (menos su gobierno, sus adláteres, sus milicianos, sus juventudes) todos ellos fueron tan franceses como los resistentes, del interior o del exterior. Respondieron a pulsiones entroncadas en ciertos sectores de la sociedad de la anteguera (anticomunistas, antisemitas, fascistas o, simplemente, hiperreaccionarios).

La segunda es que si los franceses han ajustado cuentas con un pasado sombrío, ¿por qué no habríamos de hacerlo los españoles con otro pasado que ciertos sectores de nuestra sociedad, todavía en plena desconexión con el conocimiento acumulado por los historiadores e investigadores de múltiples disciplinas, siguen obstiándose en blanquear?

La tercera es que si, como reza el dicho evangélico, la verdad hace libres, toda actuación de las autoridades que impida, obstaculice y macule el derecho inmanente de los seres humanos a conocer su pasado, es rigurosamente anticristiana. Aparte de que conculca un derecho reconocido por numerosos instrumentos jurídicos de los que el Estado español es parte.

Nada de lo que antecede es nuevo. Pero ya nos gustaría a muchos historiadores ver si el sucesor del señor ministro de Defensa en funciones, Don Pedro Morenés, sabe lo suficiente del pasado común como para dejar de poner chinitas, más bien pedruscos, al esfuerzo social por continuar desmitificando las parcelas desfiguradas, tergiversadas y distorsionadas de un pasado colectivo que no termina de pasar.

Por el momento, me limitaré a subrayar lo conveniente y democrático que sería que se explicasen pública y autorizadamente las razones por las cuales la desclasificación documental preparada por la ministra Carme Chacón sigue siendo letra muerte cinco años más tarde.

Por no insistir demasiado en el silencio absoluto de la Jerarquía católica respecto a la necesidad de abrir sus propios archivos para disminuir, en lo posible, la dependencia de los historiadores españoles con respecto a los del Vaticano. Parecería que la conexión entre la central romana y la sucursal ibérica está un tanto gripada.

De mitos e historia a la Résistance (I)

11 octubre, 2016 at 8:30 am

Angel Viñas

El juego dialéctico entre los dos primeros conceptos ha generado una discusión interminable que se remonta a la antigüedad clásica, si no antes. En la actualidad siendo siendo tan relevante como hace casi tres mil años. Naturalmente ha habido cambios. Hasta el siglo XIX los historiadores no tenían pretensiones científicas. Hoy las cuidan -o cuidamos- con celo. Nos referimos, para ello, a evidencias. Deseamos decir algo sobre el pasado que sea verdadero. Somos conscientes, sin embargo, de que el pasado es un país lejano y que en él las cosas se hacían de forma muy diferente.

sten_gun_france_ww2-102La discusión se ha visto arropada por el cambiante papel del historiador en el espacio público. Incluso en los períodos de más acendrado culto al positivismo, un sinnúmero de historiadores se comportaron como servidores del poder. ¿Hay que recordar nombres? Los historiadores forjaron interpretaciones del pasado que venían a robustecer la concepción que de sí mismos fueron fabricándose los modernos Estados nacionales. La historia ha sido, desde el XIX, uno de los puntales del nacionalismo, desde el moderado al más extremo, al servicio de una determinada idea de la “construcción nacional” y de la “nacionalización” de las clases sociales en apoyo de la defensa de los intereses inmanentes del Estado ya nacido o, incluso, por nacer.

En la época contemporánea, y en el contexto europeo, ese juego dialéctico entre historia y mito se advierte con particular claridad en el caso de un país que nos es muy próximo: Francia. De él recibieron impulsos intelectuales los historiadores españoles decimonónicos. En él fueron a estudiar muchos de los alevines de historiadores, profesionales o aficionados, que pusieron su granito de arena a la construcción de una “épica nacional” española.

El análisis historiográfico de estas aportaciones ha generado en los últimos veinte o treinta años discusiones sin cuento. Pero, como quien esto escribe es un modesto contemporaneista, no puede llegar a abordar la vertebración histórica ni del XIX ni del primer tercio del XX. Con intentar aprender algo a partir de los treinta treinta del pasado siglo me conformo.

Vienen estas mini-reflexiones a cuenta porque en un reciente viaje a Londres me ha subyugado uno de los últimos productos de la historiografía británica sobre un país que siempre está de moda: Francia. Y no la Francia eterna, cara a De Gaulle, sino la Francia forjada en el crisol de las pugnas políticas de los años treinta en los estertores de la Tercera República y en la bajada a los infiernos que representó su derrota en el primer año de la segunda guerra mundial.

Es una historia que los británicos han contado muchas veces aunque, lógicamente, mucho menos que los franceses mismos. La pieza fundamental que articula las reconstrucciones del pasado efectuadas por unos y otros es el juego entre el pretendido “Nuevo Estado” francés, es decir, la Francia de Vichy, y sus soportes políticos, económicos y sociales (la “colaboración”), y la Francia combatiente que jamás tiró la toalla, ya fuese en el interior (la Résistance) o en el exterior (los franceses libres liderados, no sin dificultades, por el general de Gaulle).

51qdbturvtlRobert Gildea, catedrático de Oxford, enamorado de Francia a la que ha dedicado trabajos de referencia, acaba de publicar en libro de bolsillo (la edición en cartoné apareció el año pasado) una nueva historia de la Résistance, bajo el sugestivo título de Fighters in the Shadows, es decir, Luchadores en la sombra.

Es una empresa gigantesca. La segunda guerra mundial y el papel de Francia en ella es, para los franceses, el equivalente de nuestra guerra civil, sus antecedentes y sus consecuencias. La literatura existente es inmensa. Los franceses, claro, tienen la nada desdeñable ventaja de haber podido comenzar a escribir su historia inmediatamente después de retornada la paz, en 1945. Nosotros tuvimos que aguantar hasta 1975, cuando empezaron a aflojarse los tentáculos de la censura. En suma, los franceses nos llevan no solo treinta años de ventaja sino también treinta años de libertad, una libertad para discutir, interactuar y debatir tanto en términos nacionales como internacionalmente.

No nos será fácil ponernos a la altura epistemológica y metodológica de los contemporaneístas franceses o, ¿por qué no decirlo?, también de los británicos. Pero cualquier observador más o menos objetivo habrá de concluir que a lo largo de los últimos cuarenta años los españoles hemos hecho nuestros propios pinitos y, bien que mal, hemos “nacionalizado” en buena medida una historia que nos fue arrebatada por la dictadura.

Gildea comienza su reconstrucción de la epopeya de la Résistance como haría cualquier historiador que se precie. Ha trabajado en primer lugar en una amplia gama de archivos contemporáneos (todos abiertos, a diferencia de lo que ocurre en el país del Señor Rajoy) y ha absorbido un impresionante volumen de literatura secundaria, predominante -aunque no exclusivamente- francesa. Y, ¿de qué punto de partida sale? Pues, precisamente, de la contraposición entre mito y realidad. Es decir, entre la construcción ideológica que da sustento a una determinada interpretación de la historia, ya sea gaullista, comunista o vichyista, y lo que cabe desprender de masas de documentación que examina críticamente y que contextualiza como es debido. Los grandes enfoques del profesional, no de los aficionados.

El tema de Galdea es Francia pero su metodología es aplicable a otros países. No es nueva, pero sí poderosa. No elude la calificación ética. Tampoco la valoración moral. No es lo mismo escribir sobre los resistentes que sobre los nazificados, fascistizados o neutralizados.

El estudio de las diversas formas en que se ha conceptualizado el fenómeno de la Résistance a lo largo del tiempo, desde 1945 hasta nuestros días, da juego a Gildea para emitir un mensaje universal para el trabajo del historiador y para continuar descifrando la eterna contraposición entre mito e historia. Abundaré en ello en los próximos posts y así me tomaré un respiro del atosigante trabajo sobre la guerra civil, sus antecedentes y sus consecuencias.

(Continuará)

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (y V)

4 octubre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Con este post termino mis comentarios sobre SOBORNOS. Estoy ya metido, hasta el cuello, en la aventura del año que viene. Reconozco que un libro que combina medidas convencionales con otras de espionaje da para mucho más. Pero no me dedico a la autopropaganda. Así que en este último post quisiera simplemente llamar la atención sobre el espacio que doy en mi libro a una de las figuras que más han llamado la atención de numerosos historiadores y aficionados: el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Inteligencia Militar alemana, la famosa Abwehr.

Scherl: Der s¸dafrikanische Vertreidigungs- und Sicherheitsminister Pirow verliess gestern abend Berlin. UBz: ihn beim Abschreiten der Front der Ehrenkompanie der Luftwaffe vor dem Anhalter Bahnhof; rechts von ihm Admiral Canaris, der in Vertretung f¸r Generaloberst Keitel erschienen war und links der Kommandant von Berlin Generalleutnant Seifert. Fot. Wag   27.11.1938

Scherl:
Der s¸dafrikanische Vertreidigungs- und Sicherheitsminister Pirow verliess gestern abend Berlin.
UBz: ihn beim Abschreiten der Front der Ehrenkompanie der Luftwaffe vor dem Anhalter Bahnhof; rechts von ihm Admiral Canaris, der in Vertretung f¸r Generaloberst Keitel erschienen war und links der Kommandant von Berlin Generalleutnant Seifert.
Fot. Wag 27.11.1938

Confieso que nunca me he sentido fascinado por Canaris. Recuerdo que en los lejanos tiempos en que andaba preparando mi tesis doctoral, allí por 1972, hice una larga visita a los archivos militares alemanes de Friburgo. Ya tenía escrito el 90 por ciento. Entonces se buscaban papeles gracias a un catálogo establecido según los cánones de la época. Utilizando palabras clave, y cubriendo un amplio abanico, dí con un grueso legajo en el que, inesperadamente, me encontré con las andanzas de Canaris en la España en los años veinte y principios de los treinta. Ello me obligó a rehacer la orientación de la tesis. Los documentos ilustraban que el origen de  la apelación que Mola hizo a los alemanes después del 18 de julio de 1936 hundía sus raíces en contactos anudados en aquellos años y no cuando Canaris había estado brevemente en Madrid en plena primera guerra mundial. Me adelanté, por cierto, a su afamado biógrafo alemán, Heinz Höhne, un periodista que se había hecho un gran renombre en Der Spiegel y que, naturalmente, me ignoró.

En los años en que José Antonio Martínez Soler dirigió la revista HISTORIA INTERNACIONAL al comienzo de la Transición la cubierta de uno de sus números exhibió una de las poquísimas fotos de Canaris en España durante la guerra civil. Me la dio un exagente suyo. Canaris fue la persona encargada por Hitler de informar a Franco, a finales de octubre de 1936, de la inminente llegada de la Legión Cóndor. En el artículo sobre Canaris demostré con documentos de la Abwehr que al famoso servicio alemán la sublevación de los militares españoles le había cogido en mantillas.

Hoy todavía, en una recientísima biografía de Sir Michael Oldfield, uno de los jefes de MI6 durante la guerra fría, su autor, Martin Pearce,  afirma de que el mismo Canaris ya llamó la atención de Franco en 1938 sobre los planes de agresión de Hitler el año siguiente, por lo que el astuto Caudillo ya estaba en guardia y pudo así inhibirse de entrar en guerra al lado de Alemania. Sería una historia estupenda si fuese cierta. El problema es que no está basada en la menor evidencia, en tanto que los británicos sí recogieron pruebas abundantes de que Hitler no se esperaba el estallido de la conflagración en 1939. Pelillos a la mar.

Los ingleses han tenido siempre una atracción particular por Canaris desde los tiempos de Ian Colvin, periodista que sentó cátedra en 1951. ¿Su tesis? Gracias a los consejos de Canaris, traicionando a Hitler, Franco no entró en guerra. Innecesario es decir que esta afirmación sigue vivita y coleando hasta el día de hoy aunque no está apoyada en ningún tipo de documento.

La misma tesis la resucitó un experiodista de The Times que se pasó a la City, Richard Basset, en un libro que apareció en 2005 y que al año siguiente tradujo Crítica. Se ha considerado el no va más. Por desgracia, y para el caso de España, Basset no se basa en ninguna evidencia ni vieja (que no existe) ni nueva. Es más, como no tiene la menor idea de España, no extraña que cometa algún dislate que otro. Que yo conozca, nadie ha llamado la atención sobre ellos pero, en cualquier caso, y en lo que se refiere a temas españoles dicho autor  no constituye la menor autoridad.

Por el contrario, la mejor biografía de Canaris, debida a un autor alemán, Michael Mueller, pone seriamente en duda el papel que al almirante se le ha atribuído en sus relaciones con Franco. Dicha biografía se ha traducido al inglés pero todavía no al castellano. Una lástima.

Pues bien, si se utilizan los hallazgos de Mueller y se les combina con algunos documentos españoles que ha publicado nada menos que la benemérita Fundación Nacional Francisco Franco, es posible llegar a conclusiones más próximas a Mueller que a Basset y, en último término, a Colvin.

 

Russland, Wilhelm Canaris, v. BentivegniEl análisis crítico demuestra una vez más el dicho de que “el papel aguanta todo lo que le echen”. Un señor afirma, tan pancho, una cosa inventada, se copia y reproduce como si fuera no el va más hasta sentar cátedra. Desmentirla cuesta después sangre, sudor, lágrimas y un montón de dinero.  Y, en este caso, podemos llegar a que un señor que no deseo identificar se pregunte, y no dude en inclinarse por la afirmativa, si Franco no llegó a tener en Canaris un espía al lado del Führer.

La pregunta invita a la contrapregunta: ¿Y dónde está la evidencia? Pues ya puede buscar el lector que no la encontrará. Sí hallará en cambio, como señala Mueller, que lo más que puede afirmarse tras compulsar la evidencia circunstancial existente es que Canaris no puso toda la carne en el asador para convencer a Franco para que echase su cuarto a espadas con Hitler.

Pero, para ese viaje, no se necesitaban tantas alforjas. Ni Basset, influenciado por Colvin, ni Mueller podían conocer lo que después ha salido a la luz, gracias a la desclasificación de los papeles británicos que alumbran la operación que he denominado SOBORNOS.

El tema, por el que he pasado un poco sin profundizar en él en mi libro, tiene alguna trascendencia. La supuesta traición de Canaris a Hitler se exhibió, prometedoramente, en una época en que algunos alemanes buscaban con cierta desesperación algún héroe que, por mor de la salvación de la PATRIA, hubiese sido lo suficientemente agudo como para inducir en un error fatal al causante de todas las desdichas del pueblo alemán.

En aquella época, finales de los años cuarenta y principios de los años cincuenta, todavía no se había reconocido plenamente el papel de la resistencia a la dictadura nacionalsocialista en lo que ya era la República Federal de Alemania, recién subida a la pila bautismal por los vencedores occidentales en la segunda guerra mundial. Costó mucho esfuerzo que ese reconocimiento progresara y lo hizo, claro, por los grupos que no planteaban demasiados problemas: los círculos eclesiásticos (católicos, pero también protestantes), los civiles (no muchos), los militares (empezando por Canaris y sus muchachos). Lentamente se fue progresando hasta reconocer la importancia de la oposición de derechas, conservadora y nacionalista entre los militares. Quedó un poco de lado la de izquierdas, aunque la de los socialdemocrátas no podía taparse. Se olvidó cuidadosamente la comunista, al fin y al cabo enemiga existencial.

En este proceso hay que distinguir, obviamente, entre los avances en la historiografía y los que se filtraban hacia la cultura popular o se generaban en esta. Los primeros empezaron por chocar a grandes sectores del buen pueblo alemán hasta que se convirtieron en el cauce principal. Hoy podemos leer que el vocabulario nazi vuelve a introducirse en ciertas manifestaciones del discurso político de Alemania y vemos que algún que otro nuevo partido, populista y de extrema derecha, ya empieza a querer revisar una historia de horror. No es para llorar. Es para prestar atención, mucha atención, a esa nueva efervescencia. Hay historia que no es inocente.

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (IV)

27 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

En la historiografía convencional no era frecuente hasta hace unos cuarenta años incorporar a la narrativa lo que los anglosajones llaman la “missing dimension”, es decir, la dimensión que falta o que faltaba. Con ella hacían referencia a la incorporación al discurso historiográfico normal de las actividades clandestinas, subterráneas o no convencionales. En una palabra, el espionaje. Hoy tal dimensión está plenamente reconocida.

9788498925531En contra de lo que pudiera creerse no ha sido la curiosidad que despiertan los relatos de espionaje en el público en general la que ha permitido tal incorporación. Esos relatos, tan antiguos como la Biblia misma, siempre han estado presentes en el imaginario popular y, desde finales del siglo XIX, han sido territorio favorito de todo tipo de obras, en general de aficionados o de periodistas con un gusto por lo sensacional. La historiografía académica, seria, en gran medida los ha ignorado, incluso tras la experiencia de la primera guerra mundial en la que los relatos sobre la segunda ocupación más antigua (adivine el lector cuál sería la primera) experimentaron una notable expansión.

La razón no es difícil de explicar. En la medida en que la historiografía académica tiene, esencialmente, una base documental, es decir,  se fundamenta en evidencias primarias los historiadores no podían hacer mucho porque las fuentes estaban cerradas. Episodios como el de la mitificada Mata-Hari, con su mezcla de sexo y espionaje, eran buenos para gacetilleros y novelistas, pero no para historiadores serios, hechos y derechos.

Tampoco después de la segunda guerra mundial y la evolución de la guerra fría cambiaron demasiado las tornas. En general, los Estados que habían pasado o estaban pasando por ellas fueron avaros de sus secretos. Episodios como los de Philby y el gang de los espías de Cambridge dieron pie a numerosos relatos pero no indujeron a que se abriesen los archivos.

Todo este panorama ha ido cambiando. En el país en el que los relatos de espías han hecho furor tradicionalmente, el Reino Unido, la situación empezó a aclararse cuando, por diversas razones, se autorizó una publicación que aludió abiertamente a la importancia de la densa malla de desciframiento de las comunicaciones alemanas en la segunda guerra mundial. Siguió otra en la que se puso de relieve la actuación del Comité XX que había conseguido que todos los espías alemanes que los nazis introdujeron en el país o trabajasen para los británicos o fueran derechitos a la horca.

Y en lo que se refiere a la guerra fría misma, a los pocos años de colapsarse un espía de la KGB que se pasó a los británicos les regaló miles y miles de extractos de documentos que conforman lo que ha dado en denominarse el “archivo Mitrokhin”.

Desde tales hitos, muchos historiadores se han lanzado sobre masas de documentos desclasificados. En la actualidad, los archivos de inteligencia han revelado una amplia muestra de sus arcanos. Siempre con restricciones impuestas por motivos de “seguridad nacional” u oscuros intereses burocráticos. Los norteamericanos no fueron a la zaga e incluso se adelantaron, pero guardando siempre un núcleo duro. Hoy la historia de las actividades de inteligencia ha ocupado por derecho propio un nicho en la historiografía. La editorial Crítica ha publicado recientemente un libro importante, de síntesis, de Max Hasting, sobre tales actividades en la segunda guerra mundial. Es un buen correctivo a las exageraciones que han permitido a autores sensacionalistas hacer caja.

En España vamos atrasados. Son escasos los historiadores que han tratado de integrar temas de inteligencia en el cuadro general. Para la primera guerra mundial los trabajos de Fernando García Sanz, Eduardo González Calleja y Pierre Aubert han abierto brecha. En cuanto la guerra civil el panorama no es mucho más alentador a pesar de los trabajos de Hernán Rodríguez, Pedro Barruso  y José Ramón Soler. Un libro, también publicado por Crítica, de Morten Heiberg y Manuel Ros Agudo no tuvo demasiado éxito. Fue, sin duda, prematuro. El público lector español no estaba todavía entonces preparado para estudios de tal tipo. Luego se han hecho algunas incursiones periodísticas en el espionaje soviético en España pero ningún autor español ha estado a la altura de las investigaciones de Boris Volodarsky, también publicadas por Crítica. Sin duda me dejo algunos nombres pero me fijo en obras de rigor académico y no en otras.

Un autor que trabajaba en la NSA norteamericana prometió hace años un estudio sobre las actividades de inteligencia de la Legión Cóndor pero todavía lo estamos esperando. A lo mejor murió. O se descartó el proyecto. Sería una auténtica pena porque hubiera sido muy interesante. Naturalmente plantea la pregunta de si los archivos de inteligencia de la Cóndor estaban en la NSA, ¿qué diablos habrá hecho de ellos la poderosa agencia de espionaje electrónico norteamericana?

Con respecto a la segunda guerra mundial Luis Suárez ha hecho referencia a que Franco tuvo algunos agentes incrustados en la embajada británica en Madrid. Los informes que de ellos se han dado a conocer, en bruto y sin examen crítico adecuado, no hacen pensar que llegaran muy allá.

Y, después, abundan las especulaciones y los relatos basados en fuentes periodísticas. Existe un rumor, que no sé si será cierto y que aventuro con todo cuidado, a tenor del cual en el Archivo Militar General de Ávila se custodia lo que quedan los archivos en materia de inteligencia militar desde principios del siglo XX. Supongo que escudriñar las actividades de los espías militares en las campañas del Rif debe de ser un asunto tan sensible que nadie se ha atrevido a sugerir su desclasificación.

En este campo todo autor se ve obligado a poner límites a la imaginación. Es fácil dejarse llevar por la luz de presuntas aventuras y el atractivo de los temas. En realidad, de lo que se trata es de escribir historia que se atenga a los principios metodológicos esenciales. Escudriñar los documentos, examinar su consistencia interna, su relación con otros, su pertinencia y, no en último término, la atención que se les prestara. Si es que se les prestó alguna.

Bien o mal, es lo que he intentado hacer en SOBORNOS. No fue ciertamente una operación de espionaje en sentido clásico pero sí tuvo un fuerte componente de extracción y aprovechamiento de información secreta y de influencia sobre el decisor último, Franco; de compra de voluntades y de exploración de escenarios. Ya que se pagaban auténticas fortunas es de esperar que los británicos las sometiesen a contrastes y confirmaciones. Salvo en casos muy puntuales (y refiero algunos de ellos) no he encontrado huellas de ese típico procedimiento de dilucidación y esclarecimiento, bases necesarias -a decir verdad, imprescindibles- para una acción correcta.

Pero, a lo mejor, eminentes historiadores o políticos pro-franquistas tienen en sus manos las llaves de las puertas del reino de la verdad y nos franquean el paso. No habrá lector más contento que quien esto firma. En el próximo post daré un ejemplo.

(Continuará)

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (III)

20 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

No desearía que los amables lectores de este blog creyeran que lo utilizo para hacer publicidad de mis trabajos. Así que no trataré de sintetizar los resultados de mi último libro. Sí espero que me permitan realizar algunas consideraciones sobre comentarios que he leído en los medios digitales en donde se han publicado conversaciones conmigo acerca de SOBORNOS. Reflejan con frecuencia una forma curiosa de entender la historia y el trabajo del historiador. Hoy me limitaré a unas breves consideraciones por razón de categorías.

hitler-y-franco-hendaya-1941Quienes más han comentado son los denigradores. Lo han hecho  desde dos puntos de vista. El primero, el de los sabihondillos. El segundo, el de los cargados de ideología.

El primero es el más interesante. Huelga decir que no han leído el libro, pero ya exponen sus argumentos con supuesta autoridad. Digo supuesta porque se hacen siempre desde el anonimato. Yo solo me he sentido impelido a hacer un comentario una vez. Lo hice para contestar a un artículo de un distinguido columnista de ABC en el que me achacaba (junto con otros colegas, entre ellos Julián Casanova) que con lo que escribíamos jamás entraríamos en la Real Academia de la Historia. Me limité a responder, con mi nombre y apellidos, que nunca había sentido tal deseo. Por supuesto, no hubo la menor reacción.

Pues bien, abundan quienes afirman que “eso de los sobornos” ya es cosa sabida. Tienen, por supuesto, razón. Se conocen desde 1986. Los dio a conocer el profesor Denis Smyth, entonces en Cork College. Se hizo famoso instantáneamente. Es amigo mío y hoy está feliz en la Universidad de Toronto. Lo señalo en el prólogo de mi libro. Y, como historiador profesional, también indico a todos los demás autores que han retomado la referencia a los mismos. Solo hay, entre ellos, un español que haya encontrado algo que haya enriquecido mínimamente las referencias  de extranjeros, aparte de Smyth (entre los cuales destaca David Stafford). Ni que decir tiene que, al publicar en 2016, añado nuevos autores, hasta al menos el año anterior.

Pero, que yo sepa, los sobornos no constituyen la pieza fundamental de ningún otro trabajo que los haya examinado desde los aspectos operativos, tácticos y estratégicos. Así que me perdonarán tales sabihondillos si no puedo tomarles en serio.

La segunda categoría dice más de quienes opinan que del libro. Sus comentarios, en los que se me achaca una ideología que no llegan a concretar, se hacen desde una postura de quienes se sitúan au-dessus de la mêlée, es decir, de  ciudadanos que presuntamente solo se preocupan de una no menos presunta actitud, la de la objetividad.

Aparte de que ello no se compadece con los dicterios con que esmaltan sus comentarios creo que lo que demuestran es que se ven afectados por una cierta confusión conceptual. Y esto es, para mí, lo más significativo.

Tales comentaristas ignoran que no hay, ni puede haber, historia sin ideología. Quien afirme lo contrario simplemente no sabe de que habla. Todos los seres humanos contemplamos el mundo que nos rodea, y también el que ha rodeado a nuestros antepasados, a través de lo que uno de mis maestros, el profesor José Luis Sampedro, solía denominar una “retícula axiológica”. Es decir, los seres humanos filtramos nuestras percepciones por nuestros valores. Quienes no lo reconocen confunden objetividad con imparcialidad.

Aplicada esta confusión al campo de la historia se olvida en qué consiste el objetivo el historiador. Desentrañar o iluminar parcelas de algo que ya no existe, el pasado. Lo hace, sin embargo, ateniéndose rígidamente a unas reglas destiladas a lo largo del tiempo. Sobre todo desde que el escudriñamiento de ese pasado se configuró como fundamento del conocimiento específico que llamamos “historia” en tanto que disciplina (algo que ocurrió en Alemania, Francia e Inglaterra esencialmente en el siglo XIX).

Tales reglas hacen que la investigación histórica tenga una cierta pretensión de “cientifismo”, no como el de las ciencias naturales sino que se acerca más al de las ciencias sociales. Son reglas que permiten diferenciar entre afirmaciones banales, sin sustento salvo en las propias opiniones, y las que son resultado de un trabajo de exploración de las fuentes. Estas son, lógicamente, muy diversas (desde restos de obras arquitectónicas, pasando por las piedras talladas, los papiros y pergaminos hasta una variada gama de artefactos culturales).

Es decir, son fuentes que manifiestan en concreto la acción de los seres humanos en el tiempo, sometidos a influencias económicas, sociales, tecnológicas y culturales en contextos en cambio, y que tienen o han tenido existencia fuera de ellos. Las afirmaciones de los historiadores genuinos son objetivas porque dependen crucialmente de algún tipo de soporte, del cual las han extraido siguiendo una metodología, inductiva o deductiva, consolidada en la discusión inter pares de generación en generación.

Quienes alegremente se desatan en descalificaciones e improperios, sin base en un examen crítico de las fuentes, no son objetivos sino parciales. Aventan opiniones que pueden no tener base alguna salvo la que componen sus emociones, posturas axiológicas o preferencias políticas e ideológicas.

En mis investigaciones, por el contrario, reivindico la estricta referencia a la base, apoyaturas o sustento en fuentes que existen, con independencia de mis valores. De hecho, una gran parte del trabajo del historiador, y del mío propio, estriba en buscar e identificar esas fuentes que suelo denominar evidencia primaria relevante de época.

Al analizar esa evidencia trato de ser objetivo en la medida en que no suelo ir muy por delante de lo que la misma permite inferir siguiendo por lo general un procedimiento inductivo. Esto no quiere decir que sea imparcial. No puedo serlo porque tengo, como todo ser humano, ciertos valores. ¿Cuáles son? Esencialmente los de la Ilustración, con el imperativo categórico al frente aplicado a la búsqueda de la verdad (al menos la documentable). ¿No suele decirse que “la verdad nos hará libres”?

En SOBORNOS, como en numerosas obras anteriores, doy ejemplos de autores que no se atienen a las reglas de la metodología histórica y que no dudan en manipular, tergiversar o distorsionar la evidencia, primaria e incluso secundaria (las “fuentes”). Hasta reciben prebendas y alguno ha logrado la proeza de introducirse en la Real Academia de la Historia.

Y porque mis valores son, en general, los de la Ilustración confieso que no me gustan ni Franco ni su régimen. Gracias a la desaparición de la censura (vigente en su España desde 1936 hasta 1976) toda una serie de historiadores españoles y extranjeros han tenido la posibilidad de demostrar que ambos fueron una mancha negra en la historia española, un tiempo de mentiras, de deshonor y de represión multifacética y multimodal.

Así, pues, confieso que no hay otro deber más importante para el contemporaneista interesado por España que poner al descubierto todas las facetas de dicho régimen y de la persona que lo dirigió y en torno a la cual autores enajenados por el dinero, honores, influencia o ideología tendieron una tupida red de tergiversaciones.

SOBORNOS, y el libro -esta vez colectivo- que le seguirá el próximo año, no son sino una pequeña muestra de lo que hubo detrás de aquel régimen y de su fundador. Ahora bien, cuando he encontrado alguna evidencia que puede resultar favorable a Franco no la he desdeñado. Al contrario, me he deleitado en destacarla para demostrar que trato de ser objetivo y me atengo, críticamente, a los documentos. No como algunos de los historiadores que afloran, con no demasiada buena luz, en mis libros.

(Continuará)

La neutralidad de Franco que amasaron Churchill y Juan March

14 septiembre, 2016 at 2:14 am

No se sabe bien qué demonios significa, pero los hagiógrafos de Francisco Franco califican de «hábil prudencia» la supuesta virtud del dictador para evitar comprometerse. Cuenta el historiador Ángel Viñas que es una definición que, quizás como gallego, se aplicaba a sí mismo, pero que ha venido de perlas para valorar su estrategia de sutil no alineamiento en la Segunda Guerra Mundial. Aunque hubo otro argumento: la millonada que los británicos, por mediación del banquero mallorquín Juan March, se gastaron en untar a generales y gente próxima al dirigente para convencerle de que no apoyara con todas las consecuencias a Hitler.

Publicado en El País el 9 de septiembre de 2016, accesible aquí.

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Sobre la «hábil prudencia» de Franco (II)

13 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Una de las dificultades de escribir en materia de inteligencia en una situación de guerra estriba en cómo insertar los resultados de las operaciones que se abordan en los contextos dentro de los cuales se llevaron a cabo, tanto en el plano estratégico como en el táctico. Los autores suelen dividirse. Están, por un lado, los que contemplan tales operaciones en sí mismas, es decir, los que se sienten tentados por describirlas y analizarlas como un fin y no como un medio para un fin. La apetencia del público por las historias de espías es, por lo  demás, un aliciente. 

1370283643_748941_1370283757_noticia_normalPor otro lado, están los autores que procuran abordar el impacto de tales operaciones más allá de sí mismas. Naturalmente, para un historiador normal esto es  lo que tiene más morbo. Hay operaciones que fracasan, otras con resultados puntuales y otras que tienen un impacto concreto sobre planteamientos estratégicos y tácticos. Es obvio que no en todos los casos puede identificarse dicho impacto.

En el caso español, la única operación que se ha estudiado con tales fines ha sido la denominada CARNE PICADA (MINCEMEAT). Se le han dedicado una película (EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ) y varios libros. Uno de ellos ha sido publicado por CRITICA en su serie sobre la segunda guerra mundial. El profesor Denis Smyth escribió centrándose sobre su contexto estratégico y táctico. Lo hizo de forma profesional y con gran autoridad. Su libro no se ha publicado en castellano.

Pues bien, lo que yo he denominado operación SOBORNOS fue mucho más importante y significativa que CARNE PICADA. De Constituyó la base sobre la cual se asentó la estrategia británica para contener las apetencias de Franco por entrar en guerra. Pero también el fundamento de la política de Londres hacia el régimen español, tout court.

Nunca se permitió, en efecto, que otras operaciones u otras valoraciones interfiriesen con SOBORNOS. En la cúpula británica (de Churchill como primer ministro y ministro de Defensa, al Gabinete de Guerra, al Gobierno en general, a los Jefes de Estado Mayor y a los servicios de inteligencia) se introdujeron compartimentos estancos destinados a protegerla. Había que dar tiempo al tiempo y que se hiciera sentir la influencia de los sobornados sobre Franco para que minaran la confianza que el jefe del Estado tenía en su consejero aúlico y ministro de Exteriores Ramón Serrano Suñer.

El número de personas que supo de SOBORNOS se redujo al mínimo. En Madrid estaban al corriente, aparte del embajador, el ministro consejero, los agregados militar y financiero y el naval, que fue quien impulsó la operación desde el primer momento. No he encontrado constancia de que otros funcionarios supieran de su existencia en la capital española. En Londres solo dos ministros conocieron su lanzamiento: el de Asuntos Exteriores y el del Tesoro. Era imposible hacer nada sin contar con ellos.  Posteriormente hubo que informar también al ministro de Guerra Económica para que dejara de incordiar, ya que estaba al frente del Special Operations Executive (SOE), es decir, la agencia creada por Churchill para llevar el sabotaje y la subversión a la Europa ocupada por nazis y fascistas.

Ni que decir tiene que los roces burocráticos fueron, al principio, la regla. Para lidiar con ellos, los ministros al corriente apelaron a un pequeño grupo de altos funcionarios dignos de toda confianza. Esto fue así hasta el punto que en los diarios del subsecretario permanente de Estado en el Foreign Office, y hombre clave en SOBORNOS, sir Alexander Cadogan no solo no se encuentra nada respecto a la operación sino que incluso abunda en despectivos calificativos, al menos al principio, contra el embajador en Madrid y alma de la operación, sir Samuel Hoare. Quien, por cierto, no solo no dijo nada en sus publicadas memorias sino tampoco en un esbozo de otras complementarias que no llegó a terminar antes de su fallecimiento.

Salvo los primeros telegramas en los que se planteó la operación, todas las referencias a la misma se diluyen en la correspondencia burocrática y en los informes y telegramas políticos y militares. De aquí la importancia de los que se desclasificaron en 2013. De no haber sido por ellos, hubiera sido imposible avanzar mucho en su conocimiento. Hoy, sin embargo, ya sabemos cómo se gestó, cómo funcionó y qué resultados obtuvo.

Por SOBORNOS discurrió un chorro de dinero. Los datos que figuran en la literatura son inexactos. Pero es que, además, la cobertura financiera hay que enfocarla tanto desde la perspectiva británica como desde la de los receptores. En la primera, fue evidentemente una microgota en un océano de gastos militares. En la segunda, las tornas cambian de forma radical. Sobre los generales y el hermano de Franco cayó una tromba de dinero (pesetas, escudos, dólares, libras) que pudo quitarles toda preocupación financiera para el resto de sus vidas.

¿Supieron los generales, y el hermano de Franco, uno de los personajes más corruptos de la época, de dónde procedían los dineros?

Se ha aducido, sin la menor prueba, que no, que no lo sabían. Bueno, al menos uno de los sobornados sí tuvo que estar enterado. No fue un cualquiera. Fue el coronel Valentín Galarza. El antiguo “técnico” que coordinó el golpe de Estado en julio de 1936 y que sucedió a Serrano Suñer y luego al propio Franco como interino al frente del Ministerio de la Gobernación.

SOBORNOS, por lo demás, llegó a contar en el Gobierno no solo con Galarza, sino también con el bilaureado general José Enrique Varela, ministro del Ejército. Es decir, el banquero mallorquín Juan March, también financiador de la sublevación de 1936 para adquirir material bélico en Italia y alquilar el Dragon Rapide (luego prestó a Franco un volumen inmenso de recursos), no se anduvo con chiquitas. Fue a la cabeza y por lo grande

No es de extrañar que SOBORNOS se rodeara de un tupidísimo velo y que los británicos subordinaran a su intangibilidad cualquier operación clandestina que quisieran montar otros servicios de inteligencia en España, particularmente el SOE.

La cuidadosa selección de las personas a sobornar, los altos y bajos por los que atravesaron las fortunas militares británicas en la primera fase de la guerra mundial, los alaridos falangistas, la preocupación por hacer Gibraltar inexpugnable y la creencia de que la mejor forma de lograr los objetivos estribaba en influir directamente sobre Franco vía personas de su confianza explican que una operación que se planteó en un principio para seis meses durase casi tres años. Fue adaptándose a las circunstancias, asumió objetivos secundarios, cambió en ocasiones de carácter pero siempre fue el último as de la baraja en manos británicas.

(Continuará)

 

 

 

Sobre la «hábil prudencia» de Franco (I)

6 septiembre, 2016 at 8:30 am

Ángel Viñas

Tras la pausa veraniega reanudo, como había prometido, este blog. Estos primeros posts de la nueva temporada se dedicarán a encuadrar mi nueva investigación. Su argumentación y resultados se reflejan en un libro que ahora se pone a la venta. Quizá interese a los amables lectores que siguen este blog conocer los porqués de la misma.  

portada_sobornos_angel-vinas_201606131548Desde que, en 1974, di a conocer los resultados de un trabajo que me había encargado, en mi etapa en la embajada en Bonn, el profesor Enrique Fuentes Quintana mi labor como historiador se ha centrado  en escudriñar mitos del franquismo. En aquel momento fue lo que hubo detrás del insólito apoyo inicial de Hitler a Franco en los albores de la sublevación. Luego fue el “oro de Moscú”. Más tarde, en plena transición me dediqué con un equipo de colegas a poner al descubierto la sinuosa trayectoria de la política económica exterior española, desde la instauración de la República hasta la muerte de Franco, gracias al apoyo personal e institucional del profesor Rafael Martínez Cortiña (qepd). Se publicó en 1979.

Hoy, cuarenta años más tarde, me doy cuenta de que mi labor como historiador se ha situado siempre en la misma perspectiva. Desmitificar, comprobar, analizar y progresar en el conocimiento, siquiera modestamente, de nuestra historia contemporánea. Entendiendo siempre por esta el período comprendido por la República, la guerra civil y el franquismo.

El libro que ahora sale a la luz, SOBORNOS, es un intento de despejar una de las cuestiones que la historiografía pro-franquista no se ha atrevido nunca a indagar seriamente. Porqué España permaneció “neutral” durante la segunda guerra mundial. Obsérvese el entrecomillado.

Sobre el tema se ha escrito abundantemente. Todavía durante la guerra misma, y allá por 1944, la dictadura se preocupó de establecer un canon que después fue afinando, refinando y edulcorando sin pausa. Al hacerlo creó toda una serie de mitos que, más o menos adaptados, duran hasta nuestros días.

Los lectores de este blog recordarán que en la pasada temporada ya llamé la atención sobre el, por ahora, último producto de esa larga tradición. La hagiografía que sobre Franco y sus relaciones con Hitler publicó, hace ahora más o menos un año, uno de los grandes historiadores pro-franquistas todavía activos (afortunadamente para él y su familia), desaparecido ya Ricardo de la Cierva.

Cuando critiqué la obra del profesor Luis Suárez Fernández estaba lidiando con el libro que ahora empieza su andadura en las librerías. Confío en que merezca el favor del público. Me ha costado los proverbiales sangre, sudor, lágrimas y un montón de euros. Conviene recordar que la investigación en archivos puede ser muy interesante, muy atractiva y despertar felices sentimientos si acaba bien, pero es también siempre muy costosa.

SOBORNOS aborda un tema conocido en la literatura. Como suele ocurrir en la que se refiere a la posición de España en la segunda guerra mundial, esta literatura es más bien extranjera que española. Afortunadamente, en esta última ya hay notables excepciones.

En la primera mi libro es tributario de las aportaciones de, ante todo, Denis Smyth, Paul Preston y Richard Wigg. Entre los españoles hay menos pero sí destacan con luz propia Carlos Collado Seidel, Enrique Moradiellos, Manuel Ros Agudo, Javier Tusell y Emilio Sáenz-Francés. En cualquier caso no creo haber olvidado a ningún autor relevante. Si lo he hecho, presento desde aquí mis excusas. No oculto  que he dejado fuera a autores que no han aportado, en mi opinión, ningún conocimiento al tema en cuestión, pero siempre es posible que me haya olvidado de otro u otros.

La lista de libros y artículos que he manejado comprende, por lo menos, ciento treinta títulos amén de una treintena de naturaleza biográfica más veinticinco tomos de fuentes primarias publicadas y, sobre todo, una considerable documentación procedente de una decena de archivos, españoles y extranjeros. Manejar todo este volumen de fuentes, en media docena de idiomas, puedo asegurar que no ha sido fácil.

Lo que es rotundamente nuevo es la incorporación a la literatura de dos nuevos tipos de documentos: por un lado, los que el Gobierno británico desclasificó en 2013, hace ahora tres años, sobre una serie de detalles operativos de una actuación que se consideró tan supersecreta que se le aplicó un plazo de cierre de 70 años, es decir, muy elevado (aunque hay fondos que permanecen inaccesibles durante un siglo y otros, los menos, sin plazo previsto de apertura).  Por otro lado, fondos que aunque abiertos desde los años setenta no habían merecido, sorprendemente, la atención de ningún historiador, español o extranjero.

Dado que el conocimiento del pasado es contingente (depende de la accesibilidad de nuevas fuentes, de la aplicación de enfoques o paradigmas adecuados y del análisis y contextualización más amplios posibles) los historiadores solemos estar atentos a lo que se abre en los archivos, sobre todo en aquellos que siguen una política más o menos previsible. Los británicos son uno de ellos, como los franceses y los alemanes, de entre los países más relevantes para España de nuestro entorno. (No es el momento ahora de hablar de los norteamericanos, un caso un tanto especial).

Cuando en 2013 se desclasificaron varios legajos de documentos sobre la política británica hacia España en los años de la segunda guerra mundial, quien esto escribe vio el cielo abierto. La operación de compra de voluntades a militares y políticos españoles por los británicos, que había descubierto Denis Smyth hace ahora exactamente treinta años, quizá podría permitir identificar y aplicar nuevas perspectivas.

Y esto es lo que, con mejor o peor fortuna, he tratado de llevar a cabo en el nuevo libro.

Me apresuro a señalar que la operación que he bautizado como SOBORNOS (nunca se le dio una denominación específica, tan secreta fue) no se concibió nunca como la única actuación para evitar que Franco sucumbiera a la tentación de alinear su suerte con el Eje.

La literatura ha puesto de relieve otros factores que coadyuvaron a tal finalidad como, por ejemplo, las presiones políticas, diplomáticas, de propaganda y económico-comerciales (que ya empezamos a alumbrar en 1979). Ahora he añadido tres factores complementarios: la peculiar política de Hitler hacia Franco sometida a vaivenes constantes dentro de una cierta vacilación geoestratégica y geopolítica, las operaciones de espionaje e inteligencia en España (en lo que puede documentarse sobre ellas) y la planificación política contra Franco que desarrolló la más misteriosa y más secreta agencia creada por Churchill para reblandecer la moral enemiga (y para influir eventualmente en la española).

(Continuará)

(No quisiera terminar este post sin desear a los amables lectores la más feliz rentrée posible en una reanudación del curso político que se anuncia complicada. Espero que hayan tenido un feliz verano. En lo que a mi respecta lo he pasado -salvo una semana de vacaciones- trabajando en un nuevo proyecto que espero salga a la luz el año próximo).

Como o café brasileiro enriqueceu o ditador espanhol Francisco Franco

30 julio, 2016 at 2:17 am

“Valor proveniente da venda de café.” Foi esta enxuta frase que inquietou o economista, historiador e diplomata espanhol Ángel Viñas e o levou a passar horas analisando documentos em arquivos, em busca de informações sobre as origens da fortuna do ex-ditador espanhol Francisco Franco. Ao lado da curiosa frase, um valor nada desprezível: 7,5 milhões de pesetas que, segundo o pesquisador, equivalem a cerca de 85 milhões de euros. Junto ao dinheiro da venda do café, outros valores elevavam a 34 milhões o patrimônio do general.

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Artículo de Juliana Sada y Rodrigo Valente, publicado en OperaMundi – 18/06/2016

¿Por qué se dejaron engañar los alemanes por Hitler? (y VII)

26 julio, 2016 at 9:22 am

Termino esta pequeña serie de posts en el momento mismo en que julio se acaba y se abre la pausa veraniega. Por los posts anteriores se habrá visto que, en ciertas condiciones dadas, Hitler no ocultó a quienes quisieran oírle cuáles eran sus objetivos. Lo hizo públicamente a través de sus escritos y de sus discursos. Lo hizo, menos públicamente, a quienes podían oponerse a sus deseos, en particular a los mandos de la Reichswehr. En cuanto llegó a la Cancillería demostró que a sus palabras les seguirían acciones: la puesta fuera de la ley de los partidos politicos y de los sindicatos, las detenciones arbitrarias, la eliminación de las autonomías regionales, el acoso a los judíos y a todos quienes no comulgaran con el ideario nacional-socialista, etc.

 

Bundesarchiv_Bild_183-1987-0703-506,_Adolf_Hitler_vor_Rundfunk-MikrofonDe todo lo que antecede se desprenden dos cuestiones que han sido, y siguen siendo, muy polémicas: la primera es que Hitler no engañó a los alemanes; la segunda, que una gran proporción de ellos sí se autoengañaron al confiar en él. Esto, naturalmente, no hubiera sido posible si las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales dadas no hubiesen coincidido. El caso de Hitler no avala la tesis de que el futuro estaba predeterminado. Si las élites económicas, políticas y militares hubiesen encontrado alguna otra forma que no hubiera discurrido por la acentuación de las desigualdades y la depauperación de una parte de la población, diseñando otro tipo de actuación política antes del deterioro de la base constitucional, y la governance, de la República de Weimar, el futuro podría haber sido muy diferente. Es imposible, literalmente imposible, eximir de responsabilidad a Hindenburg y a las cliques militares, políticas, económicas y funcionariales que le rodeaban.

Dicho esto, la llegada de Hitler a la Cancillería supuso una ruptura. La supuso porque los nazis tenían una idea muy clara de lo que querían: derrumbar los cimientos del sistema democrático (por muy meramente formal que ya fuese) y sustituirlo por un régimen de nuevo cuño. Un régimen que aspiraba a disciplinar a todos los “camaradas” de la misma sangre en torno a un proyecto común que, por lo demás, tenia adherentes en los más diversos sectores de la sociedad alemana:

  • Romper definitivamente lo que quedaba de las amarras de Versalles
  • Devolver a los alemanes el orgullo de ser alemanes.
  • Hacer de ellos “superhombres” por encima del bien y del mal y en contraposición absoluta a los “judíos” y a los bolcheviques (a su vez considerados como profundamente “judaizados”).
  • Regimentar a los alemanes en todos los ámbitos de la vida colectiva e incluso individual.
  • Crear una mitología alternativa que borrase definitivamente el recuerdo de pasadas derrotas.
  • Y, no en último término, educar a los alemanes para la futura guerra de conquista y depredación en los amplios y abiertos territorios del Este.

La intimidación ante todo (véase, por ejemplo, el reciente libro de Las primeras víctimas de Hitler, de Timothy W. Ryback, Alianza) y la seducción (política típica de palo y zanahoria) vía el exitoso combate contra el paro, la creación de empleo y la mejora de las condiciones de vida, fueron los instrumentos de que los Nazis se sirvieron en los años iniciales de su dictadura.

Economistas, historiadores y politólogos seguirán discutiendo sobre la graduación e interacción de ambos enfoques. Lo que está fuera de toda duda, y tiene cierto interés en estos tiempos de crisis, es que Hitler y sus muchachos rompieron con la ortodoxia económica de Brüning y de la escuela neoclásica. Quizá sería ir demasiado lejos afirmar que Hitler puso en práctica una política keynesiana avant la lettre. No hay la menor duda, sin embargo, de que abandonó la teoría de que el Estado debía interferir lo menos posible en el libre funcionamiento del mercado. Simplemente, los nazis acentuaron la intervención estatal en la economía hasta tal punto que en pocos años tenía poco parecido con cualquier manifestación de lo que habitualmente se denomina una economía de mercado.

El embate que Hitler y los nazis lanzaron sobre la sociedad alemana encontró resistencia en numerosos sectores. Ante todo en la izquierda, comunista y socialista. Pero también en el centro y en la derecha. Esta última (incluida la de ciertos ámbitos eclesiales, protestantes y católicos) parece haber tenido más suerte que la primera.  Probablemente gozaba de más posibilidades. La represión contra todo lo que oliera a izquierda fue dura, consistente y en ascensión progresiva. Contra la Iglesia y el Ejército era más difícil actuar y los medios conservadores y monárquicos en gran medida permanecieron inmóviles en los primeros años de la dictadura.

Eso sí, cuando vieron el camino que esta llevaba en política exterior y que Alemania se exponía a entrar en guerra sin objetivos políticos definidos, tras la reunificación en el Reich de los alemanes (de sangre) que habían quedado fuera de sus fronteras como consecuencia de la primera guerra mundial, las dudas empezaron a esparcirse en las fuerzas armadas e incluso en algunos círculos políticos y diplomáticos.

Sin embargo, para entonces la dictadura ya había conseguido un alto grado de adhesión popular, el miedo se había introducido por los intersticios de la vida social y la formación de una oposición organizada parecía prácticamente imposible.

La historiografía internacional ha hecho, en los últimos treinta años, progresos muy considerables en el desbrozamiento de todos estos ámbitos. De la historia política y militar se ha pasado a la social en sus más diversas manifestaciones, de estas a la cultural, a la de las mentalidades, de la vida cotidiana, etc. Hoy tenemos una imagen sumamente perfilada de lo que fue y representó el Tercer Reich. Que todavía aquella experiencia nefasta para la humanidad ejerza poder de atracción sobre algunos grupos hace desesperar de que cierta gente pueda o quiera aprender algo del pasado.

El Tercer Reich y las dictaduras estalinista y fascista), valgan los casos, siguen siendo una advertencia y una lección. Ya que la historia no es una ciencia exacta y que no tiene poder predictivo, quizá sirva para demostrar empíricamente cómo las sociedades y los hombres y mujeres que en ellas actuaron, se agitaron,  sobrevivieron, murieron, supieron responder, de una u otra manera, a los retos de su tiempo. Bien y mal, que de todo hay en la viña del Señor.

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Con este post me despido de los amables lectores de este blog. Llega el tiempo del verano, de las vacaciones y del solaz bien ganado. No para los malvados historiadores. Estoy trabajando, con un grupo de colegas, en un nuevo proyecto que esperamos salga a la luz el año próximo. Y, personalmente, debo prepararme para la promoción, a partir de septiembre, del libro en el que he estado trabajando estos últimos tiempos, para ser exactos desde 2013.

A todos les deseo un feliz mes de agosto. Volveré a aparecer en la segunda semana de septiembre.